17.
Nunca le he contado a nadie lo que pasó en noviembre de 1995 después de que Alexandra y su madre se mudaran a Nueva York.
Después del entierro de Scott, nos habíamos estado llamando continuamente. Ella me buscaba a mí y yo me sentía orgullosísimo. Decía que no podía dormirse si no había alguien con ella, nos llamábamos por teléfono y dejábamos el auricular encima de la almohada mientras dormíamos. A veces esas llamadas duraban hasta el día siguiente.
Cuando mi madre recibió la factura pormenorizada del teléfono, me echó la bronca.
—Pero ¿de qué habláis durante tantas horas?
—Es por el Pobrecito Scott —le expliqué.
—Ya —dijo ella, desconcertada.
Descubrí que Scott podía seguir siendo un amigo estupendo desde el más allá. Mencionar su nombre surtía un efecto mágico:
«¿Por qué has sacado una mala nota? —Es por el Pobrecito Scott».
«¿Por qué te has fumado la clase? —Es por el Pobrecito Scott».
«Esta noche, me apetece pizza… —Ah, no, otra vez no—. Por favor, es que me recuerda al Pobrecito Scott».
El Pobrecito Scott fue mi «ábrete, sésamo» para ir a ver a Alexandra a Nueva York siempre que quisiera. Porque lo que empezó siendo un amorío telefónico, después de la mudanza se convirtió en una auténtica relación. De Montclair a Manhattan solo se tardaba media hora en tren y empecé a quedar con ella allí varias veces por semana, en un café que había cerca de su colegio. Me subía al tren con el corazón palpitante ante la perspectiva de tenerla para mí solo. Al principio, nos limitamos a reanudar las interminables conversaciones telefónicas, pero ahora cara a cara, hundiendo la mirada en la del otro. Fue así, sentados frente a frente, cuando un día, después de cogerle la mano, di el paso siguiente con el que tanto había soñado: la besé y ella me devolvió el beso. Nos dimos un prolongado beso clandestino que para mí marcó el inicio de un año en el que la Banda de los Goldman pasó a segundo plano y ella se convirtió en mi única obsesión. Varias veces por semana quedaba con ella en el café de Nueva York. ¡Qué alegría al verla, oírla, tocarla, hablarle, acariciarla, besarla! Deambulábamos por las calles y nos besábamos al amparo de las zonas ajardinadas. Cuando la veía llegar, el corazón se me desbocaba. Me sentía vivo, más vivo de lo que nunca había estado. No me atrevía a confesármelo, pero sabía que lo que sentía por ella era más intenso que lo que sentía por los Baltimore.
Alexandra decía que yo la ayudaba a superar la pena. Que se sentía distinta cuando yo estaba con ella. Buscábamos los dos la presencia del otro y la relación progresó muy deprisa.
Me notaba como si me hubiesen nacido alas, hasta el punto de que un día, en un arrebato de confianza, decidí darle una sorpresa a la salida del colegio. La vi salir del centro escolar con un grupo de amigas y me abalancé hacia ella para abrazarla. Al verme, retrocedió, me mantuvo a distancia y me trató muy fríamente antes de esfumarse. Volví a Montclair, abatido y desalentado. Esa misma noche me llamó por teléfono:
—Hola, Marcus…
—¿Te conozco? —le pregunté, ofendido.
—Markie, no seas rencoroso…
—Seguro que tienes una buena explicación para lo que me has hecho hoy.
—Marcus, te llevo dos años…
—¿Y qué?
—Pues que me da corte.
—¿Por qué te da corte?
—Me gustas mucho, ¡pero es que te llevo dos años, caramba!
—¿Y qué problema hay?
—Ay, Marcus, chiquitín mío, pobrecito. Qué ingenuo eres, y, cuanto más ingenuo, más mono. Es que me da un poco de vergüenza.
—Pues no se lo digas a nadie.
—La gente acabará enterándose.
—No, si no se lo dices.
—¡Ay, Marcus, chiquitín, déjalo estar! Si quieres salir conmigo, no tiene que enterarse nadie.
Acepté. Seguimos quedando en el café. A veces, era ella quien venía a Montclair, donde no conocía a nadie y no corría ningún riesgo. Bendito Montclair, una ciudad pequeña del extrarradio, donde solo vivían desconocidos.
La pasión que sentía por Alexandra no tardó en resultarles dramática a mis resultados académicos. Cuando estaba en clase, solo la veía a ella y dejaba de atender. Me bailaba en la cabeza, bailaba en los cuadernos, bailaba delante de la pizarra, bailaba con la profe de ciencias y murmuraba: «Marcus… Marcus…» y me levanté para bailar con ella.
—¡Marcus! —gritó la profe de ciencias—. ¿Te has vuelto loco? Vuelve a tu sitio si no quieres que te ponga un castigo.
El tutor citó a mis padres, preocupado por ese bajón repentino. Era mi primer año de instituto y mi madre, temiéndose que su hijo pudiera tener alguna deficiencia mental insospechada, se pasó toda la reunión llorando y, entre sollozo y sollozo, consolándose, como casi todas las madres cuyos hijos tienen problemas en el colegio, con el hecho de que el propio Einstein también tuvo muchas dificultades en matemáticas. Con o sin Einstein, la consecuencia fue que me prohibieron salir de casa y, de propina, me obligaron a dar clases particulares intensivas de refuerzo. Yo me negué, supliqué, me revolqué por los suelos, prometí que volvería a tener buenas notas, pero no sirvió de nada: todos los días después de clase iba a venir alguien para ayudarme a hacer los deberes. Entonces juré que durante las clases de refuerzo me esforzaría por mostrarme insolente, borde, tonto, distraído y flatulento.
Al borde de la desesperación, acabé por contárselo a Alexandra para explicarle que estábamos condenados a vernos mucho menos. Esa misma noche, llamó por teléfono a mi madre. Le explicó que mi profesor de matemáticas se había puesto en contacto con ella para que me diera clases de refuerzo a domicilio. Mi madre le dijo que ya se había puesto de acuerdo con otra persona, pero cuando Alexandra argumentó que sus clases las pagaba el instituto de Montclair, aceptó encantada y la contrató. Ese era uno de los trucos de magia tan propios de Alexandra.
Nunca olvidaré el día en que llamó a la puerta de casa. Alexandra, la diosa de la Banda de los Goldman, plantándose en casa de los Montclair.
La primera frase que mi madre le dedicó a mi amada fue:
—Verás que he recogido el cuarto. Estaba hecho un desastre y el desorden no ayuda a concentrarse. También he aprovechado para guardar sus juguetes viejos en el armario.
Alexandra se echó a reír y yo me puse como la grana de vergüenza.
—¡Mamá! —exclamé.
—Venga, Markie, que no es ningún secreto para nadie que dejas los calzoncillos sucios tirados por ahí.
—Gracias por ser tan eficiente, señora Goldman —dijo Alexandra—. Ahora, nos vamos al cuarto de Marcus. Tiene que hacer deberes. Lo voy a poner a trabajar duro.
La llevé a mi cuarto.
—Qué ricura que tu madre te llame Markie —me dijo.
—Te prohíbo que me llames así.
—Y estoy deseando que me enseñes tus juguetes.
Los deberes que hacía con Alexandra consistían en meterle la lengua en la boca y sobarle los pechos. Me aterrorizaba y excitaba a partes iguales que mi madre pudiera irrumpir en cualquier momento para traernos unas galletas. Pero no lo hizo nunca. Por entonces, estaba convencido de que el azar se hallaba de mi parte, y ahora me doy cuenta de que probablemente subestimé a mi madre, que no se había dejado engañar y no tenía intención alguna de ser un incordio para los amores juveniles de su hijo.
Mi madre también cayó bajo el hechizo de Alexandra. Mis resultados académicos mejoraron drásticamente y yo recuperé mi libertad.
No tardé en pasar todos los fines de semana en Nueva York. Cuando su madre no estaba, Alexandra me invitaba a su casa. Yo llegaba con el corazón palpitante, ella abría la puerta, me cogía de la mano y me llevaba a su cuarto.
Durante mucho tiempo, asocié al rapero Tupac con Alexandra, que tenía un póster suyo muy grande colgado encima de la cama. Nos tirábamos en el colchón, ella se desnudaba y yo veía a Tupac que nos miraba y, de repente, levantaba el pulgar para darme su bendición. Todavía hoy, si oigo una canción suya en la radio, me vuelve el reflejo condicionado de vernos a los dos, desnudos en su cama. Fue ella la que me inició en los juegos de cama y debo decir que no se me daba nada mal. Fui cogiendo cada vez más confianza. Llegaba al cuarto, saludaba al señor Tupac, nos quitábamos la ropa y nos poníamos a retozar. Después del sexo, pasábamos mucho rato hablando. Ella se ponía una camiseta ancha, liaba un canuto y se iba a fumar junto a la ventana. Sí, porque debo confesar que también fue ella quien me enseñó a fumar marihuana. Cuando volvía a Montclair para cenar con mis padres, exhausto y colocado, mi madre preguntaba, con una sonrisilla:
—¿Qué tal está la pequeña Alexandra?
Nunca sabré si, en realidad, fui el primero de la Banda de los Goldman en conocer los goces del amor. Me resultó imposible hablarles de Alexandra a Woody y a Hillel. Tenía la impresión de que los estaba traicionando. De todas formas, tenía que respetar el deseo de Alexandra de no contarle a nadie nuestra relación.
A veces la veía quedarse un rato con chicos mayores al salir del instituto. Yo no podía acercarme. Me ponía malo de celos. Cuando nos reuníamos en el café, le preguntaba:
—¿Quiénes son esos gilipollas que te andan rondando?
Ella se reía.
—No son nadie. Solo amigos. No hay nada importante. No tan importante como tú.
—¿Y no podríamos salir juntos con tus amigos por una vez? —le suplicaba.
—No. No puedes contar nada de lo nuestro.
—Pero ¿por qué? Ya hace casi cuatro meses. ¿Te avergüenzas de mí o qué?
—No te comas el coco, Markitín. Es solo que estamos mejor si nadie se entera de lo nuestro.
—¿Cómo sabes que no se lo he contado a nadie?
—Porque lo sé. Porque tú eres distinto. Eres un buen tío, Markitín. Eres un chico distinto a todos los demás y por eso vales tantísimo.
—¡Que dejes de llamarme Markitín!
Me sonreía.
—Sí, Markitín.
*
A finales de la primavera de 1996, Patrick Neville, que llevaba varios meses queriendo mudarse a Nueva York para estar más cerca de su hija e intentar salvar su matrimonio, consiguió un cargo importante en una empresa de fondos de inversión con sede en Manhattan y se fue él también de Oak Park. Se instaló en un bonito piso de la 16.ª avenida, bastante cerca del de su mujer. Así fue como Alexandra pasó a tener dos hogares y dos dormitorios, multiplicando de ese modo la frecuencia de mis estancias en Nueva York. Y cuando Patrick y Gillian salían a cenar juntos para tratar de reconciliarse, nos abrumaban tantas posibilidades y el tener que decidir en qué piso quedarnos.
Yo me pasaba el día metido en su casa y me apetecía que ella se viniese también algún día a dormir a la mía, en Montclair. El fin de semana de mi cumpleaños, logré la enorme proeza de librarme de mis padres. Decidí invitar a Alexandra a Montclair a pasar la noche. Por puro romanticismo, me colé en su instituto, localicé la que suponía era su taquilla y metí dentro una invitación citándola para dos días después. La noche en cuestión preparé una cena romántica con velas, flores y luces tamizadas. La cita era a las siete de la tarde. A las ocho, como no aparecía, llamé a casa de su madre, que me dijo que no estaba. Otro tanto de lo mismo en casa de su padre. A las diez de la noche apagué las velas. A las once, tiré la cena a la basura. A las once y media, abrí la botella de vino que le había robado a mi padre y me la pimplé yo solito. A medianoche, borracho y solo, me canté a mí mismo un Cumpleaños feliz patético y apagué mis propias velas. Me fui a la cama con la cabeza dándome vueltas y convencido de que aborrecía a Alexandra. Estuve dos días sin darle señales de vida. No volví a Nueva York y no le cogía el teléfono. Al final, fue ella la que vino a buscarme a Montclair y me pilló a la salida del instituto.
—Marcus, ¿me vas a contar qué mosca te ha picado?
—¿Que qué me ha picado? ¡Estarás de coña! ¿Cómo has podido hacerme algo así?
—¿De qué me estás hablando?
—¡De mi cumpleaños!
—¿Qué pasa con tu cumpleaños?
—¡Que me dejaste plantado la noche de mi cumpleaños! ¡Te invité a mi casa y no viniste!
—¿Cómo quieres que sepa que es tu cumpleaños si no me lo dices?
—Te metí una tarjeta en la taquilla.
—Pues no la he recibido…
—Ya —dije un poco desconcertado.
De modo que me había equivocado de taquilla.
—De todas formas, Markie, ¿no es un poco idiota ponerte a jugar a las pistas en lugar de llamarme por teléfono para contármelo? En una pareja tiene que haber comunicación.
—Ah, ¿porque resulta que somos pareja?
—¿Y qué te pensabas que éramos, Markipollas?
Me miró de frente y noté que me invadía una sensación de felicidad. Éramos una pareja. Era la primera vez que una chica me decía que éramos una pareja. Me agarró, me metió la lengua en la boca delante de todo el mundo y luego me apartó de sí diciéndome:
—Y ahora, lárgate.
Tenía pareja. No me lo podía creer. Lo que me dejó pasmado también fue que, el fin de semana siguiente, Alexandra vino a buscarme en coche a Montclair y me llevó «a dar una vuelta». No entendí adónde íbamos hasta que nos metimos en el Lincoln Tunnel.
—¿Vamos a Manhattan?
—Sí, cielo.
Comprendí que íbamos a pasar allí la noche cuando se paró delante del Waldorf Astoria.
—¿El Waldorf?
—Sí.
—¿Vamos a dormir en un hotel?
—Sí.
—Pero no me he traído muda.
—Estoy segura de que encontraremos un cepillo de dientes y una camisa. En Nueva York tienen ese tipo de cosas, ¿sabes?
—Ni siquiera he avisado a mis padres…
—En este hotel tienen unas máquinas especiales, que se llaman teléfonos, y que sirven para comunicarse con el resto de la humanidad. Vas a telefonear a tu madre para decirle que te quedas a dormir en casa de un amigo, Markitín. Ya va siendo hora de que corras algún riesgo en la vida. ¿No querrás ser un Montclair para siempre, no?
—¿Qué acabas de decir?
—He dicho: ¿no querrás ser de Montclair para siempre, no?
Yo nunca había estado en un hotel como ese. Con una desfachatez inaudita, Alexandra exhibió en la recepción del hotel un carné de identidad falso según el cual tenía veintidós años, pagó con una tarjeta de crédito que no sé de dónde se sacó y, por último, le dijo al recepcionista:
—El joven que está detrás de mí se ha olvidado el equipaje. Si pudieran prepararle en la habitación un neceser con cosas de aseo, les quedará eternamente agradecido.
Abrí unos ojos como platos. Era la primera vez que tenía pareja, la primera vez que me acostaba con una chica en un hotel y la primera vez que le mentía a mi madre con semejante desparpajo para pasar la noche en un hotel con una chica, ¡y menuda chica!
Esa noche me llevó a un café de West Village que tenía un escenario diminuto para conciertos en petit comité. Se subió al escenario, donde la estaba esperando una guitarra, y estuvo tocando sus composiciones durante una hora. Todo el café la miraba, pero ella me miraba a mí. Era una de las primeras noches templadas de la primavera. Después del concierto, estuvimos mucho rato dando vueltas por el barrio. Me decía que era allí donde le gustaría vivir algún día, en un piso con una terraza grande, para pasarse las veladas fuera, mirando la ciudad. Ella hablaba y yo bebía de sus labios.
Cuando volvimos al Waldorf Astoria, mientras mi madre creía que yo estaba en casa de mi amigo Ed, hicimos el amor largo y tendido. La pared de la habitación estaba decorada con un espejo enorme donde yo me veía entre sus muslos. Al observar el reflejo de nuestra desnudez y nuestros movimientos, me pareció que éramos muy guapos; y lo éramos. Cubriéndola, con mis venerables dieciséis años, me notaba la fuerza de un hombre. Con aplomo y temeridad, le imprimía el movimiento y la cadencia que sabía que le gustaban y la llevaban a arquearse más y más, a pedirme que siguiera y a aferrárseme a la espalda en el instante en que la invadía la descarga de placer que le arrancaba el último gemido, dejándome en la piel las marcas de las uñas primorosamente pintadas. En la habitación se hacía un silencio cómplice. Ella se apartaba el pelo con la mano y se desplomaba en una pila de cojines, sin aliento, brindándome la visión de su pecho cuajado de gotas de sudor.
Fue Alexandra quien me impulsó a vivir mi propia vida. Cuando estaba a punto de hacer algo un tanto prohibido y presentía mi reticencia, me cogía la mano, me miraba con ojos llameantes y me decía:
—¿Tienes miedo, Markie? ¿De qué tienes miedo?
Y apretándome la mano más fuerte, me arrastraba a su mundo. Yo lo llamaba el mundo de Alexandra. Me tenía tan impresionado que un día le solté:
—Es posible que esté un poco enamorado de ti.
Me agarró la cara entre las manos y hundió la mirada en la mía.
—Markitín, hay cosas que es mejor no decirle a una chica.
—Estaba de broma —dije, zafándome.
—Eso es.
Antes de abrir aquí mi corazón, nunca le había contado a nadie el amor absoluto que compartí con Alexandra Neville durante el curso 1995-1996. Tampoco le había contado nunca a nadie que me partió el corazón después de diez meses saliendo. Me había hecho tan feliz que resultaba inevitable que acabara haciéndome daño algún día.
A finales del verano de 1996, se fue a una universidad de Connecticut. Vino a verme a Montclair para contármelo, valientemente, el día antes de irse, mientras paseábamos por mi barrio.
—Connecticut no está tan lejos —dije—. Además, me estoy sacando el carné de conducir…
Me miró con infinita ternura.
—Markitín…
Solo por la forma en que pronunció mi nombre, supe lo que quería decirme.
—Entonces, ya no quieres estar conmigo…
—Markie, no es eso… Es la universidad… Es una etapa nueva para mí y quiero ser libre. Tú… Tú todavía estás en el instituto…
Me mordí los labios para no echarme a llorar.
—Pues entonces, adiós —dije sin más.
Me cogió la mano y yo me solté. Vio que me brillaban los ojos.
—Markitín, no irás a llorar…
Me abrazó.
—¿Por qué iba a llorar? —dije.
Durante mucho tiempo mi madre me estuvo preguntando si sabía algo de «la pequeña Alexandra». Y cuando alguna amiga suya le contaba que su hijo necesitaba clases de refuerzo, se lamentaba:
—Qué lástima. Aquella niña era estupenda. A su Gary le habría caído muy bien.
Se pasó años con la misma cantinela:
—¿Qué ha sido de la pequeña Alexandra?
—Ni idea —decía yo.
—¿No has vuelto a saber nada de ella?
—Nada de nada.
—Qué lástima —concluía mi madre, visiblemente decepcionada.
Durante mucho tiempo, pensó que yo no había vuelto a verla.