51.

Coconut Grove, Florida

Septiembre de 2011

Unas tres semanas después de pedirme que asistiera a la retirada de su nombre del estadio, Tío Saul me volvió a llamar. Tenía un hilo de voz. Solo me dijo:

—Marcus, no me siento bien. Necesito que vengas.

Me di cuenta de que era una emergencia y reservé billete para el siguiente vuelo a Miami.

Llegué a Coconut Grove a última hora de la tarde. En Miami hacía un bochorno sofocante. Delante de la casa de mi tío me encontré a Faith, sentada en las escaleras que llevaban al porche. Creo que me estaba esperando. Por la forma en que me abrazó para saludarme, comprendí que pasaba algo serio. Entré en la casa. Lo encontré en su cuarto, hundido en la cama. Al verme, se le iluminó el rostro. Aun así, parecía muy débil y había adelgazado mucho.

—Marcus —me dijo—, cuánto me alegro de verte.

—Tío Saul, ¿qué te pasa?

El tío Saul malhumorado de los últimos meses, el tío Saul que me había echado de su casa era un tío Saul enfermo. A principios de primavera le habían diagnosticado un cáncer de páncreas del que ya sabían que no se iba a reponer.

—He intentado cuidarme, Markie. Faith me ha ayudado mucho. Cuando venía a buscarme a casa y desaparecíamos los dos, era para ir a las sesiones de quimio.

—Pero ¿por qué no me dijiste nada?

Supo encontrar fuerzas para reírse.

—Porque te conozco, Markie. Me habrías dado la tabarra para ir a todos los médicos posibles, lo habrías sacrificado todo para estar conmigo y yo no quería eso. No puedes echar a perder tu vida por mí. Tienes que vivir.

Me senté al borde de la cama y me cogió la mano.

—Este es el fin, Markie. No voy a curarme. Estoy viviendo mis últimos meses. Y quiero vivirlos contigo.

Lo estreché contra mí. Lo abracé muy fuerte. Y lloramos los dos.

Nunca se me olvidarán los tres meses que pasamos juntos, de septiembre a noviembre de 2011.

Una vez por semana, lo acompañaba a la consulta de su oncólogo en el hospital Mount Sinai de Miami. Nunca hablábamos de su enfermedad. No quería mencionarla. Yo le preguntaba a menudo:

—¿Qué tal estás?

Y él me contestaba, haciendo gala de su legendario aplomo:

—Podría estar mejor.

En alguna ocasión conseguí hablar con su médico:

—Doctor, ¿cuánto tiempo le queda?

—Es difícil decirlo. De ánimo está bastante bien. Le sienta de maravilla que usted esté aquí. Los tratamientos no pueden curarlo, pero pueden darle un poco más de tiempo.

—¿A qué se refiere con «un poco»? ¿A días, semanas, meses, años?

—Comprendo lo desvalido que se siente, señor Goldman, pero no puedo concretar mucho más. Puede que algunos meses.

Vi cómo se iba debilitando poco a poco.

A finales de octubre, saltaron varias alarmas: un día que vomitó sangre lo llevé con la mayor urgencia al Mount Sinai, donde estuvo ingresado varios días. Salió muy debilitado. Le alquilé una silla de ruedas en la que lo llevaba a dar paseos por Coconut Grove. No podía evitar acordarme de Scott metido en la carretilla. Se lo conté y le hizo muchísima gracia. Me gustaba que se riera.

A principios de noviembre, le costaba mucho salir de la cama. Casi no se levantaba. Tenía el cutis terroso y los rasgos muy marcados. Una enfermera venía a casa tres veces al día. Yo ya no dormía en el cuarto de invitados. Él nunca lo supo, pero me pasaba la noche en el pasillo, junto a la puerta abierta de su habitación, velándolo.

El debilitamiento físico no le impedía hablar. Recuerdo la conversación que tuvimos el día antes de que se fuera: la víspera de Acción de Gracias.

—¿Cuánto tiempo hace que no celebras Acción de Gracias? —me preguntó Tío Saul.

—Desde el Drama.

—¿A qué te refieres con «el Drama»?

La pregunta me sorprendió.

—Me refiero a la muerte de Woody y Hillel —contesté.

—Déjate del Drama, Marcus. No existe ningún Drama sino varios dramas. El drama de tu tía, el de tus primos. El drama de la vida. Dramas ha habido siempre y los seguirá habiendo, y aun así, la vida sigue. Los dramas son inevitables. En el fondo, tampoco tienen mucha importancia. Lo que cuenta es cómo conseguimos superarlos. No vas a superar tu drama negándote a celebrar Acción de Gracias. Al contrario, te hundes más en él. Tienes que dejar de hacer eso, Marcus. Tienes una familia, tienes amigos. Quiero que vuelvas a celebrar Acción de Gracias. Prométemelo.

—Te lo prometo, Tío Saul.

Tosió, bebió un poco de agua y prosiguió:

—Ya sé que estabas obsesionado con esas historias de los Goldman-de-Baltimore y los Goldman-de-Montclair. Pero al final de la historia, solo hay un Goldman, y ese eres tú. Eres un Justo, Marcus. Somos muchos los que buscamos darle algún sentido a la vida, pero la vida solo tiene sentido si somos capaces de cumplir estos tres propósitos: dar amor, recibirlo y saber perdonar. Todo lo demás es una pérdida de tiempo. Por encima de todo, sigue escribiendo. Porque estabas en lo cierto: todo admite reparación. Sobrino mío, prométeme que nos repararás. Repara a los Goldman-de-Baltimore.

—¿Cómo?

—Reúnenos de nuevo. Solo tú puedes hacerlo.

—¿Cómo? —pregunté.

—Ya se te ocurrirá.

Sin entender muy bien lo que quería decirme, se lo prometí:

—Así lo haré, Tío Saul. Puedes contar conmigo.

Sonrió. Me incliné sobre él y me puso la mano en el pelo. Con un hilo de voz me dio su bendición.

Al día siguiente, el día de Acción de Gracias por la mañana, cuando entré en su cuarto, no se despertó. Me senté a su lado y apoyé mi cabeza en su pecho, con el rostro anegado en lágrimas.

El último Baltimore se había ido.