24.
Ese día de mayo de 2000 no me quedó más remedio que darle una explicación a Woody y contárselo todo.
Fue la única persona que se enteró de la relación maravillosa que teníamos Alexandra y yo.
La habíamos reanudado durante el otoño siguiente a nuestras últimas vacaciones en los Hamptons. Yo había regresado a Montclair algo fastidiado por haberla visto y haberme dado cuenta de que aún la quería. Y resulta que, al cabo de unas semanas, al salir del instituto, la vi en el aparcamiento, sentada en el capó del cupé que conducía. No logré disimular la emoción.
—Alexandra, pero ¿qué estás haciendo aquí?
Me puso su clásico mohín enfurruñado.
—Me apetecía volver a verte…
—Creía que no salías con jovenzuelos.
—Sube, so bobo.
—¿Adónde vamos?
—Todavía no lo sé.
¿Adónde fuimos? Fuimos por el camino de la vida. Desde aquel día que me senté en el asiento del copiloto en su coche, no volvimos a separarnos y nos quisimos apasionadamente. Nos llamábamos por teléfono sin parar, nos escribíamos, me enviaba paquetes. Venía a Montclair los fines de semana y a veces era yo quien iba a verla a Nueva York o a Madison, cogiéndole prestado a mi madre su coche viejo y poniendo la radio a todo volumen. Contábamos con la bendición de mis padres y de Patrick Neville, que prometieron no contárselo a nadie. Porque pensábamos que era mejor que mis primos no supieran nada de lo que había entre nosotros. Así fue como rompí el juramento de la Banda de los Goldman de no conquistar nunca a Alexandra.
Al año siguiente, cuando ingresé en la facultad de Letras de la Universidad de Burrows, solo estábamos a una hora en coche. Mi compañero de cuarto, Jared, me lo dejaba para mí solo los fines de semana en que ella venía a estar conmigo. Y les hice a mis primos algo que no les había hecho nunca: mentirles. Mentía para quedar con Alexandra. Les decía que me iba a Boston o a Montclair, pero en realidad estaba en Nueva York con ella. Y cuando ellos iban a Nueva York, a casa de Patrick Neville, yo estaba acurrucado en la cama con ella, en Madison.
A pesar de todo, a veces me ponía celoso de que estuvieran los tres juntos en la universidad, me daba envidia la complicidad única que tenía con Hillel y Woody. Un día llegó a decirme:
—¿Estás celoso de tus primos, Marcus? ¡Estás loco de atar! En realidad, estáis los tres locos de atar.
Estaba en lo cierto. Yo, que no era nada posesivo; yo, que no me preocupaba por los rivales, temía a los miembros de la Banda de los Goldman. También podía acontecer que un paseo anodino se me clavara como un puñal en el corazón:
—Has ganado, Markie. Has ganado tú, estoy contigo. ¿Qué más quieres? ¿No irás a montar una escena cada vez que vaya a comerme una hamburguesa con tus primos?
Yo fui quien la orientó de nuevo hacia la música. Quien la animó a perseguir sus sueños. Quien la volvió a llevar a los bares de Nueva York para tocar, quien la animó a seguir componiendo en su cuarto del campus de Madison. En cuanto acabara los estudios, estaba decidida a llevar las riendas de su destino y estaba a punto de firmar con un productor neoyorquino para lanzar su carrera musical.
Después de confesárselo todo, Woody me prometió que no le diría nada a Hillel.
No me juzgó. Solo me dijo:
—Qué suerte tienes de que sea tuya, Markie —y me obsequió con una palmada amistosa en el hombro.
El arranque de nuestro tercer año en la universidad, en otoño de 2000, lo impulsó a dedicarse al fútbol y a Colleen, con quien había intimado mucho. Teníamos veinte años.
Creo que estaba muy triste por lo de Alexandra. Pero nunca se lo contó a Hillel y se consoló con el deporte. Entrenaba sin parar. Llegaba incluso a correr dos veces al día, como en la época del «colegio especial». Se convirtió en el jugador estrella de los Titanes. El equipo ganaba un partido tras otro y él batía una marca tras otra. Fue la portada de la edición de otoño de la revista universitaria.
Iba a ver a Colleen a la estación de servicio todos los días. Creo que necesitaba que alguien le hiciera caso. Cuando le llevó la revista de la universidad, ella le dijo que estaba orgullosa de él. Pero dos días después le descubrió unas marcas en el cuello. Sintió que le hervía la sangre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Vete, Woody.
—Colleen, ¿eso te lo ha hecho Luke? ¿Tu marido te pega?
Le suplicó que se fuera y él obedeció. Durante tres días, cuando llegaba a la estación de servicio, Colleen le indicaba con una seña discreta que se fuera. El cuarto día lo estaba esperando fuera. Él salió del coche y se le acercó. Sin decir palabra, ella lo cogió de la mano y lo condujo al almacén. Allí se le echó encima y lo abrazó tan fuerte como pudo. Luego buscó sus labios y lo besó.
—Colleen… Me tienes que contar lo que pasa —murmuró Woody.
—Luke… encontró la revista de la universidad en un cajón del mostrador. Se puso como loco.
—¿Te pegó?
—No ha sido la primera vez.
—Hijo de puta… ¿Dónde está?
Notó que Woody estaba dispuesto a tener con él más que palabras.
—Se fue a Maine esta mañana. No volverá hasta mañana por la noche. Pero no hagas nada, Woody. Por favor te lo pido. Solo conseguirías agravar la situación.
—¿Entonces me quedo de brazos cruzados mientras te da palizas?
—Ya encontraremos una solución…
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto, quiéreme —le susurró—. Quiéreme como nunca me han querido.
La volvió a besar y luego la poseyó, con mucha dulzura, en el almacén. Se sintió muy a gusto con ella.
Fueron tejiendo una relación sentimental al albur de las ausencias de Luke. La mitad de la semana, cuando él estaba en Madison, Colleen era de su marido, que no se fiaba de ella desde que había encontrado la revista. La vigilaba sin tregua y la controlaba aún más. Woody no podía ni acercarse. La acechaba de lejos, tanto en la gasolinera como en su casa.
Hasta que Luke se iba con el camión. Y Colleen volvía a ser libre. En cuanto terminaba de trabajar en la gasolinera, salía por la parte de atrás del jardín, se encontraba con Woody en una calle adyacente y se marchaban juntos. La llevaba al campus, donde no podía verla ningún conocido. Allí se sentía segura.
Una noche que Hillel les había cedido el cuarto, mientras estaba en la cama, con Colleen pegada a él después de hacer el amor, Woody se fijó en las marcas que tenía en la espalda desnuda.
—¿Por qué no lo denuncias? Acabará matándote.
—Su padre es el jefe de policía de Madison y su hermano, el adjunto —le recordó Colleen—. No hay nada que hacer.
—Supongo que Luke era demasiado idiota para ser policía…
—Le habría gustado serlo. Pero tiene antecedentes por conducta violenta.
—¿Y por qué no denunciarlo en otro sitio? —sugirió Woody.
—Porque esta es la jurisdicción de Madison. Y porque, de todas formas, no quiero hacerlo.
—No sé si yo puedo seguir así, viendo cómo te maltrata.
—Acaba la carrera, Woody. Y luego llévame muy lejos, contigo.
Pero no pudieron continuar así mucho tiempo. Luke seguía desconfiando y se puso a controlar si ella estaba en casa. Colleen tenía que llamarlo cuando salía de la estación de servicio y cuando llegaba a casa. Luego, él podía llamarla en cualquier momento, para asegurarse de que estaba allí. A Colleen más le valía no perderse ni una llamada. Tuvo que pagar cara la noche que fue a casa de la vecina para echarle una mano con una fuga de agua que tenía en la cocina.
Cuando Luke se iba y Woody podía quedar con Colleen, le daba la impresión de que le había pasado un tornado por encima. Pero esos momentos eran cada vez más infrecuentes.
El hermano empezó a pasarse regularmente por la estación de servicio para ver quién estaba. Lo siguiente fue ir a buscarla a la salida del trabajo para acompañarla a casa.
—Solo quiero asegurarme de que llegas sana y salva a casa —le dijo—. Nunca se sabe quién anda por las calles en los tiempos que corren.
La situación se agravaba. Woody acechaba a Colleen a distancia. Acercarse a ella era cada vez más peligroso. A menudo, Hillel lo acompañaba. Se quedaban los dos vigilando en el coche. Observaban la gasolinera o la casa. A veces, mientras Hillel montaba guardia, Woody se arriesgaba a entrar para estar con Colleen un momentito.
Una noche en que pasaban en coche cerca de la casa, les dio el alto un vehículo de la policía. Woody aparcó en la cuneta y el padre de Luke se apeó. Se acercó, comprobó la identidad de los ocupantes y le dijo a Woody:
—Escúchame, jovencito. Tú juega al fútbol y métete en tus asuntos. Que ni se te ocurra venir a tocar los huevos. ¿Te has enterado?
—¿Cómo sabe que juego al fútbol? —preguntó Woody.
—Me gusta saber con quién me las tengo que ver —contestó el padre con sonrisa falsa.
Woody y Hillel volvieron al campus.
—Ándate con ojo, Wood —dijo Hillel—. Todo este asunto empieza a oler muy mal.
—Ya lo sé. Pero ¿qué quieres que haga? ¿Que me cargue al marido de una vez por todas?
Hillel meneó la cabeza, impotente.
—No quiero que te pase nada malo, Woody. Y debo confesar que empiezo a estar un poco asustado.
*
Aquel año, por primera vez en mi vida, no me reuní con mis primos en Acción de Gracias. La antevíspera, me contaron que Patrick Neville los había invitado a una fiesta a la que también acudirían varios jugadores de los Giants. Decidí ir a Baltimore a pesar de todo. Tal y como había hecho durante toda mi infancia, fui en tren la víspera de la fiesta. Me llevé un tremendo chasco al no encontrar a nadie esperándome en el andén. Cogí un taxi hasta Oak Park, y al llegar a casa de los Baltimore, vi a Tía Anita que se marchaba.
—¡Dios mío, Markie! —dijo al verme—. Se me había olvidado por completo que llegabas esta noche.
—No importa. Ya estoy aquí.
—Ya sabes que tus primos no están…
—Lo sé.
—Markie, lo siento horrores. Esta noche tengo guardia en el hospital. No me queda más remedio que ir. Tu tío se alegrará de verte. Hay comida preparada en la nevera.
Me dio un abrazo. Y mientras me estrechaba en sus brazos, me di cuenta de que algo había cambiado. Parecía cansada y triste. Ya no le veía esa luz deslumbrante que tantas veces había turbado mi corazón de niño y adolescente.
Entré en la casa. Encontré a Tío Saul delante de la televisión. Al igual que Tía Anita, me recibió con una mezcla de cariño y tristeza. Subí al primer piso para dejar mis cosas en una de las habitaciones de invitados, y me pregunté para qué servían todas esas habitaciones, si estaban vacías. Recorrí los pasillos inmensos, entré en los cuartos de baño gigantescos. Crucé sucesivamente por los tres salones, que estaban totalmente apagados. Sin fuego en la chimenea, ni la televisión encendida, ni un libro o un periódico abiertos esperando a algún lector deseoso de volver a cogerlos. Cuando bajé, Tío Saul estaba preparando la cena. Había puesto dos cubiertos en la barra. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que, sentados a esa misma barra, Hillel, Woody, él y yo, dando brincos ruidosos de impaciencia, le tendíamos los platos a Tía Anita, que, desde el otro lado, sonreía, radiante, a su tropa infantil mientras preparaba en una amplia plancha de teflón cantidades pantagruélicas de tortitas, huevos y beicon de pavo.
Apenas hablamos durante la cena. Tío Saul no tenía mucho apetito. De lo único que me habló fue de los Ravens de Baltimore.
—¿No te gustaría venir a ver algún partido? Tengo entradas, pero no le interesa a nadie. Están teniendo una temporada tremenda, ¿sabes? ¿Te he dicho ya que conozco a bastante gente en la organización de los Ravens?
—Sí, Tío Saul.
—Entonces, tienes que venir algún día a ver un partido. Díselo a tus primos. Tengo entradas gratis, en primera fila y eso.
Después de comer, fui a dar una vuelta por el barrio. Saludé amistosamente a unos vecinos que paseaban al perro, como si los conociera. Cuando me crucé con un vigilante de seguridad que patrullaba en su vehículo, le hice la seña secreta y me respondió. Pero fue en vano: la época bienaventurada de nuestra infancia se había ido para no volver y nada podía hacerse para recuperarla; los Goldman-de-Baltimore pertenecían ya al pasado.
*
Esa misma tarde en que yo estaba en Baltimore y mis primos en Nueva York, Colleen se retrasó al volver del trabajo. Se bajó del coche y fue corriendo hasta la casa. Giró el picaporte, pero la puerta estaba cerrada. Luke ya se había ido. Miró el reloj: eran las siete y veintidós de la tarde. Le entraron ganas de llorar. Abrió la puerta con su llave y se internó en la oscuridad. Sabía que, cuando regresara, le daría su merecido.
No podía retrasarse al volver de la estación de servicio. Ya lo sabía, Luke se lo había dicho. Cerraba a las siete y a las siete y cuarto ya tenía que estar de vuelta en casa. Si no, Luke se marchaba. Se iba a un bar que le gustaba y cuando volvía a casa, se encargaba de ella.
Esa noche lo estuvo esperando hasta las once. Le entraron ganas de llamar a Woody pero no quería que tuviera nada que ver con todo aquello. Sabía que acabaría mal. En momentos así, pensaba en escaparse. Pero ¿adónde iba a ir?
Luke volvió a casa y dio un portazo que la sobresaltó. Apareció en el vano de la puerta del salón.
—Lo siento —se lamentó ella de inmediato para aplacar la ira de su marido.
—¿Qué coño estabas haciendo, me cago en Dios? ¿Eh? ¿Eh? Acabas a las siete. ¡A las siete! ¿Por qué me dejas plantado como a un gilipollas? ¿Te crees que soy idiota, es eso?
—Te pido perdón, Luke. Llegaron unos clientes a las siete y luego tuve que cerrar y me retrasé cinco minutos.
—¡Acabas a las siete y quiero que estés en casa a las siete y cuarto! No es tan difícil. Pero tú siempre tienes que ir de listilla.
—Pero Luke, es que cerrarlo todo lleva su tiempo…
—Deja de gimotear, ¿quieres? Y métete en el coche a toda leche.
—¡Luke, eso no! —le suplicó.
La apuntó con un dedo amenazador.
—Más te vale obedecer.
Colleen salió y se subió a la ranchera. Él se sentó al volante y arrancó.
—Perdóname, perdóname, Luke —dijo muy bajito—. No volveré a llegar tarde.
Pero él había dejado de escucharla y la estaba agobiando a insultos. Colleen lloraba. Luke ya había dejado atrás Madison y cogió la carretera 5, que era totalmente recta. Pasó por el puente Lebanon y siguió adelante. Ella le rogaba que volviese a casa.
—¿Qué pasa, que no te gusta estar conmigo? —se burló él.
Y, de repente, se paró en un descampado.
—¡Fin de trayecto, abajo todo el mundo! —dijo con un tono que no admitía réplica.
Colleen se quejaba en vano:
—Luke, por favor, eso no.
—¡Que te bajes! —le gritó de pronto.
Cuando empezaba a vociferar, era señal de que tenía que obedecerle. Salió penosamente del coche y él arrancó en el acto, abandonándola a ocho millas de su casa. Era su castigo: tenía que volver a pie y en plena noche a Madison. Solía llevar vestidos cortos y leotardos finos, y así se adentraba en la bruma húmeda y dejaba que se la tragaran las tinieblas.
La primera vez, se había resistido. Cuando Luke, gritando hasta ponerse encarnado, le ordenó que ahuecase el ala, ella se rebeló. Le dijo que esa no era forma de tratar a la mujer de uno. Luke se bajó del coche.
—Anda, cielo, ven aquí —le dijo casi con cariño.
—¿Por qué?
—Porque voy a darte tu merecido. Te voy a dar de hostias para que comprendas que cuando yo te ordeno algo, tú obedeces.
Colleen se disculpó enseguida:
—Lo siento, no quería enfadarte… Ya me voy, haré todo lo que me digas. Discúlpame, Luke. No quería cabrearte.
Salió enseguida del coche y se fue andando por la carretera, pero no había recorrido ni cinco metros cuando Luke ya la había alcanzado.
—¿No te coscas de lo que digo o qué? ¿Es que no hablamos el mismo idioma?
—Claro que sí, Luke. Me has dicho que me largue y me estoy largando.
—¡Eso era antes! Ahora las órdenes han cambiado. Qué es lo que te he dicho, ¿eh?
Ella rompió a llorar, aterrorizada.
—Ya no lo sé, Luke… Perdóname, ya no entiendo nada.
—Te he dicho que vengas aquí para que te dé de hostias. ¿Se te ha olvidado?
Le flaqueaban las piernas.
—Perdona, Luke, ya he entendido la lección. Te prometo no volver a desobedecerte.
—¡Que vengas aquí! —vociferó él sin moverse—. ¡Cuando te diga que vengas, tú vienes! ¿Por qué siempre vas de listilla, eh?
—Perdona, Luke, he sido una tonta, no volverá a pasar.
—¡Que vengas, joder! ¡Que vengas o te llevas ración doble!
—¡No, Luke, te lo suplico!
—¡Muévete!
Se acercó, aterrorizada, y se quedó enfrente de él.
—Te tocan cinco bofetones, ¿de acuerdo?
—Yo…
—¿De acuerdo?
—Sí, Luke.
—Quiero que los cuentes.
Se mantuvo erguida y él levantó la mano. Ella cerró los ojos, llorando desconsoladamente. Le arreó un bofetón monumental que la tiró al suelo y le arrancó un grito.
—¡He dicho que los cuentes!
Colleen sollozó, de rodillas en el asfalto húmedo.
—Uno… —dijo entre dos hipidos.
—Muy bien. ¡Venga, levanta!
Se puso de pie. Él volvió a pegarle. Se quedó doblada en dos, con las manos en las mejillas.
—¡Dos! —gritó.
—Muy bien, venga, en posición.
Obedeció, él le sujetó la cabeza bien tiesa y volvió a pegarle con todas sus fuerzas.
—¡Tres!
Se cayó de espaldas.
—Vamos, vamos, no te quedes ahí, ¡arriba! Y no te he oído contar.
—¡Cuatro! —sollozó.
—¿Ves? Ya estamos terminando. Vamos, ven, aquí delante de mí y ponte tiesa.
Cuando terminó de pegarle, le ordenó que se esfumara y ella salió huyendo enseguida. Tardó una hora en llegar al puente Lebanon. Y ni siquiera era la mitad del camino hasta Madison. Se quitó los zapatos de tacón, porque le hacían daño y andaba más despacio, y fue pisando descalza por el asfalto frío que le destrozaba los pies. De repente, unos faros iluminaron la carretera. Se acercaba un coche. El conductor no la vio hasta el último segundo y estuvo a punto de atropellarla. Se detuvo. Ya había visto a ese chico en la estación de servicio. Fue la noche en que se cruzó en el camino de Woody.
Desde entonces, si volvía tarde del trabajo, Luke la dejaba tirada en la carretera desierta, obligándola a volver a pie. Esa noche, cuando por fin llegó a su casa, le había cerrado la puerta por dentro. Se tumbó en el sofá pequeño del porche y durmió allí, tiritando de frío.
Woody estaba cada vez más preocupado. Hillel me puso al tanto de sus tribulaciones a principios de 2001.
—No sé por qué de repente le ha cogido tanto cariño a esa chica. Pero desde hace seis meses, solo piensa en salvarla. Lo noto distinto. ¿Tú sabes si ha pasado algo?
—Qué va.
Estaba mintiendo. Sabía que Woody intentaba olvidarse de Alexandra atendiendo a Colleen. Quería salvarla para salvarse a sí mismo. También comprendí que cuando Hillel iba con él, de noche, a vigilar la casa de Colleen, no era para hacerle compañía: iba para cuidar de él, quería impedirle que hiciera alguna tontería.
Aun así, no pudo evitar que Luke y Woody se enfrentaran en febrero, en un bar de Madison.
*
Madison, Connecticut
Febrero de 2001
Woody iba conduciendo por la calle principal de Madison cuando vio la ranchera de Luke aparcada delante de un bar. Frenó en seco y aparcó al lado. Luke llevaba diez días sin marcharse a entregar mercancía. Diez días en los que Woody no había visto a Colleen. Diez días en los que estaba condenado a observarla desde lejos. Unos días antes, por la noche, había oído gritos en su casa, pero Hillel le había impedido bajar del coche e intervenir. No podía seguir así.
Entró en el bar y se encontró con Luke en la barra. Se fue directo hacia él.
—¡Pero si ha venido a vernos el del fútbol! —dijo Luke, que ya llevaba una copa de más.
—Ándate con cuidado, Luke —le dijo Woody.
Luke le llevaba al menos diez años. Era más robusto y más ancho; tenía cara fosca y manos como jamones.
—¿Tienes algún problema, señor deportista? —le preguntó Luke, incorporándose.
—Tengo un problema contigo. Quiero que dejes en paz a Colleen.
—¿Ah, sí? ¡Pretendes decirme cómo debo tratar a mi mujer!
—Eso mismo. No la trates de ninguna manera. No te quiere.
—¿Cómo te atreves a hablarme así, niñato de mierda? Te doy dos segundos para que te las pires.
—Como vuelvas a tocarla…
—Como vuelva a tocarla, ¿qué?
—Te mataré.
—¡Capullo! —vociferó Luke agarrando a Woody—. ¡Que no eres más que un capullo!
Woody se defendió y lo empujó antes de pegarle un derechazo en toda la cara. Luke se lo devolvió y los clientes del bar se les echaron encima para separarlos. Hubo un momento de confusión y entonces se oyeron unas sirenas. El padre y el hermano de Luke se plantaron en el bar para poner orden. Detuvieron a Woody y lo metieron en un coche patrulla. Salieron de la ciudad y se lo llevaron a una cantera abandonada desierta donde le dieron una paliza con las porras hasta hacerle perder el conocimiento.
Volvió en sí unas horas después. Tenía la cara hinchada y un hombro dislocado. Se arrastró hasta la carretera y esperó a que pasara un coche.
Un conductor lo recogió y lo llevó al hospital de Madison, donde Hillel fue a buscarlo. Las heridas eran superficiales, pero el hombro iba a tener que cuidárselo.
—¿Qué ha pasado, Woody? Te he estado buscando buena parte de la noche.
—Nada.
—Woody, esta vez has tenido suerte. Un poco más y tendrías que dejar el fútbol para siempre. ¿Eso es lo que quieres, tío? ¿Mandar tu carrera a la mierda?
A Colleen también le salió cara esa intervención de Woody.
Cuando volvió a verla, una semana después, en la estación de servicio, se fijó en que tenía un ojo morado y un labio partido.
—¿Qué has hecho, Woody?
—Quería defenderte.
—Es mejor que no nos veamos más.
—Pero Colleen…
—Te pedí que te mantuvieras al margen.
—Quería protegerte.
—No podemos vernos más. Es mejor así. ¡Vete, por favor!
Woody obedeció.
Al cabo de unas semanas, Hillel y yo aprovechamos las vacaciones de primavera para alejar a Woody de Madison y distraerlo llevándolo a pasar diez días en La Buenavista.
Aquella estancia en Florida coincidió con un grave y repentino empeoramiento en el estado de salud del abuelo Goldman. Tuvo una pulmonía que lo dejó muy debilitado. Cuando nos fuimos de Florida, aún estaba en el hospital. Tía Anita decía que no aguantaría mucho tiempo. El abuelo pudo salir del hospital y volver a la residencia pero ya no se levantaba de la cama. Íbamos a visitarlo todas las mañanas temprano: después de descansar toda la noche, estaba muy locuaz. Débil pero lúcido. Un día que estábamos hablando con él, Woody le preguntó:
—Por cierto, abuelo, me acabo de dar cuenta de que ni siquiera sé cuál era tu profesión.
El abuelo le dedicó una sonrisa luminosa.
—Era presidente ejecutivo de Goldman & Cía.
—¿Y eso qué era?
—Una empresa pequeña que fabricaba material médico y que yo fundé. Fue la aventura de mi vida: imagínate, Goldman & Cía. existió durante más de cuarenta años. Me gustaba ir a la oficina: estábamos instalados en un edificio muy bonito de ladrillo rojo que se veía desde la carretera, en el que ponía, con mayúsculas muy grandes: GOLDMAN. Qué orgulloso me sentía de él.
—Pero ¿dónde estaba? ¿En Baltimore?
—No, en el estado de Nueva York. Vivíamos a unas millas de allí, en Secaucus, en Nueva Jersey.
—¿Qué pasó con Goldman & Cía.? —siguió preguntando Woody.
—La vendimos. Vosotros ya habíais nacido, pero no podéis acordaros. Fue a mediados de los años ochenta.
El abuelo le había despertado la curiosidad a Woody, que preguntó si había alguna foto de la época de Goldman & Cía. La abuela encontró una caja de zapatos donde había un montón de fotos variopintas y revueltas. La mayor parte databan de los últimos años: había muchas caras que no conocíamos —amigos de Florida— y algunas fotos de los abuelos juntos. Finalmente, nos topamos con una del abuelo delante del famoso edificio de Goldman & Cía., que estuvimos mirando mucho rato. También encontramos algunas fotos donde aparecíamos Woody, Hillel y yo, de adolescentes, durante unas vacaciones en Florida.
—La Banda de los Goldman —soltó el abuelo enarbolando la foto y dando pie a una carcajada general.
Quiero honrar la memoria de nuestro abuelo Max Goldman, que falleció seis semanas después. Conservo de los momentos postreros que pasamos juntos el recuerdo de su vitalidad y de su sentido del humor, aun estando a las puertas de su última morada.
No se me va de la memoria esa risa suya tan tierna. Ni lo exigente que era. Ni el porte y la elegancia atemporal que le eran propios. En ninguna de las ceremonias, entregas de premios y citas importantes para las que he tenido que ponerme corbata, he dejado de acordarme, en el momento de hacer el nudo, del abuelo siempre hecho un pincel.
Gloria a ti, abuelo querido, al que tanto añoro aquí en la tierra. Me gusta creer que me miras desde las alturas y que vas siguiendo mi andadura con una mezcla de regocijo y emoción. Sabrás, pues, que tengo una digestión excelente y que no padezco de colon irritable. Quizá a causa de los kilos de All-Bran que me obligaste a engullir en Florida, mientras me mirabas bondadosamente. Gracias te sean dadas por todo cuanto me has dado. Descansa en paz.