31.

La mesilla de noche de mi abuela la preside de toda la vida una foto. La hicieron en Nueva Jersey a mediados de los años sesenta. En ella aparecen los tres hombres de su vida. En primer plano, mi padre y Tío Saul de adolescentes. Detrás de ellos, mi abuelo, Max Goldman, orgulloso, apuesto, con una imagen muy distinta a la del hombre pálido, encorvado por la edad y apegado a su vida tranquila de jubilado en Florida que yo le había conocido siempre. En segundo plano, la preciosa casa blanca de Graham Avenue 1603, en Secaucus, donde vivían entonces.

En su barrio no había ninguna familia tan respetada como la suya. Eran los Goldman-de-Nueva-Jersey. Estaban viviendo su mejor época.

Encabezaba la familia Max Goldman, con planta de actor de cine y trajes hechos a medida. Siempre con un cigarrillo en la comisura de los labios. Un hombre leal, honrado, duro en los negocios, cuya palabra valía tanto como cualquier contrato. Amante esposo, padre atento y patrono que cuenta con el cariño de sus empleados. Un hombre al que todos respetan. Afable y carismático, capaz de venderle cualquier cosa a cualquiera. A los vendedores ambulantes y testigos de Jehová que llamaban a su puerta, el Gran Goldman les enseñaba el arte de vender. Los acomodaba en la cocina y les brindaba unos cuantos consejos teóricos antes de acompañarlos en su ronda para hacer ejercicios prácticos.

Partiendo de cero, primero vende aspiradoras y luego coches, antes de especializarse en el material médico y de establecerse por su cuenta. Unos años más tarde ya dirige Goldman & Cía., que tiene unos cincuenta empleados y es uno de los principales proveedores de material médico de la zona, lo que le garantiza un nivel de vida acomodado. Su mujer, Ruth Goldman, es una madre de familia a la que todos respetan y aprecian. Gestiona en la sombra toda la contabilidad de la empresa. Es una mujer dulce, decidida y con mucho carácter. Si alguien necesita su ayuda, encuentra siempre la puerta abierta.

Desde hace unos años, durante las vacaciones escolares, Max Goldman se lleva a sus dos hijos a Goldman & Cía. para que lo ayuden. No tanto porque lo necesite como por despertar su interés, ya que cuenta con que algún día cojan las riendas de la empresa y la hagan prosperar aún más. Los dos chicos son su mayor orgullo. Son corteses, inteligentes, deportistas y cultos; aún no han cumplido los diecisiete, pero él nota que ya son unos hombres. Se reúne con ellos en su despacho, les expone sus ideas y su estrategia, y luego les pide su opinión. A mi padre le interesan los detalles de la maquinaria, cree que hay que desarrollar las tecnologías, crear aleaciones más ligeras. Quiere ser ingeniero. Mi tío Saul es más propenso a la reflexión: le gusta imaginarse cómo desarrollar estratégicamente la empresa.

Max Goldman no puede pedir más: sus hijos se completan mutuamente. No rivalizan, sino todo lo contrario: cada uno tiene su propio sentido de los negocios. En las noches de verano, le gusta pasear con ellos por el barrio. Nunca le dicen que no. Andan, charlan y por el camino se sientan en algún banco. Si no hay nadie mirando, Max Goldman les ofrece a sus hijos un cigarrillo. Los trata como si fueran hombres. «No le digáis nada a vuestra madre». Pueden llegar a quedarse en el banco más de una hora: están arreglando el mundo y se olvidan del paso del tiempo. Max Goldman habla del futuro y ve a sus dos hijos conquistando el país. Les pasa los brazos por los hombros y les dice:

—Vamos a abrir una sucursal en la otra costa, y los camiones con los colores de los Goldman cruzarán el país.

Lo que Max Goldman no sabe es que sus dos hijos, cuando hablan de lo mismo a solas, tienen sueños aún más ambiciosos: ¿que su padre quiere abrir dos fábricas? Ellos se imaginan diez. Piensan a lo grande. Se ven viviendo en el mismo barrio, en sendas casas próximas, y paseando juntos en las noches de verano. Comprando juntos una casa de veraneo a la orilla de un lago y pasando allí las vacaciones con sus respectivas familias. En el barrio los llaman los hermanos Goldman. Solo se llevan un año y se les ve el mismo gusto por la excelencia. No es habitual ver a uno sin el otro. Lo comparten todo y, los sábados por la noche, salen juntos. Van a Nueva York y rondan por la calle 1. Siempre se les encuentra en Schmulka Bernstein, el primer restaurante chino casher de Nueva York. Subidos de pie en las sillas, tocados con un sombrero chino, allí escriben las páginas más hermosas de su juventud y viven sus mejores hazañas.

*

Han pasado varias décadas. Todo ha cambiado.

Ya no se ven los edificios de la empresa familiar. O al menos, tal y como estaban antes. Los han derribado en parte y los que quedan, abandonados, están en ruinas desde que una asociación de vecinos paralizó el proyecto inmobiliario que iba a sustituirlos. La empresa Goldman & Cía. la compró en 1985 la compañía tecnológica Hayendras.

Tampoco queda rastro de los lugares de su juventud. Schmulka Bernstein ya no existe. En su lugar, en la calle 1, hay ahora un restaurante moderno y para progres con posibles que sirve unos sándwiches de queso a la parrilla buenísimos. Lo único que queda del pasado es una foto antigua del local como era antes colgada cerca de la entrada del restaurante. En ella aparecen dos adolescentes de rasgos muy parecidos, subidos a unas sillas y tocados con sombreros chinos.

Si la abuela Ruth no me lo hubiera contado, yo nunca me habría podido imaginar que mi padre y Tío Saul tenían tanta complicidad. Las escenas que yo había vivido, en Baltimore el día de Acción de Gracias o durante las vacaciones de invierno en Florida, me parecían a años luz de los relatos de su infancia. Por lo que yo había visto, lo único que había entre ellos eran desavenencias.

Me acuerdo muy bien de cuando salíamos en familia en Miami. Mi padre y Tío Saul acordaban con antelación el restaurante donde íbamos a cenar y solían elegir entre una lista de locales similares y que nos gustaban a todos. Al final de la comida, a pesar de las protestas de mi abuelo, la cuenta la pagaban a medias mi padre y Tío Saul, en aras de una fraternidad absolutamente simétrica. Pero a veces, al menos una por temporada, Tío Saul nos llevaba a un restaurante de más categoría. Anunciaba con antelación «os invito» para que la asamblea de Goldman, un poco impresionada, supiera que se trataba de un restaurante que se salía del presupuesto de mis padres. En general, todo el mundo estaba encantado: a Hillel, a Woody y a mí nos alegraba descubrir un sitio nuevo. Los abuelos, por su parte, se extasiaban con todo, desde la variedad del menú hasta el diseño del salero, pasando por la calidad de la vajilla, la tela de las servilletas, el jabón del lavabo o la pulcritud de los urinarios automáticos. Los únicos que se quejaban eran mis padres. Antes de salir camino del restaurante, oía a mi madre decir:

—No tengo nada que ponerme, no pensé que fuera a necesitar ropa de vestir. ¡Que estamos de vacaciones, no en el circo! Por lo menos podrías decir algo, Nathan.

Después de la cena, cuando salíamos del restaurante, mis padres se quedaban a la zaga de la procesión de los Goldman y mi madre se iba lamentando que la calidad de la comida no valía lo que costaba y que el servicio se pasaba de obsequioso.

Yo no entendía por qué trataba así a Tío Saul en lugar de reconocer su generosidad. Una vez, llegué a oír a mi madre referirse a él con términos particularmente virulentos. Por aquel entonces corría el rumor de que iban a despedir gente en la empresa de mi padre. Yo no estaba enterado de nada, pero mis padres estuvieron a punto de renunciar a las vacaciones en Florida para tener un colchón en caso de que vinieran mal dadas, aunque al final decidieron hacer el viaje a pesar de todo. En momentos así, yo le guardaba rencor a Tío Saul porque empequeñecía a mis padres. Les echaba la maldición del dinero que los iba encogiendo hasta que solo eran ya unos gusarapos quejicas que tenían que disfrazarse para salir y aceptar que los invitaran a una comida que no podían permitirse. También veía la mirada rebosante de orgullo de mis abuelos. Al día siguiente de esas salidas, oía al abuelo Goldman contarle a quien quisiera oírle cómo su hijo, el Gran Saul, el rey de la tribu de los Baltimore, había triunfado en la vida.

—¡Qué restaurante! —decía—, ¡deberían haberlo visto! Un vino francés como no lo han bebido en su vida, una carne que se deshacía en la boca. Y el personal, ¡pendiente de todos los detalles! Antes de que diera tiempo a rechistar, ya estaba el vaso lleno otra vez.

En Acción de Gracias, Tío Saul les regalaba a los abuelos billetes de avión en primera clase para ir a Baltimore. Se hacían lenguas de lo cómodos que eran los asientos, de lo excelente que era la atención a bordo, de la comida servida en vajilla y de la posibilidad de embarcar antes que nadie.

—¡Embarque prioritario! —exclamaba el abuelo, triunfante, contándonos sus hazañas viajeras—. ¡Y no porque seamos viejos e inválidos, sino porque gracias a Saul somos clientes importantes!

Toda mi vida vi a mis abuelos llevar a hombros a mi tío. Lo que él elegía era perfecto y lo que decía, la verdad. Vi cómo querían a Tía Anita como si fuera su hija, los vi venerar a los Baltimore. ¿Cómo iba a imaginarme que el abuelo y Tío Saul habían estado doce años sin hablarse?

También me vuelven a la memoria las vacaciones familiares en Florida, antes de La Buenavista, en la época en que nos juntábamos todos en el piso de los abuelos. A menudo, el avión de mis tíos y el nuestro aterrizaban casi al mismo tiempo, y llegábamos juntos al piso. Cuando abrían la puerta, los abuelos siempre le daban el primer beso a Tío Saul. Luego nos decían:

—Id a dejar las maletas, queridos míos. Niños, vosotros vais a dormir en el salón; Nathan y Deborah, en el cuarto de la tele. Saul y Anita, vosotros estáis en el cuarto de invitados.

Todos los años anunciaban el reparto de habitaciones como si fuera el resultado de un sorteo, pero en realidad todos los años era el mismo: a Tío Saul y Tía Anita les tocaba el cuarto de invitados repleto de comodidades, con cama grande y cuarto de baño contiguo, y mis padres se tenían que conformar con la habitación canija donde los abuelos veían la televisión. Para mí, aquel cuarto suponía una doble deshonra. Primero, porque la Banda de los Goldman lo había bautizado en secreto como «la apestosería» por culpa de su permanente olor a rancio (los abuelos nunca encendían allí el aire acondicionado). Todos los años, al llegar, Hillel y Woody, que creían que las habitaciones se asignaban realmente al azar, se echaban a temblar ante la perspectiva de tener que dormir allí. Cuando el abuelo anunciaba los premios del sorteo, yo veía cómo se cogían de la mano y le rogaban al cielo:

—¡Por compasión, la «apestosería» no! ¡Por compasión, la «apestosería» no!

Pero lo que no supieron jamás es que la «apestosería» era el suplicio de mis padres: siempre los condenaban a ellos a dormir allí.

La segunda deshonra no tenía que ver con el cuarto en sí sino con el hecho de que cayera muy lejos del cuarto de baño. Lo que suponía que si mis padres tenían alguna emergencia nocturna, no les quedaba más remedio que cruzar por el salón donde dormíamos los de la Banda de los Goldman. Mi madre, que era presumida y elegante, nunca se había presentado delante de mí sin arreglar. Me acuerdo de que los domingos, mi padre y yo nos pasábamos mucho rato esperándola para desayunar, ya sentados a la mesa. Yo preguntaba dónde estaba mamá y mi padre contestaba invariablemente: «Arreglándose». En Florida, la intuía cruzando el salón para ir al baño en plena noche, con un camisón feo y arrugado, y los pelos revueltos. Me parecía una escena humillante. Una vez, al pasar delante de nosotros, se le levantó un poco el camisón y le vimos las nalgas. Los tres nos estábamos haciendo los dormidos y sé que Hillel y Woody la vieron porque cuando se encerró en el baño, tras cerciorarse de que yo dormía —mentira—, soltaron la risa contenida y se burlaron de ella. La estuve odiando mucho tiempo por haber dejado que la vieran desnuda y por traer el oprobio, una vez más, a los Montclair, huéspedes de la «apestosería» y exhibicionistas nocturnos, mientras que cuando salían de su dormitorio con cuarto de baño, Tío Saul y Tía Anita siempre estaban vestidos y aseados.

En Florida, también fui testigo oculto de las constantes tensiones entre mis padres y Tío Saul. Un día en que no se percató de que yo estaba con ellos en la habitación, mi padre le reprochó a Tío Saul:

—No me habías dicho que los billetes de papá y mamá eran de primera clase. Ese tipo de decisiones deberíamos tomarlas juntos. ¿Cuánto te debo? Voy a darte un cheque.

—Nada, no te preocupes.

—No, quiero pagar mi parte.

—De verdad, déjalo. Entra dentro de lo normal.

«Entra dentro de lo normal». No comprendí hasta años después que mis abuelos no habrían podido vivir con la exigua renta que cobraba mi abuelo desde que quebró Goldman & Cía., y que si se podían permitir vivir en Florida era únicamente gracias a la generosidad de Tío Saul.

Cada vez que volvíamos a casa después de Acción de Gracias, oía a mi madre enumerar las quejas contra Tío Saul:

—Se creerá muy listo comprándoles billetes de primera clase a tus padres. Debería tener en cuenta que nosotros no podemos permitírnoslo.

—No me quiso coger el cheque, lo ha pagado todo él —le defendía mi padre.

—¡Es que es lo mínimo! ¡Pues solo faltaba!

No me gustaban aquellos viajes de vuelta a Montclair. No me gustaba oír a mi madre despotricar contra los Baltimore. No me gustaba que los denigrara, ni que se metiera con su casa increíble, su estilo de vida y sus coches siempre nuevos, ni que odiara todo cuanto a mí me fascinaba. Durante mucho tiempo estuve convencido de que le tenía envidia a su propia familia. Eso era antes de comprender qué significaba lo que un día le espetó a mi padre, y cuyo eco no me llegaría hasta años después. Nunca olvidaré aquel regreso de Baltimore en que mi madre le dijo a mi padre:

—Pero bueno, ¿es que no te das cuenta de que todo lo que tiene, en el fondo, te lo debe a ti?