46.

Baltimore, Maryland

Diciembre de 2004

Quince días después del Drama, nos devolvieron los cuerpos de Woody y Hillel y pudimos enterrarlos.

La inhumación fue ese mismo día, juntos, en el cementerio de Forrest Lane. Brillaba el sol de invierno, como si la naturaleza hubiera acudido a saludarlos. La ceremonia transcurrió en la más estricta intimidad: pronuncié un discurso en presencia de Artie Crawford, mis padres, Alexandra y Tío Saul, que llevaba una rosa blanca en cada mano. Tras los cristales ahumados de las gafas, veía cómo le corría un reguero inagotable de lágrimas.

Después del entierro, almorzamos en el restaurante del Marriott, donde nos alojábamos todos. Resultaba extraño no estar en Oak Park, pero Tío Saul no pensaba volver a su casa. Su habitación y la mía estaban pared por medio y, después de comer, nos informó de que iba a subir a echarse una siesta. Se levantó de la mesa y lo vi rebuscar en el bolsillo para tener la seguridad de que llevaba la llave magnética. Lo seguí con la mirada y les pasé revista a la camisa rota, a la barba incipiente, que iba a dejarse crecer de forma ya definitiva, y a los andares cansados.

Nos había dicho: «Me voy a descansar a mi habitación». Pero, al ver cerrarse la puerta del ascensor, me entraron ganas de vocearle que a su habitación no se iba por allí, que su habitación estaba diez millas al norte, en el barrio de Oak Park, y daba a Willowick Road, en una casa espléndida de Baltimore, lujosa y confortable. Una casa repleta de los cantos de júbilo de tres niños a quienes unía la solemne promesa de la Banda de los Goldman y que se querían como hermanos. Nos había dicho: «Me voy a descansar a mi habitación», pero su habitación estaba trescientas millas al norte, en una casa maravillosa de los Hamptons donde habíamos vivido tiempos felices. Nos había dicho: «Me voy a descansar a mi habitación», pero su habitación estaba mil millas al sur, en el piso 26 de La Buenavista, donde la mesa del desayuno estaba puesta, en la terraza, para cinco: ellos cuatro y yo.

No tenía derecho a decir que aquella habitación de moqueta polvorienta y cama excesivamente blanda del séptimo piso del Marriott de Baltimore era su habitación. Yo no podía consentirlo, no podía aceptar que un Goldman-de-Baltimore durmiera en el mismo hotel que los Goldman-de-Montclair. Me levanté de la mesa, me disculpé y pedí permiso para coger el coche de alquiler y hacer un recado por el barrio. Alexandra se vino conmigo.

Fui a Oak Park. Me crucé con una patrulla y le hice la seña secreta de nuestra tribu. Luego me detuve ante la casa de los Baltimore. Me bajé del coche y me quedé un ratito en contemplación frente a la casa. Alejandra me abrazó. Le dije: «A partir de ahora solo te tengo a ti». Me estrechó con fuerza.

Estuvimos después un rato andando al azar por Oak Park. Pasé luego por las cercanías del colegio de Oak Tree y volví a ver la cancha de baloncesto, que estaba igual. Acto seguido regresamos al Marriott.

Alexandra no se encontraba bien. La agobiaba la pena, pero yo notaba que había algo más. Le pregunté qué sucedía y se limitó a contestarme que era el hecho de haber perdido a Hillel y a Woody. Yo me daba cuenta perfectamente de que no me lo decía todo.

Mis padres se quedaron dos días más y luego tuvieron que regresar a Montclair. No podían faltar más al trabajo. Invitaron a Tío Saul a que pasase una temporada en Montclair, pero Tío Saul no quiso. Yo, igual que había hecho después de morir Tía Anita, decidí quedarme unos días en Baltimore. En el aeropuerto, adonde acompañé a mis padres, mi madre me dio un beso y me dijo: «Haces bien en quedarte con tu tío. Estoy orgullosa de ti».

Alexandra regresó a Nashville una semana después del entierro. Decía que quería quedarse conmigo, pero a mí me parecía más útil y más importante que siguiera con la promoción de su álbum. La habían invitado a varios programas de televisión de cadenas locales importantes y además tenía que hacer de telonera en unos cuantos conciertos.

Me quedé en Baltimore hasta las vacaciones de invierno. Vi a mi tío Saul irse desintegrando poco a poco y me costó mucho soportarlo. Se quedaba encerrado en su habitación, postrado, echado en la cama, con la música de fondo de la televisión para llenar el silencio.

En cuanto a mí, me pasaba los días entre Oak Park y Forrest Lane, cazando los recuerdos con la red para mariposas de mi memoria.

Una tarde en que estaba en el centro, decidí pasarme sin avisar por el bufete de abogados. Se me ocurrió que a lo mejor podía recoger la correspondencia de Tío Saul, y que así él tendría algo que hacer y pensaría en otra cosa. Conocía bien a la recepcionista: al verme llegar puso una cara muy rara. Pensé, de entrada, que sería por el Drama. Le dije que quería ir al despacho de mi tío. Me dijo que esperase y se levantó de su sitio para ir a buscar a uno de los socios del bufete. Esa conducta me pareció lo suficientemente extraña para no hacerle caso: me fui derecho al despacho de Tío Saul, abrí la puerta, creyendo que estaría vacío, y cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con que un hombre a quien no conocía lo ocupaba.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Richard Philipps, abogado —me contestó el hombre, muy seco—. Permítame preguntarle quién es usted.

—Está en el despacho de mi tío, Saul Goldman. Soy su sobrino.

—¿Saul Goldman? Pero si hace meses que ya no trabaja aquí.

—¿Qué está usted diciendo?

—Lo pusieron de patitas en la calle.

—¿Cómo? Es imposible. ¡Si este bufete lo fundó él!

—Los socios exigieron por mayoría que se fuera. Así va la vida; los elefantes viejos se mueren y los leones se comen su cadáver.

Le apunté con un dedo amenazador.

—Está usted en el despacho de mi tío. ¡Salga!

En ese momento entró a la carrera la recepcionista con Edwin Silverstein, el socio más antiguo del bufete y uno de los mejores amigos de Tío Saul.

—Edwin —dije—, ¿qué pasa aquí?

—Ven, Marcus, tenemos que hablar.

Philipps soltó una risa sarcástica. Yo exclamé, loco de ira:

—¿Este tío mierda se ha quedado con el puesto de mi tío?

Philipps dejó de reírse.

—No pierdas la educación, ¿vale? No me he quedado con el puesto de nadie. Ya te he dicho que los elefantes viejos se mueren y…

No le dio tiempo a acabar la frase, porque me abalancé sobre él y lo agarré por el cuello de la camisa, al tiempo que le decía:

—¡Cuando los leones se acercan a los elefantes viejos, los elefantes jóvenes van y se los cargan!

Edwin me instó a soltar a Philipps y obedecí:

—¡Este individuo está loco! —vociferó Philipps—. ¡Voy a poner una denuncia! ¡Voy a poner una denuncia! ¡Hay testigos!

Toda la planta había llegado corriendo para ver qué ocurría. Barrí el escritorio con el brazo y tiré al suelo todo lo que había encima, incluso el ordenador portátil; luego salí de la habitación con la expresión de quien está a punto de matar a alguien. Todo el mundo se apartó para dejarme pasar y llegué a los ascensores.

—¡Marcus! —exclamó Edwin, abriéndose paso con dificultad entre la hilera de curiosos para alcanzarme—. ¡Espérame!

Las puertas del ascensor se abrieron; me metí corriendo en la cabina y él conmigo.

—Marcus, lo siento mucho. Creía que Saul te había contado lo que ocurrió.

—No.

Me llevó a la cafetería del edificio y me invitó a un café. Nos acodamos en una mesa alta, sin sillas, y me contó en tono confidencial:

—Tu tío cometió un grave error. Manipuló algunas cuentas del bufete e hizo facturas falsas para desviar fondos.

—¿Y por qué haría algo así?

—No lo sé.

—¿Cuándo ocurrió?

—Descubrimos el engaño hace un año más o menos. Pero era un montaje muy hábil. Se pasó años desviando dinero. Necesitamos varios meses para identificar a tu tío. Estuvo de acuerdo en devolver parte de la suma y nosotros renunciamos a denunciarlo. Pero los demás socios del bufete exigieron la cabeza de tu tío y la consiguieron.

—Pero, vamos a ver, si este bufete lo había fundado él.

—Ya lo sé, Marcus. Hice de todo. Lo intenté todo. Tenía a todo el mundo en contra.

Me enfadé:

—¡No, Edwin, no hizo de todo! ¡Tendría que haberse ido con él dando un portazo y montar otro proyecto! ¡No debería haber consentido que eso ocurriera!

—Lo siento mucho, Marcus.

—Ya, es fácil sentirlo mucho mientras está uno arrellanado tranquilamente en su sillón de cuero, y cuando con el puesto de mi tío se ha quedado el caraculo ese de Philipps.

Me marché echando chispas. Volví al Marriott y di unos golpecitos en la puerta de la habitación de Tío Saul. Me abrió.

—¿Te despidieron de tu bufete? —exclamé.

Agachó la cabeza y fue a sentarse en la cama.

—¿Cómo lo sabes?

—He ido al bufete. Quería saber si tenías correo y me he enterado de que habían metido al tío mierda ese en tu despacho. A Edwin no le ha quedado más remedio que contármelo todo. ¿Cuándo pensabas decírmelo?

—Me dio vergüenza. Y me la sigue dando.

—Pero ¿qué pasó? ¿Por qué desviaste esos fondos?

—No te lo puedo contar. Me metí en un lío terrible.

Yo estaba a punto de echarme a llorar. Lo notó y me abrazó.

—¡Ay, Markie…!

No pude contener el llanto, quería irme de allí.

*

Para que pensara en otra cosa, en las fiestas de fin de año Alexandra dedicó las ganancias de su álbum a regalarme diez días de vacaciones en un hotel de ensueño en las Bahamas.

Algo de descanso, alejada de todo, también le sentaría bien a ella. Yo veía que los acontecimientos la habían afectado mucho. El primer día lo pasamos en la playa. Era la primera vez, desde hacía mucho, que estábamos juntos y en paz, pero notaba una tensión extraña entre nosotros. ¿Qué ocurría? Seguía pensando que me ocultaba algo.

Por la noche, antes de ir a cenar, nos tomamos un cóctel en el bar del hotel y la acorralé. Quería saberlo. Acabó por decirme:

—No te lo puedo contar.

Me irrité.

—Ya está bien de secretitos. A ver si alguien de una vez se porta honradamente conmigo.

—Markie, yo…

—Alexandra, quiero saber eso que me estás ocultando.

De repente rompió en sollozos en pleno bar. Me sentí como un estúpido. Intenté dar marcha atrás y dije, con voz más suave:

—Alexandra, cariño, ¿qué pasa?

Le bajaban por las mejillas torrentes de lágrimas.

—¡No puedo seguir ocultándote la verdad, Marcus! ¡No puedo guardarme esto para mí sola!

Empezó a entrarme un mal presentimiento.

—¿Qué ocurre, Alex?

Intentó recobrar la calma y me miró de frente.

—Sabía lo que iban a hacer tus primos. Sabía que se iban a escapar. Woody nunca tuvo intención de presentarse en la cárcel.

—¿Cómo? ¿Que lo sabías? Pero ¿cuándo te lo dijeron?

—Esa noche. Tu tío y tú estabais ocupados con la barbacoa y yo me fui a dar una vuelta con ellos. Me lo contaron todo. Les prometí que no diría nada.

Repetí, estupefacto:

—¿Lo sabías desde el principio y no me dijiste nada?

—Markie, yo…

Me levanté de la silla.

—¿No me avisaste de lo que iban a hacer? ¿Dejaste que se fueran y no me dijiste nada? Pero, Alexandra, ¿quién eres?

Todos los clientes del bar nos estaban mirando.

—¡Tranquilízate, Markie! —me rogó.

—¿Que me tranquilice? Y ¿por qué me iba a tranquilizar? ¡Cuando pienso en la comedia que estuviste representando durante las tres semanas en que estuvieron huidos!

—Pero ¡es que estaba preocupada de verdad! ¿Qué te crees?

Yo estaba tembloroso; me dominaba la ira.

—Creo que hemos terminado, Alexandra.

—¿Qué? ¡Markie, no!

—Me has traicionado. No creo que pueda perdonártelo nunca.

—¡Marcus, no me hagas esto!

Le di la espalda y salí del bar. Todo el mundo nos miraba. Fue detrás de mí e intentó agarrarme del brazo; me solté y dije a voces:

—¡Déjame! ¡TE DIGO QUE ME DEJES!

Crucé el vestíbulo a paso de carga y salí del hotel.

—¡Marcus! —gritó, llorando desesperada—. ¡No me hagas esto!

Había un taxi esperando delante del hotel. Me metí a toda prisa y eché el seguro. Alexandra se abalanzó hacia la puerta, intentó abrirla, golpeó la ventanilla. Le dije al taxista que fuera al aeropuerto y me marché sin recoger nada.

Ella corrió detrás del coche, sin dejar de dar golpes en la ventanilla, chillando y llorando:

—¡No me hagas esto, Marcus! —suplicó—. ¡No me hagas esto!

El taxi aceleró y tuvo que rendirse. Tiré el teléfono por la ventanilla y grité, vociferando mi rabia, vociferando mi ira, vociferando mi asco por aquella vida injusta que me había quitado a quienes más me importaban.

En el aeropuerto de Nassau compré un billete para el primer vuelo que iba a Nueva York. Quería desaparecer para siempre. Y, sin embargo, ya la estaba echando de menos. ¡Y pensar que iba a estar siete largos años sin verla!

*

Recuerdo esa escena con frecuencia. Yo abandonando a Alexandra. En ese cálido mes de junio de 2012, a solas en mi despacho de Boca Ratón, recorriendo de nuevo los meandros de nuestra juventud, pensé en ella en Londres. Solo deseaba una cosa: ir a su encuentro. Pero me bastaba con volver a verla, hecha un mar de lágrimas y corriendo detrás de mi taxi, para que se me fuese de la cabeza hacer algo, lo que fuera. ¿Tenía derecho a presentarme en su vida después de siete años y de haberlo puesto todo patas arriba?

Alguien llamó a la puerta. Me sobresalté. Era Leo.

—Disculpe, Marcus. Me he permitido entrar en su casa; ya no lo veo nunca y estoy empezando a preocuparme. ¿Va todo bien?

Alcé el cuaderno en que estaba escribiendo y le sonreí amistosamente.

—Todo va bien, Leo. Gracias por el cuaderno.

—Le corresponde por derecho propio. El escritor es usted, Marcus. Un libro es algo mucho más trabajoso de lo que yo pensaba. Le debo una disculpa.

—No se preocupe.

—Parece un poco triste, Marcus.

—Echo de menos a Alexandra.