21.

Durante el mes de abril de 2012, a medida que ordenaba las cosas de Tío Saul, los recuerdos de la Banda de los Goldman me daban vueltas en la cabeza. Hacía un tiempo particularmente bochornoso. Florida padecía una ola de calor excepcional y había una tormenta tras otra.

Fue durante uno de esos diluvios cuando por fin me decidí a llamar a Alexandra. Estaba sentado en el porche, al resguardo de la lluvia que caía ruidosamente sobre el tejadillo. Saqué la carta que siempre llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón y marqué el número.

Descolgó al tercer tono.

—¿Diga?

—Soy Marcus.

Hubo un segundo de silencio. No sabía si se sentía apurada o contenta de oírme, y a punto estuve de colgar. Pero al final dijo:

—Markie, cuánto me alegro de que me llames.

—Siento muchísimo lo de las fotos y todo el número que se ha montado. ¿Sigues en Los Ángeles?

—Sí. ¿Y tú? ¿Has vuelto a Nueva York? Oigo un ruido por detrás.

—Sigo en Florida. Lo que oyes es la lluvia. Estoy en casa de mi tío, ordenando.

—¿Qué le pasó a tu tío, Marcus?

—Lo mismo que a todos los Baltimore.

Se hizo un silencio algo incómodo.

—No puedo hablar mucho rato. Kevin está aquí. No quiere que hablemos.

—No hemos hecho nada malo.

—Sí y no, Markie.

Me gustaba que me llamara Markie. Significaba que no todo estaba perdido. Y precisamente porque no todo estaba perdido, estaba mal. Me dijo:

—Conseguí pasar página después de lo nuestro. Había recuperado la estabilidad. Y ahora todo vuelve a estar confuso. No me hagas esto, Markie. No me hagas esto si no tienes fe en nosotros.

—Nunca he dejado de tener fe en nosotros.

No dijo nada.

La lluvia arreció. Nos quedamos al teléfono, sin hablar. Me tumbé en el banco corrido que había en el exterior de la casa: volví a verme, cuando era adolescente, con el teléfono de cable, tumbado en mi cama de Montclair mientras ella hacía lo mismo en Nueva York, empezando una conversación que probablemente iba a durar unas cuantas horas.

*

Los Hamptons, Nueva York

1997

Aquel verano, la presencia de Patrick Neville tuvo una influencia decisiva sobre nosotros a la hora de elegir universidad. Nos habló en reiteradas ocasiones de la de Madison, donde él impartía clase.

—Para mí, es una de las mejores universidades por las perspectivas que les ofrece a los estudiantes. No importa la carrera que elijáis.

Hillel comentó que él quería hacer Derecho.

—Madison no tiene facultad de Derecho —explicó Patrick—, pero tiene un ciclo preparatorio excelente. De hecho, te puedes permitir cambiar de opinión mientras lo haces. Después de los cuatro primeros años de universidad puede que descubras que tienes otra vocación… Preguntadle a Alexandra, os dirá que está encantada. Y además, sería divertido que estuvieseis allí todos juntos.

Woody quería jugar al fútbol en categoría universitaria. De nuevo a Patrick le pareció que Madison era una buena elección.

—Los Titanes de Madison son un equipo excelente. Varios jugadores del campeonato de la NFL estudiaron allí.

—¿De verdad?

—De verdad. La universidad tiene un buen programa deportivo y académico.

Patrick nos contó que él también era un fanático del fútbol y que había llegado a jugar cuando estudiaba en la universidad. Uno de sus compañeros, con el que seguía en contacto, era director deportivo de los Giants de Nueva York.

—A los tres nos encantan los Giants —le dijo Woody—. ¿Va usted a los partidos?

—Sí, siempre que puedo. Incluso he tenido ocasión de ir a los vestuarios.

No nos cabía en la cabeza.

—¿Ha conocido a los jugadores? —preguntó Hillel.

—Conozco bastante bien a Danny Kanell —nos aseguró.

—No me lo creo —lo desafió Woody.

Patrick se fue un momento y volvió con dos marcos en los que había unas fotos suyas con los jugadores de los Giants en el césped de su estadio de East Rutherford, en Nueva Jersey.

Esa misma noche, cenando con los Baltimore, Woody les contó a Tío Saul y a Tía Anita la conversación que habíamos tenido con Patrick Neville sobre el fútbol universitario. Tenía la esperanza de que Patrick le ayudara a conseguir una beca.

Woody quería formar parte de un equipo universitario no tanto para pagarse los estudios sino porque era una de las puertas de acceso a la NFL. Se entrenaba sin tregua para eso. Por la mañana se levantaba antes que nosotros y se iba a correr durante mucho rato. A veces me iba con él y, aunque pesaba bastante más que yo, corría más rápido y aguantaba más tiempo. Me admiraba verlo haciendo flexiones y dominadas en las que levantaba su propio cuerpo como si no pesara nada. Unos días antes, mientras corríamos por la mañana bordeando el océano, me confesó que el fútbol era lo que más le importaba.

—Antes de jugar al fútbol, yo no era nada. No existía. Desde que juego, la gente me conoce, me respeta…

—No es verdad que no existieras antes de jugar al fútbol —le dije.

—El amor de los Baltimore es algo que me han dado. O prestado, si lo prefieres. Y podrían quitármelo. Yo no soy hijo suyo. Solo soy un crío que les dio pena. Quién sabe, puede que un día me den la espalda.

—¡Cómo puedes pensar algo así! Para ellos, eres como un hijo.

—El apellido Goldman no me corresponde ni por derecho ni por sangre. Solo soy Woody, el chico que gravita a vuestro alrededor. Tengo que construir mi propia identidad y para eso, solo tengo el fútbol. ¿Sabes?, cuando echaron a Hillel del equipo de Buckerey, yo también quise dejar de jugar al fútbol. Para respaldarlo. Saul me disuadió. Me dijo que no debía actuar por un berrinche. Él y Anita me buscaron otro instituto y otro equipo. Me dejé convencer. Y ahora me siento culpable. Tengo la sensación de no haber asumido mi responsabilidad. Era injusto que Hillel pagara los platos rotos.

—Hillel era el entrenador adjunto. Debería haber impedido que Scott entrara en el campo. Sabía que estaba enfermo. Era responsabilidad suya, como entrenador. Quiero decir que no puedes compararte con él. Le gustaba estar contigo en el campo y gritarles a unos tíos más cachas que él, eso es todo. Para ti, el fútbol es tu vida. Puede que te dediques a ello.

Hizo una mueca.

—Aun así, me siento culpable.

—No tienes motivo.

A Tío Saul, Madison no lo convencía tanto como a nosotros. Durante la cena, después de que Woody hablara de las supuestas oportunidades que le ofrecía, Tío Saul le dijo:

—No digo que no sea una buena universidad, lo que digo es que hay que elegir en función de lo que quieras hacer allí.

—En cualquier caso, para el fútbol es estupenda —insistió Woody.

—Puede que para el fútbol sí, pero si quisierais hacer Derecho, por ejemplo, tendríais que hacer el ciclo preparatorio en una universidad que tenga facultad de Derecho. Es lo más lógico. En Georgetown, por ejemplo, que es una buena universidad. Y además, está cerca de casa.

—Patrick Neville dice que no hay que cerrarse posibilidades —replicó Hillel.

Tío Saul alzó la vista al cielo.

—Si lo dice Patrick Neville…

A veces, me daba la impresión de que Tío Saul estaba un poco harto de Patrick. Me acuerdo de una noche en que nos habían invitado a cenar a El Paraíso. Patrick lo organizó a lo grande, con un chef para cocinar y camareros para servir la mesa. Cuando volvimos a casa, Tía Anita elogió la calidad de la comida, lo que desencadenó una pequeña discusión con Tío Saul sin mayores consecuencias, pero que, sobre la marcha, me resultó muy violento porque era la primera vez que veía a mis tíos pelearse.

—Ya podía estar buena —replicó Tío Saul—, con su cocinero y toda la pesca. Una barbacoa habría sido mucho más entrañable.

—Venga, Saul, es un hombre solo y no le gusta cocinar. En cualquier caso, la casa es magnífica…

—Demasiado ostentosa.

—No opinabas así en tiempos de los Clark…

—En tiempos de los Clark, tenía encanto. Ha renovado toda la decoración al estilo nuevo rico.

—¿Acaso te molesta que gane mucho dinero? —preguntó Tía Anita.

—Me alegro mucho por él.

—Pues no lo parece.

—Es que no me gustan los nuevos ricos.

—Como si nosotros no fuéramos también nuevos ricos…

—Tenemos mejor gusto que el tío ese, de eso puedes estar segura.

—Vamos, Saul, no seas mezquino.

—¿Mezquino? ¿En serio te parece que el tío ese tiene buen gusto?

—Sí. Me gusta cómo ha vuelto a decorar la casa, me gusta cómo viste. Y deja de llamarlo «el tío ese», se llama Patrick.

—Viste de forma ridícula: quiere parecer joven y enrollado, pero no es más que un galán viejo con la piel estirajada. No puede decirse que Nueva York le esté sentando bien.

—No creo que se haya estirado la piel.

—Venga ya, Anita, si tiene la cara tan lisa como el culo de un bebé.

No me gustaba que mis tíos se llamasen por su nombre. Solo lo hacían cuando se enfadaban. Cuando estaban a buenas, se decían palabras tiernas y apodos cariñosos que daban la impresión de que se seguían queriendo como el primer día.

De tanto oír a Patrick Neville hablar de la universidad de Madison, empecé a barajar la posibilidad de irme a estudiar allí. No tanto por la universidad en sí como por las ganas que tenía de coincidir con Alexandra. Al tenerla tan cerca me había dado cuenta de lo feliz que me sentía a su lado. Nos imaginaba a los dos en el campus, recuperando nuestra antigua complicidad. Reuní el coraje necesario para contarle mis intenciones una semana antes de que acabaran nuestras vacaciones en los Hamptons. Según salíamos de El Paraíso después de haber pasado allí todo el día junto a la piscina, fingí ante mis primos que se me había olvidado algo y volví a casa de los Neville. Entré sin llamar, con paso resuelto, y la encontré sola, junto a la piscina.

—Podría ir a estudiar a Madison —le dije.

Se bajó las gafas de sol y me miró con desaprobación.

—No lo hagas, Marcus.

—¿Por qué no?

—No lo hagas y punto. Olvídate de esa estupidez.

Yo no veía que mi proyecto tuviera nada de estúpido pero tuve la decencia de no contestar y me marché. No entendía por qué era tan encantadora con mis primos y tan desagradable conmigo. Ya no sabía si lo que sentía por ella era amor u odio.

Nuestras vacaciones se acabaron la última semana de julio de 1997. La víspera fuimos a El Paraíso a despedirnos de los Neville. Alexandra no estaba en casa, solo Patrick. Nos invitó a una cerveza y nos dio a cada uno una tarjeta de visita:

—¡Cómo me alegro de haber podido conoceros mejor! Sois tres chicos estupendos. Si alguno quiere matricularse en la universidad de Madison, que me llame. Apoyaré su candidatura.

Al principio de la velada, justo después de cenar, Alexandra vino a casa de Tío Saul y Tía Anita. Yo estaba solo debajo del toldo, leyendo. Al verla, se me disparó el corazón.

—Hola, Markitín —dijo sentándose a mi lado.

—Hola, Alexandra.

—¿Pensabais marcharos sin despediros?

—Fuimos hace un rato, pero no estabas.

Me sonrió y me miró fijamente con esos ojos almendrados de color gris verdoso.

—Estaba pensando que podríamos salir esta noche —sugirió.

Una intensa sensación de euforia me recorrió todo el cuerpo.

—Vale —contesté disimulando apenas mi emoción.

Clavé los ojos en los suyos y me pareció que iba a confesarme algo muy importante. Pero lo único que dijo fue:

—¿Vas a avisar a Woody y a Hillel o nos vamos a pasar aquí toda la noche?

Fuimos a un bar de la calle principal que contaba con un escenario de micro abierto al que iban a tocar los músicos de la zona. Bastaba con indicar el nombre en la barra y un presentador iba llamando a los participantes por turno.

Desde que salimos de casa, Hillel estaba en plan sabiondo para impresionar a Alexandra. Se había vestido de punta en blanco y nos tenía abrumados con tantos términos y conocimientos. Me entraban ganas de darle de bofetadas y por eso me alegré de que al llegar al local el volumen de la música le tapara la voz y tuviera que callarse.

Estuvimos escuchando al primer grupo. Luego llamaron a escena a un chico que interpretó algunos temas pop acompañándose al piano. En la mesa que teníamos detrás, un grupo de tres chicos muy alborotados silbó su actuación.

—Un poquito de respeto —les reprochó Alexandra.

La única respuesta que recibió fue un insulto. Woody se dio la vuelta:

—¿Qué habéis dicho, gilipollas? —rugió.

—¿Tienes algún problema? —preguntó uno de ellos.

No hizo falta más para que, a pesar de los ruegos de Alexandra, Woody se levantara, cogiera por el brazo a uno de los chicos y se lo retorciera con un movimiento brusco.

—¿Queréis que lo zanjemos en la calle? —preguntó Woody.

Tenía muchísimo estilo cuando se peleaba. Parecía un león.

—¡Suéltalo! —le ordenó Alexandra abalanzándose sobre él y empujándolo con ambas manos.

Woody soltó al chico, que gemía de dolor, y los tres compinches se largaron sin decir esta boca es mía. El pianista terminó el último tema y la megafonía llamó al siguiente músico.

—Alexandra Neville. Alexandra puede subir a escena.

Alexandra se quedó rígida y pálida.

—¿Cuál de los tres ha sido tan imbécil como para hacer esto? —preguntó.

Había sido yo.

—Pensé que te haría ilusión —le dije.

—¿Ilusión? Pero Marcus, ¿te has vuelto loco?

Vi que los ojos se le llenaban de lágrimas. Uno a uno, se nos quedó mirando fijamente, y nos dijo:

—¿Por qué habéis tenido que ser tan idiotas? ¿Por qué habéis tenido que estropearlo todo? Tú, Hillel, ¿por qué te portas como un mono de feria? Me caes mucho mejor cuando eres tú mismo. Y tú, Woody, ¿por qué te metes en lo que no te importa? ¿Te crees que no puedo defenderme solita? ¿Tenías que agredir a unos tíos que no te han hecho nada? En cuanto a ti, Marcus, para ya con tus ideas de casquero, en serio. ¿Por qué has hecho eso? ¿Para humillarme? Porque eso es lo que has conseguido.

Rompió a llorar y salió corriendo del local. Fui tras ella y la alcancé en la calle. La sujeté por el brazo. Y me enfadé:

—Lo he hecho porque la Alexandra que yo conocía no habría salido huyendo de ese bar: se habría subido al escenario y habría conquistado a toda la sala. ¿Sabes qué? Que me alegro de haberte visto de nuevo porque ahora ya sé que he dejado de quererte. La chica a la que conocí me hacía soñar.

Hice ademán de volver al bar.

—¡He dejado la música! —exclamó, hecha un mar de lágrimas.

—Pero ¿por qué? Era la pasión de tu vida.

—Porque nadie tiene fe en mí.

—¡Yo tengo fe en ti!

Se secó los ojos con el reverso de la mano. Le temblaba la voz.

—Ese es el problema que tienes, Marcus: que sueñas demasiado. ¡La vida no es un sueño!

—¡Solo tenemos una vida, Alexandra! ¡Una sola vida pequeñita! ¿No te apetecería dedicarla a cumplir tus sueños en lugar de apolillarte en una estupidez de universidad? ¡Sueña, y sueña a lo grande! Solo sobreviven los sueños más grandes. A los otros los borra la lluvia y los arrastra el viento.

Me miró una última vez con esos ojos tan grandes, perdida, y salió huyendo en la oscuridad. Le grité una última vez, con todas mis fuerzas:

—¡Sé que volveré a verte en un escenario, Alexandra! ¡Tengo fe en ti!

Solo el eco de la oscuridad me contestó. Había desaparecido.

Volví al bar, que de repente estaba muy movido. Oí gritos: acababa de empezar una pelea. Los tres chicos habían vuelto con otros tres amigos para vérselas con Woody. Vi a mis primos enfrentándose a seis siluetas y me lancé a la refriega. Grité como un condenado:

—¡La Banda de los Goldman nunca pierde! ¡La Banda de los Goldman nunca pierde!

Peleamos como valientes. Woody y yo pronto dejamos fuera de combate a cuatro. Él tenía una fuerza tremenda y yo era un buen boxeador. Los otros dos estaban machacando a Hillel; nos lanzamos encima de ellos y les dimos de puñetazos hasta que salieron huyendo, dejando a sus compañeros gimoteando en el suelo. Se oyeron unas sirenas.

—¡La poli! ¡La poli! —gritó alguien.

Habían avisado a la policía. Nos dimos a la fuga. Corrimos como posesos a través de la oscuridad. Cruzamos las callejuelas de East Hampton y seguimos corriendo, hasta que nos convencimos de que estábamos a salvo. Jadeantes y doblados en dos para recuperar el aliento, nos miramos fijamente: la pelea no había sido contra esos sinvergüenzas, sino entre nosotros. Sabíamos que lo que sentíamos por Alexandra nos convertía en hermanos enfrentados.

—Tenemos que hacer un pacto —sentenció Hillel.

Woody y yo entendimos de inmediato a qué se refería.

Al amparo de la noche, juntamos las manos y juramos, en nombre de la Banda de los Goldman, que nunca nos convertiríamos en rivales y que todos renunciábamos a Alexandra.

*

Al cabo de quince años, el juramento de la Banda de los Goldman aún me retumbaba por dentro. Después de unos minutos de silencio larguísimos, tumbado en el porche de casa de mi tío, en Coconut Grove, tomé de nuevo la palabra:

—Hicimos un pacto, Alexandra. Durante nuestro último verano en los Hamptons, Woody, Hillel y yo nos hicimos una promesa.

—Marcus, empezarás a vivir de verdad cuando dejes de remover el pasado.

Tras un breve silencio, murmuró de nuevo:

—¿Y si fuera una señal, Marcus? ¿Y no nos hubiéramos vuelto a encontrar por casualidad?

Al igual que todo empieza, todo termina, y los libros a menudo empiezan por el final.

Ignoro si el libro de nuestra juventud se cerró en el momento en que terminamos el instituto o justo un año antes, a finales de julio de 1997, cuando concluyeron aquellas vacaciones de verano en los Hamptons en las que vimos que la amistad que habíamos sellado y las promesas de fidelidad eterna que habíamos edificado se hacían añicos porque no podían ya con los adultos en que estábamos a punto de convertirnos.