11.

Una calurosa mañana de martes en Boca Ratón, Alexandra se plantó en mi casa so pretexto de que se le había escapado el perro, como todos los días.

—¿Por qué iba a venir tu perro a mi casa?

—No lo sé.

—Si lo hubiera visto, te lo habría llevado.

—Es verdad. Siento las molestias.

Hizo ademán de irse y yo la detuve.

—Espera… ¿Te apetece un café?

Sonrió.

—Sí, sí que me apetece…

Le pedí que esperase un momentito.

—Dame dos minutos, por favor. Lo tengo todo manga por hombro.

—No importa, Markie.

Me estremecía cuando me llamaba así. Pero no por eso me distraje.

—Es una vergüenza recibir así a la gente. Dame un momentito.

Me fui corriendo a la terraza de atrás. Ya había empezado la época de más calor y Duke hacía el vago en una piscinita hinchable que le había comprado. La volqué para vaciar el agua, con Duke dentro. Se le quedó una expresión muy desdichada.

—Lo siento, muchachote, te tienes que pirar.

Se sentó y me miró fijamente.

—¡Venga, deprisa! ¡Lárgate! ¡Tengo a la jefa en la puerta!

Como no reaccionaba, le tiré la pelota de goma lo más lejos que pude. Cayó en pleno lago y Duke corrió tras ella.

Me apresuré en hacer pasar a Alexandra. Nos instalamos en la cocina, puse café en el filtro y, al mirar por la ventana, ella vio a su perro en el lago.

—¿Será posible? —exclamó—. Si Duke está ahí.

Puse cara de sorpresa y me acerqué para comprobar tan extraordinaria coincidencia.

Sacamos del agua a Duke. Llevaba la pelota en la boca y ella se la quitó.

—Hay que ver qué cosas tan raras tira la gente a este lago —dije.

Alexandra se quedó un buen rato en casa. Cuando tuvo que marcharse, la acompañé hasta el porche. Le di una palmadita amistosa a Duke. Ella se quedó mucho rato mirándome, sin decir nada: creo que estaba a punto de darme un beso. De repente, volvió la cabeza y se fue.

Me quedé mirando cómo bajaba las escaleras de la entrada y se metía en el coche. Se marchó. Fue en ese momento cuando me fijé en una furgoneta negra que estaba aparcada en la calle con un hombre al volante, observándome. En cuanto mis ojos se cruzaron con los suyos, puso el motor en marcha. Yo me abalancé hacia él. Arrancó a toda velocidad. Corrí tras él ordenándole que parase. Desapareció antes de que se me ocurriera tomar el número de matrícula.

Leo apareció en su porche, alertado por el ruido.

—¿Va todo bien, Marcus? —me gritó.

—Había un tío muy raro en una furgoneta —le contesté, sin aliento—. Tenía una pinta realmente extraña.

Leo se reunió conmigo en la calle.

—¿Una furgoneta negra? —me preguntó.

—Sí.

—La he visto varias veces. Pero pensé que era un vecino.

—Cualquier cosa menos un vecino.

—¿Se siente usted amenazado?

—No… no tengo ni idea, Leo.

Decidí llamar a la policía. Al cabo de diez minutos, acudió una patrulla. Por desgracia, no tenía ninguna pista que darle. Lo único que había visto era una furgoneta negra. Los policías me aconsejaron que los llamase si volvía a ver algo extraño y se comprometieron a patrullar varias veces por mi calle durante la noche.

*

Baltimore

Enero de 1994

La Banda de los Goldman siempre había sido una trinidad. Pero no sabría decir si yo era parte integrante de ella o si, en el fondo, existía meramente gracias al vínculo entre Hillel y Woody, al que iba injertado un tercer elemento. El año de La Buenavista fue cuando Scott Neville cobró mayor importancia en la vida de mis primos, hasta tal punto que me dio la impresión de que le habían regalado el privilegio de su amistad y de la tercera plaza de la Banda.

Scott era divertido, infalible en cuestiones de fútbol y, cuando yo llamaba por teléfono a mis primos, a menudo me decían:

—No te vas a creer lo que ha hecho hoy Scott en el colegio…

Yo estaba celosísimo: como lo había conocido en persona, sabía que se desprendía de él una simpatía innegable. Por si fuera poco, por su enfermedad todos lo trataban con especial ternura. Lo peor era cuando me lo imaginaba en la carretilla que empujaban Woody y Hillel, pavoneándose como un rey africano en su silla de manos.

A la vuelta de las vacaciones de Navidad, consiguió incluso ingresar en el equipo de Jardinería Goldman, a raíz de un accidente que tuvo a Skunk inmovilizado durante un tiempo.

En invierno, Skunk se encargaba de despejar la nieve de la entrada del garaje y de las veredas de sus clientes. No solo era un trabajo que requería gran esfuerzo físico y era muy sacrificado, sino que además, los años en que nevaba mucho, no se acababa nunca.

Un sábado por la mañana, mientras Woody y Hillel se afanaban con las palas en los montones de nieve delante del garaje de una clienta, apareció Skunk furioso.

—¡Deprisa, mierdecillas! ¿Todavía no habéis acabado aquí?

—Hacemos lo que podemos, señor Skunk —se defendió Hillel.

—¡Pues haced aún más! ¡Y me llamo Bunk, Bunk! ¡No Skunk!

Como tantas otras veces, se puso a sacudir una pala delante de ellos, como si fuera a pegarles.

—Me ha llamado la señora Balding. Me ha dicho que no fuisteis a su casa la semana pasada y que por poco no consigue salir.

—¡Estábamos de vacaciones! —alegó Woody.

—¡Me la trae floja, mierdecillas! ¡Daos prisa!

—No se preocupe, señor Skunk —lo tranquilizó Hillel—. Vamos a meter caña.

Bunk se puso morado.

—¡Bunk! —vociferó—. ¡ME LLAMO BUNK! ¡BUNK! ¿Cómo os lo tengo que decir? ¡Bunk con B! ¡Con B de… B de…!

—¿Con B de Bunk, quizá? —sugirió Hillel.

—¡B de bofetón-en-los-morros-que-te-voy-a-dar-carajo! —le soltó Bunk antes de desplomarse repentinamente.

Woody y Hillel se acercaron corriendo. Se retorcía como un gusano.

—¡Mi espalda! —susurró como si estuviera paralizado—. ¡Mi espalda, hostia puta!

El pobre Skunk había gritado tan fuerte que le había dado un tirón en la espalda. Hillel y Woody lo llevaron a rastras a su casa. Tía Anita lo acomodó en el sofá y lo auscultó. Todo apuntaba a que tenía un nervio pinzado. No era grave, pero debía guardar reposo absoluto. Le recetó unos calmantes y lo llevó a casa. Tío Saul, Woody y Hillel los siguieron con la camioneta del jardinero, que estaba aparcada en una calle cercana. Después de haber acomodado a Skunk en su cama, Tía Anita y Tío Saul fueron a comprar las medicinas y algunas otras cosas mientras Woody y Hillel se quedaban haciéndole compañía. Estaban sentados al borde de la cama cuando, de repente, vieron una lágrima que le brotaba del ojo y luego corría por el surco de una de las arrugas de aquella piel vieja y curtida por tantos años a la intemperie. Skunk estaba llorando.

—No llore, señor Skunk —le dijo Woody cariñosamente.

—Voy a perder a todos los clientes. Si no puedo trabajar, perderé a mis clientes.

—No se preocupe por eso, señor Skunk. Ya nos encargamos nosotros.

—Mierdecillas, prometedme que os haréis cargo de mis clientes.

—Se lo prometemos, pobrecito señor Skunk.

El día del incidente por la noche, cuando mis primos me contaron la situación, me mostré dispuesto a ir a Baltimore ipso facto para echarles una mano. La Banda de los Goldman tenía un sentido del honor a toda prueba: cuando dábamos nuestra palabra era para mantenerla.

Pero cuando le pedí permiso a mi madre para faltar a clase e ir a Baltimore a ayudar a mis primos a despejar de nieve la entrada de los garajes de Oak Park, lógicamente no me lo dio. Y como a mis primos les faltaba mano de obra, el honor de completar el equipo de jardinería de los Goldman recayó en Scott.

Manejaba la pala con tanto ahínco que tenía que pararse regularmente para recuperar el resuello. A sus padres, Patrick y Gillian Neville, los preocupaba que pasara tanto tiempo a la intemperie. Fueron a ver a Woody y a Hillel a casa de los Baltimore para explicarles que había que tener mucho cuidado con la salud de Scott.

Woody y Hillel prometieron que estarían muy pendientes de él. Cuando volvió el buen tiempo y hubo que preparar los jardines para la primavera, Gillian Neville se mostró muy reticente a que su hijo siguiera trabajando con la Banda. Patrick, por el contrario, opinaba que le sentaba de maravilla el trato con los dos chicos. Se llevó a Woody y a Hillel a tomar un batido al Dairy Shack y les explicó la situación.

—A la madre de Scott le preocupa un poco que haga tareas de jardinería. Resultan muy cansadas para él y está expuesto al polvo y a la suciedad. Pero a Scott le encanta estar con vosotros. Lo beneficia moralmente y eso también es importante.

—No se preocupe, señor Neville —lo tranquilizó Hillel—. Vamos a cuidarlo muchísimo.

—Tiene que beber mucho, tomarse con regularidad descansos para respirar y lavarse muy bien las manos después de usar las herramientas.

—Así lo haremos, señor Neville. Prometido.

Aquel año fui a Baltimore a pasar las vacaciones de primavera. Entendí por qué a mis primos les gustaba tanto estar con Scott: era un chico entrañable. Una tarde, fuimos todos a su casa porque su padre nos había pedido que lo ayudáramos con las plantas. Fue la primera vez que coincidí con los Neville. Patrick tenía la misma edad que Tío Saul y Tía Anita. Era un hombre apuesto, atlético y muy afable. Su mujer, Gillian, no podía decirse que fuera guapa, pero irradiaba un irresistible atractivo. Scott tenía una hermana a la que mis primos no habían visto nunca. Creo que era la primera vez que iban a casa de los Neville.

Patrick nos llevó a la parte de atrás del jardín: desde fuera, su casa se parecía a la de los Baltimore, un poco más moderna. Pegadas al lado oeste, dos hileras de hortensias raquíticas se marchitaban al sol. No muy lejos, un macizo de rosales mustios parecía estar muy enfurruñado.

Woody observó las plantas con ojo experto.

—No sé quién le habrá plantado esto, pero las hortensias están mal orientadas. No les gusta mucho el sol, ¿sabe? Y parece que tienen sed. ¿Está conectado el riego automático?

—Eso creo…

Woody mandó a Hillel a controlar el sistema de riego y luego examinó las hojas del rosal.

—Este rosal está enfermo —diagnosticó—. Necesita un tratamiento.

—¿Vosotros podéis hacerlo?

—Pues claro.

Hillel regresó.

—Uno de los conductos del riego tiene una fuga. Hay que cambiarlo.

Woody asintió.

—En mi opinión —añadió—, tendría que trasplantar las hortensias al otro lado. Pero habrá que preguntarle al señor Bunk qué le parece.

Patrick Neville se nos quedó mirando con expresión regocijada.

—Ya te dije que eran buenos, papá —intervino Scott.

Hacía calor y Patrick nos ofreció algo de beber, cosa que aceptamos gustosos. Como tenía los zapatos llenos de tierra, asomó la cabeza por uno de los ventanales y llamó:

—Alexandra, ¿podrías traerles agua a los chicos, por favor?

—¿Quién es Alexandra? —preguntó Hillel.

—Mi hermana —contestó Scott.

Llegó al cabo de un momento, cargada con una bandeja llena de botellines de agua mineral.

Nos quedamos sin habla. Era de una belleza perfecta. Tenía los ojos ligeramente almendrados. El pelo rubio le ondulaba al sol; el rostro era de rasgos finos y la nariz, elegante. Coqueta, llevaba unos brillantitos relucientes en las orejas y las uñas de las manos pintadas de rojo. Nos dedicó una sonrisa de dientes bien alineados y muy blancos, y el corazón empezó a latirnos más fuerte. Y, como hasta entonces siempre lo habíamos compartido todo, decidimos querer los tres a una a esa chica de mirada risueña.

—Hola, chicos —nos dijo—. ¿Así que vosotros sois esos de quienes siempre está hablando Scott?

Superados los primeros balbuceos, nos presentamos por turno.

—¿Sois hermanos? —preguntó.

—Primos —la corrigió Woody—. Somos los tres primos Goldman.

Nos dedicó otra sonrisa cautivadora.

—Muy bien, primos Goldman, encantada de conoceros.

Le dio a su padre un beso en la mejilla, le dijo que iba a salir un rato y desapareció, dejando tras de sí únicamente la estela perfumada de su champú de albaricoque.

A Scott le pareció asqueroso que nos enamoriscásemos así de su hermana. No podíamos evitarlo. Alexandra se nos acababa de meter en el corazón para siempre.

Al día siguiente del primer encuentro con ella, fuimos a la oficina de Correos de Oak Park para comprarle unos sellos a Tía Anita. Al salir, Woody propuso hacer una parada en el Dairy Shack para tomarnos un batido y aprobamos la idea por unanimidad. Y justo cuando nos acabábamos de sentar a una mesa con nuestras consumiciones entró ella. Nos vio, se fijó sin duda en que la mirábamos embobados e incrédulos, se echó a reír y se nos coló en la mesa saludándonos a cada uno por nuestro nombre.

Esa es una de las virtudes que jamás ha perdido: todo el mundo dirá que es amable, maravillosa y dulce. A pesar de haber triunfado mundialmente, a pesar de la gloria, del dinero y de todo lo que eso implica, sigue siendo esa persona auténtica, cariñosa y deliciosa con la que fantaseábamos a la venerable edad de trece años.

—Así que vivís por el barrio —dijo cogiendo una pajita que metió en nuestros batidos para probarlos.

—Vivimos en Willowick Road —contestó Hillel.

Nos sonrió. Cuando sonreía, los ojos almendrados le daban una expresión pícara.

—Yo vivo en Montclair, Nueva Jersey —me sentí obligado a precisar.

—¿Así que sois primos?

—Mi padre y el suyo son hermanos —explicó Hillel.

—¿Y tú? —le preguntó a Woody.

—Yo vivo con Hillel y sus padres. Somos como hermanos.

—Con lo cual, somos todos primos —concluí.

Dejó escapar una risa maravillosa. Así fue como entró en nuestra vida aquella a la que los tres íbamos a querer tanto. A-lex-an-dra. Un puñado de letras, cuatro sílabas de nada que iban a poner patas arriba todo nuestro mundo.