11

Cole me tenía entre sus brazos, con la espalda pegada a su pecho, y el culo a su regazo. Me sentía a gusto, segura y satisfecha, pero algo no iba bien del todo.

Tardé un poco en darme cuenta de que oía su voz grave y preocupada diciéndome que no pasaba nada, que yo estaba bien.

Esa preocupación me confundió, hasta que reparé en que me corrían lágrimas por las mejillas y, al inspirar entrecortadamente, me supo la boca a sal.

—No —susurré. Me desató las manos y me limpié las lágrimas—. No, estoy bien. Más que bien. —Me volví, apoyándome en los brazos, y vi inquietud en su mirada, y quise llorar de verdad—. No son lágrimas de dolor —le prometí, y posé los labios en los suyos—. Me siento de maravilla. Tú eres una maravilla.

Frunció el ceño, como si no supiera si creerme o no, y la emoción cruda que vi en su rostro fue tan tierna y tan auténtica que me hizo sonreír. Es más, me hizo reír, inclinarme y depositar en su boca un beso salado.

—Gracias —le susurré.

De pronto la preocupación se transformó en confusión.

—¿Por qué?

«Por preocuparte. Por estar aquí. Por todo».

No lo dije en voz alta. En su lugar, le di otro beso suave en los labios, inspiré hondo y, armándome de valor, me dispuse a decirle lo que jamás le había dicho a ningún otro ser vivo.

—Yo no he… ya sabes… con un tío, bueno, nunca.

No era del todo cierto, pero no estaba lista para contarle toda la verdad.

—¿Nunca te habías acostado con un tío?

—Venga, hombre —dije con las mejillas encendidas. Clavé la mirada en su hombro, en la asombrosa ala de dragón que llevaba tatuada, porque no podía decirle eso mirándole a los ojos—. Ya sabes. Que nunca he alcanzado el clímax. Nunca he tenido un orgasmo.

Alcé un hombro con desenfado como si lo dicho careciera de importancia y no me diera una vergüenza espantosa.

Pero seguí sin mirarlo.

—Dime —me pidió su voz suave como la brisa.

—Te lo acabo de decir.

—Dime por qué no.

Me encogí de hombros y miré a otro lado para que no viera que mentía.

—Porque yo soy así.

Guardó silencio un momento, acariciándome el pelo con su enorme mano. Y, pese a lo violento de la situación, me sentí querida. Y cuando al fin habló, deseada.

—Pues los hombres con los que te has acostado no saben lo que se han perdido. Estás preciosa cuando te corres.

—Me vas a hacer llorar otra vez. —Le dediqué una sonrisa trémula pero auténtica—. Creo que eso es lo más romántico que me han dicho jamás.

—En ese caso, voy a tener que esmerarme. Mereces más romance que eso.

Se me encogió el pecho y busqué algo que decir. No se me ocurrió nada. No había combinación de palabras capaz de expresar con acierto lo que sentía. Porque ¿cómo iba a decirle que me llenaba, que veía en él mucho más de lo que había visto en todos esos años?

Era una mezcla de rasgos duros y angulosos, de colores suaves y ternura. Era como algunas de las obras de arte que colgaban en su galería, una combinación de tantos elementos que te sorprende que te guste porque casi parece demasiado. Sin embargo, esa multitud de elementos compone un todo y, si te llevas alguno de ellos, el conjunto se desmorona.

—Me estás mirando fijamente —me dijo frunciendo los ojos e imitándome.

Sonreí como embobada.

—A lo mejor es que me gusta mirarte.

—Pues ya somos dos —repuso—. Date la vuelta.

Lo hice y, arrimándome de nuevo a su cuerpo, hicimos la cucharita tendidos en la gruesa y cálida alfombra.

Paseó un dedo por mi cadera desnuda, después por mi cintura. La sensación me hizo temblar y suspiré al tiempo que mi cuerpo se encendía con sus caricias. Despacio, deliberadamente, me acarició la curva del pecho, luego los pezones hasta ponérmelos tensos, duros, ansiosos de sus caricias.

No se conformó con eso. Ascendiendo más, me recorrió el labio inferior y me instó muy despacio a que abriera la boca.

Cerré los ojos y me metí su dedo en la boca, lo chupé con fuerza, acariciándolo con la lengua al tiempo que brotaba en mí el deseo como si el dedo fuera pulsando todas y cada una de mis zonas erógenas.

Lo oí gemir, noté cómo se le contraía la polla contra mis nalgas.

—Algún día —dijo— conseguiré que tú también llegues a esto.

—Sí —dije, y la sola idea me excitó—. Lo que sea —añadí—. Todo.

—Y solo para que quede claro —me dijo tan cerca del oído que su aliento me hizo cosquillas—, si yo follo contigo, tú no follas con nadie más. ¿Entendido?

—Por supuesto —contesté, y me produjo una pequeña punzada de placer el hecho de saber que, al menos de momento, Cole August me había declarado suya.

—Bien.

Noté que me dolían las mejillas de tanto sonreír. Me volví para mirarlo, luego lo puse boca arriba.

—¿Estás juguetona? —inquirió.

—Calla —le contesté—. Tengo un plan.

Me subí a horcajadas sobre él y me sentí decadente acoplando mi sexo a su entrepierna y dejándome acariciar por su grueso vello púbico, sin duda diseñado para volverme loca.

Al notar que su pene se erguía en señal de evidente interés, una intensa sensación de poder femenino me recorrió el cuerpo entero.

—¿Tienes pensado algo, nena?

—Ya te he dicho que me las podía apañar —repuse con suficiencia—. Que podía contigo.

—Y has podido.

Deslizó la mano hasta mi sexo y empezó a juguetear conmigo. Como aquel me parecía un plan absolutamente delicioso, moví las caderas para facilitarle el acceso. Se detuvo inmediatamente.

Enarqué una ceja.

—Continúa —dijo esbozando una sonrisa.

—¿Continúa? Eres tú el que ha parado.

—La mano sigue ahí, lista para que le des buen uso, a menos que prefieras usar la tuya.

Lo miré extrañada, sin entender bien a qué se refería.

Rió, visiblemente divertido por mi confusión.

—Quiero ver cómo te masturbas —señaló—. Quiero ver cómo se te sonroja la piel cuando te excitas. Con mi mano. Con la tuya. Qué sé yo, saca el vibrador si llevas uno en el bolso…

—¡Cole!

—Ya —dijo con una voz de pronto seria. Se había terminado el jugueteo. Aquella era su voz de mando. Una voz con la que conseguía lo que quería—. Córrete, nena. Te he dicho que quiero mirar.

Negué con la cabeza, sentí un retortijón.

—No.

Alzó una ceja.

—¿Cómo has dicho?

—Cole, por favor, no. Lo de antes ha sido estupendo, pero no voy a poder, ¿sabes?, y no quiero estropear por completo ese recuerdo.

—No lo estropearás.

—Tú no entiendes cómo funciono yo. No…

Pero no me dejó terminar. Me agarró el sexo, pellizcando la carne tierna y desnuda de alrededor del clítoris y produciéndome oleadas de dolor y de placer que me recorrieron entera.

—No vas a estropear ese recuerdo, porque te vas a correr para mí. ¿Sabes por qué?

Negué con la cabeza, demasiado distraída por aquel pellizco íntimo y por el modo en que mi cuerpo reaccionaba a él: los pezones se me pusieron duros, el sexo se me contrajo, ansioso de que lo penetraran. Me sentí excitada, necesitada, al límite. Por Dios, ¿qué puerta había abierto al poner los ojos en Cole August?

—Kat —apretó un poco y sentí que una corriente eléctrica se apoderaba de mí, un millón de chispazos diminutos—, ¿me escuchas?

—Me lo estás poniendo muy mal.

Si le di pena, no lo demostró.

—Muy mal, desde luego —se burló del doble sentido—. Pero te vas a masturbar ya y yo te voy a mirar. Además, Katrina, te vas a correr para mí.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque te lo mando yo —espetó en ese tono que no admite discusión. Se movió un poco y dobló las piernas como para hacerme un respaldo. La tenía dura y su erección quedó enterrada entre sus piernas y mis nalgas—. Recuéstate —me ordenó y, al obedecer, vi que el rostro se le tensaba con el roce provocativo de mi cuerpo en su polla—. Abre más las piernas.

Tragué saliva, pensando en la visión tan íntima que eso debía de proporcionarle.

—Cole…

—Como vuelvas a discutírmelo, te doy unos azotes en el culo. —Se irguió sobre los codos—. Hazlo, nena. Quiero ver ese coñito bonito.

Quise protestar, juntar los muslos en una especie de inoportuno intento de recato. Sabía de sobra que no iba a correrme así, me daba vergüenza. Demasiada.

Pero, al mismo tiempo, oía su voz. Percibía en ella su deseo. Y hubo algo en su tono autoritario que me obligó a obedecer. Estaba cachondo, de eso no me cabía duda, y el hecho de saber que eran mi cuerpo y el modo en que reaccionaba a sus caricias lo que lo estaba llevando al límite me excitaba y me animaba a la vez.

—Las piernas —repitió, y yo, olvidándome del decoro, las separé todo lo que pude—. Ay, nena —dijo—, me gusta que te depiles. Estás húmeda y resbaladiza, y veo lo excitada que estás. Dímelo.

—Muy excitada.

—Estás tan húmeda, nena. Métete un dedo por el coño y verás lo húmeda que estás. No —añadió al ver que cerraba los ojos para obedecer—. Mírame. Así —aprobó, bajando la vista él también para ver cómo deslizaba el dedo índice entre las paredes resbaladizas, húmedas y calientes de mi sexo.

—¿Estás húmeda?

—Sabes que sí.

—Quiero saborearte —dijo—. Quiero recorrerte con la boca, penetrarte con la lengua.

—Sí —murmuré, y empecé a moverme para que pudiera hacerlo.

—No —me detuvo—. No te muevas.

—Cole, por favor.

—Llévate el dedo al labio, nena. Quiero ver lo bien que sabes.

Titubeé, luego hice lo que me pedía.

—Eso es. Chúpatelo, Katrina. Fuerte. Imagina que te estoy metiendo la polla en la boca. No —añadió—, no cierres los ojos. Eso es, nena. Joder, cómo me pones.

Y él a mí. Lo miré directamente a los ojos mientras me chupaba el dedo, resbaladizo y pringoso de mi propio deseo. Era algo pícaro, erótico, deliciosamente sexy, y chupé más fuerte, sin dejar de mirarlo a la cara, mientras crecía el deseo entre los dos y se convertía en un frenesí tal que casi podía ver los átomos dando vueltas en el aire sobrecargado.

—Ahora mastúrbate —me ordenó con una voz cruda, como si le costara una barbaridad controlarse—. Sigue chupándotelo, pero usa la otra mano. Pellízcate los pezones, fuerte, sí, joder, así —espetó al tiempo que yo me cogía el pezón entre los dedos y lo pellizcaba con fuerza.

Inspiré entrecortadamente, sobrepasada por el torbellino que se gestaba en mi interior. Mi cuerpo entero radiaba fuego y poder. Por los pechos, el vientre, el sexo…

—Ay, nena, quieres que te follen —dijo, y me ruboricé, consciente de que veía cómo se contraía y tensaba mi sexo por el deseo desesperado y cautivador.

—Venga. Llévate abajo el dedo que tienes en la boca y métetelo. No, dos. Por Dios, Kat, te juro que me vas a matar —exclamó mientras me veía tocarme al ritmo de sus palabras.

Jamás pensé que pudiera hacer algo así, que podría exhibir mi cuerpo y mi propia excitación de ese modo tan íntimo, pero, con Cole, el hecho de estar expuesta me excitaba más, no menos. Quería que viese el efecto que tenía en mí. Quería que la sensación aumentara. Y, cuando me dijo qué hacer —que me follara con el dedo, que me acariciara el clítoris—, hice lo que me pedía, y la visión se me nubló y el cuerpo entero se me tensó. Noté que crecía la sensación, que aumentaba el deseo.

Cuando todo aquello empezó a ser demasiado, cuando un empujoncito habría bastado para arrojarme al precipicio, me obligué a centrarme en su cara. En sus ojos.

Y vi arder en ellos un deseo intenso, al mismo tiempo que sus palabras y mis caricias me hacían estallar en un millón de pedazos.

Cuando el cuerpo dejó de temblarme, me derrumbé sobre él, jadeando.

—¿Quieres que te la chupe? —le murmuré al pecho.

—No —susurró.

—Pero tú no te has… Y yo quiero que te…

Me dio un beso en el cogote.

—Estoy satisfecho.

—La tienes dura como una piedra —dije, porque no había modo de ignorar la erección que le deformaba los pantalones y presionaba con insistencia su muslo.

—Me gusta —dijo—. Me la pones dura, Kat. No veo razón para cambiar eso en este preciso momento.

Sus palabras me sorprendieron, por eso que decían siempre los tíos de que se les congestionaban las pelotas. Claro que yo no era un tío, pero podía entender lo agradable que debía de ser la sensación de estar excitado. Además, en ese momento, lo único que me apetecía hacer era tumbarme allí, con el cuerpo pegado al suyo, sus dedos acariciándome distraídos la espalda.

—Creo que me he muerto —confesé al poco—. Esto debe de ser el cielo.

Paseó los dedos desde mi sexo hasta mis pechos y luego hasta mis labios.

—A mí me lo parece.

Me apartó el pelo de la cara.

—Tres de tres —dijo, y me hizo reír—. Supongo que no volverás a dudar de mí.

—Hay algo mágico en ti, Cole August. Imagino que siempre lo he sabido.

—¿Ah, sí?

—Claro —dije juguetona, y me levanté para estirarme. Me trasladé al sofá y me acurruqué en los cojines de piel blanditos—. ¿Por qué crees que te he elegido? Desde luego, por tu dinero, no, ni porque hables italiano. Pero tú dale a una chica un buen orgasmo…

—¿Cómo sabías que hablo italiano?

Se había levantado y se dirigía al mueble bar del rincón.

Fruncí el ceño e intenté recordarlo, mientras él abría un pequeño frigorífico y sacaba una botella de vino.

—No estoy segura. Quizá me lo contara Angie en algún momento. O Jahn —añadí, el tío de Angie, que había sido el mentor de los tres caballeros—. Tírame mi ropa, por favor —le dije cuando trajo la botella de shiraz y dos copas—. Tú no te pongas la camiseta si no quieres. Me gustan las vistas.

—Y a mí —repuso dándome un repaso antes de pasarme los pantalones y el top—. Pero así luego puedo volver a ver cómo te lo quitas.

—Siempre he sabido que eras listo.

Sonrió, se acercó y sirvió el vino. Me ofreció una copa y se sentó a mi lado.

—¿Cómo es que nunca hablas de ello? De Italia, digo.

Agitó en círculos la copa de vino como si meditara la pregunta.

—Yo no hablo de muchas cosas —respondió al fin.

—No, supongo que no. ¿Por qué no?

—Me gusta mirar hacia delante, no hacia atrás. Esa época ya pasó.

—¿Mala?

—No, buena, de hecho.

Por cómo lo dijo, pensé que le había sorprendido su propia conclusión. Como si hubiera muy pocas épocas buenas en su pasado.

—Siempre me ha parecido que sería emocionante vivir en otros países. Italia no está en mi lista, pero sueño con vivir un año en París. Quiero ver pasar todas las estaciones en Champs-Elysées.

—¿Y estás sola en ese sueño?

Le di un sorbo largo al vino, con los ojos clavados en Cole.

—No —dije sin más.

Se recostó en el sofá y se dio una palmada en las piernas. Me estiré y puse los pies en su regazo sin soltar la copa. Eché un vistazo a la alfombra en la que me había hecho correrme y no pude evitar pensar lo rápido que la cosa había pasado de puro fuego a gozo.

—Hay que prestar mucha atención por aquí —dijo Cole, como si me hubiera leído el pensamiento—. Las cosas pasan muy deprisa.

—Desde luego.

—Algún día te hablaré de Italia.

Lo escudriñé.

—Creí que no mirabas atrás.

—Creí que querías saberlo.

—Y quiero —contesté.

Lo que no añadí fue «quiero saberlo todo», pero creo que él lo oyó de todas formas.

Estuvimos así sentados un rato, blanditos y cómodos. Él sostenía la copa con una mano y me acariciaba la pantorrilla con la otra. Era muy agradable y debí de haber supuesto que no duraría demasiado.

No fue obvio, ni siquiera sé si podría decir cómo pasó exactamente, pero varió la intensidad de sus caricias y la ternura tomó un cariz vacilante. De pronto lo vi como a un hombre aterrado por la proximidad de una tormenta que fuera a arrancarlo de cuajo de la faz de la tierra.

—¿Por qué no me cuentas qué ocurre?

Llevaba un rato mirándose la mano con la que me acariciaba la pierna, estudiando el contraste de su piel oscura con mis piernas palidísimas. Al final del verano estaría dorada como un gofre, pero a comienzos de la temporada aún era de un blanco invernal. Entonces levantó la cabeza para mirarme a los ojos.

—Esto está muy bien —dijo.

—Ya, entiendo que te perturbe.

—Me gusta verte así, tan contenta que podría hasta pintar tu felicidad. Además, me gusta acariciarte, estar cerca de ti.

—A mí también me gusta. —No pude evitar el tono receloso.

—Tenías razón cuando decías que podías controlarlo. Lo de esta noche, todo esto. Todo lo que ha pasado desde que has entrado por la puerta. Has sido todo lo que quería y más de lo que podía esperar.

Me humedecí los labios. Me estaba diciendo cosas muy agradables, pero un escalofrío de miedo me recorría la espalda.

—Lo has manejado bien, pero ¿qué pasa con el resto?

—No hagas eso. No des por sentado que sabes cosas que no sabes.

—¿No las sé?

Aquello me irritó.

—No, no las sabes. Antes has intentado asustarme diciéndome que buscabas el dolor y que querías hacerme daño.

—Lo digo en serio —espetó con una voz grave, peligrosa y rotunda.

—Lo sé —dije dejando la copa en la mesa. Retiré las piernas de su regazo y me arrodillé delante de él. Le cogí la copa y la dejé en la mesa con la mía—. Por si no te has dado cuenta, a mí también me ha gustado.

—Vainilla —sentenció—. Lo de hoy ha sido vainilla aguada.

—¿Tú crees que podría con el praliné de almendras?

—No bromeo, Kat.

—¿Y piensas que yo sí? Joder, Cole, me ha gustado lo que hemos hecho. Me han excitado los azotes y cuando me has atado las manos a la espalda… —Inspiré hondo, asombrada de que solo hablar de ello volviera a excitarme—. ¿No lo ves? Estar a tu merced… me ha puesto cachonda. Ha sido nuevo para mí, e increíble. Como si me descubrieras un secreto maravilloso sobre mí misma.

Apuré el vino.

—Así que, si piensas que voy a salir de aquí sin mirar atrás, te equivocas. Te voy a suplicar más, en todo caso.

—Es ese más lo que me asusta —dijo, y creo que fue la primera vez que vi un miedo intenso y sincero en sus ojos.

Negué con la cabeza, sin comprender.

—Dios, Kat, ¿no lo entiendes? No me asusta que vayas a salir corriendo. Lo que temo es querer llevarlo demasiado lejos. ¿Tienes idea de cuánto debo esforzarme por no descontrolarme? ¿De lo fácilmente que pierdo la cabeza?

Recordé el ruido de la copa al hacerse añicos en la inauguración de la galería y las historias que había oído sobre el célebre temperamento de Cole.

Después pensé en la ternura con que me había acariciado y me había limpiado las lágrimas. En la suavidad de su voz.

—Eso no va a pasar —dije.

—No me conoces tan bien.

«Claro que sí», pensé. Pero dije:

—Puede que no, pero quiero conocerte. Y sé lo que he visto hasta ahora.

Le escudriñé el rostro en busca de una reacción. De placer, de alivio o de rabia. En ese momento me daba igual. Pero no hubo nada. Permaneció impasible.

Se puso en pie.

—Voy a darme una ducha.

—Por favor, Cole. —Me levanté también—. No tengo miedo —espeté mientras él se disponía a salir de la habitación—. No lo tengo, joder, pero si tú sí, entonces no me toques. Limítate a llamarme.

No sé bien de dónde saqué aquellas palabras, pero funcionaron. Se detuvo en el umbral de la puerta.

—¿Que te llame?

—No hacías más que recular y recular. Apartarme de ti. Pero por teléfono, cuando me llamaste, no vacilaste. En absoluto. Ni hablar.

Recordé la rotundidad de su voz. La seguridad.

—Fue por eso, ¿verdad? —pregunté con voz suave—. Te resultó fácil llamarme porque no había riesgo. No temías hacerme daño porque no estabas allí.

Eso podía entenderlo. ¿No había sido más fácil para mí también? Yo no tenía problema para excitarme, pero con Cole ¿no había sentido las caricias de un hombre, aunque fuera imaginario, por primera vez desde… desde siempre?

Me había abierto la puerta y, Dios, yo quería hacer lo mismo por él.

No dijo nada, pero lo vi inspirar hondo y cerrar los ojos un instante demasiado largo.

Me acerqué un paso.

—Sí que estaba allí —le susurré—. Notaba cada caricia, cada sensación. Estabas a mi lado, Cole, y todo fue bien. Joder, fue más que bien. Fue increíble.

Esperé a que dijera algo y, al ver que seguía callado, insistí, decidida a hacerle comprender.

—¿Quieres darme azotes? ¿Atarme? ¿Fustigarme, yo qué sé, u otra cosa? —terminé sin convicción, porque, de hecho, ignoraba qué otra cosa podía ser—. Pues llámame. Cuéntamelo. Descríbemelo. Cada golpe, cada marca. Disfrútalo. Tómame, hazme daño. ¿No lo ves? Me estoy entregando a ti, total y enteramente. Me puedes tener como quieras.

Apoyé la mano en su pecho desnudo y noté el latido de su corazón, fuerte y rápido.

—Empieza así y verás. Quizá puedas llevarme contigo el resto del camino. Porque yo quiero acompañarte, Cole. De verdad que quiero.

Traté de ver la respuesta en su rostro, pero su expresión era indescifrable, y cerró los ojos. Me debatía entre el deseo y la esperanza, y sentí el impulso de arrodillarme y suplicarle.

En cambio, me limité a esperar. Un momento, luego un poco más.

Frustrada, solté un suspiro lento y suave, y retiré la mano de su pecho.

Me la cogió de inmediato y volvió a ponerla exactamente donde estaba. Hasta que no volví a tocarlo, no abrió los ojos de nuevo, y el deseo puro que vi en ellos hizo que me dieran ganas de abrazarlo, de besarlo, de empezar a cantar.

Sin embargo, permanecí inmóvil, con miedo a estar viendo demasiado o esperando demasiado.

—Kat —dijo al fin con una voz tan apasionada y tan tierna que pensé que me derretía.

—¿Sí?

—Dos cosas.

Asentí con la cabeza.

—A partir de ahora coge el teléfono cuando te llame. Da igual lo que estés haciendo, si soy yo, cógelo.

Se me alborotó el corazón.

—Sí. —Recordé los libros que había leído, las películas que había visto—. Sí, señor —añadí, y me recompensó con un esbozo de sonrisa—. ¿Y lo segundo?

—Te quiero en mi dormitorio —contestó—. Y te quiero desnuda, Kat.

Sonreí.

—Qué curioso: es lo mismo que quiero yo.