25
Lo encontré en el cuarto de armas, metiendo cajas de munición en un talego que ya contenía dos pistolas y un revólver.
—¿Piensas cargarte a todo su personal? —pregunté quedamente—. ¿O solo a él?
No se volvió, pero vi que se le tensaban los hombros.
—Maldita sea, Cole, no puedes hacer eso.
—Ya lo creo que puedo —dijo despacio; sus palabras eran tan afiladas y estaban tan llenas de dolor que parecían sangrar—. De hecho, es lo único que puedo hacer.
—No. —Di un paso, luego otro. Me detuve justo detrás de él y posé una mano suave en su espalda.
Esperaba que se apartara, y al ver que no se movía cerré los ojos, la manifestación física de un suspiro de alivio. «A lo mejor no lo he perdido del todo».
—Por favor —dije—, date la vuelta y mírame.
Pensé que me ignoraría, pero se volvió poco a poco y me clavó la mirada. Una mirada fría y decidida, peligrosa y desesperada.
Negué con la cabeza.
—No puedes hacerlo.
—¿Has visto las fotos? —preguntó en un tono tenso y severo. Sus palabras destilaban ira, pero una ira dirigida a sí mismo más que a Muratti—. ¿Has visto el puto infierno en el que te he metido?
—¿Tú? ¿Crees que es culpa tuya? Por Dios, Cole, esto es tan culpa tuya como lo que le ocurrió a Bree. Nadie tiene la culpa salvo Muratti y el cabrón del fotógrafo que se coló en mi propiedad. Y —añadí porque había cogido velocidad— si crees que hice algo contigo con lo que no estaba completamente de acuerdo, con lo que no disfruté como no había disfrutado en mi vida, quiere decir que eres imbécil.
En ese momento parte de la tensión abandonó su cuerpo. Se recostó en la mesa donde descansaba el talego.
—¿Por qué has venido? —preguntó.
—No vayas a Atlantic City. —Dejé el sobre en la mesa antes de tenderle la piedra. Al cogerla nuestros dedos se rozaron. Y como siempre, sentí el impacto de la conexión. Es más, vi en sus ojos que también él la sentía—. No lo mates, Cole. Ni siquiera por mí.
Se frotó la cabeza y soltó una larga espiración. Se había quitado el esmoquin de la boda y llevaba unos tejanos y una camiseta gris que le marcaba los músculos de los brazos y el torso. Sin una pistola ya era mortífero. Con una era imparable.
Aun así, estaba decidida a detenerlo.
—Dime algo, joder —espeté.
Quería zarandearle, abofetearle. Meterle un poco de juicio en la sesera. Pero era un momento tenso —él era pura tensión— y el sentido común me decía que debía utilizar la disuasión. Que enfurecerme con un hombre que podía sucumbir a la rabia tan fácilmente sería como echar gasolina a las llamas.
Al rato su dedo pulgar empezó a frotar la piedra verde con movimientos lentos y uniformes.
—Me la regaló Jahn —dijo sin más preámbulo y sin levantar la vista—. ¿Te lo había contado?
—No.
—Nos dejó a cada uno una carta y un regalo. Algo simbólico, en realidad, algo que tenía un significado para él.
—¿Por qué esta piedra era importante para él? —pregunté.
Cole se volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos.
—La compró en su luna de miel —dijo—. En su primera luna de miel —añadió irónico—. Su mujer decía que era demasiado nervioso, que necesitaba algo para canalizar el estrés.
—Pero la historia no acaba ahí. —Yo había conocido a Howard Jahn. Ese hombre tenía un millón de capas. Y si había dejado una piedra relajante como legado, tenía que existir una razón más profunda.
—Me conocía mejor que nadie —continuó Cole—. Que nadie excepto tú —añadió, y algo dentro de mí que había permanecido frío y marchito comenzó a florecer y a crecer—. Conocía mi carácter. Sabía que mi madre fumaba crack. Sabía la facilidad con que podía estallar. Sabía lo de las bandas y sabía lo que había hecho. También sabía lo que era capaz de hacer. Y Jahn creía que yo podía contenerme, que podía controlar mi genio en lugar de dejar que mi genio me controlara a mí.
—Howard Jahn era un hombre inteligente —dije—. Sabía que había un motivo para que me cayera tan bien.
Vislumbré un atisbo de sonrisa en sus ojos. Apenas duró un instante, pero me lanzó otro cabo de esperanza al que agarrarme.
—Jahn me decía que algún día encontraría a la mujer idónea para mí. Una mujer que me daría paz, que me ayudaría a controlarme. «Algún día la encontrarás», decía. Pero me dio la piedra relajante para que la usara hasta entonces.
Se había dado la vuelta mientras hablaba, y estaba contemplando distraídamente la pared forrada de armas: pistolas y escopetas, armas de electrochoque y a saber qué más. Pero aunque no me estaba tocando ni mirando, sabía que hablaba de mí, que yo era la mujer que Jahn le había prometido. Y eso me llenó de una alegría agridulce.
Pero ese no era el final.
—Sigue —susurré—. Cuéntame el resto.
Cuando se volvió hacia mí, ya no había dureza en su mirada. En sus ojos vi amor. Vi adoración. Y —por desgracia— vi dolor.
—Tú eres esa persona, Kat. Te quiero, no imaginas hasta qué punto. Pero es más que eso. Tú has hecho algo más que colarte en mi vida. Has encontrado tu lugar exacto. Eres la mujer idónea para mí.
Le apreté la mano mientras se me saltaban las lágrimas porque era incapaz de contener tanta emoción.
—Haces que me sienta pleno —prosiguió con la voz ronca por una emoción que yo no alcanzaba a identificar—. Y lo único que he hecho es joderte la vida.
Algo frío y oscuro me envolvió con fuerza, robándome el aliento.
—No —susurré. Sabía que estaba pensando en esas horribles fotos—. Dios, no, tú no has jodido nada. Y aunque así fuera, matar a Ilya Muratti no cambiará las cosas.
—Sí —espetó.
—Tonterías. Lo único que cambiará es que volverán a abrir tu expediente.
—Joder, Kat, no tienes ni idea.
—Porque hay algo que no me cuentas. —Tuve que hacer un esfuerzo para no gritar, de tan frustrada que me sentía—. ¿Qué sabes que yo no sé? ¿Cómo consiguió Muratti esas fotos?
—Porque la jodí. Porque mi brillante plan de mantenerte a ti y a tu padre a salvo se fue a pique.
Negué con la cabeza sin comprender.
—Muratti no dejó piedra por remover —dijo Cole. Se frotó la sien, como si estuviera luchando con una violenta jaqueca—. Acerté en que no se vengaría de Stark, incluso en que cuando indagara sobre mí, eso desviaría su atención de tu padre. Pero Muratti fue hasta el fondo, y al indagar sobre mí se enteró de tu existencia, y por el camino el hijo de puta cayó en la cuenta de que eras hija de Maury Rhodes.
Sus palabras me hicieron recular como un puñetazo en el pecho.
—No —balbuceé—. ¿Cómo?
—Sobre el papel parece que hayas surgido de la nada, Kat. Algo así es difícil de rastrear, desde luego, pero también resulta sospechoso. Y Muratti es un hombre curioso y con recursos. Si necesita encontrar algo, lo encuentra.
Meneé la cabeza y me apoyé en la mesa para no tambalearme.
—Por lo visto te siguió. Nos siguió. ¿Y sabes que dio una maldita fiesta cuando su recadero le informó de la clase de fotos que había conseguido hacernos? La cruz de San Andrés. La barra separadora. La fusta. La venda en los ojos. ¿Qué te parece, Kat? —preguntó en un tono cargado de rabia y de frustración—. ¿Crees que a tu papá le gustaría ver una foto de su pequeña con un tapón en el culo?
Me encogí y desvié la mirada.
—Mierda, mierda, lo siento. —La dureza en su voz fue reemplazada por una ternura tal que los ojos se me llenaron de lágrimas—. Pero tienes que entenderlo. —Respiró hondo—. Sé que es culpa mía. Tendría que haberlo visto venir. Tendría que haberte protegido mejor.
—No —susurré—, no es culpa tuya.
—Sí lo es. —Me miró a los ojos—. La he cagado. Pero es un error que pienso enmendar ahora mismo.
—Cole, no puedes.
—Ya lo creo que sí. Muratti sacará esas fotos a la luz, Kat. Si no le digo dónde está tu padre, las difundirá por todas partes.
—Vaya. —Fue la única palabra que acerté a pronunciar. Tragué saliva. Inspiré hondo—. No vamos a decirle dónde está mi padre. No pienso entregárselo a Muratti en bandeja.
—¿Sabes? A veces Muratti puede ser una persona razonable. —Un horrible sarcasmo le teñía la voz—. Dijo que si yo mismo difundía esas fotos, si yo mismo permitía que el mundo entero las viera, dejaría tranquilo a tu padre. Nada de represalias.
Le miré a los ojos y me abracé el torso. Esas fotos saliendo a la luz. Mi padre las vería. Mis amigos las verían. Mis momentos íntimos —nuestros momentos íntimos— arrojados a los sabuesos de la prensa amarilla.
Y aún así no podía asegurarme de que luego se largarían. No lo harían.
Yo no era un personaje público como Nikki Fairchild, pero viviría el mismo infierno. Por lo menos su retrato había sido arte. Sacadas de contexto, esas fotos eran repugnantes. Eran la clase de fotos que correrían por todos los medios de comunicación sensacionalistas. Que serían colgadas en YouTube.
Era la clase de mierda que vivía eternamente, y con un hombre como Cole August de protagonista, incluso más.
Esas fotos me perseguirían el resto de mi vida.
Y Cole lo había visto desde el principio. Había visto que la única forma de proteger mi intimidad era ensuciándose de nuevo las manos.
—Cole —dije abrazándome a su cuello mientras el corazón se me hacía añicos. Al principio no respondió. Luego descansó su frente en la mía y me rodeó la cintura.
—No quería que te enteraras. Quería mantenerte al margen de esto, a salvo, pero por lo visto también he conseguido cagarla en eso.
—Ya basta, Cole —dije con suavidad.
—No se me ocurrió que acabarías yendo a casa de Jahn —continuó, y dudé de que me hubiera oído—. Dejé el sobre allí, junto con la piedra, para Tyler y Evan, para que entendieran lo sucedido en el caso de que no regresara. Por si las moscas, vaya.
Me aparté para mirarlo a los ojos.
—Aunque en realidad no esperaba tener problemas. Planeaba ir allí, matar al hijo de puta y a los matones que se interpusieran en mi camino, volver aquí, destruir la carpeta y regresar a casa contigo.
—Por Dios, Cole. —Apenas podía hablar a través del revoltijo de pensamientos que me invadía la mente—. ¿Cómo coño podías estar seguro de que eso acabaría con el problema? Puede que Muratti haya dejado una copia a alguien justamente para impedir que le mates.
—No es su estilo —repuso Cole—, así que supuse que era un riesgo calculado. Si yo tenía razón, tú estarías a salvo y nunca te habrías enterado de lo sucedido.
—¿Y si no la tenías?
—Si no la tenía, por lo menos el cabrón que te hizo eso estaría pudriéndose en el depósito de cadáveres.
Me mesé el pelo.
—¿Me lo habrías ocultado? ¿Me habrías mentido?
—No tienes ni idea de lo lejos que iría para protegerte. —Me acarició la mejilla mientras me observaba detenidamente, como si estuviera estudiando cada línea, cada poro, cada átomo—. Quiero la sangre de Muratti, Kat, y la tendré.
Meneé la cabeza, abrumada por la miríada de emociones que me embargaban.
—Crees que no puedes controlarte, pero ¿no te ves? Ahora mismo eres puro control. Prácticamente estás temblando de lo fuerte que es tu empeño. —Le estreché la mano—. Llévalo aún más lejos —dije—. Lleva aún más lejos ese control dando marcha atrás.
—¿Marcha atrás?
—No puedes hacerlo, ¿es que no lo entiendes? Si matas a Muratti, volverás al lugar donde estabas antes. Y tú no eres esa persona.
—Seré quien tenga que ser con tal de mantenerte a salvo. —Notaba la tensión que crecía dentro de él, una tensión primaria, animal, como si estuviera preparándose para una pelea—. Te lo prometo. Puedo hacer lo que haga falta sin ningún problema.
Volví a mesarme el pelo mientras buscaba una respuesta. En realidad me daba igual que matara a Muratti. Por lo que sabía de ese hijo de puta, merecía morir. Pero las consecuencias para Cole me aterraban.
—¿Y si devolvéis el terreno?
—Se lo propuse, pero ya no le interesa. Quiere venganza.
—¿Qué me dices del hijo? —pregunté—. Quizá esté dispuesto a hablar con su padre y…
—No —me interrumpió Cole—. Hablé con Michael, y tienes razón con respecto a él, es mucho más razonable. Pero quien manda aquí es papá y así será hasta que estire la pata.
—Tú no puedes precipitar su muerte.
—Sí que puedo, Kat. Puedo y lo haré. Joder, ¿es que no lo entiendes? Te quiero —dijo, y la pasión que destilaba su voz casi me derriba—. Te quiero y voy a cuidar de ti. Voy a protegerte, y también a tu padre. Voy a asegurarme de que no os pase nada a ninguno de los dos y de que esas condenadas fotos no vean nunca jamás la luz.
Cole se había apartado de la mesa mientras hablaba, y había avanzado hacia mí, obligándome a retroceder hasta la pared del fondo. Me tenía acorralada contra ella, con una hilera de armas de fuego a la izquierda.
Estaba atrapada en sus brazos, respirando con dificultad, tratando de encontrar las palabras mágicas que le hicieran desistir de su plan. Que le hicieran razonar y pensar en otra solución. Porque tenía que haber una salida. Porque yo no podía vivir así. No podía vivir en la pesadilla que estaba desplomándose a mi alrededor.
—Aquí solo importas tú, Kat. Ilya Muratti no es nadie para nosotros. —Me atrajo hacía sí y me besó con vehemencia—. Dilo, Catalina. Di que no es nadie.
—No es nadie —dije, y tiré bruscamente de él. Necesitaba su contacto, sus manos. Lo necesitaba fuerte, duro y salvaje.
Ignoraba cómo íbamos a salir de esa, cómo íbamos a encontrar una solución que no nos destruyera a él o a mí, pero sabía que teníamos que hacerlo. Porque yo tenía que ser la mujer en los brazos de Cole, y él tenía que ser el hombre en mis brazos.
—Dios mío, Kat —dijo quitándome la camiseta—. ¿Tienes idea de lo importante que eres para mí? ¿Tienes idea de lo que sería capaz de hacer para mantenerte a salvo?
—Sí —respondí en tanto que forcejeaba con mis tejanos, conseguía quitármelos y tiraba luego de los suyos. Estábamos enloquecidos, desesperados. En ese momento lo necesitaba todo de él. Necesitaba su protección, sus caricias y su amor.
Dios, cómo encajábamos. No solo en el sexo, sino en la vida. En la manera de ver el mundo. En el día a día.
Sobre todo, en el amor.
—Kat —murmuró. Bajó la cabeza hasta mi pecho. Yo no llevaba sujetador, y su boca se cerró sobre mis pechos para lamerlos, morderlos y provocarlos, para lanzarme descargas de placer que me recorrían desde el pecho hasta el clítoris y hacían que me retorciera bajo sus caricias. Estaba tan excitada que deslicé una mano audaz hasta mi sexo mojado y lo acaricié.
—Sí, sí —gimió él cerrando su mano sobre la mía—. ¿Tienes idea de lo excitante que es esto? ¿De lo dura que me la pone saber que estás caliente, que me deseas?
—No hay un solo momento que no te desee —dije confesándoselo todo, porque él ya lo sabía de todos modos, y no me quedaba nada que ocultarle—. Por favor, Cole —supliqué abrazándome a su cuello y tirando de él hacia el suelo—. Te necesito dentro de mí ahora. Por favor.
No vaciló, y cuando me abrí para él, el hombre al que adoraba se hundió dentro de mí y su cuerpo me embistió como si con la fuerza del movimiento pudiera hacer que el resto del mundo desapareciera.
—Te quiero —susurré al sentir que el placer crecía y me envolvía.
—Te quiero —repetí, porque necesitaba saber que lo había oído.
—Te quiero por todo lo que eres —continué mientras él me penetraba cada vez más hondo, como si con cada arremetida contra mi cuerpo buscara castigarse a sí mismo—. Por todo lo que has hecho. ¿Es que no lo ves, Cole? Me has desarmado y me has vuelto a armar, y te quiero por eso. Te quiero con toda el alma.
—Me has dado el mundo —dije cuando noté que su cuerpo se tensaba dentro de mí y temblaba en el dulce instante de la explosión.
—Me lo has dado todo —proseguí cuando mi propio orgasmo me atravesó como una descarga eléctrica.
—No me lo arrebates —murmuré con el cuerpo saciado y la voz débil—. No me lo quites. Una vez me prometiste que nunca me dejarías. Si me dejaras no podría soportarlo. Has de saber que no podría soportarlo.
Me estrechó contra su cuerpo.
—¿Y sin embargo podrías vivir con esas fotos publicadas?
—Si es necesario —contesté, y por primera vez comprendí el alcance de lo que había estado diciéndole—. Sería horrible, pero si a cambio de eso puedo estar contigo, estar contigo de verdad, podría soportar eso y mucho más.
No respondió. Solté un gruñido de frustración.
—Maldita sea, Cole, ¿qué tengo que hacer para demostrártelo? ¿Enviar las putas fotos como felicitaciones de Navidad?
Me abrazó y noté que su cuerpo temblaba un poco, hasta que comprendí que era de risa.
—Probablemente nada tan extremo —dijo—. Aun así, Kat, necesito saber que estás segura.
—Lo estoy. —Le acaricié la cabeza y el rostro. Lo miré fijamente a los ojos, porque necesitaba asegurarme de que entendía cuán en serio iban mis palabras—. Puedo sobrevivir a cualquier cosa si sé que estás a mi lado. Si realmente quieres protegerme, llévame lejos de aquí. Llévame a Europa o a Nueva Zelanda, o a una isla tropical para que esté lejos de internet, de la televisión y de la gente que conozco. Pero no hagas nada por lo que puedan separarte de mí. Porque has de saber que si te detienen o los matones de Muratti van a por ti, eso acabará conmigo. Y la culpa la tendrás tú.
Me observó detenidamente.
—¿Estás segura?
Me aferré a sus manos.
—Podré superar lo de las fotos. Mi padre podrá superar lo de las fotos. En cuanto a mis amigos, mi trabajo y mi reputación, no será fácil, pero pasará. —Respiré hondo—. Pero si te pierdo, me marchitaré. Será mi final. Créeme, Cole. Créeme y luego decide. ¿Vas a elegir lo que tú crees que necesito o harás caso de lo que yo te digo que necesito?
Lo besé suavemente en los labios.
—Hagas lo que hagas, seguiré queriéndote. Además, Cole —añadí—, ¿te has dado cuenta de lo que ha ocurrido esta noche? Te has corrido sin necesidad de estímulos morbosos, sin dolor. Únicamente conmigo y lo que hay entre nosotros.
Lo observé con detenimiento mientras meditaba mis palabras y caía en la cuenta de que eran ciertas. Esbocé una pequeña sonrisa, lo miré a los ojos y reí al ver su exultante expresión de orgullo.
—Tranquilo —añadí en un tono pícaro—, me gustan las cosas tal y como están. Pero siempre está bien tener opciones.
—Sí. —Suspiró y me atrajo hacia sí—. Joder, Kat, eso es precisamente lo que he estado intentando hacerte entender. Quiero tener la opción de protegerte, tal como le prometí a tu padre. Pero esa es justamente la opción que no me estás dando.
—Desde luego que sí —espeté—. ¿Es que no lo ves? Tú eres el escudo entre yo y el mundo, y esa es una protección mayor de la que podría soñar. ¿Quieres comportarte como un hombre fuerte y maduro? Pues haz lo que te pido. Quédate conmigo. Sácame del país hasta que lo peor haya pasado. Pero ni se te ocurra dejarme.
Me estaba mirando con una expresión extraña.
—¿Qué?
—Te adoro —dijo—. Me cuesta creer que haya podido vivir todo este tiempo sin ti.
—Pues entonces entenderás por qué tengo tan claro que no puedo correr el riesgo de enfrentarme a un futuro sin ti.
Asintió despacio.
—Entonces ¿le decimos a ese cabrón que publique las fotos? —pregunté.
—Si realmente estás segura.
—Nunca he estado tan segura de nada —declaré—. Salvo de ti.
—No quiero estar presente cuando hagas la llamada —dije una vez instalados en el avión privado.
Cole ladeó la cabeza y me miró con recelo.
—No he cambiado de opinión —me apresuré a añadir confiando en que no viera el nudo en mi estómago—, pero eso no quiere decir que la situación me guste o que esté impaciente por que las fotos salgan a la luz.
Me escudriñó el rostro, como si buscara algún indicio de engaño. Imagino que le gustó lo que vio, porque finalmente asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Llamaré desde la cocina.
—Tráeme una copa de vino a la vuelta. La necesitaré.
Asintió y me besó.
—Eres la mujer más fuerte e increíble que he conocido en mi vida.
—Si fuera tan fuerte no estaría arrastrándote fuera del país.
—Que quieras irte del país solo significa que eres lista. —Me acarició la mejilla con el pulgar—. Existe el dolor bueno y el dolor dañino. Quedarse sería un dolor dañino.
—No —repuse—. Si estás a mi lado, todo es bueno. —Respiré hondo—. ¿Está a punto todo lo demás? ¿Mi padre?
—Evan y Tyler lo sacarán del Drake en cuanto yo haya hecho la llamada. Le han organizado una estancia de varios meses en las Fiyi. No puedo garantizarte que no vea las fotos, pero sí puedo prometerte que no se las pasarán por la cara.
—Bien. Gracias.
Cole afiló la mirada.
—Sabes perfectamente que no hay nada que agradecer.
—Te equivocas —repuse—, pero no hace falta que volvamos a discutir eso. —Me senté en uno de los sillones y deslicé un dedo desenfadado por la superficie de la mesa que tenía delante—. ¿Piensas decirme de una vez adónde me llevas?
—A París —respondió—. Una vez me dijiste que querías vivir allí.
—¿Lo recuerdas?
—Eres como oxígeno para mí, Kat. ¿Cómo podría olvidarme de respirar?
Observé a Cole dirigirse a la parte delantera del avión; el hombre al que amaba me hacía más feliz de lo que había soñado nunca y, pese a lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor, me hacía sentir más segura de lo que jamás habría creído posible.
Pensé en la llamada que estaba haciendo, en las fotos que pronto saldrían a la luz.
Aguardé a que las náuseas se apoderaran de mí, pero no fue así. Solo experimenté un ligero malestar, como esa sensación desagradable cuando tienes que darle una mala noticia a un amigo.
Lo superaría. Con Cole a mi lado lo superaría.
Al rato la puerta plegable se abrió y Cole entró de nuevo en la cabina de pasajeros. Me levanté de inmediato, alarmada por la expresión de su cara. No era de rabia. Tampoco de indignación, de tristeza, de instinto protector o de cualquiera de las otras emociones que había previsto.
No. Parecía perplejo.
—¿Cole? —Lo agarré del brazo y lo llevé hasta el sillón. Luego me senté a su lado—. ¿Qué ocurre?
—Está muerto —dijo—. Acabo de hablar con Michael. Ilya Muratti ha muerto.
—¿Muerto? ¿Cómo?
Me clavó una mirada indescifrable.
—Alguien entró anoche en su casa, fue hasta su dormitorio, le pegó un tiro en la cabeza y consiguió salir de la casa sin ser detectado.
Me recliné en el sillón presa de una mezcla de sorpresa y de alivio. Pero esas emociones fueron inmediatamente sustituidas por el miedo.
—¿Tú no…?
—No —replicó Cole tan rápido y contundente que no dudé de sus palabras—. Y aunque no puedo asegurarlo, creo que fue Michael.
—¿Michael? ¿Crees que Michael mató a su propio padre?
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—El viejo era un lastre. Toda esta mierda contra ti y el asunto de la vendetta contra tu padre. Ilya era un hombre vengativo y le gustaba tener su imperio en un puño. Michael es un hombre práctico.
Lo medité unos instantes y dejé que mi cerebro asimilara las repercusiones de lo que Cole estaba diciendo.
—Las fotos —dije arrastrando las palabras—. Si Michael no está interesado en vengarse, no hay razón para que publique las fotos.
—No —convino Cole—, no la hay.
—¿Crees que estará dispuesto a olvidar el asunto?
—Eso me ha dicho. —El rostro de Cole se iluminó con una sonrisa lenta—. Todo ha terminado, nena. Incluso se ha comprometido a enviarme por correo la tarjeta de memoria. Sé que no es perfecto, porque podría tenerlas guardadas en la nube, pero creo que estás a salvo.
Me hundí en él, presa de un profundo alivio. Y cuando sus brazos me rodearon, me dejé ir y lloré.
—Ya no tenemos que irnos —dijo Cole cuando finalmente dejé de llorar y empecé a respirar con normalidad—. ¿Quieres quedarte en Chicago?
—¿Tú?
—No. Quiero enseñarte París. Quiero enseñarte el mundo entero.
—Genial. —Me incorporé y eché un vistazo a la cabina con una sonrisa maliciosa—. Quiero ver mundo, pero primero quiero disfrutar del vuelo. No se me ocurrió la primera vez que volamos, pero este lugar tiene posibilidades. No está tan bien equipado como nuestro cuarto de juegos —bromeé—, pero creo que servirá.
Un brillo pícaro apareció en sus ojos.
—Estaba pensando que cuando te vengas a vivir conmigo, podríamos reformar tu casa de arriba abajo. Olvídate del cuarto de juegos. Tendremos una casa entera de juegos.
—¿Cuando me venga a vivir contigo? —pregunté mientras la idea deliciosamente decadente de una casa de juegos desaparecía de mi mente como una piedra en el agua—. ¿Es que voy a vivir contigo?
—Supongo que es un primer paso. —Cole me cogió la mano—. Luego vendrán el anillo y los hijos —prosiguió, colocando la palma sobre mi barriga.
—Oh —dije, sintiéndome mareada y algo abrumada. Su esposa. Su compañera. Su todo—. ¿Es una proposición? —pregunté.
—No —contestó.
Desvié la mirada para que no pudiera ver la decepción en mi cara.
Me dije que era una boba. Mi padre y yo estábamos a salvo. Cole y yo estábamos juntos, enamorados y felices. El resto llegaría con el tiempo. Pero Cole había dicho la palabra, y de pronto la tenía en la cabeza y la quería, porque era otra manera de decirle al mundo que yo era suya y él era mío.
—¿Catalina? —dijo en un tono increíblemente tierno. Me volví hacia él—. ¿Recuerdas que en una ocasión me preguntaste cómo me había ido por Italia?
—Claro. —Fruncí el entrecejo, extrañada por el brusco cambio de conversación.
—Aunque viví principalmente en Florencia, pasé un mes en Roma y casi dos semanas en Venecia. Sé que quieres ver París, pero ¿te importaría que fuéramos luego a Italia? Me gustaría enseñártela.
—Me encantaría conocerla. Quiero compartir todo lo que estés dispuesto a darme.
—Bien. —Se recostó en el sofá con la espalda sobre el reposabrazos. Me acurruqué contra él y suspiré mientras sus brazos me envolvían, atrapándome de una forma que me hacía sentir segura y amada.
—¿Has oído hablar del Puente de los Suspiros? —preguntó.
—Me suena —dije—, pero no sé de qué.
—Es un puente cubierto que hay en Venecia. Es precioso, y muy antiguo. Dice la leyenda que si los amantes se besan bajo el puente al atardecer, se amarán y serán felices toda la vida.
—Me gusta esa leyenda.
—A mí también. Entonces quizá te interese saber que tengo la intención de llevarte allí al atardecer. Y cuando pasemos por debajo del puente te besaré, tal como dice la leyenda. Y luego, Catalina Rhodes, te pediré que te cases conmigo.
—Oh. —El corazón se me paró hasta dejarme sin aire—. En ese caso deberías saber que tengo la intención de aceptar. —Sonreí segura y satisfecha en el círculo de sus brazos—. Pero ahora mismo creo que deberíamos practicar ese beso. ¿Tú no?
—Sí.
Y el hombre que un día iba a convertirse en mi marido —el hombre que me amaba y me desafiaba, que me provocaba y me adoraba, el hombre que me había salvado de tantas maneras maravillosas—, me estrechó contra su cuerpo y me besó apasionadamente.
Me aferré a él y dejé que todos los miedos y las preocupaciones me abandonaran, dejé que el pasado se diluyera, hasta que en mi mente ya solo quedó ese momento y mis fantasías sobre el futuro.
Un futuro que Cole y yo afrontaríamos juntos.