12
Cuando entró en el dormitorio con el vino y las copas, yo estaba sentada al borde de su cama, desnuda, acariciándome suavemente el sexo con los dedos. Se detuvo en el umbral de la puerta y paseó despacio la mirada por mi cuerpo, empezando por los dedos de los pies hasta toparse con mis ojos.
—¡Qué descarada te has vuelto, rubia!
Qué razón tenía. Con ese hombre, era una desvergonzada. Lo quería todo y estaba más que dispuesta a jugar sucio para conseguirlo.
En ese instante estaba jugando todo lo sucio que sabía. Arqueé la espalda, separé un poco más las piernas y me metí poco a poco dos dedos hasta el fondo.
—Confiaba en darte alguna idea. A modo de propuesta subliminal.
Esbozó una sonrisa.
—Ah, ¿en serio?
—Quiero que me folles, Cole. Que me la metas. —Meneé las caderas al ritmo de los dedos y lo observé mientras contemplaba el espectáculo, y eso me puso aún más cachonda—. Me propongo conseguir lo que quiero. Puedo ser muy persuasiva, te lo aseguro.
—Apuesto a que sí —dijo. Dejó el vino y las copas en una mesa próxima y se acercó a mí—. Si no recuerdo mal, te he dicho que vinieras, te desnudaras y te tumbaras en la cama mientras yo iba a por vino.
—Eso es lo que has dicho —reconocí—. Creo que ya te he comentado que nunca se me ha dado muy bien cumplir órdenes.
—Supongo que ya sabes lo que les pasa a las chicas traviesas.
Tiró del cordón de sus pantalones y dejó que le resbalaran al suelo. Sacó los pies de las perneras y se acercó a mí desnudo, con una erección completa, enorme y tremendamente intimidatoria.
Tragué saliva y mis ojos saltaron de su pene a su rostro. Me levanté y fui hacia él.
—Para que lo sepas, me propongo ser aún más traviesa.
Me agarré a sus caderas e, hincada de rodillas delante de él, le lamí la erección despacio, muy despacio, deteniéndome en la punta.
Se estremeció, gimió, dijo mi nombre con voz ronca y teñida de deseo. No respondí. Me metí la polla en la boca, la saboreé, la acaricié provocadora, lo llevé lo más lejos posible.
Le agarré el culo, noté sus dedos enredarse en mi pelo, tomar las riendas de mi cabeza y del ritmo de mis ofensivas, obligándome a ir más allá.
Me gustó saber que se la estaba poniendo más dura. Que lo estaba excitando más. Saber que quería aquello y que era yo quien le daba más placer, aumentando esa tensión y esa pasión tanto y tan deprisa. Estaba cerca, condenadamente cerca. Lo notaba en la tirantez de su cuerpo y en la fuerza con que anclaba los dedos a mi pelo. Lo sabía por el ritmo de su respiración y por los pequeños escalofríos que le estremecían el cuerpo y me traspasaban.
Se iba a correr y saberlo me ponía aún más cachonda. Estaba tan húmeda, tan excitada que pensé que iba a correrme yo también, solo del placer de saber que había conseguido llevar a Cole August al orgasmo.
Y entonces, sin avisar, se retiró, salió de mi boca y me dejó sentada sobre los talones gimiendo, excitada y desesperada por que se corriera. Por sentir que estallaba y saber que era obra mía, que yo se lo había provocado.
—En la cama —dijo todo autoridad y sensualidad.
Debí de titubear, porque me cogió del brazo y me levantó del suelo, después deslizó la mano entre mis piernas y me acarició el sexo. Me flojearon las rodillas y me dejé caer sobre su mano de forma que solo la presión de la palma envolviéndome el sexo impedía que me cayera.
—Mía —sentenció, y me metió dos dedos—. Joder, Kat, ¿tienes idea de lo mucho que te deseo? ¿De lo fuerte que te voy a follar?
—Demuéstramelo —lo desafié, y me levantó y me dejó en la cama. Me tumbé boca arriba, pero Cole hizo un gesto con el dedo para indicarme que me volviera boca abajo—. A cuatro patas. Las piernas separadas. Quiero verte el coño. Quiero ver lo húmeda que estás, lo mucho que me deseas. Y quiero ver cómo se te pone rojo el culo cuando te zurre.
Noté que se me contraían las entrañas mientras obedecía. De emoción, sí. De deseo, sin la menor duda. Y un poco de miedo, también. Porque sus palabras revelaban una intensidad que no había detectado con los otros azotes, y esa pizca de miedo, ese no saber lo que venía o lo que tenía pensado me excitó aún más.
—Ay, nena. —Me acarició las nalgas y yo me mordí el labio inferior cuando me separó del todo las piernas y, deslizando la mano hacia abajo, se topó con mi sexo empapado y excitado—. Aquí —dijo tocándome con el dedo—. Te voy a follar muy fuerte. Dime que eso es lo que quieres.
—Sí.
La tormenta de emociones que me inundaba apenas me dejó pronunciar la palabra.
—Dímelo —insistió—. Quiero que lo digas.
—Quiero que me folles, Cole. Por favor.
—Me parece que lo puedes hacer mejor —dijo deslizando la yema del dedo para acariciarme apenas el clítoris.
Gemí, y un escalofrío me recorrió la piel. Me ardían los pezones de lo duros que los tenía y el sexo me latía de un deseo tan desesperado que no estaba segura de que pudiera llegar a follarme lo bastante ni lo bastante fuerte para satisfacerme.
—Kat —me instó, volviendo a meterme el dedo y paseándolo después con la yema empapada hasta el ano.
Tomé una bocanada de aire.
—Quiero que me la metas. Quiero que me agarres fuerte y me sacudas. Quiero que me folles con ganas, Cole. Quiero que me zumbes una y otra vez, hasta que no pueda más. Y luego quiero explotar.
—¿Y qué más?
—Por Dios, ¿no te basta con eso?
Se echó a reír.
—¿Frustrada, nena?
—Sabes que sí.
—Pues deja de provocarme y dime.
Entendí lo que quería decirme. Lo que me había dicho que quería hacer. Y, sí, lo que quería yo también.
—Quiero que me des unos azotes.
—¿Por qué?
—Cole…
Me revolví, sintiéndome de pronto expuesta y vulnerable, y no solo porque estuviera desnuda y con su mano entre las piernas.
Esperé a que dijera algo más, pero guardó silencio, y supe que aquello también formaba parte de mi castigo, por haberme ofrecido a Cole. Por haberle entregado no solo mi cuerpo sino mi ser entero. Mis deseos. Todo.
—Me ha gustado la sensación —reconocí en voz tan baja que sabía que estaba haciendo un esfuerzo para oírme—. He sentido dolor, pero tan punzante y tan puro, y estaba ya tan excitada que ha sido… ha sido algo más que dolor. Como una corriente eléctrica que me recorriera el cuerpo entero e hiciera la experiencia más viva y más plena. No sé —terminé sin convicción—. Solo sé que me ha gustado. Y que quiero más —añadí antes de que me preguntara—. Más y más fuerte, Cole. Quiero llegar más lejos. Quiero llegar a eso contigo.
Esperé su respuesta, que me dijera que le había dicho lo que quería oír. O, por Dios, que me exigiera que le revelase más de mí misma.
Pero Cole se había hartado de hablar. En su lugar, me acarició el culo con la mano. Suspiré, saboreando el placer de sus caricias. Pero me tensé también, porque estaba convencida de lo que venía después.
Y no me decepcionó, pues su mano no tardó en aterrizar en mi culo con una fuerte palmada. Como antes, noté la punzada y gemí de sorpresa y de dolor. Pero entonces me compensó con un roce suave y aquel agradable escalofrío volvió a recorrerme entera. Y lo hizo de nuevo, una y otra vez, en ambos glúteos alternativamente hasta encontrar un ritmo que no tardó en hacerme flotar y jadear y que logró que mi sexo vibrara de deseo insatisfecho.
—Ya —dijo Cole cuando los escalofríos se habían apoderado de mí de tal modo que me parecía estar hecha solo de electricidad. Me agarró de las caderas y me atrajo hacia sí, de forma que la punta de su polla topó con mi sexo—. Estoy limpio —señaló—. Me han hecho análisis. Pero si quieres que use condón…
—No. No, quiero sentirte.
Tomaba la píldora, así que no tenía miedo de quedarme embarazada, y también yo sabía que estaba limpio. Pero agradecí el detalle, sobre todo teniendo en cuenta que yo, atrapada en la bruma del deseo, ni siquiera había pensado en protegerme.
—Bien —sentenció—. Qué húmeda estás, nena.
Y entonces, como para demostrarlo, me penetró. Despacio al principio; después, cuando se hubo introducido hasta el fondo, salió y volvió a entrar con violencia, como yo le había pedido.
Gemí y me dejé llevar por la sensación de la penetración. Por el tacto de sus manos en mis caderas, guiándome. Por la forma en que su cuerpo estallaba contra el mío, haciendo que el culo, evidentemente enrojecido, me ardiera aún más con cada empujón.
—Tócate —me pidió, tenso por el esfuerzo de contener lo que seguramente era un volcán en erupción—. Tócate y córrete conmigo.
Descargué todo el peso de mi cuerpo en un solo codo para poder complacerle, me llevé la mano a la entrepierna y me acaricié, describiendo pequeños círculos, dejando que creciera la sensación, consciente de que él me poseía enteramente y abandonándome al placer de aquella realidad agradable y demencial.
Entonces explotó, clavándome los dedos en las caderas con fuerza suficiente como para hacerme moratones, y eso bastó para provocarme el clímax. Esperó a que remitieran los escalofríos, los míos y los suyos, luego salió de mí y se tumbó despacio en la cama, me atrajo hacia sí y nos abrazamos, mirándonos a los ojos, pegados nuestros cuerpos satisfechos, mientras él acariciaba suavemente mi sensible pie desnuda.
—Eres asombrosa —me dijo.
—Tú me haces sentir asombrosa.
Me besó la frente con suavidad y, antes de cerrar al fin los ojos cansados, registré la satisfacción en su mirada oscura e intensa.
Tumbada boca arriba en la arena cálida, sentí que las olas me bañaban los dedos de los pies y retrocedían, refrescando mi piel demasiado caliente.
Tenía los ojos cerrados y Cole estaba junto a mí, paseando distraído los dedos por mi cuerpo, acariciándome los pechos, deslizándose hasta mi sexo.
Me metió un dedo y yo inspiré hondo, y el calor del sol y aquel hombre se apoderaron de mí.
Se movió y cayó sobre mí una sombra, tapándome momentáneamente el sol. Luego me separó de piernas, acariciándomelas, despacio, provocador.
Después noté la suavísima caricia de su lengua en mi sexo, suficiente, en cambio, para hacer que me arqueara y deseara más, anhelara más.
Dios, no me decepcionó.
Cerró la boca alrededor de mí. Me acarició y me saboreó con la lengua, bañándome, jugueteando, excitándome cada vez más hasta que…
¡No era él! Joder, no era él.
No era Cole, sino Roger. Un Roger de dieciséis años, pelo oscuro, ojos tristes y dedos suaves que jugaban con mi sexo, toqueteándolo y explorándolo, mientras yo me dejaba hacer, petrificada, asustada y excitada; las sensaciones se multiplicaban, pero debía contenerlas. Debía estar quieta y callada. Debía guardar el secreto, porque…
Porque…
Porque, si no lo hacía…
Desperté sobresaltada, pero no abrí los ojos.
Estaba tumbada boca arriba con las piernas separadas y notaba la lengua caliente de Cole acariciándome juguetona el clítoris. Quería apartarlo de mí, gritarle que parara.
Quería hacerlo, pero no quería explicarle por qué. No quería que descubriera en mi rostro mi secreto.
Pero tampoco quería que dejara de juguetear con mi sexo, porque aquella sensación era una maravilla.
Así que me quedé allí, abierta de piernas, con la boca de Cole en ese lugar tan íntimo, su lengua experta haciéndome cosas asombrosas y el mundo entero reducido a aquel punto diminuto de placer que empezaba en ese sitio concreto de mi entrepierna pero no tardaría en crecer y crecer hasta explotar.
Porque explotaría. Lo sabía. ¿No había conseguido Cole llevarme a eso ya, una y otra vez?
Esperé a que aumentara, saboreé los escalofríos, la próxima culminación de aquella pasión máxima. Apreté los puños a ambos lados de mi cuerpo, deseando en silencio alcanzar el clímax, porque ya no podía contenerme más.
Sin embargo, como en mis pesadillas, la explosión no llegaba.
Me retorcí contra su boca a modo de muda demanda, excitada y anhelante, pero sin encontrar alivio. Por Dios, quise gritar, porque había vuelto al principio. Incapaz de llegar al orgasmo. Incapaz de lograrlo. Incapaz de atrapar esa última oleada de placer absoluto.
Sobre todo, incapaz de explicárselo a Cole.
Así que hice lo único que podía hacer. Algo que sabía bien cómo hacer porque lo había hecho con todos los chicos con los que había salido. Con todos los que habían querido intimar conmigo.
Grité. Me arqueé. Dejé que mi cuerpo se estremeciera y temblara. Junté los muslos como si quisiera eludir ese exceso de placer casi doloroso.
En otras palabras, monté el número completo.
Y después, cuando concluyó mi interpretación, jadeé e inspiré hondo, me volví de lado y dije:
—Madre mía, ha sido… joder, ha sido increíble.
—Me alegra que lo pienses —dijo Cole, atrayéndome hacia sí.
Me volví y enterré la cara en su pecho y me acurruqué en él.
Él me besó el cuello. Yo me quedé como estaba, sin querer alzar los labios para besarlo, para que no descubriera la mentira, ni mi decepción.
Creía que me había curado, a falta de una palabra mejor. Que estar con él era lo único que necesitaba para arreglar lo que llevaba roto desde mi infancia.
Por lo visto, me equivocaba, y me odiaba por haber albergado esperanzas. Me odiaba aún más por preocuparme tanto por un puñetero orgasmo.
Pero me preocupaba, joder, me preocupaba.
—¿Tan gilipollas me crees?
Sus palabras, suaves por el tono y duras por el significado, me sacaron de mi ensimismamiento.
—¿Cómo?
Al alzar la vista, me topé con sus facciones angulosas y su mirada dolida.
—Ya me has oído.
Me erguí sobre un codo, confundida; no sabía qué había hecho.
—¿De qué me estás hablando?
—No hace falta que finjas un orgasmo para tenerme contento. Te aseguro que puedo digerirlo.
—Ah.
Por lo visto, no.
Algo entumecida, me tumbé y me volví hacia la pared, en lugar de hacia él.
—¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué no me has dicho que parase, que no estabas de humor? ¿Creías que me iba a enfadar? —dijo sin poder disimular la indignación y la decepción.
—No —respondí con rotundidad y me volví a mirarlo, porque debía entender que no era por él—. No —repetí.
—Entonces ¿por qué?
—Porque tú me has hecho sentirlo.
Frunció el ceño.
—No te sigo.
—Todo lo que has hecho, lo que estabas haciendo, ha sido asombroso. Despertar de ese modo. Tan sensual. Tan erótico. Me ha encantado.
—¿Pero?
Me obligué a seguir.
—Las sensaciones iban creciendo, como cuando la luz y el color convergen en un punto. Como la transformación que imagino que sufre una estrella antes de convertirse en supernova: todo se acumula en el interior, aumenta la tensión y la concentración hasta que no le queda más remedio que reventar en un estallido impresionante de luz y energía.
Inspiré hondo y me encogí de hombros.
—Al menos yo lo siento así —confesé—, el orgasmo, quiero decir.
Torció la boca.
—Lo del orgasmo lo entiendo. Sigue.
—He sentido eso, todo eso. Contigo, quiero decir. Estaba todo ahí, cada sentimiento, cada sensación. Enorme y maravillosa, no sé, trascendental. Salvo porque no he podido llegar al final.
Frunció de nuevo el ceño y supe que no debía de entenderlo.
—Es como si fuera uno de esos burros que llevan una zanahoria colgando de la brida y la persiguen porque les apetece mucho pero no se dan cuenta de que jamás le darán alcance.
Me humedecí los labios.
—Solo que yo sí me doy cuenta. Porque ya he intentado comérmela en otras ocasiones. Ya he sentido cómo se acumulaba todo antes y sé que podría pasarme la noche entera persiguiendo la zanahoria y jamás la alcanzaría.
—Y por eso lo has fingido.
—Lo siento. Supongo que quería darte la parte que en teoría te tocaba. Porque de verdad me has hecho sentir de maravilla. Y, si te hubiera pedido que pararas, jamás lo habrías sabido. Y quería que lo supieras. —Titubeé—. ¿Tiene sentido para ti?
Alargó la mano y me acarició la mejilla con tanta ternura que me dieron ganas de llorar otra vez.
—Sí —contestó—, lo entiendo.
Suspiré aliviada.
—Pero lo siento. De haber sabido que ibas a notar que fingía, jamás lo habría hecho. —Fruncí el ceño—. Por cierto, ¿cómo lo has sabido? ¡No me digas que todos los hombres lo notáis!
Rió, lo que me ayudó muchísimo a sentirme mejor.
—No sé si los demás lo notarán. Ni siquiera sé si lo notaría con otra mujer. No es un tema de conversación que surja a menudo. Pero contigo lo noto porque te observo. Porque ya te he visto correrte tres veces. —Levantó un hombro como disculpándose—. Me importas, Kat. Por eso te presto atención.
Contuve las lágrimas, sintiéndome reprendida y especial a la vez.
—Ah.
Me pasó la yema del pulgar por debajo del ojo.
—Dime por qué.
—Lo he hecho sin pensarlo.
—No, no te pregunto por qué lo has fingido, sino qué te ha llevado a hacerlo. Cuéntame qué te ha pasado.
Aparté la mirada y contemplé el resplandor naranja de la luz de la mañana que empezaba a colarse por la ventana.
—No ha ocurrido nada. Ya te lo he dicho. Yo soy así.
—Bobadas. —Me cogió la cara y me obligó a volver a mirarlo—. Aun siendo algo que puede darnos tanto placer, el sexo puede hacernos mucho daño. Cuéntame qué te ha pasado a ti, Kat. Y no me mientas.
Inspiré hondo, sin saber si podría hablar de ello. Pero se trataba de Cole y, en cuanto empecé a contarle la historia, me salió casi sin pensarlo.
—Supongo que cuando te he dicho que nunca me había corrido con un tío, no he sido del todo sincera. Sí me había corrido una vez. —Tomé una bocanada de aire y clavé los ojos en su rostro—. Yo tenía diez años —dije, y vi que se le escapaba una mueca de dolor.
—Sí, lo sé, ¿vale? Cuando yo tenía diez años y Roger dieciséis, pasábamos mucho tiempo juntos. Nuestros padres salían, en realidad hacían trabajillos juntos y, cuando viajábamos, ellos compartían dormitorio y a Roger y a mí nos metían en una habitación contigua, comunicada con la suya. Cerraban la puerta con llave, por supuesto. Yo no entendía lo que hacían, pero Roger sí lo sabía. Y le ponía cachondo.
—¿Qué te hizo? —me preguntó Cole, tan directo que me asustó.
No quería acordarme. No quería revivir aquello. Pero tenía que contarlo, y Cole tenía derecho a saber qué me pasaba. Así que apreté fuerte el puño contra el costado y empecé.
—La primera vez que ocurrió yo no tenía ni idea de qué pasaba —dije—. Me había acostado y Roger se había quedado viendo una película; no solíamos alojarnos en hoteles donde pudieran alquilarse películas y había estado echando un vistazo a los títulos de adultos. No recuerdo qué vio. Tampoco sé si importa. Solo sé que yo me había dormido y de pronto me despertó aquella sensación, la de los dedos de Roger dentro de mis braguitas.
—¿Qué hiciste? —me preguntó con delicadeza.
—Nada —contesté en voz baja—. Me sentía confundida y asustada, y me quedé allí quieta. Estaba tumbada boca arriba y solo llevaba una camiseta larga y la ropa interior, así que fingí que seguía durmiendo.
Cole no dijo nada, pero se había puesto tenso y yo ya conocía los síntomas de sus ataques de ira. Si Roger hubiera estado en la habitación con nosotros, no sé si habría podido controlarse.
—Continúa —me pidió después de un silencio que se me hizo eterno.
—Pues… bueno, ya sabes —dije—. Me tocó.
—¿Te penetró?
Negué con la cabeza, y el modo en que Cole estaba controlando su cólera me dio fuerzas. Podía hablar de aquello, sí, pero solo si lograba no implicarme.
—No —dije—, pero me hizo otras cosas. Jugó conmigo. Me exploró. No sé si lo hizo solo por curiosidad o si quería provocarme, pero yo mantuve los ojos cerrados y la respiración uniforme, y fingí dormir.
Inspiré entrecortadamente. Odiaba aquellos recuerdos. Odiaba revivirlos. Pero quería que Cole lo entendiera.
Él, a mi lado, me cogió la mano. No dijo nada, pero aquella firme presión fue suficiente para instarme a proseguir.
—Lo oía respirar, cada vez más deprisa, y la cama se sacudió un poco. Luego gimió y suspiró, y al final volvió a su cama.
Me tapé los ojos con los dedos.
—Tardé en darme cuenta de que se había hecho una paja, pero recuerdo que estaba asustada. No porque fuera a hacerme daño, no era eso lo que temía; me aterraba que descubriera que no dormía.
—No hace falta que sigas —me dijo Cole—. Si no quieres hablar de ello…
—No —repuse con rotundidad—. Sí quiero. Bueno, no. En realidad, no, pero quiero contártelo. Quiero que lo entiendas. Además, por raro que parezca, me alivia soltarlo.
—Me alegro —dijo, y me apretó la mano.
—El caso es que la noche siguiente todavía estábamos en ese hotel y yo procuré mantenerme despierta. Me gustaría decir que tenía pensado gritarle que no me pusiera las zarpas encima, pero no fue así en realidad. —Apreté los labios e inspiré hondo para poder seguir—. Y esta es la parte que más odio, porque lo cierto es que yo tenía diez años y era una bomba de hormonas ambulante.
—Y lo que te había hecho era horrible, pero te gustaba.
Miré a Cole admirada.
—Sí —confirmé—. Ay, sí. Y mientras fingía dormir, por un lado me aterraba que volviera a hacerlo, pero creo que temía más que no lo hiciera.
—Eso no es malo —me tranquilizó—. Eras una niña.
—Lo sé. De verdad. Pero… —me interrumpí encogiéndome de hombros.
—Supongo que volvió a tocarte.
—Supones bien —dije—. La noche siguiente volvió a meterse en mi cama. Y me tocó y me acarició, y esa vez me dio menos miedo. Y, en consecuencia, noté más lo que me hacía. Y me pareció increíble, ¿sabes? Todas esas sensaciones asombrosas que me recorrían, que trepaban y trepaban dentro de mí como rosas por el muro de un jardín de sensualidad.
Miré a Cole, pero él no dijo nada.
—Me gustaron esas sensaciones —reconocí—. Y la idea de que aquello fuera lo que hacían los adultos. Y que me hiciera sentir especial. Pero también sabía que estaba mal. Que era vergonzoso. Y que él era malo, pero yo peor, porque me gustaba.
—Joder, Kat —me dijo Cole cuando confesé aquello.
Negué con la cabeza.
—Era una niña. Estaba descubriendo el mundo. Te cuento cómo fue, no cómo es. —Me aferré a su mano—. Pero gracias.
Retomé los recuerdos, recuperé el hilo de la historia. Por suerte o porque así lo quiso, Roger nunca consiguió excitarme lo suficiente como para que llegara al orgasmo, pero aquellas noches se convirtieron en un ritual, y yo las esperaba con ganas, desde luego.
—Hasta que una noche, no sé por qué, me tocó más rato y yo no paraba de excitarme cada vez más, como cuando estás a punto de llegar al clímax, ¿sabes? Ya casi estaba ahí y sabía que esa vez era distinto. Por un lado, estaba aterrada y quería dejar de sentirme así, pero por otro lado, ansiaba aquella sensación, porque sabía que algo estaba pasando y necesitaba saber qué. Quería sentirlo.
—Te corriste —se adelantó Cole, y yo asentí.
—Intenté contenerme, pero no pude. Grité, me estremecí y, al abrir los ojos, vi que Roger me miraba fijamente. —Cerré los ojos con fuerza para defenderme del recuerdo—. Estaba horrorizado. Asqueado. Y juro que me sorprendió que su mirada no me convirtiera en polvo en ese preciso instante.
—Kat —dijo Cole y, llevándose mi mano a los labios, me besó la palma.
No hizo otra cosa, pero fue suficiente. Me dio fuerzas para terminar.
—Esa fue la última vez que me tocó —proseguí—. Si no hubiéramos estado viajando juntos, probablemente esa habría sido la última vez que habría hablado conmigo. De hecho, solo estuvieron con nosotros unos meses más. No volví a verlo. Ni siquiera sé cómo se apellidaba. Pero supongo que, en teoría, antes de correrme contigo, ya me había corrido una vez con un tío. Gracias, Roger.
Me encogí de hombros, como diciendo que aquello era parte del pasado y que no afectaba a mi vida cotidiana más que el precio de las Oreo en China.
Como es lógico, Cole no se lo tragó.
—Nena —dijo, y me atrajo hacia sí.
Me acarició y me dijo que lo sentía. Me hizo sentirme querida y especial.
Y, mierda, me eché a llorar otra vez.
—Perdona. Perdona —repetí, limpiándome las lágrimas—. Cuando alguien se preocupa por mí, me pongo tontorrona. Es algo a lo que no estoy acostumbrada.
—¿Y tu padre?
—Le quiero, pero él siempre ha sido muy autosuficiente.
—Ahora me tienes a mí —señaló, y me hizo llorar de nuevo.
—Es por miedo, creo —sugerí pensando en el daño que me había hecho Roger—. Miedo a que si vuelvo a correrme, la persona con la que esté me deje. Aunque quizá no —rectifiqué—, porque tú eres el primero a quien de verdad no quiero perder.
—¡Qué honor!
Lo miré a los ojos.
—Es cierto —insistí, porque estaba decidida a sincerarme con él.
—Me tienes aquí —sentenció—. Y no pienso ir a ninguna parte.
Cerré los ojos e inspiré hondo, luego volví la cara para poder besarle la palma de la mano. Me sentí a gusto y segura y, por primera vez, me alegraba de hablar de toda aquella basura de mi pasado.
—En parte es algo de culpabilidad también, creo —añadí.
—No tienes por qué sentirte culpable de nada.
—Pero me siento culpable —repliqué—. Porque me gustaba. Me gustaba lo que sentía cuando me tocaba. Incluso… —Me interrumpí, luego me armé de valor.
Quería desahogarme, acabar con aquellos demonios de una vez por todas.
Inspiré hondo.
—Algunas noches incluso le decía que temía las pesadillas y le preguntaba si podía meterme en su cama. Siempre me contestaba que sí, y yo lo hacía porque confiaba en que…
—Buscabas esas sensaciones porque son agradables. Pero sabías que él no estaba haciendo bien, tomándose esas libertades sin permiso y aprovechándose de una niña que, de todos modos, no tenía edad para consentir.
Me acarició el pelo y se enroscó uno de mis rizos rubios en un dedo.
—No eras más que una niña cuyo cuerpo empezaba a despertar, y sé que eso lo entiendes. Sé que en realidad no crees que haya nada por lo que debas sentirte culpable.
—Eso lo sé —dije—, pero una cosa es saberlo y otra muy distinta sentirlo. Y mi cuerpo no acaba de creérselo. Pero, bueno, da igual —proseguí—. Se acabó. Tú has conseguido que lo supere una y otra vez. Es asombroso.
—Me halagas, Kat, pero no me pongas en un pedestal. Te aseguro que estoy mucho más jodido de lo que te imaginas.
—Quizá los dos estemos rotos por dentro —afirmé—. Tal vez juntos podamos completarnos.
Me miró fijamente durante tanto rato que creí que no iba a volver a hablar, y empecé a asustarme. Aquellas eran las típicas palabras que se dicen en una relación y no sabía muy bien por qué las había dicho.
Aunque era mentira. Quizá me hubiera dicho a mí misma y a Sloane que Cole no era más que un entretenimiento, pero nunca lo había creído. ¿A quién puede dársele mejor mentirse que a alguien que se ha pasado la vida entera inventando mentiras?
Y esa mentira en concreto le había servido de bálsamo a mi corazón roto.
Pero Cole no me había roto el corazón. Más bien al contrario. Y en ese momento yo esperaba —no muy pacientemente— averiguar si él sentía lo mismo.
—Cole, por favor, di algo —le pedí.
—No me hace falta —repuso, y me envolvió con sus brazos—. Tú ya lo has dicho todo.
Nos abrazamos un rato y creo que me habría gustado quedarme así para siempre, pero no podía quitarme de la cabeza aquella idea inquietante.
—¿Por qué me resultó tan fácil ayer, pero cuando tú me has despertado antes, me he quedado bloqueada?
—Porque la otra vez tú lo dabas y esta yo te lo quitaba —dijo muy serio.
Me revolví en sus brazos para poder verle la cara y que él pudiera ver la confusión de la mía.
—¿Cómo has dicho?
En sus labios se dibujó una sonrisa burlona.
—Eres una sumisa, Kat.
Lo miré extrañada, intentando digerir la palabra y el concepto.
—No me gustan las etiquetas —prosiguió—, pero creo que es cierto. Ignoro si siempre lo has sido o lo que te pasó de niña te hizo cambiar, pero es así. Forma parte de ti. Cuando no eres tú quien lo da, te cierras, pero, si tú te entregas voluntariamente a alguien, entonces no solo te liberas sino que, además, le haces el mayor regalo posible: todo tu ser.
—¿Insinúas que cedo el control? No lo creo. Incluso contigo siempre he…
—Sí —me interrumpió—, eso es precisamente lo que digo, que siempre ha sido así, que antes no cedías el control, que lo agarrabas por las pelotas. Decías «esto es lo único que no te voy a dar»: yo misma, mi placer, mi cuerpo, mi alma.
Sus palabras resonaron en mi interior, limpias, verdaderas y puras. Salvo por un pequeño detalle.
—Te equivocas —espeté y, al ver que se disponía a rebatírmelo, le sellé los labios con el dedo—. No me sucede cuando «me entrego a alguien», Cole. Solo contigo. Tú eres el único en quien confío. El único al que se lo daría todo.
No fui capaz de descifrar la expresión de su rostro.
—¿Por qué?
—Porque tú me importas —dije repitiendo sus propias palabras.
Y entonces, al ver la sonrisa que le iluminaba el rostro, supe que lo que había dicho no solo era verdad, sino que había acertado al decirlo.