18.
El verano de 1996, cuando rompí con Alexandra, resultó ser un tanto apocalíptico.
Me dejó justo antes de que yo me fuera a los Hamptons y, por primera vez en mi vida, fui allí con pesar. Cuando llegué, me di cuenta de que toda la Banda de los Goldman estaba de humor mohíno. Había sido un año difícil: después de la muerte de Scott, la apacible rutina de mis primos se había descabalado.
En un período de pocos meses, Hillel y Woody habían sufrido una doble separación. Primero en octubre, después de que expulsaran a Woody de Buckerey. Y luego en enero, cuando mandaron a Hillel al «colegio especial», después de un final de trimestre catastrófico. Ya solo dormía en Oak Park los fines de semana.
Me daba la impresión de que todo estaba desajustado. Y eso que aún me esperaban más sorpresas: el día que llegué, mis primos y yo fuimos a El Paraíso en la Tierra para saludar al encantador matrimonio Clark. Nos topamos con un cartel de «Se vende» clavado en el césped de la finca.
Jane nos abrió la puerta, con expresión abatida. Seth estaba en el salón, en una silla de ruedas. Había sufrido un ataque y se había quedado muy disminuido. Ya no podía hacer nada. Y la casa, con tantos peldaños y escaleras, ya no era apropiada para él. Jane quería venderla cuanto antes. Sabía que no iba a tener ni tiempo ni ánimos para seguir cuidándola y quería dejarla mientras aún estuviera en buen estado. Estaba dispuesta a desprenderse de ella a muy buen precio: era una ocasión única. Había quien hablaba del «negocio del siglo».
La casa ya estaba en boca de todos los agentes inmobiliarios de la zona cuando Tío Saul y Tía Anita se plantearon comprarla. Jane Clark, por amistad, incluso les dio prioridad en la venta. Hablábamos de ella continuamente. En todas las comidas, le preguntábamos a Tío Saul si ya se lo había pensado.
—¿Vais a comprar El Paraíso en la Tierra?
—Aún no lo sabemos —contestaba Tío Saul esbozando una sonrisa.
Ya no salía nunca del despacho estival que se había montado en el cenador. Lo veía pasar de los expedientes jurídicos a los planes de financiación para la casa, manejándose con soltura entre las llamadas que recibía del bufete de Baltimore y las que él hacía al banco. Transcurrían los años y a mí me seguía pareciendo un hombre cada vez más impresionante.
*
Los días que pasamos en los Hamptons pescando y bañándonos desde el embarcadero de los Clark nos sentaron bien. La Banda de los Goldman estaba al completo y eso nos ayudaba a sacudirnos la melancolía. Nos habíamos puesto a disposición de Jane Clark, a la que le teníamos muchísimo cariño: la ayudábamos a hacer recados o a bajar a Seth en la silla de ruedas para que pudiera disfrutar de la terraza debajo de una sombrilla.
Todas las mañanas, Woody salía a correr. Yo lo acompañaba casi siempre. Me gustaba ese rato que pasábamos solos él y yo, charlando durante todo el recorrido.
Comprendí que llevaba muy mal el estar separado de Hillel. Ahora ocupaba una posición de hijo único en casa de los Baltimore. Se levantaba solo, cogía el autobús solo y comía solo. Presa de la nostalgia, se llevaba a veces la añoranza hasta al cuarto de Hillel, donde se dejaba caer en la cama y jugaba a lanzar al aire una pelota de béisbol. Tío Saul le había enseñado a conducir. Se sacó el carné en muy poco tiempo. Ahora pasaba la tradicional noche de pizza de los martes solo con Tía Anita. Pedían la comida y se instalaban uno junto al otro en el sofá, delante de la televisión.
Para motivarlo con la práctica del fútbol, Tío Saul sacó un abono para asistir a los partidos de los Washington Redskins. Iban los tres, en familia, tocados con la misma gorra con los colores de su equipo. Tía Anita se sentaba entre sus dos hombres, y se empapuzaban de palomitas y perritos calientes. Pero, a pesar de los esfuerzos de mis tíos, Woody había vuelto a asilvestrarse un poco, creo que evitaba pasar mucho tiempo en casa. En el instituto, después de clase, entrenaba con otros miembros del equipo en el recinto del estadio para estar en su nivel óptimo cuando empezara la temporada de fútbol al otoño siguiente. Tía Anita iba a verlos muchas veces. La tenía algo preocupada. Se sentaba en las gradas del estadio y lo animaba. Cuando terminaba el entrenamiento, lo esperaba a la salida de los vestuarios. Al fin aparecía, recién duchado, con los músculos turgentes, espléndido.
—Saul ha reservado mesa en el Steak House que te gusta. ¿Quedamos allí? —le proponía cogiéndose de su brazo.
—No, gracias. Es un detalle, pero vamos a ir a tomar algo todos los del equipo.
—De acuerdo, entonces, pásatelo bien y ve con cuidado a la vuelta. ¿Tienes llaves?
—Sí, gracias.
—¿Y dinero?
Woody sonreía.
—Sí, muchas gracias.
La miraba alejarse hacia el coche. Sus compañeros iban saliendo de los vestuarios a su vez. Siempre había alguno que lo honraba con una palmada amistosa en la espalda.
—Oye, tronco, anda y que no está buena tu madre.
—Cierra el pico, Danny, o te parto la cara.
—Tranqui, que lo digo de coña. ¿Vienes a cenar con el equipo?
—No, gracias, ya he quedado. ¿Nos vemos mañana a la misma hora?
—Guay, hasta mañana.
Se iba del estadio, solo, y se dirigía hacia el aparcamiento. Se aseguraba de que Tía Anita se hubiera ido, se subía al coche que le había prestado Tío Saul y se marchaba.
Tenía cuarenta y cinco minutos de carretera hasta Blueberry Hill. Encendió la radio y puso el volumen al máximo que sus oídos podían soportar. Como hacía siempre, cogió la salida anterior a la de su destino para pararse en la hamburguesería de un área de servicio. Hizo el pedido sin salir del coche: dos hamburguesas con queso, patatas, aros de cebolla, dos Cocas y dónuts con glaseado de vainilla, todo para llevar. Cuando se lo sirvieron volvió a la autopista, rumbo a Blueberry.
Para tener la seguridad de que no lo viera nadie, apagó los faros antes de llegar al aparcamiento desierto del colegio. Como de costumbre, Hillel lo estaba esperando allí. Corrió hacia el coche y abrió la puerta del copiloto.
—Por fin, tío —dijo acomodándose en el asiento—, creí que no llegabas nunca.
—Lo siento, el entrenamiento se ha alargado.
—¿Y estás en forma?
—¡Ya lo creo!
Hillel se echó a reír.
—Eres de lo que no hay, Wood. Vas a acabar en la NLF, ya lo verás.
Metió la mano en la bolsa de papel que le tendía Woody y sacó una hamburguesa con queso. Palpó el interior de la bolsa y sonrió.
—¿Te has acordado de la cebolla frita? ¡Eres el mejor! Qué haría yo sin ti…
Se pusieron a zampar.
Después de comer, sin consultarse pero de común acuerdo, salieron del coche y se sentaron en el capó. Woody sacó del bolsillo un paquete de tabaco, cogió un cigarrillo y le ofreció a Hillel, que cogió otro. Aquellos dos puntos incandescentes en la noche eran lo único que señalaba su presencia.
—No me puedo creer que vayáis a ver los partidos de los Redskins. ¡Papá nunca quiso sacar un abono para los Bullets!
—Bueno, puede que fueses muy pequeño en aquella época. Vuelve a pedírselo ahora.
—No, ahora ya paso.
—Toma, te he cogido una gorra del equipo. ¿No te comes los aros de cebolla?
—No tengo más hambre.
—Venga, Hill, no te pongas así. Si no es más que una chorrada de partidos de fútbol. La próxima vez que vengas, iremos todos juntos a ver el partido.
—Que no, que ya te he dicho que paso.
Cuando acabaron de fumar, llegó el momento de separarse. Hillel iba a volver a su cuarto igual que había salido: por la ventana de la cocina y, una vez dentro del edificio, moviéndose sigilosamente. Antes de despedirse, se dieron un abrazo.
—Cuídate, tío.
—Tú también. Te echo de menos. La vida no es lo mismo sin ti.
—Ya lo sé. Yo estoy igual. Solo es una racha de mierda, volveremos a estar juntos. Nada puede separarnos, Wood, nada.
—Eres mi hermano para siempre, Hill.
—Tú también. Ten cuidado en la carretera.
Hillel se perdió en la noche y Woody se marchó. En el camino de vuelta a Baltimore, en el habitáculo que surcaban fugazmente las luces de la carretera, se fijó en que tenía cada vez más bíceps. Las mangas del jersey estaban a reventar. Se entrenaba hasta perder la cordura. Pasaba planeando por encima de lo demás de la vida, sin prestar gran interés ni a las clases, ni a las chicas, ni a hacer amigos nuevos. Le dedicaba todo su tiempo y su energía al fútbol. Llegaba al campo una hora antes de que empezara el entrenamiento para practicar las patadas y la longitud de pase, él solo. Corría dos veces al día, cinco días a la semana. Siete millas por la mañana y cuatro a última hora de la tarde. A veces salía a correr en plena noche, a una hora en la que Tío Saul y Tía Anita ya estaban durmiendo.
Fue casi al final de nuestra estancia, después de un mes de pensárselo, cuando Tío Saul y Tía Anita tuvieron que renunciar a comprar El Paraíso en la Tierra. Al ser una casa de alto standing, con playa privada, y teniendo en cuenta cómo habían subido los precios inmobiliarios en esa zona, el «negocio del siglo» suponía, a pesar de todo, varios millones de dólares.
Fue la primera vez que vi a mi tío Saul enfrentarse a un límite que no podía superar. A pesar de su buena situación económica, le resultaba imposible reunir los seis millones de dólares que pedían por la casa. Aun vendiendo la casa de vacaciones, habría tenido que pedir un segundo préstamo cuando ni siquiera había terminado de pagar el que solicitó para comprar en La Buenavista. A eso se sumaban los gastos de mantenimiento de El Paraíso, que eran muy superiores a los que solía pagar él. No era sensato y prefirió renunciar al proyecto.
Todo esto lo sé porque sorprendí una conversación que tuvo con Tía Anita después de que fuera a verlo el agente inmobiliario que llevaba la venta de la casa; al final de dicha conversación, Tía Anita lo abrazó cariñosamente y le dijo:
—Eres un hombre cuerdo y prudente, y por eso te quiero. En esta casa estamos bien. Y, sobre todo, somos felices. No necesitamos nada más.
Cuando nos fuimos de los Hamptons, El Paraíso en la Tierra seguía sin comprador. No podíamos imaginarnos ni de lejos la sorpresa que nos íbamos a llevar el verano siguiente.
*
Durante el año que transcurrió, me costó mucho trabajo asimilar la ruptura con Alexandra. No lograba aceptar que no quisiera estar conmigo y que el año que habíamos pasado juntos no fuera tan importante para ella como lo había sido para mí. Durante varios meses, rondé como un alma en pena por Nueva York y los escenarios de nuestro amor. Anduve vagabundeando cerca de su instituto, del café donde se nos habían pasado tantas tardes juntos, regresé a las tiendas de música que nos habíamos peinado y a ese bar al que ella iba a tocar. Ni el dueño de la tienda de música ni el encargado del bar habían vuelto a verla.
—La chica que tocaba la guitarra —pregunté a cada uno de ellos—, ¿se acuerda de ella?
—Me acuerdo muy bien —me contestó cada cual—, pero hace muchísimo tiempo que no la veo.
Estuve de plantón delante de los edificios donde vivían sus padres. No tardé en darme cuenta de que ni Patrick ni Gillian seguían viviendo en sus respectivos pisos.
Desorientado, me lancé a buscarlos. No encontré ni rastro de Gillian. En cambio, descubrí el ascenso fulgurante que había tenido Patrick Neville en Nueva York. Sus fondos tenían una altísima rentabilidad. Nunca me había fijado en que era una figura muy conocida en el mundillo financiero: había escrito varios libros de economía y me enteré de que incluso daba clase en la universidad de Madison, en Connecticut. Al final, averigüé su nueva dirección: una torre elegante de la calle 65, a unas manzanas de Central Park, con portero, marquesina de lona y alfombra en la acera.
Fui allí varias veces, sobre todo en fin de semana, con la esperanza de cruzarme con Alexandra saliendo del edificio. Pero eso no sucedió nunca.
En cambio, sí que vi varias veces a su padre. Acabé por saludarlo un día, cuando volvía a casa.
—¿Marcus? —me dijo—. ¡Me alegro de volver a verte! ¿Qué tal estás?
—Bien.
—¿Qué haces por el barrio?
—Pasaba por aquí y le he visto salir del taxi.
—Vaya, el mundo es un pañuelo.
—¿Qué tal está Alexandra?
—Está bien.
—¿Sigue dedicándose a la música?
—No lo sé. Qué pregunta tan rara…
—No ha vuelto a ir a la tienda de música ni al bar donde cantaba.
—Ya no vive en Nueva York, ¿sabes?
—Ya lo sé, pero ¿no vuelve nunca por aquí?
—Sí, con regularidad.
—Entonces, ¿por qué no sigue cantando en ese bar ni ha vuelto a la tienda de guitarras? Me da la impresión de que ha dejado la música.
Se encogió de hombros.
—Está muy ocupada con los estudios.
—Los estudios no van a servirle para nada. Ella tiene alma de música.
—Sabes, ha pasado una época muy difícil. Primero perdió a su hermano y luego su madre y yo nos estamos divorciando. Supongo que no tiene ánimo para cancioncillas.
—No eran cancioncillas, Patrick. La música era su sueño.
—Puede que vuelva a interesarle más adelante.
Me estrechó la mano amablemente para despedirse.
—Nunca debería haberse ido a la universidad.
—¿Ah, no? ¿Y adónde debería haber ido?
—A Nashville, en Tennessee —contesté yo sin pensármelo.
—¿A Nashville, en Tennessee? ¿Y por qué?
—Porque esa es la ciudad de los auténticos músicos. Se habría convertido en una estrella. Es una música estupenda y usted ni siquiera es capaz de verlo.
No sé por qué dije lo de Nashville. Puede que fuera porque soñaba con irme muy lejos con Alexandra. Durante mucho tiempo, estuve fantaseando con que no se había ido a la universidad de Madison. Durante mucho tiempo, estuve fantaseando con que el día que fue a Montclair para romper conmigo en realidad había ido a buscarme para que la llevara a Nashville, en Tennessee. Toca la bocina y yo salgo de casa con la mochila en la mano. Conduce un descapotable viejo, lleva puestas las gafas de sol y se ha pintado con la barra de labios oscura que usa cuando es feliz. Me subo al coche de un salto sin molestarme en abrir la puerta, arranca y nos vamos. Nos vamos hacia un mundo mejor, el de los sueños. Viajamos durante dos días. Atravesamos Nueva Jersey, Pensilvania, Maryland y Virginia. Pasamos la noche en Roanoke, en Virginia. A la mañana siguiente, entramos por fin en Tennessee.