XXXIX

Un hombre poderoso es el que perdona a su enemigo

En la prisión no hay Navidad, ni cumpleaños, menos día de la madre o del padre. Esto endurece a los fuertes y acaba de hundir a los débiles. Pero, a veces, suceden cosas extraordinarias.

Un capitán de la Policía activo, fue detenido por una denuncia falsa de tortura. El afectado sólo recibió ocho días de incapacidad, lo que jurídicamente daba para una conciliación y en ningún caso debería dar cárcel.

El Capitán Jahir Medina Palacios, fue detenido y enviado a la Cárcel La Picota. No contento con eso, el fiscal ordenó que lo sacaran de Bogotá y lo enviaran a la Cárcel de Cómbita, un 24 de diciembre.

A un capitán de la Policía activo no se le puede ingresar a los patios comunes, los otros presos se lo comerían vivo. La solución de la dirección fue dejarlo en el Patio de “Recepciones”.

—¡Pero allí está “Popeye” que perteneció al Cartel de Medellín; ese cartel mató a 540 policías e hirió a 800!… —dijo alguien alarmado.

—¡No importa, a “Recepciones”, “Popeye” ya cambió! —Aseguró el director.

Esa noche de Navidad se abrió la reja del Patio de “Recepciones” e ingresó tímidamente un hombre de unos 38 años de edad, trigueño oscuro de 1.72 metros de estatura, llevaba en sus manos una bolsa que apretaba con fuerza contra su cuerpo. Apenas lo vio entrar, “Popeye” fue a su encuentro y rompió el hielo para que el policía se sintiera en confianza con él.

Un sicario del Cartel de Medellín dándole la mano a un Capitán activo de la Policía, en una cárcel de alta seguridad, un 24 de diciembre… era para no creerlo. A prudente distancia los guardias observaban la escena con admiración, cuando los dos hombres se saludaron y rápidamente iniciaron una agradable conversación.

—¡Capitán, bienvenido a “Recepciones”!

Sorprendido el capitán miró a los ojos de “Popeye”, al sentir la honestidad de su saludo. Le contestó con decencia y “Pope” lo llevó a la celda que le asignaron; lo dejó solo para que se instalara mientras le ofrecía algo de comida.

El capitán acomodó sus cosas y salió rápidamente al patio. Tímidamente se acercó hacia el hombre que, con todo entusiasmo, calentaba los alimentos para servirle. Quedó maravillado de ver la manera en que aprovechaba la greca del café para dejar hirviendo un buen plato de pollo con arroz. El capitán comió con ganas; eso le alegró al anfitrión que lo observaba con humildad mientras reflexionaba en la situación… un oficial de la Policía junto a él, en la noche de Navidad… una noche de paz verdaderamente.

Para “Popeye” era otro fin de año sin familia, fiesta, amigos o un pedazo de natilla (dulce parecido a la gelatina que comen los colombianos en Navidad) y menos un buen trozo de pavo. Es casi imposible que un guardia deje ingresar alimentos a la Cárcel de Cómbita, pero ese día fue especial para el sicario y para el policía.

El Capitán terminó de comer su último bocado, masticándolo con ganas, dejó el plato en la silla y le dijo a su curioso compañero:

—“Popeye” ¿a usted le gusta el pavo? Y la natilla…?

—¡Claro capi! —le contestó con energía.

El hombre se paró dando pasos largos hacia su celda en busca de su preciada bolsa. Regresó sonriente y con orgullo sacó de la bolsa dos recipientes plásticos. Uno estaba lleno de una exquisita natilla y al abrir el otro, el capitán le mostró un pavo gigantesco y oloroso, que de inmediato le abrió el apetito. “Popeye” miró los manjares con ojos golosos.

Hacía casi 20 años que no olía y menos veía una cena de Navidad, su estómago se lamía de ganas de echarse un buen pedazo a la boca, para deleitarse con su sabor, pero prudentemente esperó a que el capitán le ofreciera.

El policía lo miró con complicidad sintiendo el deseo de su nuevo compañero e inmediatamente le entregó los recipientes para que tomara lo que quisiera de ese tesoro. Él no sabía qué coger primero. La natilla con pasas era espectacular; la saboreó con lentitud y luego probó el pavo. Fue un sueño. Comió hasta quedar satisfecho. El manjar duró tres días. Él ya había aprendido el arte de disfrutar las cosas pequeñas de la vida y esta sorpresa le permitió gozar con plenitud unos pequeños momentos de Navidad en prisión. Esa era su vida, así la escogió y tenía que enfrentarla.

Lo más paradójico de la historia era que, precisamente, la anciana madre de un policía, fue quien preparó con todo el amor del mundo, la cena de Navidad. Cuando supo que lo llevarían a prisión le acomodó su lonchera en medio de lágrimas y dolor. Le dijo que esa noche de Navidad no compartirían en familia pero que a través de su comida, ella estaría con él en su tristeza.

El capitán no dudó en compartir su plato con un asesino de policías.

Al final de la noche un guardia le dijo:

—¡Oiga “Popeye”, tan raro que a un capitán de la Policía lo hayan enviado por una bobada a una prisión de alta seguridad! ¿No?

Él no supo qué contestarle, tampoco lo entendía; algunas veces la prepotencia de los hombres y más la de aquellos con poder, les lleva a tomar decisiones injustas y equivocadas, pero es la ley de la vida y ese humilde capitán estaba pagando las consecuencias de esto, quizá era una experiencia para los dos. Miró de reojo al guardia y no quiso darle explicación sobre sus pensamientos, si se lo decía no le entendería o pensaría que él estaba loco; quizá el loco era él y el guardia era un pensante sensato por eso le formuló la pregunta que se hizo a sí mismo, desde que supo la noticia.

En fin… pensó con tristeza; lo único cierto era que después de 20 años de prisión el buen Dios se había acordado de él y le había enviado un ángel a llevarle la Navidad. Los caminos de Dios no los entienden los humanos. Escogió un oficial de la Policía para darle una lección de vida al asesino de policías cuyas viudas e hijos estarían recordando, una vez más, en esa Navidad, a las víctimas del Cartel de Medellín.