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Timos y engaños, mentiras y triquiñuelas.
Para mí no son solo palabras, sino una forma de vida.
Durante años he intentado huir, ser una persona distinta a la hija de mi padre, pero siempre he fracasado.
Puede que no me haya esforzado lo suficiente. Puede que en realidad no quiera hacerlo. Al fin y al cabo, me gusta el subidón de adrenalina. El desafío.
Con más de veinte años de experiencia como estafadora, creía que lo sabía todo. Que entendía el riesgo. Que conocía la definición de la palabra «peligro».
Y entonces llegó él.
Puro y carnal, oscuro y peligroso.
No sabía qué era el riesgo hasta que lo conocí. No entendía el peligro hasta que me perdí en sus ojos. No comprendía la pasión hasta que sentí el tacto de sus manos.
Debería haberme alejado, pero ¿cómo hacerlo cuando él era lo que yo más deseaba? ¿Sabiendo como sabía que solo él podía hacer realidad mis fantasías más oscuras?
Ardía de deseo por él, simple y llanamente.
Así que me dispuse a jugar al juego más peligroso de todos…
Estaba en el centro de la recién inaugurada galería Edge, con los tacones firmemente plantados en el suelo de madera pulida y a punto de quedarme ciega por culpa del blanco radiante de las paredes de la exposición principal.
A mi alrededor, políticos y modernos se mezclaban mientras deambulaban de un cuadro a otro como abejas zumbando alrededor de una flor. Los camareros, vestidos de esmoquin, se movían entre los asistentes con bandejas llenas de copas de vino, al tiempo que sus compañeras, ataviadas con un atuendo similar, ofrecían deliciosos aperitivos, pequeñas obras de arte tan perfectas que daba pena comérselas.
La gala era una celebración por todo lo alto de la apertura de la nueva incorporación al River North, el distrito de Chicago en el que se concentraban las galerías de arte, y cualquiera que fuese alguien importante estaba allí. Y no solo por el arte. Los asistentes habían acudido a celebrar la apertura, sí, pero también a relacionarse con los dueños.
¿Y por qué no? Tyler Sharp y Cole August formaban parte de la élite de Chicago. Los dos, junto con su amigo y habitual socio en los negocios Evan Black, eran los caballeros, un triángulo de poder dentro de la estratosfera de Chicago. El hecho de que éste procediera tanto de actividades legales como ilegales no hacía más que acrecentar el aura de peligrosidad y sofisticación que los rodeaba.
Desde luego, la parte ilícita de la ecuación no era de dominio público, pero añadía una especie de pátina misteriosa al trío, deliciosamente sexy, que siempre tenía a la prensa babeando. Yo conocía la verdad porque era la mejor amiga de la prometida de Evan, Angelina Raine, y nuestra amistad se había extendido hasta incluir a los tres caballeros. Al menos, eso era lo que ellos creían. Lo cierto es que no había necesitado ni veinticuatro horas para darme cuenta de que los tres amigos eran mucho más que los exitosos emprendedores que aparentaban ser.
Al fin y al cabo, los iguales se reconocen.
Y, siguiendo la misma lógica, los iguales también se gustan. O al menos eso esperaba yo. Porque, aunque me apetecía celebrar la inauguración de la galería, había ido con otro propósito: llamar la atención de Cole August de una vez por todas y llevármelo a la cama.
Por desgracia, no se podía decir que estuviera progresando a la velocidad de la luz precisamente. Había ido sin un plan concreto, algo que nunca hago, y después de noventa minutos apenas había intercambiado veintisiete palabras con Cole, y todas en la puerta de entrada. Sabía que eran veintisiete palabras exactas porque había imaginado aquel mismo encuentro, llamarlo conversación sería pasarse, al menos un millón de veces. Un tipo de tortura mental, supongo, mientras me regodeaba en mi propia insipidez.
—Me alegro mucho por los dos.
—Gracias, Kat. Nos alegramos de que hayas podido venir.
—Yo también. Bueno, os dejo que habléis con la gente. Hasta luego.
Sacudí despacio la cabeza. Si mi padre hubiera escuchado semejante intercambio de nimiedades, me habría desheredado al instante. ¿Acaso no me había entrenado en el arte de la conversación? ¿No me había enseñado a embaucar por medio de la palabra? ¿A acercarme lo suficiente para conseguir lo que quisiera?
Trazar un plan y concentrarme en mi objetivo eran habilidades innatas en mí. Me había criado en el negocio de la estafa y conocía las dificultades de idear un buen timo, uno largo y complicado, antes incluso de aprender las tablas de multiplicar.
Esa noche, sin embargo, no iba a timar a nadie. Esa noche era para mí.
Y, al parecer, un detalle tan insignificante como ese era suficiente para hacerme perder los nervios.
Joder, qué putada.
Cambié de posición disimuladamente en busca de mi objetivo. No tardé mucho en encontrarlo. Cole August no era el tipo de hombre que pasa desapercibido. En ese preciso instante, estaba cruzando la sala, deteniéndose a hablar de arte con los posibles compradores y también con amigos y conocidos varios.
El arte era su pasión y resultaba evidente lo mucho que aquella noche significaba para él. Los dos artistas que inauguraban la galería —un grafitero que Cole había descubierto en el South Side y al que había ayudado a salir del gueto, y un pintor de fama mundial especializado en hiperrealismo— se abrían paso entre los presentes junto a él.
Cole desprendía un poder primitivo y una arrogancia natural que delataban sus orígenes —también era del South Side— y al mismo tiempo lo contradecían. Yo sabía que había formado parte de una banda y que había conseguido desvincularse de ella él solo, para acabar convirtiéndose en uno de los hombres más poderosos de todo Chicago. Al observarlo, uno apreciaba con facilidad la seguridad y la gracia natural que le habían llevado tan lejos.
Lo estudié en silencio, como hipnotizada y hasta un poco aturdida, mientras él recorría la sala. Llevaba unos sencillos tejanos negros que le marcaban el culo y una camiseta blanca que recordaba sutilmente a todos los presentes que él no había nacido rodeado de dinero y de privilegios y, al mismo tiempo, acentuaba el color caramelo oscuro de su piel, herencia de su origen interracial. Llevaba el pelo corto, rapado casi al estilo militar; el peinado desviaba la atención hacia sus ojos, ligeramente entornados, como si nunca se perdieran nada, y hacia los marcados ángulos de los pómulos y las líneas de la boca, firme y generosa, esculpida con el único objetivo de volver locas a las mujeres.
Llevaba la palabra sexo escrita en la frente y yo me moría de ganas de trazar cada una de las letras con la punta de la lengua.
Nunca había jugado a tener novio y raramente me colgaba de un hombre. Mi especie de celibato voluntario era fruto del pragmatismo más que de una falta de libido por mi parte. ¿Por qué atormentarlos, a ellos y a mí misma, revelándoles mis gustos en la cama para que luego sufrieran la inevitable angustia y dolor al darse cuenta de su incapacidad para conseguir lo que un cilindro de goma de sesenta dólares era capaz de hacer con una simple vibración?
Si soy sincera, la mayoría de los hombres que se cruzaban en mi camino eran menos estimulantes —tanto intelectual como físicamente— que cualquiera de los objetos que guardaba en el cajón de los juguetes.
Cole, en cambio, era diferente.
De algún modo, había conseguido colarse en mis pensamientos hasta colmar mis sentidos. Había notado la conexión desde la primera vez que lo vi, y desde entonces habían pasado unos cuantos años. Sin embargo, durante los últimos meses se había convertido en una obsesión, y sabía que si quería librarme de él solo había una opción posible.
Tenía que acostarme con él.
Estaba decidida a conseguirlo aquella misma noche y por eso no pude evitar cierta perplejidad ante mí misma por no haberme lanzado de cabeza a las oscuras aguas de la seducción.
Obviamente, sabía cuál era el motivo de mi inseguridad: no estaba convencida de que mis avances fueran bien recibidos, y las decepciones nunca habían sido lo mío.
Sí, estaba casi segura de que se sentía atraído por mí. Había sentido esa chispa cuando nuestras manos se rozaban, cuando estábamos cerca el uno del otro y el aire se cargaba de electricidad a nuestro alrededor.
En un par de ocasiones, al encontrarse nuestras miradas, el espejismo de la amistad que nos unía se había transformado en un montón de cenizas, consumido por la llama que emanaba de sus ojos. Esos momentos apenas duraban unos instantes, lo suficiente para alimentar mi apetito y hacerme desear con todas mis fuerzas que el calor que creía haber percibido fuera real y no el reflejo desesperado de mi propio deseo descontrolado.
Porque ¿cómo podía estar segura de que aquello no era fruto de mi imaginación? Quizá estaba proyectando una supuesta atracción donde en realidad no había nada y, como una polilla revoloteando alrededor del fuego, acabaría chamuscándome las alas si me acercaba demasiado.
Aun así, nunca lo sabría si no me lanzaba y lo descubría por mí misma. Puede que hubiera desperdiciado la primera oportunidad por culpa de mis patéticas dotes para la conversación, pero la noche era joven, así que me animé en silencio mientras recorría la galería, abriéndome paso entre las conversaciones sobre negocios y los cotilleos que inundaban la sala. Había de todo, desde comentarios maliciosos sobre el atuendo de alguna de las asistentes hasta especulaciones sobre el mejor local en el que comer algo después de la inauguración, o alabanzas de todo tipo de las innegables habilidades artísticas de los dos protagonistas de la velada.
Algunos conocidos intentaron establecer contacto visual y se movieron disimuladamente como si quisieran que me uniera a sus conversaciones. Fingí no darme cuenta. En aquel preciso instante, estaba perdida en mis pensamientos, intentando encontrar la manera de cuadrar lo que tanto deseaba con la forma de conseguirlo.
La galería tenía forma de «t» mayúscula. La sala principal, en la que se exhibía la obra de los dos artistas que la inauguraban, era la base de la «t», y la línea que la coronaba perpendicularmente estaba dedicada a exposiciones permanentes. Como no era la primera vez que estaba allí y conocía la disposición del local, recorrí la sala principal y me dirigí hacia el punto en el que se encontraban las dos salas.
Una cuerda de terciopelo bloqueaba la entrada a la zona permanente, pero yo nunca había sido de las que obedecían las reglas. Me deslicé entre la pared y el poste de latón que sujetaba la cuerda y, acto seguido, me dirigí hacia la derecha para que los demás no pudieran verme. No estaba de humor para sermones sobre la etiqueta en una fiesta ni tampoco para que nadie se ofreciera a hacerme compañía.
La última vez que había pisado aquella zona del local, este aún seguía en construcción. Las paredes estaban sin pintar y habían cubierto el techo de cristal con un plástico oscuro para protegerlo. La sala, larga y estrecha, apenas estaba iluminada y resultaba un tanto claustrofóbica. Ahora, en cambio, se extendía frente a mí como si se tratara de una pasarela directa al paraíso.
El cristal del techo era transparente. Por encima de él, las luces creaban la sensación de que era de día y, a mi alrededor, la zona estaba bañada de luz artificial y de los brillantes colores de las obras expuestas.
Unos bonitos bancos de teca pulida ocupaban el centro de la sala, separados por bonsáis para que tanto los asientos como la decoración fueran tan artísticos como la arquitectura y el contenido de la sala. Sin embargo, la suma de los elementos no resultaba abrumadora. Incluso en una noche como aquella, rodeada por el murmullo de las voces que llegaba desde la sala principal de la galería, sentí el placer liberador de la soledad.
Con un suspiro, me senté en uno de los bancos. Enseguida me di cuenta de que había terminado en aquel punto exacto por una razón: el cuadro que tenía ante mis ojos me llamaba la atención por completo. No, mucho más que eso. Me había atrapado. Me puse cómoda y lo estudié con detenimiento.
Sabía algo de arte, aunque no tanto como mi padre ni como Cole. Digamos que había pasado unas cuantas horas en galerías de arte como aquella y que se me daban especialmente bien los clientes que representaban la tríada perfecta: demasiado dinero, demasiado tiempo libre y demasiadas propiedades.
Había pasado tanto tiempo encaramada a unos tacones y embutida en una falda de tubo, exaltando las virtudes de una pieza en particular, que había perdido la noción del tiempo que le había dedicado. Mi estrategia consistía en hacer hincapié en la ganga que el comprador estaba a punto de llevarse porque nuestro cliente —«no, no, no puedo revelar su identidad, pero si lee la prensa europea, seguro que ha oído hablar de él»— quería deshacerse como fuera de un original que llevaba generaciones en su familia. «Son tiempos difíciles», solía decir con un gesto resignado. «Seguro que lo entiende».
Y entonces el comprador, siempre tan comprensivo, fruncía el ceño y asentía lentamente, sin dejar de pensar en la ganga que tenía delante y en la cara que pondrían los Smith cuando la vieran colgando de su pared en la próxima fiesta que organizara en casa.
Nunca había vendido ni una sola obra real de un auténtico maestro de la pintura o de la escultura, pero las piezas que pasaban por mis manos despertaban el mismo interés, al menos a simple vista, aunque luego la cartera de inversiones ya fuera otra historia.
Sin embargo, el cuadro que tenía delante dejaba a todos los demás a la altura del betún. Representaba la figura de una mujer vista desde detrás. Estaba sentada al borde de una fuente, por lo que, desde la perspectiva del pintor, su imagen se veía a través de una lluvia de pequeñas gotas de agua que dibujaban una cortina en movimiento. Una especie de barrera entre ella y el mundo. Transmitía la sensación de que se trataba de una criatura de una inocencia absolutamente pura, pero eso no la hacía más cercana. Al contrario, esa misma inocencia la convertía en un ser inalcanzable, a pesar de que solo había que atravesar la cortina de agua con la mano para poder tocarla.
El ángulo no permitía que se le viera la cadera, solo la curva de la cintura, la piel inmaculada de la espalda y la melena rubia que le caía hasta los omóplatos en una cascada de mechones húmedos y rizados.
Había algo en ella que me resultaba familiar, algo magnético, pero aunque mi vida hubiera dependido de ello, fui incapaz de descubrirlo.
—Es uno de mis preferidos.
La voz, profunda y familiar, me arrancó del trance. Incapaz de disimular los nervios, me di la vuelta para mirar a Cole y enseguida deseé no haberlo hecho. A juzgar por la exclamación que se me escapó al ver sus espectaculares ojos color chocolate, debería haberme tomado unos segundos para prepararme.
—Yo…
Cerré la boca. Era evidente que acababa de perder la habilidad de pensar, de hablar y de funcionar en sociedad. Deseé con todas mis fuerzas que el suelo se abriera y me tragara, aunque una abducción alienígena también me pareció una buena opción.
Por desgracia, no pasó ninguna de las dos cosas y de pronto me encontré allí sentada, con los ojos clavados en él mientras las comisuras de sus labios —esos labios tan alucinantes que parecían gritar «bésame»— se tensaban en lo que parecía ser una sonrisa contenida.
—Siento haberme colado. Empezaba a agobiarme con tanta gente y necesitaba un poco de aire.
La sombra de la preocupación le oscureció el rostro.
—¿Va todo bien, Catalina? Pareces preocupada.
—Estoy bien —respondí, aunque no pude reprimir el leve temblor de siempre al escucharle llamarme Catalina.
Y eso que Cole no sabía que ese era mi verdadero nombre. Para él y para el resto de mis amigos de Chicago, yo era Katrina Laron. Catalina Rhodes no existía para ellos. Es más, desde hacía muchos, muchos años ni siquiera existía para mí.
A veces no podía evitar echarla de menos.
Hacía unos ocho meses, unos cuantos habíamos quedado para comer. Cole empezó a hablar de un viaje que tenía pendiente a Los Ángeles y de que quería visitar Isla Catalina. Ni siquiera recuerdo los detalles de la conversación, pero al terminar yo tenía un nuevo sobrenombre.
Levanté los ojos al cielo y fingí que no me gustaba, pero lo cierto era que me encantaba la intimidad que me transmitía el hecho de escuchar mi nombre de pila en sus labios. Era como si Cole y yo compartiéramos un secreto, aunque yo era la única de los dos que lo sabía.
Catalina no era mi único sobrenombre. Cole también me llamaba «rubia» y «pequeñaja», aunque este último mote solía reservarlo para Angie, a la que conocía desde que eran adolescentes.
Por supuesto, Catalina era mi mote favorito, pero tampoco era especialmente tiquismiquis. Cole podía llamarme como quisiera, que a mí ya me estaría bien.
Se había colocado de pie a mi derecha y me observaba desde arriba con el ceño fruncido.
—Estoy bien —repetí, esta vez con más convencimiento—. En serio. Estaba enfrascada en mis cosas y me has asustado. Pero ya estoy de vuelta.
—Me alegro.
Tenía una voz suave, como de pijo de colegio privado. Yo sabía que había trabajado mucho hasta conseguir moldearla. Raramente hablaba del tiempo que había pasado en una banda o de las cosas que había tenido que hacer para superar esa etapa. Joder, si apenas contaba nada de los dos años que había pasado en Italia estudiando arte gracias a una beca. Pero todas esas experiencias lo habían convertido en el hombre que tenía delante. Y justo entonces, en aquel preciso instante, me alegré de que nunca hablara de ello con la prensa ni con sus clientes, a la vez que deseé con todas mis fuerzas que algún día me lo contara a mí.
Efectivamente, estaba pillada hasta las trancas.
Me levanté y deslicé la mano por la tela roja que se pegaba de manera provocativa a la piel de mis muslos. Intenté que pareciera que me estaba alisando la falda, aunque en realidad me estaba secando el sudor de las palmas.
—Voy a ver si encuentro a la chica de la bandeja de sushi —dije—. No he comido nada y creo que estoy empezando a marearme.
Obvié el verdadero motivo por el que me daba vueltas la cabeza: él.
—Quédate.
Alargó un brazo y cerró los dedos alrededor de una de mis muñecas. Tenía las manos enormes, pero para mi sorpresa noté que me sujetaba con ternura. Al sentir el tacto áspero de su piel, recordé que gran parte del trabajo de la galería lo había hecho él con sus propias manos, desde montar los marcos hasta colgar los lienzos o mover los muebles. Además, también pintaba sus propios cuadros. Debía de pasarse horas sosteniendo el pincel de madera en alto, moviéndolo con meticulosidad y mucho cuidado para conseguir el resultado deseado —color, textura, sensualidad absoluta.
Lentamente, como si intentara volverme loca, dejó que sus ojos se pasearan por mi cuerpo. Reprimí la necesidad de estremecerme, de cerrar los míos y de dejarme llevar por la fantasía de aquella caricia tan deliberada.
En lugar de eso, lo miré a la cara. Observé que su expresión se intensificaba y se iba volviendo más salvaje, como si en ese momento lo que más deseara fuera tocarme, poseerme.
«Hazlo», pensé. «Aquí y ahora, hazlo y déjame recuperar la capacidad de pensar y de razonar. Fóllame, joder, y libérame de una vez por todas».
Pero Cole no me atrajo hacia su cuerpo. No me cogió del culo ni me restregó la polla por los muslos. No me empujó contra la pared ni me cubrió la boca con la suya, tampoco me magreó el pecho con una mano mientras con la otra tiraba de la falda hacia arriba.
No hizo nada, se limitó a observarme en silencio, y con aquella simple mirada consiguió que me sintiera como si hubiéramos hecho de todo.
Al menos no tuve remordimientos por haber abusado de la pobre tarjeta de crédito para comprarme aquel vestido para la inauguración. Era rojo pasión, con un escote generoso y unas formas que se adaptaban como un guante a cada una de mis curvas. A menudo tenía la sensación de que mi cuerpo parecía sacado de una película de detectives de los cuarenta, pero esta vez tenía que reconocer que mis formas generosas llenaban el vestido de una manera que Cole parecía aprobar.
Me había recogido el pelo, rubio y rizado, y había dejado algunos mechones libres para que me enmarcaran la cara. Los zapatos quedaban perfectos con el vestido y añadían diez centímetros a mi estatura, ya de por sí generosa, lo cual me situaba a la misma altura que el hombre que tenía a mi lado. Si alguien buscara en el diccionario la definición de «zapatos para zorrear», seguro que se encontraría una fotografía de los que yo llevaba puestos.
Quería quedarme allí y perderme en la forma en que Cole me miraba.
Al mismo tiempo, no veía el momento de huir de allí. De escapar a toda prisa y de tranquilizarme. De averiguar cómo leches me las iba a ingeniar para controlar un proceso de seducción que ni yo misma era capaz de dominar.
Al final, ganó la segunda opción y tiré suavemente de mi brazo con la intención de liberarlo.
Para mi sorpresa, Cole cerró la mano con más fuerza. Lo miré con el ceño fruncido, un poco confundida pero también llena de esperanza.
—Me gustaría saber qué piensas.
—¿Qué pienso?
—Sobre el cuadro —dijo él—. ¿Qué te parece?
—Ah. —Una profunda sensación de desengaño se apoderó de mí—. El cuadro.
Tiré de nuevo del brazo y sentí que esta vez sí me soltaba.
—¿Te gusta?
—Me encanta —respondí de manera automática, aunque estaba siendo sincera—. Pero tiene algo, no sé, un aire triste.
Cole arqueó ligeramente las cejas y por un momento me pareció que mi respuesta le había parecido divertida. Como si acabara de pillar un chiste que yo aún no había conseguido entender. Y que nunca entendería.
—¿A ti no te parece triste? —pregunté, girándome de nuevo hacia el cuadro.
—No lo sé —dijo él—. El arte es lo que cada espectador ve en él. Si a ti te parece triste, supongo que será porque lo es.
—¿A ti qué te parece?
—Que esconde un deseo secreto —respondió.
Dejé de observar el cuadro y me volví de nuevo hacia él, convencida de que podía leer la pregunta en la expresión de mi cara.
—Es más deseo que tristeza —continuó, como si eso aclarara su respuesta—. Sus deseos son como piedras preciosas que ella mantiene siempre cerca y cuyas aristas se le clavan en las palmas de las manos.
Pensé en ello mientras volvía a contemplar el cuadro.
—¿Piensas de esa manera porque eres un artista? ¿O eres un artista porque piensas de esa manera?
Él se rió entre dientes con un sonido agradable y encantador.
—Joder, Catalina. No lo sé. Creo que no podría separar una cosa de la otra.
—Bueno, lo más elocuente que se me ocurre ahora mismo es que me gusta. Veo que no la has incluido entre las obras principales de la galería, pero espero ver más cuadros de este artista en el futuro. Esta es, cuando menos, absorbente. —Me incliné hacia el cuadro en busca de una firma o de la tarjeta con la descripción en la pared, pero no encontré ninguna de las dos cosas—. ¿Quién es el autor?
—No te preocupes, rubia —me dijo Cole, y sus ojos se desviaron rápidamente hacia el cuadro—. No lo perderemos de vista.
Esta vez estaba segura de que su voz escondía una sonrisa disimulada y, como seguía sin saber cuál era el chiste, no pude evitar que su actitud me molestara. Incliné la cabeza a un lado. Al cabrearme, sentía que controlaba más la situación.
—Vale, suéltalo. ¿Qué me estoy perdiendo?
Cole se colocó frente a mí, bloqueándome la visión del cuadro. Joder, bloqueándolo todo. Colmaba mis sentidos de tal manera que sentía que su cercanía se me subía a la cabeza, como si estuviera borracha. Borracha de él, de verlo, de oler su perfume a especias, madera y hombre. Hasta el eco de su voz se me había metido en la cabeza, con su tono profundo, tan radiofónico que por un momento estuve a punto de volver a estremecerme.
Sus dedos ya no me acariciaban la piel, pero aún podía sentir el recuerdo de su mano alrededor de mi muñeca con tanta claridad que me aferré a él. Y el sabor… Bueno, la esperanza es lo último que se pierde.
Fue como si, en cuestión de segundos, pasara toda una eternidad ante mis ojos. Cuando por fin habló, su voz era la de alguien que se está divirtiendo, alguien que se dirige más a sí mismo que a los demás.
—¿Cómo lo haces?
—¿El qué? —pregunté, pero mientras las palabras salían de mi boca, sentí que el hechizo se desvanecía y Cole me miraba como si no hubiera dicho nada.
—Es una noche muy importante para Tyler y para mí —continuó con la voz tensa, casi formal—. Me alegro de que hayas podido venir, pero tengo que volver con el resto de invitados.
Me decepcionó escuchar aquel cambio de actitud en su voz, pero me aferré a las palabras con uñas y dientes e intenté ignorar todo lo demás. Acababa de decir que se alegraba. Que se alegraba él personalmente, no ellos.
Y yo acababa de alcanzar un nuevo nivel de patetismo gracias a mi recién descubierto interés por el análisis de los pronombres.
—No me lo habría perdido por nada del mundo —dije, esperando que mi voz no delatara la poca cordura que me quedaba.
Me dedicó una de sus sonrisas matadoras y se dirigió hacia la zona principal de la galería. Apenas había dado dos pasos cuando, de repente, se dio la vuelta y me miró.
—Por cierto, me debes una —dijo, y esta vez la sonrisa que le iluminaba los labios no dejaba lugar a dudas.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
—¿Cómo puede ser que lleves tres meses trabajando aquí y yo ni me haya enterado? No es propio de mí. Y, sinceramente, Kat, si hubieras pasado tanto tiempo cerca de mí, te aseguro que me habría dado cuenta.
Su voz volvía a transmitir la misma calidez de antes, pero yo apenas me di cuenta. Un sudor frío se había apoderado de mí. Tenía la cabeza llena de maldiciones y de juramentos y tuve que contenerme para no soltar la primera barbaridad que me pasara por la cabeza.
En vez de eso, hice lo que me habían enseñado a hacer desde que tenía uso de razón: respiré hondo y me lancé de cabeza a la piscina.
—Dios, Cole, no sabes cuánto lo siento. Quería comentártelo hace semanas, que quizá llamaban del banco por lo de la hipoteca, pero me puse a ayudar a Angie con los preparativos de la boda y se me fue de la cabeza. Firmo la semana que viene y he estado preparando la mudanza y luego…
—No pasa nada —dijo él—. Lo entiendo.
—Es que las horas que trabajo en la cafetería nunca han sido especialmente regulares y no quiero que los del banco piensen que no gano lo suficiente para hacer frente a los pagos.
—No pasa nada —repitió Cole—. Comprarse una casa es un paso muy importante. Me parece genial que lo hagas. Llamaron hace algo más de una semana y les confirmé todo lo que querían saber. Si desde entonces no te han pedido más información es porque todo va sobre ruedas.
Me volvió a mirar a los ojos, atrapándome con la mirada el tiempo justo para ponerme nerviosa. La tenue sonrisa de antes había desaparecido y en su rostro solo veía una intensidad vibrante y sensual.
—Pero lo dicho, que me debes una.
Tragué saliva y, a pesar de que se me había secado la boca, conseguí pronunciar unas palabras.
—Lo que tú quieras —dije, y deseé con todas mis fuerzas que entendiera el verdadero alcance de mis palabras.
Por un momento sus ojos no se movieron de los míos. De pronto inclinó la cabeza a modo de despedida.
—Nos vemos en la galería.
Dio media vuelta y se alejó.
Y esta vez no volvió la mirada.