30.
Florida
Enero de 2011. Siete años después del Drama
La abuela invitaba a Tío Saul a cenar con regularidad. Cuando yo estaba en su casa de visita, me sumaba a la cena.
Aquella noche, la abuela había reservado mesa en un restaurante de pescado al norte de Miami y dejado un recado en el contestador: «Vamos a un restaurante fino, Saul, procura estar a la altura, por favor». Antes de salir de casa, Tío Saul se puso la chaqueta —la única que tenía— y me preguntó:
—¿Qué pinta tengo?
—Estás perfecto.
La abuela no estuvo de acuerdo. Fuimos puntuales, pero como ella había llegado antes de la hora, decidió que nosotros llegábamos tarde.
—De todas formas, tú llegas tarde sistemáticamente, Saul. Aunque esta vez, como Markie venía contigo, he supuesto que habíais pillado algún atasco.
—Lo siento, mamá.
—Y además, fíjate cómo vas. Por lo menos podías haberte puesto una camisa y una chaqueta que pegasen entre sí.
—Markie me dijo que iba bien.
—Es verdad —dije.
La abuela se encogió de hombros.
—Pues si Markie lo dice, será que vas bien. El famoso es él. De todos modos, Saul, deberías cuidarte un poco más. Con lo elegante que ibas siempre antes.
—Eso era antes.
—Por cierto, acabo de hablar por teléfono con los Montclair. A Nathan le gustaría que fuésemos a su casa este verano. Te vendría bien cambiar de aires. Dice que él se encarga de los billetes de avión.
—No, mamá. No me apetece. Ya te lo he dicho.
—Siempre dices que no a todo. Menudo cabezota. Nathan es manso, como yo, pero tú siempre has querido hacer lo que te venía en gana. ¡Igual que tu padre! Por eso siempre os costó tanto llevaros bien.
—No tiene nada que ver —protestó Tío Saul.
—Pues claro que tiene. Si los dos no hubieseis sido tan cerriles, las cosas habrían sido muy distintas.
Tuvieron una breve discusión. Acto seguido pedimos y cenamos casi en silencio. Cuando estábamos a punto de acabar, la abuela se levantó so pretexto de que tenía que ir «al excusado» y fue a pagar la cuenta sin poner en un apuro a su hijo. Al despedirnos, mientras le daba un beso a Tío Saul, le deslizó discretamente en el bolsillo un billete de cincuenta dólares. Se metió en un taxi, el aparcacoches nos trajo mi Range Rover y nos volvimos a casa.
Esa noche, como solía hacer regularmente, Tío Saul me pidió que diéramos un rodeo con el coche, solo por gusto. Nunca me daba indicaciones concretas, pero yo sabía lo que esperaba de mí. Subía por Collins Avenue y pasaba por delante de los edificios de la costa. A veces seguía hasta West Hollywood y Fort Lauderdale. Otras, bifurcaba hacia Aventura y Country Club Drive y volvía a pasar delante de los edificios de la época dorada de los Baltimore. Hasta que Tío Saul decía:
—Vámonos a casa, Markie.
Nunca supe si esos paseos en coche eran momentos de nostalgia o intentos de evasión. Pensaba que algún día me pediría que girase para tomar la autopista I-95, la que sube hasta Baltimore, para volver a Oak Park.
Mientras conducíamos sin rumbo por Miami, le pregunté a Tío Saul:
—¿Qué pasó entre el abuelo y tú para que estuvierais más de doce años sin hablaros?