21
Me despertaron las manos grandes de Cole acariciando mi cuerpo desnudo.
—Mmm, buenos días.
—Vuélvete a dormir —susurró—. He quedado en el centro con Charles. No quería despertarte, pero tampoco podía marcharme sin tocarte.
Apreté la palma de su mano contra mis labios.
—Me alegro. —Me acodé sobre la cama—. ¿Seguro que no quieres que te acompañe?
—¿Acompañarme? Siempre me gusta que me acompañes, pero en este caso no es necesario. No si confías en mí.
—Sabes que sí.
—Te explicaré el plan al completo una vez que sea firme, pero primero quiero asegurarme de que la cosa está encarrilada, de que Charles no se ha topado con ningún imprevisto. —Enredó los dedos en un mechón de mi pelo—. Quiero ocuparme de esto por ti, Kat. Quiero que sepas que puedes venir y decirme «Necesito esto» y tener la certeza de que, sea lo que sea, te lo daré.
Sentí una opresión en el pecho, una sensación dulce, como un abrazo a mi alma.
—Lo sé. —Me puse de rodillas para besarle—. Ahora vete a hacer tus cosas.
Lo observé marcharse con un suspiro, pues iba trajeado y, la verdad, estaba impresionante. Cuando la puerta se cerró consideré la posibilidad de seguir durmiendo, pero el encanto del sur de California era irresistible, y en menos de una hora estaba duchada, vestida y con un bagel con queso cremoso y al menos un litro de café en el estómago.
No tenía coche, pero sí dinero, de modo que le pedí a un taxista que me paseara por Beverly Hills. La experiencia fue más satisfactoria de lo que había imaginado, pues el hombre se conocía la zona al dedillo y me señaló al menos doce casas que habían pertenecido a diferentes estrellas de la edad de oro de Hollywood.
Luego se adentró en las colinas y el paseo perdió interés, pues la mayoría de las casas se hallaban detrás de enormes muros de piedra o tan alejadas de las verjas de entrada que no había nada que ver. Sin embargo, cuando llegamos a Mulholland Drive aluciné. Hacía un día muy despejado, según mi chófer, y podía ver toda la zona oeste desplegarse a mis pies, así como los tejados de algunas casas que parecían poder alojar a todos los habitantes de un país pequeño pero que probablemente solo estaban ocupadas por una pareja con un hijo y un perro mimado.
Cuando regresé a Beverly Whilshire ya estaba rumiando sobre el mercado inmobiliario de Chicago y la manera de posicionarme en él para vender casas como esas, residencias cuya comisión podía mantener a un agente inmobiliario a cuerpo de rey durante un año entero.
En parte lamentaba mi plan de abandonar el mundo de la estafa por esa nueva profesión. Si combinara ambas cosas probablemente me forraría.
La ocurrencia me hizo gracia, y entré en el ascensor con una sonrisa. Mi sonrisa se amplió cuando consulté el móvil y vi que era casi la una. Con un poco de suerte, Cole estaría esperándome en la habitación.
Pero no estaba y, tragándome la decepción, intenté decidir qué quería hacer. Estaba debatiéndome entre bajar a tomar una copa al bar o coger un taxi hasta la playa de Santa Monica y mandar un SMS a Cole para que se reuniera allí conmigo, cuando vi que la lucecita del teléfono que indicaba que había mensajes estaba parpadeando.
Sabía que no era Cole porque él me habría llamado al móvil. De todos modos, pulsé el botón para escuchar los mensajes, no fuera a tratarse de algo importante, y me vine abajo cuando oí una dulce voz de mujer.
«¡Cole, tesoro, soy Bree! Estoy deseando verte pero he de cambiar nuestros planes. También te he dejado un mensaje en el móvil, pero como todo el rato me sale directamente el buzón de voz, me temo que anoté mal el número y he estado molestando a otra persona».
Rió desenfadadamente, y sentí un deseo repentino de darle un puñetazo en la nariz. ¿Quién diantre era esa mujer? ¿Y de qué planes estaba hablando?
«En fin, espero que escuches alguno de mis mensajes. Llámame, ¿vale? ¡Te quiero! Ah, y aquí tienes mi teléfono por si lo necesitas de nuevo», añadió antes de recitar de un tirón un número con el prefijo 310, el cual había averiguado recientemente que incluía Los Ángeles.
Pulsé el botón para poner fin al mensaje y me quedé sentada en la cama mirando el teléfono como si fuera un animal salvaje a punto de morderme. Escuché el mensaje por segunda vez. Y por tercera.
En ningún momento variaba. En ningún momento daba la menor pista sobre quién era esa mujer y por qué llamaba «tesoro» a mi novio.
Y, por supuesto, en ningún momento dejaba entrever por qué Cole no me había hablado de ella.
Me dije que Cole no estaba acostándose con esa mujer. Él mismo me lo había dicho, ¿no? Ni con Michelle ni con ninguna otra.
Por consiguiente, no tenía sentido alterarse.
Pero estaba alterada, maldita sea. Y aunque esa mujer fuera una ex amante, ¿no tendría que habérmelo contado?
Y dado que mi nombre aparecía en el registro de la habitación grande y claro como el de Cole, no había infringido ninguna regla básica de protocolo por escuchar el mensaje, ¿no?
Me golpeé la frente con el pulpejo de la mano con la esperanza de recuperar la cordura. Porque podía o bien pasarme otra media hora inventando otra docena de excusas absurdas o bien agarrar el teléfono, marcar el número de la mujer y explicarle educadamente que Cole estaba en una reunión. Y con igual educación preguntarle quién coño era.
Elegí la segunda opción, y casi me atraganté cuando me salió la voz de Cole.
—Kat —dijo en tono de disculpa—, siento haberme retrasado. Y te pido perdón por lo que debes de estar pensando.
Abrí la boca para responder, me di cuenta de que no sabía qué decir y la cerré.
—¿Catalina? —La disculpa se había convertido en preocupación—. ¿Estás ahí?
—Sí. —Me aclaré la garganta y probé de nuevo—. Sí, estoy aquí.
—¿Puedes bajar? Quiero presentarte a alguien.
—¿Bajar? ¿Estás aquí?
—En el vestíbulo.
—Ah —farfullé al tiempo que el universo se enderezaba tímidamente. Porque era evidente que no me estaba invitando a bajar para presentarme a su amante—. No tardo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, encontré a Cole de pie junto a una mujer de una belleza despampanante, piel de ébano, piernas que no parecían tener fin y una sonrisa amable y cálida. Aparentaba poco más de veinte años.
Y Cole tenía el brazo alrededor de sus hombros.
Al verme lo retiró y lo sustituyó por una mano protectora sobre su espalda.
Salí del ascensor mirándolos de hito en hito, y estoy segura de que mi desconcierto era patente.
—Katrina Laron, te presento a Bree Crenshaw, mi tía.
Bree me tendió la mano y su adorable sonrisa se amplió todavía más.
—Me alegro de conocerte. Cole no hace otra cosa que hablar de ti.
—Bree…
Ella se rió.
—Lo digo en serio. Y si esta mujer aún no sabe que la adoras, Cole, tienes que decírselo. Y si ya lo sabe, deberías decírselo más a menudo.
—Bree está estudiando enfermería —repuso Cole con sarcasmo—. Le encanta dar consejos a sus pacientes.
Liberada al fin de mi angustia, solté una carcajada.
—Es un placer conocerte, pero pensaba que las tías tenían más años.
La noche previa, cuando Cole me habló de sus años con las bandas, lo imaginé cuidando de dos mujeres mayores. De pronto me daba cuenta de que debió de ser como un padre para Bree. O, por lo menos, como un hermano mayor.
Bree me tomó del brazo y juntas cruzamos el vestíbulo en dirección al elegante bar situado junto al restaurante.
—Déjame adivinar, eres hija única.
—Eh, sí.
—Yo soy la hermana de la madre de Cole. Mi hermana tuvo a Cole a los quince años y murió cinco años más tarde. —Asentí con la cabeza al recordar lo que Cole me había contado de su madre—. Yo nací cinco años después de eso. —Bree se encogió de hombros—. Mi madre era muy joven cuando dio a luz a mi hermana, y tuvo complicaciones cuando me dio a luz a mí.
—Sufrió un derrame cerebral durante el parto —explicó Cole—. Los médicos creen que eso pudo contribuir a la aparición del Alzheimer. Trajo a Bree al mundo a los cuarenta y dos y unos años más tarde ya tenía la cabeza prácticamente ida.
—Qué triste.
—Sí —dijo Bree—. Y esa es otra de las razones de que parezca la hermana pequeña de Cole en lugar de su tía. Fue él quien me crió y quien cuidó de mi madre.
Cole se volvió hacia mí y me cogió la mano.
—Debí contarte que era más joven que yo, pero no lo pensé —dijo, consciente sin duda de mi desconcierto inicial—. Bree es simplemente Bree, y no se me ocurrió explicarte que era más joven.
—¿Explicar? —inquirió Bree mientras tomaba asiento frente a una de las mesas del bar.
—Cole me contó anoche la historia de su vida —dije.
—¿En serio? —Bree enarcó las cejas—. Espero que sea verdad. Cole se guarda demasiadas cosas, y no hay razón para ello.
—Bree. —El tono de advertencia de Cole era inequívoco, y no pude evitar preguntarme qué secreto familiar ocultaba que, en opinión de Bree, debía dejar salir. No podía ser Anita. Francamente, dudaba de que Bree conociera ese secreto. No, tenía que ser otra cosa. Algo que ponía en la voz de Cole ese tono tenso y misterioso.
—No es un secreto de Estado, Cole. Ya sabes que yo opino que debería salir a la luz.
—Me niego a hablar de eso en estos momentos. ¿Te ha quedado claro?
Bree puso los ojos en blanco y yo reprimí una sonrisa. Con o sin secreto, me gustaba la relación que tenían. Era normal, humana y dulce. Instintivamente cogí la mano de Cole y la estreché con fuerza.
Cole me miró un tanto sorprendido.
—Lo siento, la quiero pero a veces me saca de mis casillas.
—Estoy aquí —le recordó Bree.
—Sois maravillosos —dije, incapaz de ocultar mi regocijo—. Me alegro mucho de haberte conocido, Bree.
—¿Has oído eso, Cole? —preguntó Bree con una sonrisa triunfal—. Sabía que esta chica me caería bien. —Ladeó la cabeza y miró fijamente a Cole—. No lo fastidies, ¿de acuerdo?
—Lo intentaré —replicó él en un tono irónico.
—Tranquila —añadí yo—, no se lo permitiré.
—Bien —dijo Bree—. Entre nosotras, puede que aún haya esperanza para él.
Después de dos rondas de copas y de varias rondas de conversaciones acerca de todo y de nada, metimos a Bree en un taxi y le dijimos adiós con la mano hasta que el coche se perdió en la distancia.
—Me gusta —dije, aunque no dudaba de que Cole ya lo había notado—. Es estupenda.
—Sí. Siento no haberte avisado antes de que a lo mejor quedábamos con ella. No era seguro que pudiéramos coincidir. Bree es muy importante para mí, y como tú también lo eres, quería que os conocierais.
—Me alegro —dije, aunque mis palabras sonaron emocionadas.
—No me digas que no sabías lo mucho que significas para mí, Kat. No es ningún secreto que me llenas por completo. —Me ofreció su mano y avancé gustosamente hacia él cuando tiró de mí—. Tú eres mi futuro —dijo— y Bree es mi pasado. Tenía sentido que os conocierais.
—Conseguirás hacerme llorar.
Me pasó el pulgar por debajo del ojo a fin de enjugar una lágrima que se había escapado para demostrar mis palabras.
—Demos un paseo. —Me cogió de la mano—. Quería que la conocieras porque ayer no acabé de contarte toda la historia. No es algo de lo que hable a menudo, pero Bree tiene razón, tienes que saberlo. No —se corrigió—, quiero que lo sepas.
—Bien. —Entrelacé los dedos con los suyos y echamos a andar por la impecable Beverly Hills.
—Estás al corriente de mis ataques de furia y de mis problemas para controlar mis impulsos. Sabes lo del crack, lo del desastre de madre que tuve y de lo mucho que todo eso me jodió en el tema del sexo.
—Sé lo que me has contado —dije—, y sigo pensando que no estás jodido. Creo que tú eres tú. Eres el hombre del que me he enamorado, Cole. Y eres un hombre íntegro.
Ahí estaba yo, diciéndole una vez más que le amaba cuando él no me había dicho aún esas palabras. Pero no importaba. Él necesitaba saber qué sentía yo. Es más, yo necesitaba que él lo supiera. Quería que tuviera mi amor para poder abrigarse con él, como si fuera una manta, cuando me contara esas cosas horribles. Para que pudiera recordar que pasara lo que pasase, yo siempre estaría ahí.
¿Y qué más daba si él aún no me había dicho esas palabras? Sí, quería oírselas decir en alto, pero lo cierto era que me las decía cada día. No con palabras, sino con gestos. La manera en que me hablaba. La manera en que cuidaba de mí. La manera en que me trataba.
Pensé en la forma perversa en que me había follado la noche previa. Las muchas maneras en que había buscado su propio goce. Las cosas que había hecho para provocarme dolor y placer. Y, sobre todo, pensé en las razones por las que había obrado de ese modo.
Porque quería llevarme hasta lo más alto. Porque quería marcarme como suya.
Cole August estaba enamorado de mí, lo reconociera o no. Y eso me hacía feliz, me llenaba de orgullo.
—No me conociste de niño —continuó Cole—. Era un salvaje. Cualquier cosa me hacía saltar. Fue Bree quien me enseñó a dominarme, quien me mantenía con los pies en la tierra. No porque se lo propusiera. Joder, ella no era más que un bebé. Sino por su presencia, por el hecho de que esa personilla estuviera en mi vida y yo fuera responsable de ella. Porque para entonces mi abuela estaba totalmente ida. Estaba allí, pero con la mente ausente. Yo era para Bree un padre, un hermano y un amigo. Y durante mucho tiempo ella fue todo mi mundo.
—Es una chica estupenda —dije—. Creo que es un testimonio andante de tus excepcionales aptitudes como padre.
—O de su excepcional personalidad.
—También —convine—. Pero la historia va de algo más que de vuestra admiración mutua.
Se detuvo bajo un toldo.
—Sí.
Guardé silencio y dejé que se tomara su tiempo. Me acarició el hombro. Tan solo fue el roce de un dedo sobre la fina tela de mi blusa, pero comprendí que estaba evaluando la situación, asegurándose de que yo era real y de que ese momento no iba a evaporarse.
—Quiero contártelo todo —dijo al fin—. Kat, has de saber que no le he contado esto a nadie más. Nadie sabe lo que sucedió con Anita ni lo que me dispongo a contarte. Ni siquiera Bree. Ni siquiera Tyler y Evan.
El puño que a veces me oprimía el corazón empezó a cerrarse de nuevo. Asentí con una inspiración trémula. Luego, como no podía no besarle, me incliné hacia delante y le rocé los labios.
—Gracias —dije.
Una pequeña sonrisa le curvó los labios, pero no llegó hasta los ojos. Había regresado a sus recuerdos, y cuando habló de nuevo sus palabras sonaban lejanas.
—Bree fue violada —dijo sin más preámbulo—. Y apaleada de manera brutal.
—Dios mío, Cole, cuánto lo siento.
—Tenía ocho años. Ocho. Yo estaba intentando buscar una salida. Había cabreado a algunas personas, entre ellas a una banda rival. Su castigo fue que uno de sus nuevos fichajes se ganara su ingreso en la banda violando a esa niña. —La voz se le quebró—. Casi destrozaron a una de las mejores personas que conocerás en tu vida por mi culpa, porque querían castigarme.
—No fue culpa tuya. No fue culpa tuya —repetí con firmeza, porque quería que me escuchara.
—Tal vez no, pero sí fue culpa mía lo que sucedió después.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, segura de que podía adivinar la respuesta.
—Enloquecí —dijo—. Perdí por completo el control. Los maté. Maté al cabrón que la violó y a los capitanes de la banda que le habían empujado a hacerlo.
Tragué saliva pero no dije nada. ¿Qué podía decir? ¿Que lo entendía? Sí, lo entendía. ¿Que creía que unos cabrones capaces de hacer algo así a una niña merecían morir? Desde luego que lo creía, pero sabía perfectamente que no era el caso de los jueces.
Y comprendí que Cole tenía que vivir con las consecuencias de sus actos todos los días de su vida.
—No puedo ni recordar cómo tomé la decisión de hacerlo, pero sí recuerdo con una claridad absoluta la satisfacción que me produjo hundirles el puño en la carne, notar cómo los huesos se les hacían añicos, acabar con la vida de cada uno de ellos. Me gustó, Kat. Joder, salí a buscarlos. Lo necesitaba, porque era la única manera en que podía apagar la rabia que había estallado dentro de mí como un puto volcán.
—Torturaron a una niña. Tú la defendiste, luchaste por ella. Y gracias a eso pudo crecer para convertirse en una mujer excepcional.
No contestó, pero pareció aspirar mis palabras como si fueran oxígeno, como si el simple hecho de poder aferrarse a ellas hiciera un poco más llevadero todo lo demás.
—Me pillaron, como es lógico. Si hubiese sido capaz de mantener un mínimo de cordura probablemente se me habría ocurrido una manera de ocultar lo que había hecho, pero no podía en el estado en que estaba. Fui juzgado y condenado. Y así fue como conocí a Evan y Tyler.
—¿En el reformatorio? ¿Te enviaron a un reformatorio pese a tener tres condenas por asesinato?
—Me habían diagnosticado problemas para controlar los impulsos. Gracias, síndrome del bebé adicto al crack —añadió con una mueca—. Y en aquel entonces el sistema estaba llevando a cabo un programa experimental. Archivaron mi expediente porque era menor de edad, pero el programa estipulaba que si el acusado, ya de adulto, era arrestado por homicidio, el expediente archivado podría reabrirse y utilizarse como prueba en el nuevo caso. —Encogió los hombros—. En otras palabras, nunca podré liberarme de mi pasado.
—No tienes que liberarte —dije—. Solo tienes que aprender a vivir con él. Como el resto de la gente. Pero eso, en cualquier caso, pertenece al pasado. Además, ¿no me dijiste en una ocasión que preferías vivir la vida mirando hacia delante?
—Es muy propio de mí decir algo así —reconoció—, pero eso no significa que sea cierto, o inteligente.
—Tonterías. Tú no vas a matar a nadie. Tu pasado está enterrado y así seguirá. Solo tienes que confiar en tu capacidad para mirar hacia delante. Y si no puedes confiar en ti, confía en mí. Porque yo confío plenamente en ti, y yo soy una mujer muy inteligente.
Tal como esperaba, sonrió. Pero la sonrisa duró poco.
—Ahora no puedo imaginarme matando a alguien adrede, pero mi lado oscuro no ha desaparecido. El problema para controlar los impulsos que tenía de niño y de adolescente sigue ahí, y sé que en cualquier momento puedo trastornarme. Es como vivir caminando sobre dinamita.
—Pero tú no estás trastornado, Cole. ¿No lo ves?
—Porque lucho contra ello cada condenado día, Kat.
—Exacto. Estás luchando y estás ganando. —Me abracé a su cintura—. Tienes más control del que crees.
—Algún día perderé esa batalla y haré verdadero daño a alguien. —Me alzó el mentón—. ¿Y si ese alguien eres tú?
—Eso es imposible, y por una razón muy sencilla: porque no vas a perder la cabeza. Tú no eres capaz de ver lo fuerte que eres, pero yo sí. La única manera en que puedes hacerme daño es dejándome. —Tragué saliva, súbitamente emocionada—. No me dejes, Cole —dije consciente de que con esas palabras estaba desnudando mi alma—. Por favor, no me dejes nunca.
—Nunca —susurró mientras me abrazaba con fuerza. Y aunque la palabra que dijo fue «nunca», sabía que el mensaje era: «Te quiero».