24

Una de las ventajas de que Sloane fuera ex policía y actualmente trabajara en la agencia de investigación de los Tres Caballeros Guardianes era que tenía acceso al sistema de rastreo del Range Rover de Cole. No solo eso, sino que podía acceder al mismo a través de una aplicación web, y guardaba el portátil, la cámara y otras herramientas de su oficio en el portaequipajes de su Lexus.

—La costumbre —comentó encogiéndose de hombros mientras encendía el portátil e iniciaba la sesión.

Estábamos sentadas en su coche, yo con los ojos clavados en la pantalla y martilleando el suelo con el pie porque el programa no arrancaba lo bastante deprisa para calmar mis nervios.

Cuando finalmente se inició, mi frustración fue en aumento. No entendía nada, por lo menos hasta que Sloane realizó algunos ajustes y convirtió las especificaciones al modo mapa. Señaló con el dedo un punto morado que parpadeaba en la pantalla.

—Está en la zona sur de la ciudad. —Se volvió hacia mí—. En pleno meollo. Y el vehículo no se mueve.

—En pleno meollo —repetí contemplando las rayas que representaban calles de barrios que no conocía y no estaba segura de querer conocer—. ¿Te refieres a barrios de bandas?

—Sí.

Me dije que no debía ponerme nerviosa, pero reconozco que estaba teniendo problemas para seguir mis propios consejos.

—Bien, entonces iré allí.

—Iremos allí —me corrigió Sloane antes de poner el coche en marcha.

—¿Y Tyler? —le pregunté.

Como respuesta pulsó el botón del volante para conectar el manos libres. Salió el buzón de voz, y Sloane me miró encogiendo los hombros.

—Está relacionándose —dijo—. Y no, no le hará ni puñetera gracia que nos metamos en territorio de bandas sin él, pero tengo años de experiencia en homicidios y una Glock en la guantera. Aun así, la decisión es tuya. Si quieres esperar, esperamos.

Negué con la cabeza.

—En lo que a mí respecta, ya hemos esperado demasiado. —No podía sacudirme el presentimiento de que algo terrible había sucedido, aunque ignoraba qué.

—En ese caso ya me las veré con Tyler más tarde. —Sloane me dirigió una sonrisa y apretó el acelerador—. Si se cabrea, solo significa que tendré que recompensarle con una noche de sexo salvaje.

—Visto así —dije, y agarré el cinturón de seguridad, diciéndome que eso aumentaría mis probabilidades de salir con vida de nuestra búsqueda.

Incluso con Sloane al volante tardamos más de cuarenta y cinco minutos en llegar al cruce de Fuller Park, donde hallamos el Range Rover de Cole estampado contra un dispensador de periódicos que podía o no haber estado ya convertido en un amasijo de hierros.

—Mierda. —Sloane sacó la pistola de la guantera y se la metió en el bolsito de cuentas. Como no cabía, la empuñadura asomaba por arriba.

Levanté una ceja.

Se encogió de hombros.

—En este barrio casi prefiero llevarla a la vista. Echemos un vistazo al coche. Puede que tengamos suerte y encontremos a Cole durmiendo la mona en el asiento de atrás.

Lo dudaba, pero como la esperanza es lo último que se pierde, la seguí. Al otro lado de la calle, dos yonquis escuálidos sentados en el bordillo situado frente a un edificio de ladrillo ruinoso, que creo que era un bar aunque no podría jugarlo, nos llamaron. Arrastraban las palabras y no parecían interesados en acercarse, algo que, francamente, agradecí.

A unos metros del lugar donde el Range Rover se había empotrado contra el dispensador de periódicos había un banco, y me di cuenta de que se trataba de una parada de autobús. Estaba ocupado por un tipo de constitución fuerte, con una camiseta imperio mugrienta y un brazo plagado de tatuajes, que daba largos tragos a algo oculto en una bolsa de papel marrón. Estaba girado hacia nosotras, pero no podía saber hacia dónde miraba porque unas gafas de sol le cubrían los ojos. Aun así, estaba segura de que éramos el objeto de su atención, y me dediqué a vigilarlo mientras Sloane examinaba el coche de Cole.

Tenía la cabeza completamente quieta y estaba inmóvil, pero esbozó una sonrisa lenta para mostrar una ristra de dientes con fundas de oro que brillaron con la luz agonizante del atardecer.

A decir verdad, me alegré de que Sloane llevara pistola.

—¿Algo? —pregunté con la esperanza de que Sloane escuchara mi ruego silencioso de que espabilara.

—Nada. —Probó la portezuela y esta se abrió. Paseó la mirada por el interior del vehículo y se volvió hacia mí—. Fuera lo que fuera lo que le ha traído el mensajero, o lo tiene consigo o se lo ha dejado en la boda.

Nuestro amigo de la dentadura dorada se puso en pie y se nos acercó.

—¿Necesitas ayuda, Ricitos de Oro? ¿Qué ocurre? ¿Uno de los tres ositos te ha dado plantón en el baile?

Contemplé mi vestido de dama de honor y torcí el gesto.

—Algo así —reconocí.

—Kat. —La voz de Sloane poseía un tono de advertencia, y comprendí que me estaba recordando que ese tipo podía pasar de mirarme a matarme en un abrir y cerrar de ojos.

Enderecé los hombros y lo miré ladeando la cabeza para transmitir una imagen de seguridad.

—¿Te estás ofreciendo a echarnos una mano?

—Depende. A esto, zorrillas blancas, invita la casa: si estáis buscando al cabrón que se cargó ese pedazo de coche, estáis en el lugar equivocado.

—¿Sabes dónde está? —pregunté.

—Sé dónde no está. Y ya no está por aquí, eso seguro. Pero el muy hijo de puta ha provocado serios daños en mi manzana antes de pirárselas.

—Daños —repitió Sloane—. ¿Te refieres a empotrar el coche contra el dispensador de periódicos?

—Joder, no. El coche casi ni lo tocó. Me refiero a sacar la llave de las ruedas y machacar esa cosa a hostias —explicó señalando el amasijo de hierros que en otros tiempos había dispensado periódicos.

Miré a Sloane. Todavía ignoraba qué había cabreado a Cole de ese modo, pero si la había emprendido a golpes con el dispensador, significaba que era más grave de lo que pensaba.

—¿Has visto hacia dónde se ha ido? ¿Se ha marchado caminando? ¿Ha llamado a alguien? ¿Ha tomado un taxi?

El tipo soltó una carcajada que me puso los pelos de punta.

—Joder, tía, ¿crees que esto es Nueva York? ¿Que la peña sale a la calle y para un taxi como si tal cosa? Vuelve al cuento de hadas del que has salido.

—Puede que lo haga —dije—. Pero primero dime ¿qué ha pasado? ¿Adónde se ha ido?

—¿Por qué debería hablar con una zorra rubia que se dedica a hacer preguntas sobre un hermano?

—Soy su novia.

—Y una mierda. Tu culito de princesa no podría con ese cabrón.

—Mi culito de princesa puede hacer maravillas —repliqué—. Y ahora dime adónde coño ha ido.

—La señorita los tiene bien puestos —dijo el tipo con un asentimiento de cabeza, quizá en señal de respeto—. No tengo ni pajolera idea de adónde se ha largado, pero le ha lanzado tres de los grandes a mi muchacho Kray y se ha llevado la moto en la que estaba sentado. Un cacharro de puta madre. Podría estar en cualquier parte.

—Tiene razón —dijo Sloane—. Sin GPS es como buscar a ciegas.

—¿Adónde crees que puede haber ido? —Me froté la cabeza.

—No lo sé —dijo Sloane—. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Porque es el barrio donde creció?

—Quizá. Déjame pensar.

Dimos las gracias a nuestro informante, quien, en un arrebato de caballerosidad, nos dijo que sacáramos nuestras blancos culos de allí porque estaba oscureciendo y el próximo cabrón con el que nos topáramos podría querer algo más que hablar del pirado de mi novio.

Siguiendo su consejo, regresamos al Lexus y volvimos a la carretera principal.

—Espera un momento —dije.

Sloane redujo la velocidad mientras yo marcaba el número de Bree de Los Ángeles. Confiaba en que hubiese hablado con Cole, pero cuando me dijo que no le pedí la dirección de la casa donde había crecido.

—¿Todo bien?

—Eso espero —respondí antes de prometerle que la llamaría en cuanto supiera algo.

Sloane condujo muy despacio por delante del hogar donde Cole había crecido, una habitación en la segunda planta de un edificio de ladrillo roñoso con pinta de poder venirse abajo en cualquier momento. Sentada en la escalinata había una mujer mayor, y cuando la interrogamos nos dijo que dentro no había nadie. Barajé la posibilidad de entrar para verlo con mis propios ojos, pero cuando Sloane señaló que la moto que Cole había comprado no se veía por ningún lado, estuve de acuerdo en que era preferible largarse de allí.

—Llévame a casa —dije notándome el cuerpo pesado y maltrecho, no sabía si por la preocupación por Cole o simplemente porque estaba abrumada por la pobreza y la miseria del barrio donde había crecido. Lo único que sabía era que solo necesitaba acurrucarme en el sofá y llorar.

Bueno, casi solo.

Lo que más necesitaba en el mundo era a Cole.

—No estamos lejos de la casa de Cole —observó Sloane al tiempo que dirigía el coche hacia Hyde Park—. Puede que su intención fuera ir a su casa pero decidiera dar un rodeo. Miremos primero allí y luego, si quieres, te llevaré a casa.

Asentí con la cabeza, aunque no me hacía ilusiones, y cuando llegamos a la casa la encontramos vacía.

—Te lo ruego —dije después de llamar de nuevo al número de Cole y no obtener respuesta—, llévame a casa.

Sloane asintió y pusimos rumbo a mi casa en silencio. Una vez dentro, me acurruqué en el sofá.

Sloane me preparó un chocolate caliente y se acuclilló a mi lado.

—¿Quieres que me quede? —me preguntó.

—Sí. No. —Me incorporé—. No —repetí con firmeza—. Vuelve con Tyler. Puede que se le ocurra algo. Llámame si encuentras a Cole. No sé… —Me encogí de hombros, sintiéndome inútil—. No sé si es lo mejor, pero me gustaría estar sola.

Sloane plantó una mano en el sofá y la otra en mi hombro y me miró fijamente a los ojos.

—Sea lo que sea, seguro que está bien.

Asentí, aunque tenía mis dudas al respecto. Habíamos llegado tan lejos Cole y yo. Sin embargo, cuando había sucedido algo terrible, no había acudido a mí. Cole había estallado —había perdido los estribos a juzgar por el dispensador de periódicos—, pero yo había estado completamente fuera de su radar.

Sabía que Sloane tenía razón: algún día Cole conseguiría sanar. Había luchado por ello. Había resuelto todos los problemas que le habían surgido. Se había machacado y había conseguido apaciguarse. Se pondría bien. Seguro que se pondría bien.

Y me alegraba.

Pero lo cierto era que cuando las cosas se habían puesto feas, había huido de mí en lugar de acudir a mí. Y ese simple hecho me oprimía el corazón.

Sloane se quedó un rato más y al final se marchó con la promesa de que iría a buscar a Tyler y de que me llamaría si averiguaban algo. En cuanto oí que el coche se alejaba, me levanté de un salto. No estaba segura de lo que iba a hacer, pero sabía que necesitaba moverme.

Lo que de verdad quería era enfrentarme a Cole. Decirle que era un idiota. Clavarle el dedo en el pecho y preguntarle en qué coño estaba pensando. ¿Acaso no sabía que podía contármelo todo? ¿Que no tenía que ocultarme su genio? ¿Que si necesitaba explotar podía hacerlo delante de mí?

¿Acaso no sabía que le amaba? ¿Acaso no entendía qué significaba eso?

Presa de la frustración, agarré el móvil y marqué su número una vez más. Y una vez más me salió el buzón de voz.

—Maldita sea, Cole —espeté—. ¿Dónde estás? Llámame. Me estás asustando, ¿sabes? No porque tenga miedo de que te hayan hecho daño, sino porque tengo miedo de que… —Se me cortó la respiración y parpadeé con violencia para contener las lágrimas—. Simplemente tengo miedo —concluí abatida. Y como no quería seguir diciendo chorradas, colgué.

Acto seguido llamé a mi padre al teléfono de prepago. No era consciente de haber tomado la decisión de llamar, pero el teléfono empezó a sonar y comprendí que aparte de ver a Cole, lo único que quería en ese momento era oír a mi padre decirme que todo iba a salir bien.

—Kitty Cat —dijo con dulzura.

—Papá. —La única palabra que fui capaz de pronunciar a través de las lágrimas que se agolpaban en mi garganta.

—¿Me llamas para darme una buena noticia? Pensaba que no llamarías a tu viejo hasta que todo este asunto pasara.

—Lo sé. Lo siento, no era mi intención crearte esperanzas.

Se hizo el silencio. Luego la voz de mi padre volvió a sonar dulce y queda.

—Cariño, ¿qué ocurre?

Y esa fue la gota que hizo estallar el dique.

—Nada —dije mientras las lágrimas manaban libremente de mis ojos—. Nada que tenga que ver contigo, quiero decir. Supongo que… —respiré hondo—, supongo que simplemente tengo ganas de verte y no puedo, todavía no. Pero necesitaba oír tu voz.

—Me estás asustado, criatura. ¿Piensas contarle a tu padre qué ocurre? ¿Te has metido en problemas?

—No —me apresuré a contestar—. No. Es Cole.

—¿Os habéis peleado? —preguntó en un tono protector.

—No, pero cuando dé con él creo que sí nos pelearemos. —Le conté en pocas palabras lo ocurrido. Que algo había disgustado a Cole y que había desaparecido en la noche para luchar contra sus demonios.

—Bueno, son sus demonios, ¿no? —dijo mi padre.

—Sí, pero…

—Dale una oportunidad, cariño.

—¿Una oportunidad?

Suspiró.

—El amor no cambia a las personas, criatura. Todo lo contrario. El amor te permite quitarte la armadura que te has puesto para protegerte de la gente chunga que hay en el mundo. ¿Amas a Cole?

—Sí.

—¿Le amas menos porque necesite estar un tiempo a solas?

—No, claro que no. Pero… —Noté que mi miedo y mi enfado se diluían ligeramente—. Quiero ayudarle —me atreví a confesar—. Quiero que me necesite.

—Estoy seguro de que te necesita. Pero ¿significa eso que ha de seguir el guión que tú tienes en la cabeza? Dale espacio. Habla con él. No crees un problema hasta que exista de verdad. He visto la manera en que te mira ese muchacho —añadió mi padre—, y créeme si te digo que te ama.

Estaba sonriendo para cuando colgué, lo cual era todo un milagro teniendo en cuenta que no estaba más cerca de encontrar a Cole. Pero las palabras de mi padre habían conseguido calmarme, y me entristecía que Cole hubiera pasado toda su vida sin unos padres que velaran por él.

Aunque en realidad no era así.

Ladeé la cabeza mientras daba vueltas a ese pensamiento. Puede que Cole no hubiera tenido un padre y una madre. Puede que no hubiera llevado la típica vida con unos padres, una valla y un perro. Pero había tenido hermanos, ¿no? Tyler y Evan.

Y había tenido un padre. Había tenido a Jahn.

Yo quería ver a mi padre pero no podía, de modo que había optado por la siguiente mejor opción: telefonearle.

Cole no podía ir a ver a Jahn ni hablar con él, pero si quería sentirse cerca de su amigo y mentor, podía ir al lugar donde había vivido.

Podía ir al antiguo apartamento de Jahn.

Nadie contestó cuando llamé al interfono, pero me dije que no importaba. Cole estaba ahí dentro, porque tenía que estar ahí dentro. Porque si no estaba, se me habían acabado las ideas, y eso era sencillamente inaceptable.

Angie me había dado una llave y la clave de seguridad meses atrás para que pudiera utilizar el gimnasio y la piscina siempre que me apeteciera. No obstante, nunca había entrado en el apartamento propiamente dicho sin su permiso.

Esta noche lo hice.

—¿Hola? —llamé cuando entré en el vestíbulo—. ¿Cole?

No hubo respuesta. Volví a llamarle mientras cruzaba la sala de estar y entraba en la cocina y los dormitorios.

Nadie.

Regresé a la sala con una expresión ceñuda. La estancia estaba impoluta. Era evidente que nadie había cargado contra ella en un arrebato de ira. ¿Significaba eso que Cole no había estado allí? ¿O significaba simplemente que había empezado a calmarse?

Howard Jahn solía decir a quien quisiera escucharle que una de las razones por las que compró ese apartamento era que la sala de estar tenía una magnífica escalera de caracol que conducía a una azotea aún más magnífica. Me volví hacia la escalera y dejé que mi mirada viajara hacia arriba.

Por favor, pensé, y caminé hasta ella.

Subí despacio, deseando encontrar a Cole y, al mismo tiempo, deseando aplazar mi decepción si no estaba.

No estaba.

No había luces en la azotea cuando pasé por la puerta de cristal corredera al suave suelo de pizarra. Eché un vistazo a mi alrededor, mirando a través de la negra noche primero hacia la barandilla y el cristal que daban al lago y luego hacia la cocina completamente equipada y la zona para sentarse.

Ni rastro de Cole.

Respiré hondo, permitiendo que mis hombros subieran y bajaran mientras aceptaba la desagradable realidad. Me disponía a volver adentro cuando algo sobre un pequeño banco de hierro situado delante de la barandilla de cristal me llamó la atención. Un sobre amarillo. Y encima del sobre, la piedrecilla verde que había visto frotar a Cole cuando estaba preocupado, frustrado o disgustado.

Antes de venir me había puesto unos tejanos, así que me guardé la piedra en el bolsillo. Lo del sobre era más delicado. Quería abrirlo. Pero no me decidía.

Sin embargo, no podía combatir aquello que no podía entender, así que inspiré hondo, abrí la solapa ya despegada y volqué el contenido sobre mi regazo.

«Dios mío, Dios mío, Dios mío».

Fotografías. Docenas de fotografías.

La clase de fotografías que aparecen en revistas que solo existen para que los hombres se masturben. Y en todas ellas salía yo.

Yo con las piernas abiertas sobre la cruz de San Andrés.

Yo inclinada hacia delante con las piernas separadas y la polla de Cole penetrándome con fuerza. Sin embargo, él no salía en la foto. Solo se me reconocía a mí.

Yo ligada fuertemente con una cuerda y el clítoris presionado por un nudo.

También reconocía el lugar. ¿Cómo no iba a reconocerlo? Mi casa. Nuestro cuarto de juegos. El fotógrafo había encontrado resquicios en las persianas. Se había colado en el jardín trasero de mi casa y había visto cómo Cole me hacía suya y yo me entregaba a él de mil formas diferentes.

Mientras las miraba, se me revolvió el estómago y la bilis me trepó hasta la garganta. No por lo que mostraban, sino por la manera en que lo mostraban. Convertían mis momentos más íntimos en algo frío, violento y grotesco.

Mi intimidad había sido distorsionada hasta convertirse en pornografía.

¿Quién? En ese momento juro que podría haber matado al cabrón que había violado nuestra intimidad de forma tan brutal. Pero ¿quién demonios lo había hecho? ¿Y qué pretendía hacer con esas horribles fotos?

Me disponía a llamar a Sloane para contarle lo ocurrido cuando me sonó el móvil. Casi di una voltereta hacia atrás para sacármelo del bolsillo, y cuando vi que era Tyler y no Cole, me desinflé.

—¿Sabes algo? —le pregunté.

—Cole está en el BAS —dijo Tyler refiriéndose a Black, August, Sharp Security—. Acabo de introducir la clave. Voy a entrar.

—No —dije—, déjame a mí. Estoy en el apartamento de Evan. Llegaré en menos de diez minutos.

—¿Tienes idea de qué está pasando? —preguntó Tyler—. ¿Qué hace en la oficina? ¿Por qué diantre ha pedido el avión privado para esta noche?

El avión privado.

Pensé en el cuarto de armas del BAS. Y pensé en el hecho de que un avión privado no tenía que lidiar con la seguridad del aeropuerto.

—¿Adónde va? —pregunté, experimentando una sensación de náuseas cuando las piezas empezaron a encajar.

—El plan de vuelo tiene como destino Atlantic City —dijo Tyler.

Solté una maldición.

—Sé por qué va allí —dije—. Va a matar a Ilya Muratti.