29.

Me pasé todo el mes de abril de 2012 poniendo orden en la casa de mi tío. Empecé clasificando algunos documentos al azar antes de meterme en un meticuloso proceso de organización.

Todas las mañanas salía de mi paraíso de Boca Ratón para cruzar la jungla de Miami antes de desembocar en las calles tranquilas de Coconut Grove. Y cada vez, al llegar delante de la casa, tenía la sensación de que él estaba allí, esperándome en la terraza, como había hecho durante tanto tiempo. Aunque enseguida me devolvía a la realidad el que hubiera que abrir la puerta, que tenía echada la llave, y que la casa, a pesar de que la asistenta la limpiara regularmente, oliera a cerrado.

Empecé por lo más fácil: meter en cajas de cartón su ropa, la ropa de casa y los utensilios de cocina, y donarlo todo a instituciones de caridad.

Luego les tocó el turno a los muebles y fue más complicado: tanto si se trataba de un sillón como de un jarrón o de una cómoda, me di cuenta de que todo me recordaba algo suyo. Tío Saul no había conservado ningún recuerdo de Oak Park, pero en los últimos cinco años a mí me había dado tiempo a crear mis propios recuerdos en esa casa donde había pasado tanto tiempo con él.

Por último, les llegó la vez a las fotos y a los objetos personales. En los armarios encontré cajas enteras de fotografías de su familia. Me zambullí en aquellas fotos como en la piscina del tiempo y me alegré mucho al recuperar a esos Goldman-de-Baltimore que ya no existían. Pero cuanto más los recuperaba, más preguntas me surgían.

De vez en cuando paraba para llamar por teléfono a Alexandra. Casi nunca lo cogía. Las pocas veces que lo hacía, nos quedábamos sin decir nada. Ella descolgaba y yo solo decía:

—Hola, Alexandra.

—Hola, Markie.

Y luego, nada. Creo que teníamos tantas cosas que decirnos que no sabíamos ni por dónde empezar. Durante siete largos años habíamos hablado todos los días, sin excepción. ¡Cuántas veladas pasamos hablando! ¡Cuántas veces, cuando la llevaba a cenar fuera, éramos los últimos en levantarnos de la mesa porque seguíamos hablando, mientras los camareros barrían y se disponían a cerrar! Después de añorarnos mutuamente tanto tiempo, ¿por dónde empezar a contarnos nuestras respectivas historias? Por el silencio. Ese silencio poderoso, casi mágico. El silencio que había curado las heridas de la muerte de Scott. En Coconut Grove me sentaba en la terraza o en el porche y me imaginaba a Alexandra en su salón de Beverly Hills, delante de una cristalera enorme con vistas a Los Ángeles.

Un día, por fin, rompí el silencio:

—Me gustaría estar contigo —le dije.

—¿Por qué?

—Porque quiero mucho a tu perro.

Oí que se echaba a reír.

—Tonto.

Sé que mientras pronunciaba esa palabra, estaba sonriendo. Como lo hiciera durante tanto tiempo cada vez que hacía el ganso con ella.

—¿Cómo está Duke? —pregunté.

—Está bien.

—Lo echo de menos.

—Y él a ti.

—A lo mejor, podría volver a verlo.

—A lo mejor, Markie.

Pensé que mientras me llamara «Markie», quedaba alguna esperanza. Luego la oí sorber. Se había vuelto a quedar callada. Comprendí que estaba llorando. Me sentí culpable por ponerla tan triste, pero no podía renunciar a ella.

De repente, oí un ruido a través del teléfono, una puerta abriéndose. Y una voz de hombre: Kevin. Colgó inmediatamente.

La primera vez que hablamos en serio fue aproximadamente una semana después de que yo encontrara en casa de Tío Saul el artículo del Madison Daily Star dedicado a Woody, con una foto suya entre Hillel, Tío Saul y Tía Anita.

Le envié un SMS: «Tengo que hacerte una pregunta importante sobre los años en Madison».

Me llamó al cabo de unas horas. Iba conduciendo; me pregunté si habría salido de casa a propósito para estar tranquila.

—Querías hacerme una pregunta —me dijo.

—Sí. Quería saber por qué me prohibiste a mí ir a Madison, y a Woody y a Hillel, no.

—¿Esa es la pregunta tan importante, Marcus?

Me escamaba cuando me llamaba Marcus.

—Sí.

—Vamos a ver, Marcus, ¿cómo iba a saber yo que habían ido a estudiar a Madison por mí? Es cierto que me alegré de verlos llegar al campus. Desde que coincidimos en los Hamptons, sentía por ellos un cariño especial. Había algo muy intenso cuando nos juntábamos los tres, y cuando no estábamos en clase pasaba casi todo el tiempo con ellos. No descubrí que eran rivales hasta más adelante.

—¿Rivales?

—Markie, lo sabes muy bien. Entre ellos había nacido como una rivalidad. Era inevitable. Recuerdo lo rigurosos que eran los entrenamientos que se imponía Woody en Madison. Cuando no estaba en clase, estaba en el campo de fútbol. Y si no estaba allí, es que estaba corriendo diez millas por el bosque que rodea el campus. Me acuerdo de que una vez le pregunté: «En el fondo, Woody, ¿por qué haces todo esto?». Y me contestó: «Para ser el mejor». Tardé mucho en entender a qué se refería: no quería ser el mejor jugando al fútbol, quería ser el mejor a ojos de tus tíos.

—¿Mejor que quién?

—Que Hillel.

Me contó situaciones que demostraban esa rivalidad de la que yo no tenía noticia. Por ejemplo, el día en que Hillel le ofreció a Alexandra ir con Woody y con él al concierto de un grupo que nos gustaba mucho y que tocaba en la zona. La noche del concierto, cuando llegó a la entrada de la sala, solo vio a Hillel. Le dijo que Woody se había entretenido en el entrenamiento y pasaron la velada los dos solos. Al día siguiente, cuando se cruzó con Woody por el campus, le dijo:

—Qué pena que te perdieras el concierto de ayer. Estuvo muy bien.

—¿Qué concierto? —contestó él.

—¿Hillel no te lo dijo?

—No. ¿De qué me estás hablando?

Unos días después, en la cafetería de la universidad, Hillel llegó con su bandeja, se sentó al lado de Alexandra y le preguntó de sopetón:

—Sinceramente, Alex, si tuvieras que elegir novio y solo pudieras hacerlo entre Woody y yo, ¿a quién escogerías?

—¡Qué pregunta más rara! —contestó ella—. A ninguno de los dos. Con los amigos no se sale. Lo estropea todo. Preferiría ser una solterona.

—Pero ¿y Woody?, ¿no quieres a Woody?

—Quiero mucho a Woody, sí. ¿Por qué me preguntas eso?

—¿Lo quieres o lo quieres mucho?

—Hillel, ¿adónde quieres ir a parar?

Luego le tocó a Woody preguntarle lo mismo, un día que estaban Alexandra y él en la biblioteca:

—¿Qué piensas de Hillel?

—Cosas buenas, ¿por qué?

—¿Sientes algo por él?

—Pero bueno, ¿por qué me preguntas eso?

—Por nada. Es solo que parecéis muy unidos.

Era como si estuviesen descubriendo la noción de preferencia. Ellos, que cuando estaban juntos eran tan parecidos, tan indivisibles, se habían percatado de que cuando se relacionaban con los demás no podían ser un solo bloque, sino que, en realidad, eran dos individuos distintos. Alexandra me contó que decidieron experimentar ese principio de «preferencia» intentando averiguar a cuál de los dos prefería Patrick Neville. ¿Quién viviría un momento singular con él? Cuando iban a cenar juntos, ¿al lado de quién se sentaría? ¿Quién iba a impresionarlo más que el otro?

Según Alexandra, su padre sentía debilidad por Hillel. Lo impresionaban su inteligencia y sus reflexiones fulgurantes. Patrick a menudo le pedía su opinión sobre temas de la vida cotidiana, economía, política, la crisis de Oriente Próximo y qué sé yo. Cuando Hillel hablaba, Patrick escuchaba. Por supuesto que también apreciaba muchísimo a Woody, pero no tenía con él el mismo tipo de relación que con Hillel. Lo que sentía por Hillel era auténtica admiración.

En una ocasión en que los Titanes fueron a jugar a la universidad de Nueva York, Patrick invitó a Woody a que fuera el domingo a su casa. Se pasaron la tarde charlando y bebiendo whisky a sorbitos. Woody tuvo buen cuidado de no contárselo a Hillel. Alexandra cayó en la cuenta cuando se le escapó durante una conversación intrascendente.

—¿Ah, que Woody estuvo en tu casa el domingo? —preguntó Hillel.

—¿No lo sabías?

A Hillel le sentó fatal.

—¡No me puedo creer que me haya hecho semejante jugarreta!

Alexandra enseguida intentó quitarle hierro.

—¿Tan trágico es? —preguntó.

Hillel le lanzó una mirada terrible, como si fuera tonta de remate.

—Pues sí. ¿Cómo no se te ocurrió avisarme?

—Pero ¿avisarte de qué? —se impacientó ella—. Cualquiera diría que he pillado a tu novia con otro y que no te lo he dicho.

—Pensaba que tú y yo nos contábamos las cosas —le soltó, enfurruñado.

—Oye, Hillel, a mí no me montes un numerito, ¿vale? No soy responsable de lo que os contáis o lo que os dejáis de contar Woody y tú. No es asunto mío. Por otra parte, tú bien que me llevaste al concierto sin él.

—No era lo mismo.

—¿Ah, no? ¿Y por qué?

—Porque…

—Anda, Hillel, no me cuentes tus problemas de pareja con Woody, por favor.

Pero Hillel no dejó ahí la cosa. Decidió que si Woody quedaba con Patrick a escondidas, él tenía todo el derecho a hacer lo mismo. Una tarde en que Alexandra estaba con Woody en la cafetería, vieron a través de la cristalera a Patrick y a Hillel saliendo del edificio de administración. Se dieron un efusivo apretón de manos y Patrick se encaminó hacia el aparcamiento.

—¿Por qué ha venido mi padre hoy? —le preguntó Alexandra a Hillel cuando se reunió con ellos en la cafetería—. Parecía una charla muy trascendente.

—Ya, es que habíamos quedado los dos.

—Ah, no lo sabía.

—Tú no lo sabes todo.

—¿Para qué habíais quedado?

—Para lo del viernes.

—¿Qué pasa el viernes?

—Nada, es confidencial.

Ese día, a Alexandra le dio mucha pena Woody: tenía una mirada inocente a la par que triste que le partía el corazón. Estaba rabiosa con Hillel: le parecía odioso que tuviera dominado a Woody. Él era el favorito de Patrick, había ganado. ¿Qué más quería? A ella. La quería a ella, para él solo, pero Alexandra todavía no se había dado cuenta.

Doce años después, hablando por teléfono, Alexandra me dijo:

—Esas situaciones, al menos durante los años que pasé con ellos en Madison, en el fondo no tenían consecuencias. Ese vínculo único que tenían al final siempre prevalecía. Pero luego pasó algo más, no sé qué. Creo que tuvo que ver con la muerte de tu abuelo…

—¿Qué quieres decir?

—Hillel descubrió algo sobre Woody que le hizo mucho daño. No sé qué. Solo recuerdo que durante el verano siguiente a la muerte de tu abuelo fuisteis a Florida a ayudar a tu abuela y que a la vuelta Hillel me llamó. Me dijo que lo habían traicionado. Pero nunca quiso darme más detalles de a qué se refería.

*

Cuando volví a Boca Ratón, después de pasar varios días vaciando lentamente los recuerdos que entrastaban la casa de Coconut Grove, me encontré a Leo quejándose de que ya no me veía.

Una noche en que se me plantó en la terraza con unas cervezas y el tablero de ajedrez, me dijo:

—Lo suyo va cada vez mejor. Viene aquí, teóricamente para escribir, pero aparte de reencontrarse con una exnovia, robar un perro y limpiarle la casa a su tío muerto, no veo que avance mucho.

—No se engañe, Leo.

—Cuando se ponga a escribir de verdad, dígamelo. Me encantará ver cómo «trabaja».

Se fijó en los álbumes de fotos que había encima de la mesa, delante de mí. Me había traído los álbumes viejos de mi abuela, de los que se había excluido a los Baltimore, y estaba añadiendo las fotos que había encontrado en casa de Tío Saul.

—¿Y con esto, qué está haciendo, Marcus? —me preguntó Leo, intrigado.

—Una reparación, Leo. Una reparación.