37.
Baltimore
18 de febrero de 2002
Enterramos a Tía Anita cuatro días después del accidente, en el cementerio de Forrest Lane. Acudió muchísima gente. En su mayoría, caras que no me sonaban de nada.
En primera fila estaban Tío Saul, con expresión mortecina, y Hillel, lívido y conmocionado. Se portaba como un fantasma, con los ojos apagados y el nudo de la corbata mal hecho. Yo le decía cosas, pero era como si no me oyese. Lo tocaba, pero era como si no lo notara. Como si estuviera anestesiado.
Al ver cómo se hundía el féretro en la tierra, no me podía creer lo que estaba pasando. Me daba la sensación de que todo era irreal. De que no era mi tía Anita, mi tía del alma, quien estaba dentro de ese ataúd sobre el que echábamos puñados de tierra. Estaba esperando a verla aparecer para reunirse con nosotros. Quería que me abrazase como lo hacía cuando, de niño, me recogía en el andén de la estación de Baltimore y me decía: «Eres mi sobrino favorito» y yo entonces me arrebolaba de felicidad.
Tía Anita murió en el acto. La camioneta que la atropelló no se detuvo. Nadie vio nada. Al menos, no lo suficiente para ayudar a la policía, que no tenía ni una pista. Después del impacto, Woody corrió hacia ella: intentó reanimarla, pero ya se había ido. Cuando comprendió que estaba muerta, la abrazó, dando alaridos. Patrick se había quedado en la acera, descompuesto.
Entre las personas que rodeaban la tumba no estaban ni Patrick ni Alexandra. Patrick, por lo que acababa de pasar delante de su casa; y Alexandra, para evitar el escándalo que causaría la presencia de un Neville en el entierro.
Por su parte, Woody nos observaba desde lejos, escondido detrás de un árbol. Al principio, pensé que no había venido. Me había pasado la mañana intentando hablar con él, sin conseguirlo: tenía el móvil apagado. Me fijé en su silueta cuando ya estaba acabando la ceremonia. Lo habría reconocido incluso de lejos. Todos los invitados se dirigían al aparcamiento para volverse a reunir luego, en el ágape que estaba previsto en la casa de Oak Park. Yo me desvié discretamente hacia el fondo del cementerio. Al ver que me acercaba, Woody se escapó. Corrí tras él. Aceleró y yo salí al galope como un poseso entre las tumbas, con los zapatos resbalando en el barro. Lo alcancé e intenté agarrarle el brazo, pero perdí el equilibrio y lo arrastré conmigo. Nos caímos los dos y rodamos por la hierba terrosa y húmeda.
Woody se revolvió. Aunque era infinitamente más fuerte que yo, acabé sentado encima de él, agarrándolo por las solapas de la chaqueta.
—¡Joder, Woody! —le grité—. ¡Deja de hacer gilipolleces! ¿Dónde te habías metido? Llevo tres días sin saber de ti. ¡No contestas al teléfono! ¡Pensé que te habías muerto!
—Ojalá estuviera muerto, Marcus.
—¿Por qué dices gilipolleces?
—¡Porque la maté yo!
—¡Tú no la mataste! ¡Fue un accidente!
—¡Déjame, Marcus, por favor!
—Woody, ¿qué pasó esa noche? ¿Para qué habías ido a casa de Patrick?
—Tenía que hablar con alguien. Y él era el único con quien podía contar. Cuando llegué a su casa, me di cuenta de que tenía una cita de San Valentín. Había flores y champán. Me insistió para que me quedase un rato. Comprendí que su invitada se había escondido en un dormitorio para esperar a que me fuera. Al principio, me pareció casi divertido. Pero luego vi la chaqueta, en un sillón del salón. La invitada era Anita.
No podía creérmelo. De modo que los rumores que corrían por Oak Park eran ciertos. Tía Anita había dejado a Tío Saul para irse con Patrick.
—Pero ¿qué había pasado para que te plantaras en casa de Patrick a las once de la noche? Me parece que no me lo estás contando todo.
—Me había peleado con Hillel. Estuvimos a punto de llegar a las manos.
No lograba imaginarme a Woody y a Hillel discutiendo, y mucho menos a punto de pelearse.
—¿Por qué habíais discutido? —seguí preguntando.
—Por nada, Marcus. Y ahora déjame en paz. Quiero estar solo.
—No, no pienso dejarte solo. ¿Por qué no me llamaste? ¿Por qué dices que solo podías hablar con Patrick? Sabes que siempre estoy para lo que necesites.
—¿Que estás para lo que necesite? ¿De verdad? Eso cambió hace mucho tiempo, Marcus. En los Hamptons hicimos una promesa. ¿Te acuerdas? Ninguno intentaría nada con Alexandra. Al romper esa promesa, nos traicionaste a todos. Antepusiste a una chica a la Banda. Supongo que esa noche estarías follando con ella. Cada vez que te la follas, cada vez que la tocas, nos estás traicionando, Marcus.
Hice un esfuerzo para fingir que no había oído nada.
—No voy a dejarte, Woody.
Decidió librarse de mí. Con un movimiento rápido, me apretó la glotis con los dedos y me cortó la respiración. Me tambaleé: se libró de mi llave y se levantó, dejándome tirado en el suelo, tosiendo.
—Olvídame, Marcus. Yo ya no existo.
Se fue corriendo, intenté perseguirlo pero solo me dio tiempo a ver cómo se subía en un coche con matrícula de Connecticut que desapareció rápidamente. Lo conducía Colleen.
Llegué a casa de los Baltimore y aparqué donde pude. La calle estaba atestada de coches. No me apetecía entrar: primero, porque estaba impresentable, sudoroso y con el traje lleno de barro. Pero sobre todo, porque no me apetecía nada ver a Tío Saul ni a Hillel tan desesperadamente solos, aguantando la condescendencia y las frases hechas («Os va a llevar tiempo…», «La echaremos de menos…», «Qué tragedia…») que la gente suelta con la boca llena aún de canapés, para abalanzarse acto seguido sobre el bufé de pastelitos antes de que se acaben.
Me quedé un rato en el coche observando la calle tranquila, entregado a mis recuerdos, y en estas llegó un Ferrari negro con matrícula del estado de Nueva York: Patrick Neville había tenido la desfachatez de venir. Aparcó en paralelo a la acera de enfrente y se quedó un momento escondido dentro del coche, sin verme. Yo acabé por salir del mío y me fui hacia él, furioso. Al verme llegar, salió él también. Tenía una cara espantosa.
—Marcus —me dijo—, me alegro de ver a alguien que…
No le dejé terminar la frase.
—¡Lárguese! —le ordené.
—Marcus, espera…
—¡Que se vaya!
—Marcus, tú no sabes lo que pasó. Déjame que te explique…
—¡Que se vaya! —grité—. ¡Váyase, aquí no pinta nada!
Varios invitados, al oír el ruido, salieron de casa de los Baltimore. Vi a mi madre y a Tío Saul apretar el paso hacia nosotros. No tardó en formarse un nutrido grupito de curiosos que salían corriendo de la casa, con la copa en la mano, y se nos puso delante para no perderse la escena del sobrino enfrentándose al amante de la tía. Al cruzárseme la vista con la mirada de desaprobación de mi madre y los ojos impotentes de mi tío, me sentí tremendamente avergonzado. Patrick intentó explicarse delante de todos.
—¡No es lo que piensan! —repetía.
Pero solo recibió miradas de desprecio. Se subió al coche y se fue.
Todo el mundo se volvió a meter en la casa y yo hice lo mismo. Desde la escalera de la entrada donde había presenciado la escena, Hillel el fantasma me miró de frente y me dijo:
—Tendrías que haberle partido la jeta.
Me quedé en la cocina, sentado a la barra. A mi lado, Maria lloraba mientras volvía a llenar las bandejas de aperitivos y las hermanas filipinas iban y venían con copas y platos limpios. La casa nunca me había parecido tan vacía.
*
Mis padres se quedaron en Baltimore dos días después del entierro y luego tuvieron que volverse a Montclair. Como yo no tenía ánimos para regresar a la universidad, me quedé en Baltimore unos días más.
Hablaba todas las noches con Alexandra. Por miedo a que me pillara Hillel, le cogía prestado el coche a Tío Saul y salía so pretexto de hacer un recado. Me compraba un café en el mostrador para coches de un Dunkin Donuts cercano pero a la vez lo bastante alejado para que nadie me viera. Me quedaba en el aparcamiento, echaba el respaldo hacia atrás y la llamaba por teléfono.
Bastaba su voz para calmarme las heridas. Me sentía más fuerte, más poderoso cuando hablaba con ella.
—Markie, cómo me gustaría estar a tu lado.
—Ya lo sé.
—¿Qué tal están Hillel y tu tío?
—No muy allá. ¿Has visto a tu padre? ¿Te ha contado lo del incidente?
—Lo entiende de sobra, no te preocupes, Markie. En este momento, todos tenemos los nervios a flor de piel.
—¿No podía tirarse a alguien que no fuera mi tía?
—Markie, él dice que solo eran amigos.
—Woody me dijo que había una mesa puesta para San Valentín.
—Anita quería contarle algo muy serio. Tenía que ver con tu tío… ¿Hasta cuándo te quedas en Baltimore? Te echo de menos…
—No lo sé. En cualquier caso, toda la semana. Yo también te echo de menos.
La casa estaba extrañamente tranquila. El fantasma de Tía Anita vagaba entre nosotros. La situación era aún más irreal que triste. Maria se afanaba sin necesidad, la oía regañarse a sí misma («La señora Goldman te dijo que mandaras limpiar las cortinas», «La señora Goldman estaría muy decepcionada contigo»). Hillel estaba completamente callado. Se pasaba casi todo el tiempo en su cuarto, pegado a la ventana. Hasta que lo obligué a venirse conmigo y dar una vueltecita hasta el Dairy Shack. Pedimos un batido que nos tomamos allí mismo. Luego volvimos a casa de los Baltimore. Al pasar por Willowick Road, me dijo:
—Todo esto, en parte es culpa mía.
—¿Qué es todo esto? —pregunté.
—La muerte de mamá.
—No digas esas cosas… Fue un accidente. Un maldito accidente.
—Todo esto es culpa de la Banda de los Goldman —prosiguió.
No entendí lo que quería decir.
—¿Sabes?, creo que deberíamos intentar apoyarnos unos a otros. Woody tampoco está nada bien.
—Pues mejor.
—Lo vi en el cementerio el otro día. Me dijo que esa misma tarde habíais discutido…
Hillel se paró en seco y me miró a los ojos.
—¿Te parece que es el mejor momento para hablar de eso?
Me entraron ganas de decirle que sí, pero ni siquiera conseguía sostenerle la mirada. Seguimos andando en absoluto silencio.
Esa noche, Tío Saul, Hillel y yo cenamos un pollo asado que había hecho Maria. No pronunciamos palabra en toda la cena. Al final, Hillel dijo:
—Me voy mañana. Vuelvo a Madison.
Tío Saul asintió con la cabeza. Comprendí que los Goldman-de-Baltimore estaban en proceso de desintegración. Dos meses antes, Hillel y Woody eran la honra y el orgullo de la universidad de Madison, y Tío Saul y Tía Anita eran una pareja feliz y brillante de triunfadores. Ahora, Tía Anita estaba muerta; Woody, perdido; Hillel, encerrado en su mutismo; mi tío, por su parte, empezó una nueva vida en Oak Park. Decidió asumir el papel del viudo perfecto: valiente, resignado y fuerte.
Me quedé toda la semana en Baltimore y asistí al espectáculo diario de los vecinos que iban a llevarle comida y buenos deseos. Los veía desfilar por la casa de los Baltimore. Le pegaban a Tío Saul unos abrazos tremendos, cruzaban miradas conmovidas y le daban largos apretones de manos. Y, luego, yo los pillaba hablando en el supermercado, en la tintorería, en el Dairy Shack: los cotilleos progresaban a buen ritmo. Era el cornudo, el humillado. Aquel cuya mujer se había matado al huir la noche de San Valentín de casa de su amante donde la había sorprendido su hijo casi adoptivo. Todo el mundo parecía saber los detalles más nimios sobre la muerte de Tía Anita. Todo era cosa sabida. Oí comentarios apenas disimulados:
«Por otra parte, se lo tenía merecido».
«Por el humo se sabe dónde está el fuego».
«Lo vimos con esa mujer en el restaurante».
Comprendí que había otra mujer implicada. Una tal Cassandra, del club de tenis de Oak Park.
Fui al club de tenis de Oak Park. No tuve que buscar mucho: en recepción había un tablón con la foto y el nombre de los profesores de tenis, entre ellos una tal Cassandra Davis, muy atractiva. Solo tuve que hacerme el tonto, un tonto encantador, con una de las secretarias para sonsacarle que, por una increíble casualidad, le había dado clases particulares de tenis a mi tío y que, por otra increíble casualidad, ese día estaba enferma. Conseguí su dirección y decidí ir a verla a su casa.
Cassandra, como yo sospechaba, no estaba enferma. Cuando se dio cuenta de que yo era el sobrino de Saul Goldman, me cerró la puerta en las narices. Como yo seguía llamando para que me abriera otra vez, me gritó a través de la hoja de la puerta:
—¿Qué quieres de mí?
—Solo quiero intentar comprender lo que le ha pasado a mi familia.
—Si Saul quiere decírtelo, ya te lo dirá.
—¿Es usted su amante?
—No. Fuimos a cenar juntos una vez. Pero no pasó nada. Y ahora que su mujer se ha muerto, yo he quedado como la puta de turno.
Cada vez entendía menos lo que había pasado. De lo que sí estaba seguro era de que Saul se callaba algo. No sabía lo que había pasado entre Woody y Hillel ni tampoco sabía lo que había pasado entre Tío Saul y Tía Anita. Finalmente me fui de Baltimore una semana después del entierro de Tía Anita, sin haber encontrado respuesta a ninguna pregunta. La mañana en que me fui, Tío Saul me acompañó hasta el coche.
—¿Estarás bien? —le pregunté dándole un abrazo.
—Estaré bien.
Aflojé el abrazo, pero él me sujetó luego por los hombros y me dijo:
—Markie, he hecho algo muy malo. Por eso se marchó tu tía.
Cuando me fui de Oak Park, dejando tras de mí a Tío Saul y a Maria como únicos habitantes de la casa de los mejores sueños de mi infancia, pasé por el cementerio de Forrest Lane, donde me quedé mucho rato. No sé si había ido a buscar la presencia de Tía Anita o con la esperanza de encontrarme allí a Woody.
Luego me metí por la carretera de Montclair. Al llegar a mi calle, me sentí bien. El castillo de los Baltimore se había derrumbado, mientras que la casa de los Montclair, pequeña pero sólida, se erguía orgullosamente.
Llamé por teléfono a Alexandra para decirle que ya había llegado. Al cabo de una hora, llegó ella a casa de mis padres. Llamó a la puerta y le abrí. Me sentí tan aliviado al verla que dejé escapar todas las emociones que llevaba días conteniendo y rompí a llorar.
—Markie… —me dijo Alexandra tomándome entre sus brazos—. No sabes cuánto lo siento, Markie.