32.
Un día de abril de 2012, mientras estaba ordenando en casa de mi tío, me tiré encima el café que me estaba tomando. Para minimizar los daños, me quité la camiseta y enjuagué la mancha con agua. Luego, con el torso desnudo, la puse a secar en la terraza. Esta escena me recordó a Tío Saul tendiendo la colada en la cuerda que había detrás de la casa. Lo estoy viendo sacar la ropa limpia de la lavadora y meterla en un barreño de plástico para llevarla fuera. Desprendía un agradable olor a suavizante. Cuando la ropa estaba seca, se la planchaba él con poca maña.
Cuando se mudó a Coconut Grove, todavía contaba con bastantes medios económicos. Contrató a una asistenta, Fernanda, que acudía tres días por semana para limpiar la casa y alegrarla con flores frescas y popurrís, preparar la comida y hacer la colada.
Tuvo que prescindir de ella unos años después, cuando por fin lo perdió todo. Yo insistí en pagarle el sueldo para que pudiera seguir con ella, pero Tío Saul se negó. Para forzar la situación, le pagué a Fernanda seis meses por adelantado, pero cuando se presentó en casa de mi tío, este se negó a abrirle la puerta y la dejó de plantón en la calle.
—No tengo dinero para contratarla —le dijo a través de la puerta.
—Pero me envía el señorito Marcus. Ya me ha pagado. Si no me deja trabajar, es como si le estuviera robando a su sobrino. Usted no querrá que le robe a su sobrino, ¿verdad?
—Los apaños que hagan entre los dos son cosa suya. Yo me las arreglo muy bien solo.
Fernanda me llamó por teléfono llorando desde la terraza de la casa. Le dije que se quedara con los seis meses de sueldo para que le diera tiempo a encontrar un nuevo empleo.
Cuando se fue la asistenta, cogí la costumbre de llevar semanalmente mi ropa sucia a la tintorería. Intenté convencer a Tío Saul de que me dejase llevar también la suya, pero era demasiado orgulloso para aceptar nada de nada. También hacía las tareas domésticas sin ayuda. Cuando yo estaba en su casa, esperaba a que me fuera para hacerlas. Al volver de algún recado, me lo encontraba fregando el suelo y sudando la gota gorda.
—Qué agradable es tener la casa limpia —comentaba con una sonrisa.
Un día, mientras Tío Saul limpiaba los cristales con un trapo, le dije:
—Me molesta que no me dejes ayudarte.
—¿Qué es lo que te molesta: no ayudarme o que yo haga las tareas domésticas? —replicó, interrumpiendo la tarea—. ¿Crees que no son dignas de mí? ¿Que soy demasiado bueno para limpiar mi propio váter?
Había dado en el blanco. Y comprendí que tenía razón. Admiraba tanto al tío Saul millonario como al tío Saul que llenaba las bolsas del supermercado: no era cuestión de riqueza, era cuestión de dignidad. La fuerza y la hermosura de mi tío residían en su extraordinaria dignidad, que lo hacía superior a todos los demás. Y esa dignidad, nadie podía arrebatársela sino que, por el contrario, se fortalecía con el tiempo. Sin embargo, cuando lo veía fregando el suelo, no podía evitar acordarme de la época de los Goldman-de-Baltimore: todos los días, por su casa de Oak Park desfilaba un ejército de empleados encargados de cuidarla. Estaban Maria, la asistenta a tiempo completo que trabajaba en casa de los Baltimore desde que mis primos y yo éramos niños; Skunk, el jardinero; los que limpiaban la piscina; los que podaban los árboles (demasiado altos para Skunk); los que mantenían el tejado en condiciones, y una señora filipina muy amable y sus hermanas, que se encargaban de servir la mesa en Acción de Gracias o en las cenas importantes.
De todos esos personajes invisibles que hacían resplandecer el palacio de los Baltimore, quien más me gustaba era Maria. Me trataba de maravilla y siempre me regalaba una caja de bombones por mi cumpleaños. Yo decía que era una maga. Cuando me quedaba en Baltimore, hacía desaparecer la ropa sucia que yo dejaba tirada por la habitación y esa misma noche la volvía a dejar, limpia y planchada, encima de la cama. Me admiraba profundamente tanta eficacia. En Montclair, la que se encargaba de la colada y de la plancha era mi madre. Lo hacía los sábados o los domingos (cuando no trabajaba), de modo que yo tenía que esperar una semana para volver a tener toda la ropa limpia. Tenía, pues, que elegir minuciosamente lo que me ponía en función de lo que fuera a pasar durante la semana en curso, para evitar imprevistos si el día que quería ponerme determinado jersey para impresionar a las chicas, este no había vuelto aún al armario.
Incluso en mis años de universitario, cuando iba a Baltimore en Acción de Gracias, Maria se las apañaba para recoger mi ropa sucia y dejarla limpia de nuevo encima de la cama. Después del Drama que aconteció en 2004 la víspera de Acción de Gracias, Tío Saul no volvió más a Oak Park. Pero ella siguió acudiendo con una fidelidad inquebrantable.
*
Florida
Primavera de 2011
Precisamente, al día siguiente de la cena con la abuela, cuando volví de correr, me encontré a Tío Saul pasando la aspiradora.
El día antes, en el coche, apenas había tocado el tema de sus recuerdos de juventud y aprovechó que estábamos llegando a casa para dejarlos a medias.
—Ayer no acabaste de contarme lo que os pasó al abuelo y a ti.
—No hay mucho más que contar. De todas formas, el pasado pasado está.
Desenchufó la aspiradora, recogió el cable y lo metió en una alacena, como si el asunto careciera de importancia. Al cabo, se volvió hacia mí y me dijo algo que me dejó estupefacto:
—¿Sabes, Marcus? El hijo favorito de tus abuelos siempre fue tu padre.
—¿Qué? Pero bueno, ¿qué me estás contando? Si siempre los he visto impresionadísimos contigo.
—Impresionados, puede. Pero eso no significa que no prefirieran a tu padre.
—¿Cómo puedes pensar semejante cosa?
—Porque es la verdad. Tu padre y yo estuvimos muy unidos hasta que empezamos la universidad. La relación se complicó cuando el abuelo se negó a que yo estudiara Medicina.
—¿Querías ser médico?
—Sí. Y el abuelo no quería. Decía que no resultaba útil para la empresa familiar. En cambio, tu padre quería ser ingeniero, que sí encajaba en los planes del abuelo. A mí me mandó a una universidad de segunda, con unas tasas académicas bajas, para invertirlo todo en tu padre y que pudiera estudiar en una universidad prestigiosa. Hizo la carrera al más alto nivel. El abuelo lo nombró director de la compañía. Y yo, a pesar de ser el primogénito, me quedé de segundón. Lo único que pude hacer luego fue intentar impresionar a tus abuelos para olvidarme de que siempre me consideraron inferior a tu padre.
—Pero ¿qué fue lo que pasó?
Se encogió de hombros, cogió un trapo y el detergente, y se fue a limpiar las ventanas de la cocina.
Como Tío Saul no parecía muy dispuesto a contar nada, decidí ir a hablar con la abuela. Su versión difería ligeramente de la de mi tío.
—Tu abuelo quería que Saul y tu padre dirigieran la empresa juntos —me explicó—. Opinaba que tu padre afrontaría mejor los retos técnicos mientras que tu tío tenía más capacidad de liderazgo. Pero eso fue antes de pelearse con Saul.
—Tío Saul me ha dicho que quería estudiar Medicina pero que el abuelo se opuso.
—El abuelo opinaba que estudiar Medicina era una pérdida de tiempo y de dinero.
La abuela me propuso ir al balcón para poder fumar. Nos sentamos en sendas sillas de plástico y observé cómo jugueteaba con el cigarrillo entre los dedos torcidos, se lo llevaba a los labios, lo encendía y le daba una calada lenta antes de continuar:
—Entiéndelo, Markie. Para tu abuelo, Goldman & Cía. era la niña de sus ojos. Había peleado muy duro para llegar donde estaba y tenía muy clara la línea que quería seguir. Era un hombre de mente abierta, pero también inflexible para algunos temas.
A finales de los años sesenta, cuando Tío Saul quiso estudiar para hacerse médico, se dio de narices con la incomprensión de su padre.
—¿Tantos años estudiando para qué? Tu papel en la empresa es encaminarla hacia nuevos retos. Lo que tienes que aprender es estrategia, comercio, contabilidad. Ese tipo de cosas. Pero ¿medicina? ¡Pfff, qué idea tan estrafalaria!
A Tío Saul no le quedó más remedio que obedecer y empezó a estudiar gestión empresarial en una modesta universidad de Maryland. Todo cambió cuando descubrió que sus padres enviaban a su hermano a estudiar a la Universidad de Stanford. Lo interpretó como favoritismo hacia un hermano en detrimento del otro y se sintió profundamente herido. En las reuniones familiares, claro está, a todo el mundo lo impresionaba mucho más mi padre, flamante alumno de una universidad prestigiosa, que mi tío y sus estudios de segunda. Tío Saul quiso demostrar de lo que era capaz. Había entablado muy buena relación con uno de sus profesores, que le ayudó a trazar un plan de desarrollo para Goldman & Cía. Un día, Saul llegó a casa con un informe impresionante y quiso hacerle una presentación detallada a su padre.
—Tengo ideas para desarrollar más la empresa —le explicó Tío Saul al abuelo, que lo miró con desconfianza.
—¿Qué necesidad hay de desarrollar pudiendo perpetuar? Los de esta generación que no ha vivido la guerra os creéis que las cosas vienen dadas.
—El profesor Hendricks dice que…
—¿Quién es ese profesor Hendricks?
—Mi profesor de Gestión en la universidad. Dice que los empresarios solo pueden tener dos enfoques: ¿quiero comer o que me coman?
—Ya, pues tu profesor se equivoca. Cuando pretendes ampliarlo todo es precisamente cuando te hundes.
—Pero si te pasas de prudente, entonces no creces y te acaba aplastando alguien más fuerte.
—¿Tu profesor tiene alguna empresa propia? —preguntó el abuelo.
—Que yo sepa, no —contestó Tío Saul agachando la cabeza.
—¡Bueno, pues yo sí! Y mi empresa va muy bien. ¿Tu profesor sabe algo de material médico?
—No, pero…
—Así son los universitarios, siempre teorizando. Resulta que tu profesor, que nunca ha tenido una empresa y que no sabe nada de material médico, pretende enseñarme a dirigir Goldman & Cía.
—No, en absoluto —dijo Tío Saul para quitar hierro—, solo hemos tenido algunas ideas.
—¿Ideas? ¿Qué clase de ideas?
—Para vender nuestros aparatos fuera de la región de Nueva Jersey.
—Ya tenemos la capacidad necesaria para servir la mercancía donde haga falta.
—Pero ¿tenemos los clientes?
—En realidad, no. Pero llevamos mucho tiempo hablando de la posibilidad de establecernos en la Costa Oeste.
—A eso voy: llevas diciendo eso desde que éramos niños, pero no hemos avanzado nada.
—¡Roma no se hizo en un día, Saul!
—Según el profesor Hendricks, la única forma de expandirse es abrir sucursales en otros estados. En cada caso, tiene que haber una sucursal y un almacén de material, que podrían establecer vínculos de confianza con los clientes y atender rápidamente sus necesidades.
El abuelo torció el gesto.
—¿Y con qué dinero piensas abrir las sucursales?
—Hay que abrir el capital a otros inversores. Podríamos tener una oficina en Nueva York con alguien que…
—¡Pchs, una oficina en Nueva York! ¿Qué pasa? ¿Que Secaucus, Nueva Jersey, no es lo bastante finolis para ti?
—No es eso, sino…
—¡Ya basta, Saul! ¡No quiero volver a oír ni una sola de esas tontunas! Al fin y al cabo, en mi empresa el que manda soy yo, ¿o no?
Pasaron dos años sin que Tío Saul le volviera a mencionar a su padre sus ideas para desarrollar Goldman & Cía. Pero sí que habló de derechos civiles. El profesor Hendricks era un hombre de izquierdas comprometido activamente con los derechos civiles. Tío Saul se sumó a algunas de sus acciones. Por la misma época, empezó a salir con su hija, Anita Hendricks. Ahora, cuando volvía a Secaucus, hablaba de «defender causas» y de «acciones de lucha». Empezó a viajar por el país para acompañar a Hendricks y a Anita en las manifestaciones de protesta. Al abuelo le disgustó muchísimo esta militancia reciente. Y así se abonó el terreno para la discusión que los iba a llevar a pasar doce años sin hablarse.
Aconteció una noche de abril de 1973, durante las vacaciones de primavera que Tío Saul estaba pasando en casa de sus padres, en Secaucus. Era casi medianoche y el abuelo esperaba a Tío Saul mientras paseaba por el salón arriba y abajo. No paraba de coger y de volver a dejar encima de la mesa un ejemplar de The Time Magazine.
La abuela estaba en el dormitorio, en el piso de arriba. Había llamado al abuelo varias veces para que subiera a acostarse, pero él no le hacía ni caso. Quería pedirle explicaciones a su hijo. Finalmente, la abuela se durmió hasta que la despertaron los gritos. Oyó la voz sorda del abuelo a través del suelo.
—¡Saul, Saul, maldita sea! ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?
—No es lo que tú te crees, papá.
—¡Me creo lo que veo, y te estoy viendo a ti haciendo tonterías!
—¿Tonterías? Y tú, papá, ¿eres consciente de lo que no estás haciendo negándote a protestar?
Lo que había enfadado tanto al abuelo era la foto de portada de The Time: una manifestación que se había celebrado en Washington una semana antes. En ella se reconocía perfectamente a Tío Saul, a Tía Anita y a su padre en primera fila, con el puño en alto. El abuelo tenía miedo de que todo eso acabara mal.
—¡Mira, Saul! ¡Mírate! —gritó tirándole la revista a la cara—. ¿Sabes lo que veo en esa foto? ¡Veo problemas! ¡Un montón de problemas! Pero en realidad, ¿qué es lo que quieres? ¿Tener al FBI respirándote en la nuca? ¿Y has pensado en la empresa? ¿Sabes lo que va a hacer el FBI si decide que eres peligroso? Te arruinarán la vida a ti y a nosotros. ¡Harán que la empresa se hunda! ¿Es eso lo que quieres?
—¿No te parece que estás exagerando, papá? Nos manifestamos a favor de un mundo más justo, no sé qué tiene de malo.
—¡Vuestras manifestaciones no sirven de nada, Saul! ¡Entérate de una vez, caramba! Lo único que vas a conseguir es que esto acabe mal. ¿Es que quieres que te maten?
—¿Que me mate quién? ¿La policía? ¿El Gobierno? ¡Pues viva el Estado de derecho!
—Saul, desde que te relacionas con ese profesor Hendricks, y sobre todo con su hija, estás obsesionado por el asunto ese de los derechos civiles…
—Su hija tiene nombre, se llama Anita.
—Pues muy bien, Anita. Lo que quiero es que dejes de verla.
—Pero bueno, papá, ¿y eso por qué?
—¡Porque es una mala influencia! ¡Desde que te relacionas con ella te metes en unas situaciones descabelladas! No paras de recorrer la costa para manifestarte. Menudo papelón como suspendas los exámenes por haberte dedicado a escribir panfletos y pancartas en lugar de estudiar. ¡Preocúpate un poquito más por tu futuro, por Dios! Tu futuro que está aquí, en la empresa.
—Mi futuro está con Anita.
—No digas bobadas. ¡Has dejado que su padre te lavara el cerebro! ¿Cómo explicas si no que de repente te haya dado por defender a toda costa los derechos civiles? ¿Qué es lo que ha pasado?
—¡Su padre no tiene nada que ver con esto!
La abuela oía cómo iba subiendo el tono, pero no se atrevía a bajar. Pensaba que una discusión con las cartas sobre la mesa les vendría bien a los dos. Pero la pelea degeneró.
—No entiendo por qué no eres capaz de confiar en mí, papá. Por qué tienes esa necesidad de controlarlo todo.
—¡Eso es una locura, Saul! ¿No puedes concebir que lo único que hago es preocuparme por ti?
—¿Preocuparte? ¿En serio? ¿Qué es lo que te preocupa? ¿Quién va a ser tu sucesor en la fábrica?
—¡Lo que me preocupa es que si te sigues metiendo en todos esos líos de los derechos civiles, cualquier día desaparezcas!
—¿Que desaparezca? Eso es precisamente lo que pienso hacer. ¡Me tienes hasta la coronilla con tanta gilipollez! ¡Quieres dirigirlo todo! ¡Mandar en todo!
—¡Saul, a mí no me hables en ese tono!
—De todas formas, lo único que te importa es Nathan. Es al único al que tienes en cuenta.
—¡Por lo menos Nathan no tiene ideas absurdas que acaben llevándonos a la ruina!
—¿Absurdas? ¡Lo único que pretendo es esforzarme por el bien de la empresa, pero tú nunca quieres escucharme! ¡Siempre serás un mero vendedor de aspiradoras!
—¿Qué has dicho? —gritó el abuelo.
—¡Lo has oído perfectamente! ¡No quiero tener nada que ver con tu ridícula empresa! ¡Estaré mucho mejor lejos de ti! ¡Me largo!
—¡Saul, te estás pasando de la raya! Te lo advierto: si sales por esa puerta, ¡no te molestes en volver!
—¡Estate tranquilo, me voy y no volveré a pisar la puñetera Nueva Jersey!
La abuela salió precipitadamente de su cuarto y se abalanzó escaleras abajo, pero era demasiado tarde: Tío Saul se había ido dando un portazo y ya estaba dentro del coche. Salió a la calle descalza, le pidió por favor que no se fuera, pero él arrancó. La abuela corrió detrás del coche varios metros, pero comprendió que no se pararía. Se había marchado de verdad.
Tío Saul mantuvo su promesa. En vida del abuelo, no volvió nunca a Nueva Jersey. No volvió a pisar ese estado hasta que este murió, en mayo de 2001. La abuela, entre calada y calada, con las bandadas de gaviotas sobrevolando el océano como telón de fondo, me contó que el día que llamó por teléfono a Tío Saul para anunciarle que el abuelo había muerto, su primera reacción no fue bajar hasta Florida, sino salir corriendo a su Nueva Jersey natal, de donde él mismo se había desterrado durante todos esos años.