4 · Los objetivos de la macrociencia.

Al reflexionar sobre la racionalidad científica, numerosos filósofos han pretendido definirla en función de los objetivos de la ciencia. Tal es el caso de Popper, Hempel, Lakatos, Goldman, Rescher, Newton-Smith, Levi, Laudan, Giere y otros muchos[28]. Para Popper, por ejemplo, el objetivo último de la ciencia es la búsqueda de la verdad. Esta era entendida como un ideal regulativo, que nunca se alcanza, pero al cual es posible aproximarse paulatinamente siempre que se utilice una metodología falsacionista. Si una teoría ha soportado intentos de refutación numerosos y severos y ha sobrevivido a ese criticismo, tenemos razones para pensar que es más verosímil que otra que no ha sido puesta a prueba por el imperativo metodológico falsacionista. Para Lakatos, en cambio, la racionalidad de la ciencia se justifica por los hechos nuevos y sorprendentes que es capaz de explicar, así como por el incremento de su potencialidad heurística. Para Laudan, la clave de la racionalidad estriba en la capacidad para resolver problemas, motivo por el cual el objetivo de la ciencia consiste en proponer y resolver problemas. Otros muchos pensadores han defendido variantes distintas de esta concepción teleológica de la racionalidad, coincidiendo en que los objetivos de la ciencia justifican su racionalidad, aunque luego hayan diferido entre sí a la hora de precisar cuáles son esas metas u objetivos. Por su parte, la mayoría de los científicos han tenido a pensar que el conocimiento es un bien en sí y que la búsqueda de conocimiento (válido, contrastado, etc.) es la meta fundamental de la investigación científica.

Otro tanto cabe decir en el caso de la tecnología. Ha habido pensadores que han cifrado la racionalidad técnica en la búsqueda de la máxima eficiencia. Otros la han hecho depender del objetivo de ayudar a satisfacer necesidades humanas o de incrementar el nivel de bienestar y de adecuación al medio. Tanto en un caso como en otro, los filósofos de la ciencia y de la tecnología fundamentaban ambas modalidades de racionalidad en sus respectivas metas últimas, consideradas estas como internas a la ciencia y a la tecnología. Fueren cuales fueren, la ciencia y la tecnología tenían sus propios fines, en base a los cuales se justificaba la racionalidad científica y tecnológica.

Con la llegada de la macrociencia, estas teorías de la racionalidad han de ser puestas en cuestión. Por utilizar la distinción weberiana, los fines de la ciencia y la tecnología dejan de ser valores últimos, para convertirse en valores instrumentales. Su consecución es deseable, pero por encima de ellos hay otros objetivos a alcanzar. El informe Bush deja esto muy claro, como veremos en el siguiente capítulo. Los objetivos de la macrociencia no son únicamente científicos, ni tampoco tecnológicos. Algunas de las metas de un macroproyecto científico pueden ser el avance en el conocimiento, o la invención de artefactos más eficientes, pero sobre estos objetivos priman otros, que son los que dan sentido a la financiación y realización del proyecto: puede tratarse de mejorar la capacidad defensiva y ofensiva de un ejército, puede ser ganar una guerra, puede intentarse mejorar la productividad de un sector industrial, o simplemente incrementar el prestigio de un país, su nivel de seguridad o su posición en los mercados internacionales. En el proyecto Manhattan, por ejemplo, a los científicos les interesaba calcular la masa crítica en un proceso de fusión nuclear, cosa que lograron. Pero, por encima de ellos, los diseñadores del proyecto pretendían disponer de un arma de destrucción masiva que pudiera servir para ganar rápidamente la guerra o, ulteriormente, como arma de disuasión ante futuros ataques provenientes del exterior. Las industrias que colaboraron en el proyecto, entre tanto, generaron riqueza, beneficios económicos y, en su caso, puestos de trabajo.

Otro tanto cabe decir del proyecto ENIAC y de la mayoría de los programas macrocientíficos ulteriores. Von Neumann quería diseñar y hacer operativa una computadora que pudiera resolver problemas no lineales, lo cual contribuiría enormemente a la resolución de relevantes problemas físicos y matemáticos. A Eckert, ingeniero jefe del proyecto, le apasionaba el desafío tecnológico planteado por la construcción de una máquina capaz de resolver múltiples problemas computacionales. Sin embargo, al Ejército del Aire que financiaba el proyecto le importaba ante todo que el ENIAC calculara con la máxima precisión y rapidez las trayectorias de proyectiles de larga distancia y que simulara con suficiente aproximación los procesos de dinámica de fluidos que se producen durante una explosión. Todos lograron satisfacer sus objetivos, en mayor o menor grado, pero, al igual que en el proyecto Manhattan, las finalidades militares prevalecieron sobre las científico-tecnológicas, tanto al diseñar el proyecto como a lo largo de su ejecución y, por supuesto, a la hora de aplicar las innovaciones resultantes: el ordenador y la bomba atómica. De manera similar, el programa de exploración espacial de la NASA se llevó adelante por razones de prestigio nacional en el contexto de la guerra fría, sin perjuicio de que su realización acarreara también importantes descubrimientos científicos y avances tecnológicos indudables. Los objetivos propiamente científicos y tecnológicos estuvieron subordinados en todos esos casos a las metas de otra índole que habían definido los promotores y financiadores de dichos proyectos macrocientíficos.

Concluiremos que las acciones macrocientíficas tienen objetivos plurales, algunos de los cuales son científicos y tecnológicos, otros militares, empresariales o políticos. Con mucha frecuencia, estos últimos son los de mayor peso efectivo, pese a ser «externos» a las comunidades científicas e ingenieriles. Ello implica una tensión continua en la actividad macrocientífica, que surge de su propia estructura, es decir, de la diversidad y heterogeneidad de sus objetivos, así como de la frecuente subordinación de los fines epistémicos y técnicos. A veces se logran puntos de equilibrio, de modo que todos salen relativamente satisfechos, a veces no. Lo que pocas veces ocurre es que los objetivos «propios» de la ciencia o de la tecnología sean los prioritarios, por mucho que haya acciones de política científica orientados exclusivamente a satisfacerlos[29]. La actividad macrocientífica es sistémica y cada una de las acciones relevantes de política científica, incluidos los programas de promoción general del conocimiento, solo adquieren sentido en función de la existencia de otras muchas acciones de política científico-tecnológica orientadas a satisfacer otros tipos de objetivos, algunas de ellas sin publicidad alguna y con mucha mayor financiación. Hay ocasiones en las que el fomento de la investigación básica es un puro adorno o complemento del sistema de política científico-tecnológica. Tal es el caso, por ejemplo, del fomento de la investigación el ámbito de las humanidades, salvo algunas excepciones, cuando la investigación adquiere valor estratégico.

La macrociencia no solo la hacen los científicos y los ingenieros. Dichas comunidades forman parte de un complejo científico-tecnológico (sistema SCyT) previamente diseñado, en el que intervienen otros muchos agentes. Todo ello incide en la elección y provisión de los medios para llevar a cabo la investigación. Un investigador avezado ha de saber argumentar que, además de los logros propiamente científicos, de sus investigaciones podrán derivarse otros beneficios, que son los que de verdad interesan a los demás agentes involucrados en un sistema que promueve la investigación, el desarrollo y la innovación. La macrociencia se asienta en un complejo entramado de relaciones interprofesionales, no en la autonomía de las comunidades científicas ni en el genio individual de algunas personas. Frente al modelo de la racionalidad instrumental, donde los fines de la actividad científica y tecnológica eran claros y distintos, las metas y objetivos de la actividad macrocientífica constituyen una estructura compleja, no exenta de tensiones internas y externas, porque dicha actividad está promovida por una pluralidad de agentes con intereses y objetivos muchas veces encontrados.

A nuestro modo de ver, dicha tensión se debe a la existencia de conflictos de valores en la actividad macrocientífica. El sujeto plural de la macrociencia guía sus acciones en base a una pluralidad de valores. En el proyecto Manhattan, por ejemplo, un físico podía intentar lograr objetivos propiamente epistémicos y un ingeniero objetivos tecnológicos. Pero los militares apoyaban el proyecto por su enorme importancia estratégica y los industriales que colaboraron por razones económicas. Los políticos, por su parte, tenían sus propios objetivos (minimizar las bajas propias mediante las bombas atómicas, mostrar el poder de los EEUU, ganar las elecciones, etc.). Para analizar adecuadamente la macrociencia es preciso partir de la hipótesis de que los macroproyectos científicos están guiados por una pluralidad de valores y objetivos, no por la búsqueda de la verdad o el incremento de la eficiencia. En algunas fases priman unos valores, en otras otros. Hay etapas en las que el científico o el ingeniero gozan de plena autonomía. En otras, en cambio, han de atenerse estrictamente a lo que se les exige. Un análisis axiológico de la macrociencia no puede ser monista, sino pluralista, precisamente porque la estructura de la actividad macrocientífica es plural, y ello en el seno mismo de la macrociencia, no fuera de ella.