22.
Quien haya estado en la universidad de Madison, en Connecticut, entre los años 2000 y 2010, seguramente habrá visto el estadio del equipo de fútbol, que durante ese decenio llevaba el nombre de Estadio Saul Goldman.
Siempre he asociado la universidad de Madison con el esplendor de los Goldman. Por eso no entendí por qué, a finales del mes de agosto de 2011, mi tío Saul llamó a mi casa, a Nueva York, para pedirme que le hiciera lo que para él era un favor importantísimo: quería que fuera al día siguiente a ver cómo retiraban su nombre de la fachada del estadio. Eso sucedió tres meses antes de que muriera y seis meses antes de que me volviera a encontrar a Alexandra.
En aquel momento, aún no sabía nada de cuál era la situación de mi tío. Desde hacía algún tiempo, se comportaba de forma extraña. Pero no podía ni imaginarme que estaba viviendo sus últimos meses.
—¿Por qué tienes tantísimo interés en que asista a eso? —le pregunté.
—Desde Nueva York, solo tardas una hora en coche…
—Pero Tío Saul, la cuestión no es esa. Es que no entiendo por qué le concedes tanta importancia.
—Por favor, tú hazlo, y ya está.
Tío Saul lo había organizado todo, de tal forma que cuando llegué el rector de la universidad me estaba esperando en posición de firmes en el aparcamiento del estadio.
—Es un honor tenerlo aquí, señor Goldman —me dijo—. No sabía que Saul era tío de usted. No se preocupe, hemos esperado a que llegara, tal y como nos pidió su tío.
Encabezó la marcha solemnemente y me acompañó hasta la entrada del estadio, delante de las letras de acero, atornilladas al hormigón armado, que proclamaban su gloria:
ESTADIO SAUL GOLDMAN
Dos operarios, desde una barquilla sujeta a un brazo articulado, fueron desatornillando meticulosamente las letras, que se estrellaban contra el suelo con estrépito metálico.
TADIO SAUL GOLDMAN
SAUL GOLDMAN
UL GOLDMAN
OLDMAN
A continuación, se afanaron en colocar en la pared, vacía ahora, un rótulo luminoso a mayor gloria de una empresa productora de pollo frito, que se encargaría de financiar el estadio durante los diez años siguientes.
—Ya está —me dijo el rector—. Reitérele las gracias a su tío en nombre de la universidad por este gesto suyo tan generoso.
—Así lo haré.
El rector ya se iba, pero yo lo detuve. Había algo que estaba deseando preguntar.
—¿Por qué lo hizo? —le pregunté.
—Porque era generoso.
—Hay algo más. Es generoso, pero lo suyo nunca ha sido significarse de esta manera.
El rector se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Debería preguntárselo a él.
—¿Y cuánto le costó?
—Eso es confidencial, señor Goldman.
—Hombre…
Me contestó tras una breve vacilación:
—Seis millones de dólares.
Me quedé de una pieza:
—¿Mi tío pagó seis millones de dólares para que su nombre figurara en este estadio durante diez años?
—Sí. Por descontado que incluiremos su nombre en el muro de los grandes donantes que está en el vestíbulo del edificio de administración. También recibirá gratuitamente la revista de la universidad.
Me quedé un rato mirando el rótulo del pollo sonriente que estaban colocando en la fachada del estadio. Por aquel entonces, mi tío era, desde luego, un hombre relativamente rico, pero a menos que tuviera una fuente de ingresos que yo desconocía, no se me ocurría de qué manera había podido hacer una donación de seis millones de dólares a la universidad. ¿De dónde habría sacado ese dinero?
Cuando regresé al aparcamiento, lo llamé por teléfono.
—Ya está, Tío Saul, se acabó.
—¿Cómo ha ido?
—Desatornillaron las letras y pusieron un rótulo en su lugar.
—¿Quién va a financiar el estadio?
—Una empresa de pollo frito.
Oí cómo sonreía.
—Para que veas, Marcus, hasta dónde nos lleva el ego. Un día tu nombre está en un estadio y al día siguiente te borran de la faz de la tierra en beneficio de unos trozos de pollo frito.
—A ti nadie te ha borrado de la faz de la tierra, Tío Saul. Solo eran unas letras de metal atornilladas al hormigón.
—Eres un sabio, sobrino mío. ¿Te vuelves ya a Nueva York?
—Sí.
—Gracias por haber hecho esto, Marcus. Era importante para mí.
Me quedé bastante tiempo dubitativo. Mi tío, que ahora trabajaba en un supermercado, diez años antes había pagado seis millones de dólares para que pusieran su nombre en el estadio. Estaba convencido de que ni siquiera en aquella época contaba con medios para hacerlo. Ese era el precio que los Clark pedían por su casa de los Hamptons y no había tenido medios para comprarla. ¿Cómo se las había apañado, al cabo de cuatro años, para disponer de semejante suma? ¿De dónde había sacado el dinero?
Volví a subir al coche y me marché. Fue la última vez que estuve en Madison.
Habían pasado trece años desde que ingresamos en la universidad. Corría el año 1998 y por aquel entonces Madison representaba para mí el santuario de la gloria. Mantuve la promesa que le había hecho a Alexandra de no estudiar allí y opté por la facultad de Letras de una modesta universidad de Massachusetts. Pero Hillel y Woody, que habían sido lo bastante listos para no comprometerse a nada, no pudieron resistir la tentación de volver a fundar la Banda de los Goldman en torno a Alexandra, alentados por Patrick Neville, con quien habían seguido en contacto después de las vacaciones en los Hamptons.
Como exige la tradición, durante las vacaciones de invierno del último año de instituto enviamos nuestras solicitudes a varios centros, entre ellos la Universidad de Burrows, en Massachusetts, a la que nos presentamos los tres. Poco faltó para que volviésemos a juntarnos allí. Al cabo de cuatro meses, por Pascua más o menos, recibí una carta que me informaba de que me habían aceptado. Unos días después, mis primos me llamaron para darme la noticia. Pegaban tales berridos por teléfono que me costó entender lo que decían. Los habían aceptado en la misma universidad. Íbamos a volver a juntarnos.
Pero la emoción me duró poco: dos días más tarde, ambos recibieron la respuesta de la universidad de Madison. También estaban admitidos, los dos. Allí, gracias a los contactos de Patrick Neville, a Woody le ofrecían una beca de estudios para entrar en el equipo de los Titanes. Era una puerta abierta para iniciar su carrera profesional, sobre todo con los contactos de Patrick Neville, en los Giants de Nueva York. Woody aceptó la oferta de Madison y Hillel decidió irse con él. Así fue como en el otoño de 1998, mientras yo salía de Nueva Jersey rumbo a Massachusetts, un cochecito jadeante con matrícula de Maryland recorrió por primera vez las carreteras del estado de Connecticut y bordeó la costa atlántica hasta la localidad de Madison. El campo estaba engalanado con los colores de los últimos días cálidos del «verano indio»: los follajes, rojo y amarillo, de los arces y los sicomoros parecían hogueras. El coche cruzó Madison, subiendo por la calle principal empavesada con los colores de los Titanes, que eran el orgullo de la ciudad y la pesadilla de las demás universidades de la Liga. Los primeros edificios de ladrillo rojo no tardaron en perfilarse ante ellos.
—¡Párate aquí! —le dijo Hillel a Woody.
—¿Aquí?
—¡Sí, aquí! ¡Para el coche!
Woody obedeció y aparcó en la cuneta. Se bajaron los dos y se quedaron contemplando, boquiabiertos, el campus de la universidad que se alzaba ante ellos. Se miraron, se echaron a reír alegremente y se arrojaron uno en brazos del otro:
—¡Universidad de Madison! —exclamaron como un solo hombre—. ¡Lo conseguimos, colega! ¡Lo conseguimos!
Cabría creer que la amistad, que todo lo puede, había vuelto a triunfar y que, después del año y medio que Hillel había pasado en el «colegio especial», habían elegido Madison para estar juntos de nuevo. De camino a la universidad se habían jurado compartir el mismo cuarto, elegir las mismas clases, comer juntos y estudiar juntos. Pero con la perspectiva que dan los años acabé comprendiendo que eligieron Madison por un único y desafortunado motivo. Y ese motivo se les acercó, cruzando el césped del campus, el primer día de curso: Alexandra.
—¡Los Goldman! —exclamó, echándose en sus brazos.
—¿A que no te esperabas vernos aquí? —sonrió Hillel.
Ella se echó a reír.
—Pero qué monos sois, tontorrones míos. Sabía perfectamente que ibais a venir.
—¿De verdad?
—Mi padre no deja de hablar de vosotros. Sois su nueva obsesión.
Así comenzó nuestra vida universitaria. Y como siempre habían hecho, mis primos de Baltimore brillaron en todo su esplendor.
Hillel se dejó crecer una barbita incipiente que le sentaba bien: el niño delgaducho, el intelectual insufrible del colegio de Oak Park se había convertido en un hombre bastante guapo, emprendedor y carismático, vestido con buen gusto y objeto de admiración por su inteligencia fulgurante y su verbo incisivo. Sus profesores no tardaron en fijarse en él y supo hacerse imprescindible dentro del comité editorial del periódico universitario.
Woody, más varonil que nunca, derrochaba fuerza y testosterona, y estaba tan guapo como un dios griego. Se había dejado crecer un poco el pelo y se lo peinaba hacia atrás. Tenía una sonrisa arrebatadora; los dientes, de un blanco deslumbrante; el cuerpo, esculpido en piedra. No me habría sorprendido, cuando estaba en la cima de su carrera de jugador de fútbol, haberlo visto aparecer en alguna de esas vallas publicitarias inmensas que cubren algunos edificios de Manhattan, anunciando ropa o perfume.
Yo iba regularmente a Madison para ver los partidos de Woody en el que aún se llamaba Estadio Burger Shake, un recinto con capacidad para treinta mil personas que siempre estaba a reventar, en el que decenas de miles de espectadores coreaban el nombre de Woody. Yo solo podía ver su complicidad: saltaba a la vista que eran felices los tres juntos y, lo confieso aquí, me sentía celoso por no ser ya uno de los suyos. Los echaba de menos. Ahora, la Banda de los Goldman la formaban ellos tres, y Madison era su territorio. Mis primos le habían ofrecido a Alexandra la tercera plaza de la Banda de los Goldman, aquel tercer escaño que, según comprendí años más tarde, no era permanente, en el seno de esa Banda a la que yo había pertenecido, a la que Scott también había pertenecido y a la que Alexandra pertenecía ahora, a su vez.
*
En noviembre de 1998, el primer día de Acción de Gracias después de que empezáramos la universidad, me impresionó cómo se habían realizado. Tenía la sensación de que, en unos pocos meses, todo había cambiado. La alegría de reunirme con ellos en Baltimore seguía intacta, pero ese orgullo de pertenecer a los Baltimore que cuando era niño me estimulaba me había abandonado en aquella ocasión. Hasta entonces, los perdedores de cara a Tío Saul y Tía Anita habían sido mis padres, pero ahora me tocaba a mí quedarme a la zaga de mis primos.
Woody, el invencible vikingo del estadio, se estaba convirtiendo en un astro del fútbol de fuerza radiante. Hillel también sobresalía escribiendo para el periódico universitario. Uno de sus profesores, colaborador habitual de The New Yorker, afirmaba que podría presentar uno de sus textos a la prestigiosa revista. Yo los miraba, sentados a la espléndida mesa de Acción de Gracias en esa lujosa casa, admiraba su arrogancia, intuía su porvenir: Hillel, el defensor de las causas nobles, llegaría a ser un abogado aún más famoso que su padre, quien, de hecho, ya contaba con su hijo para que ocupara el despacho contiguo al suyo, que ya tenía reservado para él. «Goldman e hijo, abogados asociados». Woody ficharía por el equipo de fútbol de los Ravens de Baltimore, que se había fundado dos años antes pero ya tenía unos resultados excepcionales gracias a una hábil campaña consistente en reclutar a jóvenes promesas. Tío Saul aseguraba que tenía contactos en las altas esferas —cosa que no le sorprendía a nadie— para garantizarle a Woody la máxima visibilidad. Me los imaginaba, al cabo de unos años, siendo vecinos en Oak Park y propietarios de sendas mansiones imponentes.
Mi madre debió de notar lo desvalido que me sentía porque, en el momento de pasar a los postres, se sintió obligada a dar a conocer mis méritos anunciándoles sin venir a cuento a todos los presentes:
—¡Markie está escribiendo un libro!
Me puse como la grana y le rogué a mi madre que se callara.
—¿Un libro sobre qué? —preguntó Tío Saul.
—Es una novela —contestó mi madre.
—No es más que un proyecto —tartamudeé—, ya veremos lo que sale.
—Ya ha escrito algunos relatos breves —continuó mi madre—. Unos textos excelentes. Dos de ellos se han publicado en el periódico de la universidad.
—Me gustaría mucho leerlos —pidió, muy cariñosa, Tía Anita.
Mi madre le prometió que se los enviaría y yo le hice prometer a ella que no diría nada más. Me dio la impresión de que Woody y Hillel se reían disimuladamente. Me sentí muy estúpido, con esos relatos tan sosos, en comparación con ellos, que se me antojaban semidioses, mitad león y mitad águila, a punto de remontar el vuelo hacia el sol, mientras que yo seguía siendo el mismo adolescente insignificante e impresionable, a años luz de su arrogancia.
Aquel año me pareció que la comida de Acción de Gracias era de calidad superior a la de otros años. Tío Saul estaba más joven. Tía Anita, más guapa. ¿Era realmente así o es que yo estaba demasiado ocupado admirándolos a todos como para percatarme de que los Baltimore se estaban desintegrando? Mis tíos y mis dos primos: me creía que ascendían hasta el infinito siendo así que estaban en caída libre. No lo entendí hasta pasados varios años. A pesar de todo lo que yo había fantaseado sobre ellos, cuando mis primos volvieron a Baltimore después de la etapa universitaria, no fue para lucirse en los juzgados o en el equipo de los Ravens.
¿Cómo me iba yo a imaginar lo que iba a pasarles?