4.
En Boca Ratón, durante aquel mes de marzo de 2012 en el que volví a encontrar a Alexandra, empecé a robarle todas las mañanas a su perro Duke. Me lo llevaba a casa, donde pasaba el día conmigo, y a última hora de la tarde lo llevaba de nuevo a casa de Kevin Legendre.
El perro se lo pasaba tan bien conmigo que decidió esperarme delante de la verja de la finca de Kevin. Yo llegaba por la mañana temprano y allí estaba, sentado, acechando mi aparición. Me bajaba del coche y se abalanzaba sobre mí, manifestando su alegría e intentando lamerme la cara mientras yo me agachaba para acariciarlo. Le abría el maletero, se metía dentro de un salto tan contento y nos íbamos de inmediato para pasar el día en mi casa. Hasta que Duke ya no aguantó más y decidió venirse solo. Todas las mañanas, a las seis, se ponía a gañir delante de mi puerta para anunciar su presencia con una precisión que los humanos nunca podrán alcanzar.
Nos lo pasábamos bien juntos. Le compré todos los pertrechos de los perros felices: pelotas de goma, juguetes para morder, comida, escudillas, golosinas, mantas para que estuviera cómodo… Al final del día lo volvía a llevar a su casa y, juntos e igualmente dichosos, nos reuníamos con Alexandra.
Los reencuentros al principio fueron breves. Alexandra me daba las gracias, se disculpaba por las molestias y me despachaba a mi casa, sin siquiera ofrecerme que entrase un ratito.
Luego vino aquella vez en que no estaba en casa. Fue el cachas aguafiestas de Kevin el que me abrió y acusó recibo de Duke. «Alex no está», me dijo con tono cordial. Le pedí que le diese recuerdos de mi parte y cuando estaba a punto de irme, me ofreció quedarme a cenar con él. Acepté. Y debo decir que pasamos una velada muy agradable. Había en él algo predominantemente simpático. Una faceta de padre de familia bonachón a punto de jubilarse ¡a los treinta y siete años y con unos cuantos millones en la cuenta bancaria! Llevaría a los niños al colegio, entrenaría al equipo de fútbol y organizaría barbacoas para celebrar los cumpleaños. El tío que no daba palo al agua, ese era él.
Precisamente, esa noche Kevin me contó que se había lesionado el hombro y que el equipo lo tenía en reposo. Hacía rehabilitación de día y por la noche preparaba filetes, veía la televisión y dormía. Le pareció oportuno contarme que Alexandra le daba unos masajes divinos que lo aliviaban mucho. Luego me contó con detalle el inventario de los movimientos que solía hacerle y además me explicó los ejercicios de fisioterapia. Era un hombre sencillo en el sentido literal de la palabra y yo me preguntaba qué había visto Alexandra en él.
Mientras se hacían los filetes, me sugirió que le pasáramos revista a la valla para ver cómo se escapaba Duke. Él revisó una mitad del seto y yo me encargué de la otra. Enseguida encontré el agujero enorme que Duke había cavado en el césped para pasar al otro lado de la valla y, obviamente, no se lo indiqué a Kevin. Le aseguré que mi mitad del seto estaba intacta (y no era mentira), él me confirmó que la suya también y nos fuimos a comernos los filetes. Las fugas de Duke lo tenían trastornado.
—No entiendo por qué lo hace. Es la primera vez. Para Alex, este perro es toda su vida. Me da miedo que lo atropelle un coche.
—¿Qué edad tiene?
—Siete años. Para un perro de ese tamaño, ya está viejo.
Hice rápidamente un cálculo mental. Siete años, eso significaba que había comprado a Duke justo después del Drama.
Nos tomamos unas cuantas cervezas. Sobre todo él. Yo aprovechaba para vaciarlas discretamente en el césped, animándole a que bebiera más. Necesitaba ganármelo. Al cabo, saqué el tema de Alexandra y, alcohol mediante, me abrió su corazón.
Me contó que ya llevaban cuatro años juntos. El inicio de la relación databa del fin de año de 2007.
—Por entonces jugaba con los Depredadores de Nashville, donde vivía ella. Teníamos una amiga común y yo llevaba queriendo seducirla desde hacía bastante tiempo. Hasta que coincidimos en la misma fiesta de Nochevieja, precisamente en casa de esa amiga, y ahí empezó todo.
Me dieron ganas de vomitar solo de imaginarme sus escarceos amorosos celebrando el año nuevo con varias copas de más.
—Un flechazo en toda regla, vamos —dije para hacer el ganso.
—Qué va, al principio fue muy duro —contestó Kevin con enternecedora sinceridad.
—¡Qué me dices!
—Lo que oyes. Por lo visto, yo era su primera relación desde que rompió con su novio anterior. Nunca ha querido contarme nada de él. Pasó algo serio. Pero no sé qué fue. Un día, cuando esté preparada, me lo contará.
—¿Lo quería?
—¿Al de antes? Más que a nada, creo. Creí que no iba a lograr que se olvidara de él. Nunca toco el tema. Ahora estamos estupendamente y prefiero no andar abriendo viejas heridas.
—Haces bien. Seguro que el tío ese era un pringado.
—No tengo ni idea. No me gusta opinar sobre las personas a las que no conozco.
Kevin era irritantemente considerado. Se embuchó un trago de cerveza y por fin le hice la pregunta que más me atormentaba.
—¿Alexandra y tú nunca os habéis planteado casaros?
—Se lo propuse una vez. Hace dos años. Se puso a llorar. Pero no de alegría, ya me entiendes. Interpreté que quería decir «por ahora, no».
—Siento mucho oírte decir eso, Kevin.
Me puso la manaza en el hombro, amistosamente.
—Es que a esa chica, la quiero de verdad.
—Se te nota —contesté.
De pronto, sentí mucha vergüenza por estar inmiscuyéndome de esa forma en la vida de Alexandra. Me había pedido que me mantuviese alejado y a mí me faltaba tiempo para simpatizar con su perro y meterme en el bolsillo a su novio.
Volví a casa antes de que ella regresara.
En el momento en que giraba la llave en la cerradura de mi puerta de entrada, oí la voz de Leo, que estaba sentado en el porche, al amparo de la oscuridad.
—Se ha saltado la partida de ajedrez, Marcus —me dijo.
Recordé que le había prometido que jugaríamos cuando volviese de casa de Kevin y no se me había pasado por la imaginación que me quedaría allí a cenar.
—Discúlpeme, Leo, se me fue el santo al cielo.
—Tampoco importa tanto.
—¿Le apetece una copa?
—Con mucho gusto.
Se acercó y nos acomodamos en la terraza, donde serví whisky para los dos. Fuera, la temperatura era estupenda y la noche cantaba con las ranas del lago.
—No consigue quitarse de la cabeza a esa muchachita, ¿eh? —me dijo Leo.
Asentí:
—¿Tanto se me nota? —pregunté.
—Sí. He estado investigando.
—¿Sobre qué?
—Sobre usted y Alexandra. Resulta que he encontrado algo muy interesante: no hay nada. Y créame, que me paso día tras día metido en Google: precisamente cuando no hay nada es cuando hay que indagar. ¿Qué está pasando, Marcus?
—Ni siquiera yo estoy muy seguro.
—No sabía que había estado saliendo con esa actriz de cine, Lydia Gloor. Está en internet.
—Brevemente.
—¿No es esa que trabaja en la adaptación de su primera novela?
—Sí.
—¿Fue antes o después de Alexandra?
—Después.
Leo puso cara circunspecta.
—La engañó usted con esa actriz, ¿es eso? Alexandra y usted eran felices y comían perdices. Pero a usted se le subió el éxito a la cabeza, vio a aquella actriz postrada a sus pies y se dejó llevar, lo que dura una tórrida noche. ¿Tengo razón o no?
Sonreí, regocijado por su imaginación.
—No, Leo.
—Venga, Marcus, no me tenga más en ascuas, por favor. ¿Qué pasó entre Alexandra y usted? ¿Y qué pasó con sus primos?
Al hacerme esas preguntas, Leo no era consciente de que estaban relacionadas. Yo no sabía por dónde empezar. ¿De quién debía hablar primero? ¿De Alexandra o de la Banda de los Goldman?
Decidí empezar por mis primos, porque para hablar de Alexandra, primero tenía que hablar de ellos.
*
Empezaré contando quién era Hillel, ya que él fue el primero. Nacimos el mismo año y para mí era como un hermano, cuya genialidad consistía en una mezcla de inteligencia fulgurante y un sentido innato de la provocación. Era un chico flaquísimo, pero compensaba la apariencia física con una elocuencia temible reforzada por un aplomo excepcional. Aquel cuerpo enclenque albergaba un alma noble y, sobre todo, un sentido de la justicia a toda prueba. Todavía me acuerdo de cómo me defendió, cuando apenas teníamos ocho años —por entonces Woody aún no había aparecido en nuestra vida—, en un campamento deportivo al aire libre de Reading, en Pensilvania, donde Tío Saul y Tía Anita lo habían mandado durante las vacaciones de primavera para ayudarlo a desarrollarse físicamente y al que yo le había acompañado, porque fraternidad obliga. Además de para disfrutar de su compañía, creo que había ido a Reading para proteger a Hillel de los cafres que pudiera haber entre los participantes, pues en el colegio, eso de ser tan menudo lo había convertido en el chivo expiatorio habitual de los otros alumnos. Lo que no sabía era que el campamento de Reading lo organizaban para niños enclenques, poco desarrollados o convalecientes, y acabé en medio de un grupo de atrofiados y cegatos a cuyo lado parecía yo un dios griego, lo que me valió que los monitores me eligieran siempre de oficio para iniciar los ejercicios mientras todos los demás se miraban los pies.
El segundo día tocaba hacer ejercicios con los aparatos de gimnasia. El monitor nos reunió delante de las anillas, los potros, las barras paralelas y unos postes rectos inmensos.
—Vamos a empezar por un ejercicio básico: trepar por una pértiga —señaló la hilera de postes, que medían, por lo menos, ocho metros de altura—. Bueno, pues vais a subir uno por uno y cuando estéis arriba, si os atrevéis, os pasáis a la pértiga de al lado y resbaláis hasta abajo, como los bomberos. ¿Quién quiere empezar?
Seguramente esperaba que nos abalanzásemos hacia los postes, pero nos quedamos inmóviles.
—¿Alguien quiere preguntarme algo? —inquirió.
—Sí —dijo Hillel levantando la mano.
—Te escucho.
—¿De verdad quiere usted que nos subamos ahí arriba?
—Exactamente.
—¿Y si no queremos?
—Tenéis la obligación de hacerlo.
—¿Quién nos obliga?
—Yo.
—¿Y a santo de qué?
—Porque es así. Yo soy el monitor y yo decido.
—¿Sabe usted que nuestros padres pagan para que estemos aquí?
—Sí, ¿y qué?
—Pues que entonces, técnicamente, usted es empleado nuestro y debe obedecernos en todo. Hasta podríamos pedirle que nos cortara las uñas de los pies, si quisiéramos.
El monitor miró a Hillel con una expresión muy rara. Intentó recuperar el control de la clase y, esforzándose por que la voz le sonara autoritaria, ordenó:
—¡Venga, vamos allá! Que se decida alguno, estamos perdiendo el tiempo.
—Tiene pinta de estar altísimo —continuó Hillel—. ¿Qué serán? ¿Unos ocho o diez metros?
—Me imagino que sí —respondió el monitor.
—¿Cómo que «se imagina»? —se indignó Hillel—. ¿Ni siquiera sabe cómo es el material que usa?
—Cállate ya, por favor. Y, como nadie quiere empezar, elegiré yo a uno.
Evidentemente, el monitor me eligió a mí. Protesté alegando que siempre era yo el primero, pero el monitor no me hizo ni caso.
—Venga, súbete a la pértiga.
—¿Y por qué no se sube usted? —intervino de nuevo Hillel.
—¿Cómo?
—Que se suba usted primero.
—No pienso dejar que un niño me diga lo que tengo que hacer —se defendió el monitor.
—¿Le da miedo subirse? —preguntó Hillel—. A mí, en su lugar, me daría miedo. Las barras esas tienen una pinta peligrosísima. Yo no soy demasiado hipocondríaco, ¿sabe usted?, pero he leído en algún sitio que una caída desde tres metros de altura basta para que se te rompa la columna vertebral y te quedes paralítico el resto de tu vida. ¿Quién quiere quedarse paralítico de por vida? —le preguntó al público.
—¡Yo no! —contestamos todos.
—¡Que os calléis! —gritó el monitor.
—¿Seguro que tiene usted un título de monitor de gimnasia? —siguió inquiriendo Hillel.
—¡Por supuesto! ¡Y ahora, déjalo ya!
—Yo creo que todos nos quedaríamos más tranquilos si pudiéramos ver ese título —insistió Hillel.
—¡Pero es que no lo tengo aquí, hombre! —protestó el monitor, cuyo aplomo se estaba desinflando como un globo.
—¿No lo tiene aquí o no lo tiene en absoluto? —replicó Hillel.
—¡El título, el título! —exclamamos todos.
Lo estuvimos coreando hasta que el monitor no aguantó más, se subió al poste de un brinco, como si fuera un mono, y trepó por él para enseñarnos de lo que era capaz. Seguramente para impresionarnos, se puso a hacer un montón de movimientos inútiles y pasó lo que tenía que pasar: le resbalaron las manos y se cayó desde lo alto del poste, es decir, desde una altura de siete metros y medio para ser exactos. Se estampó contra el suelo y empezó a dar unos alaridos tremendos. Nosotros hicimos lo que pudimos para consolarlo, pero los médicos de la ambulancia nos explicaron que se había roto las dos piernas y que no lo volveríamos a ver antes de irnos. A Hillel lo expulsaron del campamento y, ya que estaban, a mí también. Tía Anita y Tío Saul vinieron a buscarnos y nos llevaron al hospital del condado para que nos disculpáramos con el pobre monitor.
Un año después de aquello, Hillel conoció a Woody. Para entonces ya tenía nueve años, seguía siendo un niño muy flaco y muy bajito y también seguía siendo el cabeza de turco de sus compañeros de colegio, que lo llamaban el Quisquilla. Los demás niños se metían tanto con él que en dos años lo cambiaron de colegio tres veces. Pero todas ellas acabó siendo tan desgraciado en el nuevo centro como en los anteriores. Hillel solo soñaba con una vida normal, con tener amigos en el barrio y una existencia similar a la de los demás niños de su edad. Sentía verdadera pasión por el baloncesto. Le encantaba. Los fines de semana, a veces llamaba por teléfono a sus compañeros de clase. «¿Oiga? Soy Hillel… Hillel. Hillel Goldman». Repetía el nombre hasta que, para zanjar aquello, decía: «Soy el Quisquilla…». Y el otro, al otro lado del teléfono, a veces sin mala intención, por fin se daba por enterado. «Quería saber si vas a ir a la cancha esta tarde». Desde el otro lado del teléfono le contestaban que no, que para nada. Pero Hillel sabía que le estaban mintiendo. Colgaba el teléfono educadamente y al cabo de una hora les decía a sus padres: «Me voy a jugar al baloncesto con los amigos». Se subía en la bici y se marchaba para todo el día. Iba a la cancha donde sus compañeros no deberían estar y, evidentemente, estaban. Hillel no les guardaba ningún rencor, se sentaba en el banco y esperaba a que le dejaran participar. Pero nadie quería nunca al Quisquilla en su equipo. Volvía a casa, triste, esforzándose, a pesar de todo, por poner buena cara. No quería que sus padres se preocuparan por él. Se sentaban a la mesa, llevaba puesta la camiseta de Michael Jordan, de la que salían aquellos dos brazos que parecían ramitas.
—¿Has jugado algo hoy? —le preguntaba Tío Saul.
Hillel se encogía de hombros.
—Bah. Los demás dicen que no es lo mío.
—Estoy convencido de que te las apañas como un campeón.
—Qué va, es cierto que soy un manta. Pero si nadie me da una oportunidad, ¿cómo quieren que mejore?
A mis tíos no les resultaba fácil encontrar un punto intermedio entre sobreprotegerlo y dejar que se curtiera en un mundo difícil. Al final, optaron por un colegio privado muy prestigioso, Oak Tree, que estaba muy cerca de su casa.
El colegio les gustó desde el primer momento. Los recibió el director, el señor Hennings, que les hizo de guía por todos los edificios explicándoles que su centro era excepcional:
—El colegio Oak Tree es uno de los mejores del país. Clases de primera calidad que imparten profesores contratados por toda la nación y programas adaptados.
El colegio alentaba la creatividad: tenía talleres de pintura, de música, de alfarería, y se enorgullecía de publicar un periódico semanal que escribían íntegramente los alumnos desde una sala de redacción a la última. Después, el director terminó de convencer a Tío Saul y Tía Anita entonando las primeras notas de su sinfonía milagrosa para padres desesperados:
—Niños felices, motivación, orientación, responsabilidades, reputación, calidad, cuerpo y mente, deportes de todo tipo, cantera de campeones de equitación.
Ignoro cómo logró Hillel la proeza de ponerse en contra a todos sus compañeros del colegio Oak Tree en tan solo unos días. Con esa hazaña en su haber, a continuación se las ingenió para caerle mal a buena parte del cuerpo docente señalando las erratas de los libros de ejercicios, corrigiéndole a un profesor la pronunciación de una palabra latina y, por último, haciendo preguntas que se consideraban inapropiadas para su edad.
—Eso lo aprenderás cuando estés en tercero —le dijo el profesor.
—¿Y por qué no ahora, ya que se lo he preguntado?
—Porque así son las cosas. No está en el programa, y el programa es el que es.
—Puede que ese programa suyo no esté adaptado a la clase.
—Puede que seas tú quien no está adaptado a esta clase, Hillel.
En los pasillos del colegio era imposible no fijarse en él. Se vestía con una camisa de cuadros abrochada hasta arriba para tapar la camiseta de baloncesto que siempre llevaba debajo con la esperanza de realizar algún día su sueño: desabrochársela, aparecer como un deportista invencible y anotar una canasta tras otra entre los vítores de los demás alumnos. Llevaba la mochila cargada de libros que sacaba de la biblioteca municipal y nunca se separaba de su balón de baloncesto.
No le hizo falta más que una semana en Oak Tree para que su vida cotidiana se convirtiera en un infierno. El matón de su clase, un gordo paticorto que se llamaba Vincent, pero a quien sus compañeros apodaban Cerdo, no tardó en cogerle manía.
Sería difícil aclarar quién inició las hostilidades. Porque cabe destacar que Cerdo, aunque solo fuera por su mote, era el primero con el que se metían los demás niños. En los soportales del patio de recreo, todos le gritaban tapándose la nariz: «¡Si huele a caca y meado, eso es que Cerdo ha llegado!». Cerdo se les echaba encima para arrearles, pero salían todos huyendo como una manada de cebúes asustados, a cuyo miembro más débil, Hillel, siempre acababa por alcanzar y hacerle pagar el pato. Normalmente Cerdo se conformaba con retorcerle el brazo por miedo a que lo pillara algún profesor, y le decía: «Hasta dentro de un rato, Quisquilla. ¡Que es tu santo y te voy a dar rosquillas!». Al acabar las clases, Cerdo se dirigía corriendo a la cancha de baloncesto que había cerca del colegio, a la que Hillel solía ir a hacer unos tiros, y allí le arreaba alegremente, mientras todos los alumnos de la clase acudían para presenciar el espectáculo. Cerdo lo agarraba por el cuello de la camisa, lo arrastraba por el suelo y lo abofeteaba, envalentonado por las salvas de aplausos.
Como siempre era a Hillel a quien pillaba, Cerdo acabó martirizándolo por sistema. En cuanto llegaba al colegio la tomaba con él y ya no lo soltaba. Y entonces, los demás alumnos empezaron a tratarlo como a un paria. Al cabo de tan solo tres semanas, Hillel le rogó a su madre que no lo obligara a seguir yendo a Oak Tree, pero Tía Anita le pidió que hiciera un esfuerzo:
—Hillel, cariño, no podemos estar cambiándote de colegio cada dos por tres. Si sigues así y no consigues adaptarte a ningún entorno escolar, tendremos que meterte en un colegio especializado…
Se lo decía con mucho cariño y una pizca de fatalismo. Hillel, que no quería entristecer a su madre ni, mucho menos, acabar en un colegio especializado, tuvo que resignarse a las palizas cotidianas después de clase.
Sé que Tía Anita se lo llevaba de tiendas e intentaba inspirarse en los chicos de su edad que conocía para animarlo a vestirse de una forma más convencional. Cuando lo dejaba en el colegio por la mañana, le pedía por favor: «No llames la atención, ¿vale?, y búscate algún amigo». Le ponía bollitos de más en la merienda para que los repartiera entre sus compañeros y les cayera bien. Hillel le decía: «Oye, mamá, a los amigos no se los compra con bollitos». Ella lo miraba con cierta impotencia. En el recreo, Cerdo le vaciaba la mochila en el suelo, recogía los bollitos y se los embutía todos en la boca a la fuerza. Por la noche, Tía Anita le preguntaba:
—¿Les han gustado los bollitos a tus amigos?
—Mucho, mami.
Al día siguiente, le ponía más aún sin saber que estaba condenando a su hijo a poner a prueba su elasticidad bucal. El espectáculo de los bollitos pronto gozó de un éxito fenomenal: los alumnos se reunían en el patio de recreo alrededor de Hillel para ver cómo Cerdo le metía media docena de bollos por el gaznate. Y todos gritaban: «¡Traga! ¡Traga! ¡Traga! ¡Traga!». El profesor, alarmado por el jaleo, acabó poniéndole una penalización a Hillel y escribió en el boletín de evaluación: «Se le da bien organizar espectáculos, pero no compartir».
Tía Anita le contó sus preocupaciones al pediatra de Hillel.
—Doctor, dice que no le gusta el colegio. Duerme mal por las noches, come poco. Le noto que no es feliz.
El médico miró a Hillel.
—¿Es cierto lo que dice tu mamá, Hillel?
—Sí, doctor.
—¿Por qué no te gusta el colegio?
—No es tanto el colegio como los otros niños.
Tía Anita suspiró:
—Siempre estamos igual, doctor. Dice que son los otros niños. Pero ya le hemos cambiado de colegio varias veces…
—¿Entiendes que si no haces un esfuerzo por integrarte irás a un colegio especializado, Hillel?
—A un «colegio especial», no… No quiero.
—¿Por qué no?
—Quiero ir a un colegio normal.
—Entonces, te toca a ti mover ficha.
—Ya lo sé, doctor, ya lo sé.
Cerdo le pegaba, le robaba y lo humillaba. Lo obligaba a beberse botellas llenas de un líquido amarillento, lo obligaba a lamer charcos de agua putrefacta y le untaba la cara de barro. Lo levantaba como si fuera una ramita, lo sacudía como a unas maracas, le gritaba: «¡No eres más que una quisquilla, una caca de perro, un caraculo!» y cuando se le acababa el vocabulario, le soltaba puñetazos en el estómago que le cortaban la respiración. Hillel estaba espantosamente flaco y Cerdo lo hacía volar por los aires como un avión de papel, le pegaba con la cartera, le aporreaba la cabeza, le retorcía el brazo para todos lados y por fin le decía: «Solo paro si me lames los zapatos». Y para que lo dejara en paz, Hillel obedecía. Se ponía a cuatro patas delante de todo el mundo y le lamía las suelas a Cerdo, que aprovechaba para largarle unas cuantas patadas en la cara. La mitad de los demás alumnos se reía y la otra mitad, dejándose llevar por el entusiasmo popular, se le echaba encima para arrearle también ellos. Le saltaban encima, le estrujaban las manos, le tiraban del pelo. Todos tenían el mismo y único objetivo: su propia salvación. Mientras Cerdo estuviera entretenido con Hillel, no la tomaría con ellos.
Cuando terminaba el espectáculo, todos se iban.
—¡Como te chives, estás muerto! —le eructaba Cerdo regalándole un último escupitajo en los ojos.
—¡Eso, estás muerto! —repetía el coro de seguidores.
Hillel se quedaba tirado en el suelo, como un escarabajo puesto patas arriba, y, cuando regresaba la calma, se levantaba, cogía su balón de baloncesto y podía por fin ir a la cancha desierta. Tiraba a canasta, jugaba partidos imaginarios y volvía a casa a la hora de cenar. Cuando Tía Anita se encontraba con aquella silueta descoyuntada y con los desgarrones en la ropa, exclamaba horrorizada:
—Hillel, por Dios, ¿qué te ha pasado?
Y él, con una sonrisa deslumbrante, ocultando la congoja que sentía para evitársela a su madre, contestaba:
—Bah, nada, que hemos jugado un partido bestial, mami.
A unas veinte millas de allí, en los barrios del este de Baltimore, Woody estaba interno en un hogar para niños difíciles cuyo director, Artie Crawford, era un viejo amigo de Tío Saul y Tía Anita. Ambos trabajaban allí como voluntarios: Tía Anita pasaba consulta gratuitamente y Tío Saul había montado un servicio permanente de asesoría jurídica para ayudar a los internos y a sus familias con los trámites administrativos y otras gestiones.
Woody tenía la misma edad que nosotros, pero era la antítesis de Hillel: con un físico mucho más maduro y desarrollado, aparentaba bastante más edad. Muy alejados del sosiego de Oak Park, los barrios del este de Baltimore estaban infestados por una delincuencia explosiva, el tráfico de drogas y la violencia. Al hogar le costaba garantizar la escolarización de los niños, que no podían evitar sucumbir a las malas compañías y rara vez lograban resistirse a la tentación de reproducir en torno al núcleo de una banda la unidad familiar de la que carecían. Woody era uno de ellos: peleón, pero con buen fondo, muy influenciable y a quien tenía dominado un chico mayor que él, Devon, tatuado, camello eventual e inseparable de una pistola que se guardaba en los calzoncillos y que le gustaba exhibir a escondidas en algún callejón.
Tío Saul conocía a Woody porque había tenido que asistirle varias veces. Era un niño adorable y cortés, pero como se pasaba la vida peleándose, las patrullas de policía lo detenían con regularidad. A Tío Saul le caía bien porque siempre se peleaba por una causa noble: una ancianita insultada, un amigo en apuros, un compañero más pequeño del hogar víctima de algún chantaje o abuso… y allí estaba él dispuesto a hacer justicia a puñetazo limpio. Todas y cada una de las veces que había tenido que intervenir a su favor, Tío Saul había conseguido convencer a los policías de que lo soltaran sin presentar denuncia. Hasta la noche en que Artie Crawford, el director del hogar, lo llamó por teléfono relativamente tarde para comunicarle que Woody volvía a tener problemas y que en esta ocasión era algo muy grave: había pegado a un policía.
Tío Saul se fue inmediatamente a la comisaría de Eastern Avenue, donde estaba detenido Woody. Por el camino, se tomó incluso la molestia de importunar al ayudante del jefe de policía, con quien tenía confianza, para preparar el terreno: quizá necesitara que le echaran una mano desde las altas instancias para impedir que algún juez concienzudo se pusiera a mirar el expediente. Cuando llegó a comisaría no se encontró a Woody en una celda o esposado a un banco, sino cómodamente instalado en la sala de interrogatorios, leyendo un cómic y tomándose un cacao.
—Woody, ¿va todo bien? —le preguntó Tío Saul al entrar en la sala.
—Buenas noches, señor Goldman —respondió el chico—. Siento que se haya tomado tantas molestias por mí. Todo va bien, los policías son de lo más amable.
No había cumplido ni diez años y sin embargo tenía ya la complexión de un chico de trece o catorce. Con los músculos ya marcados y hematomas viriles en la cara. Y, con todo, se había ganado el corazón de los polis del barrio, que hasta le preparaban cacao calentito.
—¿Así es como se lo agradeces? —replicó Tío Saul, levemente irritado—. ¿Dándoles puñetazos en la jeta? Woody, caramba, ¿qué mosca te ha picado? ¿Pegarle a un policía? ¿Sabes la factura que pasa eso?
—No sabía que era policía, señor Goldman. Se lo juro. Iba de paisano.
Woody le contó que se había metido en una pelea: mientras se zurraba con tres tíos que le doblaban la edad, un policía de paisano había intervenido para separarlos y, en medio de la trifulca, se había llevado un puñetazo que lo había tumbado en la lona.
En ese preciso momento, un inspector entró en la habitación; tenía un ojo morado e hinchadísimo.
Woody se levantó y lo abrazó cariñosamente.
—De verdad que lo siento, inspector Johns, me creí que era usted un tío chungo.
—Bah, le puede pasar a cualquiera. Vamos a olvidarlo. Toma, si algún día necesitas ayuda, no tienes más que llamarme.
El inspector le alargó su tarjeta.
—¿Eso significa que puedo irme, inspector?
—Sí. Pero la próxima vez que veas una pelea, llama a la policía, no quieras zanjarla tú solo.
—Se lo prometo.
—¿Quieres otro cacao? —le preguntó, además, el inspector.
—No, no quiere otro cacao —ladró Tío Saul—. Hombre, inspector, un poco de dignidad, que, al fin y al cabo, ¡le ha pegado!
Se llevó a Woody fuera de la sala y le leyó la cartilla:
—Woody, entérate, vas a terminar teniendo problemas de verdad. No siempre habrá polis buenos y abogados buenos para ayudarte cada vez que la cagues. Puedes acabar en la cárcel, ¿eso lo entiendes?
—Sí, señor Goldman, ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué sigues haciendo lo mismo?
—Creo que es como un don. Tengo el don de las peleas.
—Bueno, pues búscate otro don, por favor. Y, además, un niño de tu edad no pinta nada por la calle en plena noche. Tú, por la noche, lo que tienes que hacer es dormir.
—Es que no puedo. No me gusta mucho ese hogar. Me apetecía ir a dar una vuelta.
Llegaron a la recepción de la comisaría, donde los estaba esperando Artie Crawford.
Woody le volvió a dar las gracias a Tío Saul:
—Es usted mi salvador, señor Goldman.
—Esta vez no te he servido de mucho.
—Pero siempre está ahí cuando lo necesito.
Woody se sacó siete dólares del bolsillo y se los ofreció.
—¿Qué es esto? —preguntó Tío Saul.
—Es todo el dinero que tengo. Para pagarle. Para darle las gracias por ayudarme cuando la cago.
—No se dice cagarla. Y no hace falta que me pagues.
—Usted dijo cagarla antes.
—Pues hice mal. Lo siento.
—El señor Crawford dice que siempre hay que pagar a la gente de una forma u otra los favores que nos hace.
—Woody, ¿tú quieres pagarme?
—Sí, señor Goldman, me gustaría mucho.
—Entonces haz todo lo posible para que no te detengan. Será el mayor pago que pueda recibir, mi mejor salario. Verte dentro de diez años y saber que estás en una buena universidad. Ver a un joven bien encarrilado y no a un delincuente que ya se ha pasado media vida en un reformatorio.
—Lo haré, señor Goldman. Estará usted orgulloso de mí.
—Y por todos los santos, deja de llamarme señor Goldman. Llámame Saul.
—Sí, señor Goldman.
—Hala, y ahora lárgate y conviértete en una buena persona.
Pero Woody era un niño con sentido del honor. Quería a toda costa agradecerle a mi tío su ayuda y, al día siguiente, se le plantó en el bufete.
—¿Por qué no estás en el colegio? —se exasperó Tío Saul al verlo aparecer en su despacho.
—Quería verlo. Tiene que haber algo que yo pueda hacer por usted, señor Goldman. Se ha portado tan bien conmigo…
—Tómatelo como un empujoncito que te da la vida.
—Si quiere, le puedo cortar el césped.
—No necesito que nadie me corte el césped.
Woody insistió. Estaba convencido de que la idea de cortar el césped era estupenda.
—Ya, pero es que yo se lo voy a cortar a la perfección. Va a tener un césped impecable.
—Mi césped está de maravilla. ¿Por qué no estás en el colegio?
—Es por su césped, señor Goldman. Me haría muchísima ilusión cortárselo para agradecerle lo bien que se porta conmigo.
—No merece la pena.
—Me gustaría mucho, señor Goldman.
—Woodrow, levanta la mano derecha, por favor, y repite lo que yo diga.
—Sí, señor Goldman.
Levantó la mano derecha y Tío Saul declamó:
—Yo, Woodrow Marshall Finn, juro no volver a cagarla.
—Yo, Woodrow Marshall Finn, juro no volver a… Usted dijo que no podía volver a decir cagarla, señor Goldman.
—Muy bien. Pues entonces: juro no volver a meterme en problemas.
—Juro no volver a meterme en problemas.
—Listo, ya me has pagado. Estamos en paz. Ahora puedes volver al colegio. Date prisa.
Woody refunfuñó, resignado. No le apetecía volver al colegio, quería cortarle el césped a Tío Saul. Se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies y entonces se fijó en las fotos que había encima de un mueble.
—¿Son su familia? —preguntó.
—Sí. Esta es mi mujer, Anita, y este es mi hijo, Hillel.
Woody cogió un marco y observó los rostros de la foto.
—Parecen majos. Tiene usted suerte.
En ese preciso instante, se abrió la puerta del despacho y Tía Anita entró precipitadamente, demasiado alterada como para fijarse en él.
—¡Saul! —exclamó con los ojos enrojecidos por las lágrimas—. ¡Le han vuelto a dar una paliza en el colegio! Dice que no quiere volver. Ya no sé qué hacer.
—¿Qué ha pasado?
—Dice que todos los demás niños se burlan de él. Dice que no quiere volver a ir a ningún sitio.
—Lo cambiamos de colegio en mayo —suspiró Tío Saul—. Y otra vez en verano para meterlo en este. No podemos volver a cambiarlo. Esto es infernal.
—Ya lo sé… ¡Ay, Saul! Estoy desesperada…