49.
El fabuloso éxito que tuvo mi libro cuando se publicó en 2006 me devolvió a mis dos primos. Estaban por todas partes: en las librerías, en manos de los lectores, en los autobuses, en el metro, en los aviones… Me acompañaron fielmente por todo el país durante toda la gira promocional que siguió al lanzamiento.
Yo no había vuelto a tener contacto alguno con Alexandra. Pero había vuelto a verla incontables veces sin que ella lo supiera. Su carrera había despegado de forma espectacular. En 2005, su primer disco fue ganando puestos en las listas de ventas hasta que, en diciembre, alcanzó la cifra de un millón y medio de discos vendidos, y el tema principal llegó a encabezar los charts estadounidenses. Su notoriedad se había disparado. El año que se publicó mi libro coincidió con el lanzamiento de su segundo álbum. Alexandra había triunfado rotundamente. Se había ganado al público y a la crítica.
Yo no había dejado de quererla. Ni tampoco de admirarla. Acudía a sus conciertos regularmente. Agazapado en la oscuridad de la sala, como un espectador anónimo entre otros miles, movía los labios al mismo tiempo que ella para recitar la letra de las canciones que me sabía de memoria y que, en su mayoría, había escrito en nuestro pisito de Nashville. Me preguntaba si seguiría viviendo allí. Seguramente no. Lo más probable es que se hubiera mudado a una de esas zonas acomodadas de las afueras de Nashville cuyas casas íbamos a contemplar, preguntándonos en cuál de ellas viviríamos algún día.
¿Que si tenía remordimientos? Por supuesto que sí. Me moría de remordimientos. Cuando la veía en el escenario, cerraba los ojos para oír solo el sonido de su voz y retrocedía varios años mentalmente. Estábamos en el campus de la universidad de Madison y tiraba de mí llevándome de la mano. Yo le preguntaba:
—¿Seguro que no nos va a ver nadie?
—¡Que no! ¡Anda, ven!
—¿Y Woody y Hillel?
—Están en Nueva York, en casa de mi padre. Olvídate.
Abría la puerta de su habitación y me empujaba dentro. Ahí estaba el póster, en la pared. Igual que en Nueva York. Bendito Tupac, nuestro eterno alcahuete. Yo la tiraba encima de la cama y ella se reía. Nos ovillábamos, pegados uno a otro, y ella murmuraba, cogiéndome la cara entre las manos:
—Te quiero, Markitín Goldman.
—Te quiero, Alexandra Neville.
Ese mismo año de 2006, Tío Saul estaba recién mudado a la casa de Coconut Grove, que había comprado gracias a la venta de La Buenavista, y yo había empezado a ir a Miami con regularidad.
Tío Saul vivía con bastante holgura con el dinero que había obtenido por la venta de los Hamptons y que había invertido de forma muy rentable. Para entretenerse asistía a todas las conferencias de una librería del vecindario y cuidaba sus mangos y sus aguacates.
Pero aquello no iba a durar mucho. Como les sucedió a tantos otros, la estabilidad económica de mi tío finalizó repentinamente en octubre de 2008, cuando la economía mundial se tambaleó con la llamada crisis de las hipotecas subprime. Los mercados se hundieron. Las bancas de inversión y los fondos de especulación se desplomaron uno tras otro, perdiendo el dinero de todos sus clientes. De la noche a la mañana, personas que hasta ese momento eran ricas se quedaron sin nada. Eso fue lo que le pasó a Tío Saul. El 1 de octubre de 2008, tenía una cartera de inversiones valorada en seis millones de dólares, el precio de venta de la casa de los Hamptons. A finales de ese mismo mes, ya no valía más que sesenta mil dólares.
Me enteré cuando fui a verle a principios de noviembre, en la época de Acción de Gracias, que ambos habíamos dejado de celebrar. Me lo encontré en las últimas. Ya no tenía nada. Había vendido el coche y ahora conducía un Honda Civic viejo casi acabado. Contaba cada dólar. Intentó vender la casa de Coconut Grove pero ya no valía nada.
—Me costó setecientos mil dólares —le dijo al agente inmobiliario que había ido a tasarla.
—Hace un mes, la habría vendido usted con plusvalía —le contestó su interlocutor—. Pero hoy eso se acabó. El sector inmobiliario está por los suelos.
Le ofrecí a Tío Saul ayudarlo. Sabía que la abuela y mis padres habían hecho otro tanto. Pero él no tenía intención de quedarse mano sobre mano, deprimido, ni de que la vida lo desalentase. Comprendí que esa era la razón por la que lo admiraba: no por su posición económica o social, sino porque era un luchador excepcional. Necesitaba ganarse la vida y se puso a buscar cualquier tipo de trabajo.
Encontró un empleo precario como camarero en un restaurante a la última de South Beach. Era un trabajo duro que le exigía demasiado esfuerzo físico, pero estaba dispuesto a superarlo todo. Excepto las humillaciones de su jefe, que no paraba de gritarle: «¡Saul, eres muy lento!», «¡Date prisa, los clientes están esperando!». Alguna vez, por apresurarse, se le había roto un plato y se lo habían descontado del sueldo. Una noche en que lo llevó al límite, dimitió allí mismo, tiró el delantal al suelo y salió corriendo del restaurante. Estuvo deambulando por las calles peatonales de Lincoln Road Mall y acabó sentado en un banco, llorando. Nadie le prestó atención, excepto un negro gigantesco que iba paseando y cantando, y a quien conmovió tanto desamparo.
—Me llamo Sycomorus —le dijo el hombre—. No parece que le vaya muy bien…
Sycomorus, que ya trabajaba en el Whole Foods de Coral Gables, le habló a Faith de Tío Saul, y Faith le ofreció un trabajo en las cajas del supermercado.