21
Henry Merrivale entró lentamente y colocó la linterna en el borde, cerca de donde estaba el coronel Bailey.
—Buenas tardes, coronel —dijo Henry Merrivale.
—Buenas tardes, Merrivale —el coronel Bailey igual podría haber dicho, entre dientes, estas palabras de saludo en su club.
—Hubiese deseado infinito que esto no hubiera ocurrido —refunfuñó Henry Merrivale sin mirarlo—. En usted hay mucho de bueno y ha sido un hombre maltratado por su propio país… —hizo una pausa.
—Si cree que me importa mucho ser ahorcado por el homicidio de Cordy… —dijo inflexiblemente el coronel.
—¡Oh, el homicidio de Cordy! —repuso Henry Merrivale descartando esto con un ademán como si fuera peccata minuta.
¿Matar a un chantajista codicioso? Si eso fuera todo cuanto ha hecho, yo podría haber borrado las pruebas en contra de usted y tal vez todavía pueda hacerlo. Pero hay otras cosas que no puedo olvidar. Usted es La Viuda. Ha sido siempre La Viuda. No puedo olvidar la muerte de Cordelia Martin. No puedo olvidar el montón de personas honradas que casi han perdido la cabeza.
»Coronel, si alguien alguna vez le tildara de despreciable y de falto de corazón… —aquí el coronel Bailey se enderezó—, usted querría fulminar a esa persona. Sin embargo, en el fondo y aun cuando no lo haya sabido del todo, esto ha sido y es usted.
De repente Henry Merrivale giró la cabeza y le miró de frente.
El coronel Bailey sostenía con naturalidad el revólver Webley en la mano, a pesar de que su cara pecosa parecía lívida.
—¿Me permite que le diga por qué era tan evidente que usted era La Viuda? —preguntó Henry Merrivale.
—Usted me escribió. Dijo que conocía mi estrategia, pero no dijo que yo fuese La Viuda. Bueno, me gustaría escuchar lo que tenga usted que decir.
—Se ha jactado de ser un estratega —repuso Henry Merrivale— y nadie podría decir que no sea usted uno de los buenos. Yo también, en mi vida, me he ocupado mucho de estrategia. Comprendí su juego y en su nerviosismo cometió un grave error.
—¿Cuál?
—Supe que era usted culpable la primera vez que hablamos, en la noche del sábado trece. Estábamos (¿lo recuerda?) de pie junto al mapa en relieve entre las dos ventanas. Usted tenía el cristal de aumento encima de unos soldados de infantería casi invisibles.
—Lo recuerdo. ¿Y?
—Dio su primera opinión sincera sobre el autor de los anónimos. Dijo: «Salvo por la falta de corazón que hay en ello…».
El coronel Bailey se perturbó.
—Puedo comprender el (¿cómo diría yo?) trabajo mental del individuo que escribe estas cartas —repitió Henry Merrivale—. Dijo esto cometiendo un error en medio de su estrategia. Las demás personas que encontré, entonces o después, se refirieron claramente a la mujer o a ella. Dieron por descontado que La Viuda era una mujer. Porque usted lo sabía, dijo inadvertidamente «individuo».
El coronel Bailey nada repuso, pero miró el Webley calibre treinta y ocho que brillaba a la luz de la linterna a su lado, balanceándolo en la palma de la mano.
—No obstante —continuó Henry Merrivale—, éstas no fueron todas sus palabras. No, ¡caramba! Para alejar de usted las sospechas añadió: «En este mundo hay muchas personas que tienen en su interior una bilis amarga. Algunos se libran de ella vertiéndola en el War Office, como yo. Otros… bueno, tiene el resultado en la mano».
Un fulgor sardónico asomó debajo de los párpados del coronel, pero inmediatamente se desvaneció.
—Ahora, esto parece tan suave como la crema. Puede pasar inadvertido, consolidando su inocencia —dijo Henry Merrivale—. Pero en mí tuvo el efecto contrario y le he dicho que fue lo más importante que dijo.
»Porque, coronel, no era verdad. No puede uno librarse de la bilis escribiendo cartas, a no ser que las mismas surtan efecto. Y con su eterna e interminable correspondencia con el War Office (ordenada en los legajos que tiene en los estantes) ni siquiera había conseguido hacer un rasguño en una pared de granito.
»Sabía que tenía razón; se sentía frenético ante la certeza de tener razón. Y los obstinados sinvergüenzas ni siquiera se avenían a escucharle. Era angustioso. La bilis se había adueñado de usted hasta el extremo de hacer vacilar su razón.
»Y no me fue difícil recordar lo que usted había dicho poco tiempo antes. ¿Lo recuerda, coronel? Estaba de pie delante del mapa en relieve, con aquel enorme cristal de aumento sobre los soldados de infantería tan pequeños que apenas se podían ver.
»“¡Poder!”, exclamó usted sin que tuviera ninguna relación con nada de lo que había dicho. Podría haber sido el propio Hitler hablando.
»No fue ni siquiera un descuido. No se acordaba de mí. Pensaba en aquellos soldados de infantería, apenas visibles, que no eran verdaderos seres humanos y que no servían para otra cosa sino para ser aplastados. Mucho más tarde el inspector Garlick, hablando en general, le clasificó a usted en el tercer grupo de los autores de anónimos (a pesar de que cerré la boca y me negué a hacer ninguna clase de comentario) cuando dijo “es como el amor de Hitler por lo que no puede conseguir”. Y en conjunto “principalmente hombres”.
»Esta clasificación no le abarcaba, por lo menos fácilmente. Vertía su bilis amarga en perjuicio de muchos y no en uno solo, porque quería herir a la gente en general como le habían herido a usted. Pero hubo una cosa que se resistió a hacer. El sábado por la noche yo dije que usted era una combinación de algo tan inocente como un niño, pero tan perspicaz como Boeny y Washington juntos. Es verdad que en una forma menos pomposa.
»Pues el domingo por la mañana… ¡Diantre!
»Bueno, conseguimos un cesto lleno de cartas. El vicario se empeñó en pronunciar aquel sermón, aunque esperaba que hubiese sido más moderado. ¿Comprende por qué no obtuvimos ni una carta de ningún aldeano, a excepción de Rafe Danvers y del doctor Schmidt, que no pueden ser clasificados como aldeanos en el sentido al que usted se refería?
El coronel Bailey no escuchaba.
—¡Hitler! —refunfuñó con una voz cargada de odio. Los ojos parecían envejecidos y perdidos en su cara alargada—. Pero nunca pensé… ¡Dios lo sabe! ¿Qué pensé?
Henry Merrivale, a su vez, no era ni el acusador ni el vengador. Hablaba con tono grave. Nunca se dirigió a su interlocutor llamándole «hijo» o sin formalidad.
—Comprende, coronel —insistió—, ¿por qué ninguno nos presentó el más mínimo pedazo de papel? Porque esas cartas eran «demasiado» perversas. Llevó las cosas demasiado lejos, por eso causó la muerte de Martin. Cultivaba la amistad de los aldeanos, conversaba y tomaba una copa con ellos, como parte de su programa. Era el señor. Ellos eran los plebeyos.
»Por otra parte, se veía obligado a enviar cartas a todos, pues de no ser así, hubiese parecido extraño. Pero no podía (no tenía valor) para herir a sabiendas a alguien a quien realmente quería de verdad. Insistí tanto en afirmar que nadie podía creer en los anónimos que algunas personas habrán pensado que estaba loco.
»Usted insistía en acusar a Joan de tener relaciones con el vicario. Importunó a West el cargo de mantener intimidad con Stella Lacey porque sabía muy bien que nadie lo creería, dado que Theo Bull y sus amigos (cuando el sábado quisieron pegarse con el vicario) se rieron de que se dijera que Joan estaba complicada en una relación amorosa, lo que excluía también al vicario.
»West fue acusado de conducirse de forma indecente con Stella Lacey; aunque no descubrí las cartas de mistress Lacey hasta después, no supuse que así era. Le pregunté a Virtue Concklin (como representante de la opinión de la aldea) y a Marión Tyler (como representante de la clase media) qué pensaba la gente. Las dos dijeron que no eran más que tonterías. Y Stella Lacey, cuyo elogio usted ha repetido por todas partes, tampoco quedó realmente manchada. Además, por eso las cartas no contienen muchas indecencias. Usted sabía, o pensaba, que deberían contener un poco. Pero usted es un señor. “No pudo llegar a hacerlo”.
»Caramba, nos estamos adelantando. Volvamos a aquel complaciente cesto de cartas reunidas el domingo.
»Un aspecto interesante fue su fraseología, que fastidió después los oídos del inspector Garlick porque sabía que le resultaba familiar (especialmente a él) y no conseguía dar con el porqué. Pero es bastante fácil, coronel, si toma algunos ejemplos.
La prodigiosa memoria de Henry Merrivale le hacía peligroso en las discusiones o en el tribunal. Con su figura grotesca enfundada en el impermeable y con su cara todavía sin limpiar, parpadeó un momento mirando hacia un rincón del techo.
Luego comparó los comienzos de las cartas que podemos recordar.
—Al doctor Schmidt. Escuche: «Según mi última carta, encuentro…», y sigue. A Joan Bailey omitiendo el principio, «Bueno, bueno», tenemos: «Siguiendo las averiguaciones hechas sobre usted, Joan, he descubierto…», y sigue. Al vicario: «Al parecer, usted y Joan Bailey están bajo la impresión…», y lo demás.
Henry Merrivale miró al coronel.
—¿No oye el eco de «En respuesta a su carta del uno de junio, el mariscal de campo Orejas de Bronce solicita que en testimonio…», y lo demás? Es la cadencia, la sequedad de estilo de las cartas oficiales. Incluso el que habla con expresiones comunes cae en la costumbre de recurrir a ella cuando escribe. Y usted, coronel, ha mantenido correspondencia con el War Office durante mucho tiempo. Se vuelve en contra suya como un boomerang.
Henry Merrivale hizo una pausa.
—¡Oh, hay pequeños detalles! —gruñó—. Si odia sinceramente los chismes, ¿dónde averiguó esas cosas pequeñas o grandes para azotar a los aldeanos? Incluyó al Squire Wyatt entre las personas sin importancia porque considera que es un patán; le hirió tan profundamente que todavía no ha reaccionado; pero esto va de paso.
»Su sobrina… recuerde que he vagado durante una semana recogiendo datos… su propia sobrina reconoce, sin reservas, que ella le gustan los chismes, y sé que se pasa la mitad del día al teléfono. ¿Dónde está el teléfono? Al final del pasillo, muy cerca de la puerta de su estudio y, como todos pueden verlo y muchos de nosotros observarlo, hay un espacio bastante holgado debajo de la puerta por donde usted podía oír con claridad.
»Hablaremos de otra peculiaridad de las cartas antes de dejarlas para tratar de algo más cautivante, como es la desaparición de una persona de una habitación cerrada.
»Cuatro epístolas fueron dirigidas al doctor Schmidt llamándole nazi y sumiéndole en un estado tremendo de agitación. Lo raro fue que no consiguieron indignar a nadie de la aldea, pero el hecho real es que no les hicieron caso porque la gente se reía de la pandilla de Hosat-Vessel y Hanish. Le apuesto a que si preguntase a Marión Tyler o aun al vicario, ambos contestarían que no les importaba un ápice.
»Pero en la noche del domingo vi que sus ojos se dirigían al casillero señalado War Office, cuando se mencionó al doctor Schmidt. Observé algo raro en su cara a pesar de que usted hizo una observación evasiva. Coronel, ¿quién si no usted podría haber considerado peligroso a este tonto rechoncho? ¿Quién si no usted podría haberle escrito esas cartas acusándole de nazi?
El coronel Bailey pestañeó y cerró con fuerza una mano.
—Lo es, ¿no es verdad? —preguntó el coronel con voz áspera.
—Por supuesto que lo es. Le diré un pequeño secreto, porque… —Henry Merrivale calló de pronto.
—¿Bueno?
—De todos modos, la Sección Especial le ha vigilado durante un año. No necesito citar ejemplos de cómo se ha traicionado porque lo hace cada vez que abre la boca.
»Volvamos a aquella noche del sábado cuando hablamos y relacionémosla con la aparición y desaparición de La Viuda el domingo por la noche. Como dije, le consideré a usted culpable desde el principio. ¿Recuerda cómo insistía en que su sobrina corría un grave peligro, o que así lo creía ella, a causa de un anónimo (yo todavía no lo había visto) que debía haber recibido aquel día?
—¡Sí, sí, lo recuerdo!
—El domingo siguiente por la tarde, me mostró ella la carta de La Viuda. Le anunciaba una visita para unos minutos antes de medianoche.
»Y reconozco que este viejo estaba asustado. Podría haber apostado varios ducados contra un zapato viejo a que La Viuda era realmente usted, que esa noche iba a intentar cierta tramoya, y me juré a mí mismo que se lo impediría. Coincidía con otra de mis ideas que le comuniqué como advertencia el domingo por la noche cuando ambos estábamos sentados en la oscuridad, en la parte de afuera de la puerta cerrada de la habitación de Joan.
»¿La idea? Le expliqué que había corrido el rumor en la aldea, durante toda la semana, de que llegaría de Londres un detective importante con un nuevo indicio. Le demostré que no podía tratarse de mí. Pregunté por qué, “por qué” La Viuda, que había descansado durante todo un mes, había cursado dos cartas en el momento que podía resultar más peligroso.
»Bueno, podría tener cien motivos. Pero una de las cartas, en la que La Viuda anunciaba su visita, fue la que aterrorizó tanto a Joan. Una buena razón pudiera ser ésta: “La Viuda, es decir, usted, trataría de probar que no podía ser La Viuda, en ninguna circunstancia, y de acabar con las sospechas de una vez por todas”. Habría lógica en esto. Podría ser o no verdad.
»Pero resultó ser una idea morbosa. ¿Estaba usted fuera de sus cabales? ¿Mataría a la joven nada más que para probar que no era usted el autor de los anónimos?
El coronel Bailey abrió desmesuradamente los ojos. Trató de enderezarse apoyado en la pared de piedra tosca, haciendo balancear el Webley. Habló con voz ronca apenas audible.
—¡Merrivale, por el amor de Dios! ¿Verdaderamente, no se imaginó…?
Henry Merrivale tendió su manaza y el coronel Bailey volvió a sentarse.
—¡Lo sé, lo sé! —refunfuñó sir Henry Merrivale—. Quiere mucho y de verdad a Joan, no le tocaría ni un pelo de la cabeza. Es verdad. Pensó, sinceramente, que poco la asustaría el jueguecito de manos que iba a hacer.
»Estas mujeres, Bailey, pueden soportar cualquier cosa, ¿no? Pueden estar sentadas en el sitio de Hackaboola tocando la mandolina con las balas del rifle dando en las cuerdas. Pero no podía permitirme el lujo de pensar en refinamientos como éste. Debía proteger a la joven. Y por si le puede causar alguna satisfacción, le diré que usted me engañó por completo mientras yo esperaba el número de magia. ¿Le agradaría que le dijese lo que hizo?
De pronto, tan fugazmente que podría haber sido una ilusión, cruzó por los ojos del coronel Bailey un destello desagradable de vanidad ante su propio talento.
—Dudo que sepa lo que hice —dijo brevemente.
—¿No? Empecemos entonces con lo ocurrido en el estudio cuando usted, West y yo conversábamos, antes de iniciar la vigilancia alrededor de la habitación de Joan. El plan de West, que usted pretendió poner en tela de juicio, era su propio plan, y es tan claro como el agua que usted mismo se lo sugirió a West sin que él se percatase de ello.
»¿Cómo lo sé? West dijo que nuestro cuarto guardián seria Cordy. ¡Hum!, repuso usted vacilante. West le replicó: “Caramba, usted dijo que él era el único en quien podíamos confiar”. ¿Oye la Voz del Amo? Cuando West propone que usted monte guardia fuera de la casa, le hace callar diciendo que usted y yo nos quedaremos dentro, delante de la puerta de la joven. ¿Quién sugirió las dos píldoras de nembutal, que eran indispensables para el plan? Usted.
»…¡Por Satanás! Sabía que andaba ideando algo, pero me quedé como un estúpido con usted fuera de esa puerta cerrada.
»Convinimos en entrar y salir, alternativamente, cada diez minutos, para ver cómo se encontraba Joan. No me era posible oponerme, a eso, porque no podía exponer mis razones sin que se me pidiera la prueba y se me tirara de las orejas. Pero espié por el ojo de la cerradura y, al ver a Cordy en una ventana, usted no hizo nada.
»Y la última vez que entró, a las doce menos diez (nadie más entró antes de que oyéramos los disparos de revólver), no parece que hubiese hecho usted otra cosa más que encender un fósforo, apagarlo y mantener una prolongada conversación con West, en voz baja, a través de la ventana. Después de esto, salió directamente.
»El reloj de arriba dio las doce. Todo estaba tan pacífico como una balsa de aceite. Yo parecía desconcertado. Como le he dicho en una oportunidad anterior, el motor zumbaba a cien millas por hora y ni siquiera podía decir en qué dirección.
Henry Merrivale calló mientras observaba la figura alta y delgada, de aspecto amable, que se hallaba sentada en el banco. El coronel Bailey abrió los ojos
—Coronel —dijo Henry Merrivale con voz gruesa y pesarosa—, ¿ha visto usted alguna vez el croquis imaginario de La Viuda, hecho por un artista vagabundo a principios del siglo XIX y que con frecuencia se reproduce en tarjetas postales?
—Quizá —dijo el coronel Bailey.
Henry Merrivale buscó en el bolsillo del pantalón y sacó una tarjeta postal arrugada. Contempló el rostro de una persona de mediana edad con mirada desagradable, los ojos y la boca torcidos en las comisuras, el cabello castaño oscuro cayendo sinuoso sobre los hombros, marcado evidentemente por la perversidad, como él lo había visto antes.
—Esta figura ha asustado a su sobrina desde que era niña. Ella misma nos lo dijo en el comercio de Rafe Danvers.
»Usted hizo la mitad del trabajo, coronel, cuando entró en la habitación un poco antes de las doce menos diez y volvió a salir tan inocentemente después. Cuando habló con West a través de la ventana, usted estaba sentado en la posición que siempre ocupaba, al borde de la cama, a la cabecera y junto a la mesilla de noche que está próxima a la ventana.
»Una ancha franja de sombra cubría la cabecera de la cama, ¿lo recuerda?, pero el resto, a los lados, estaba iluminado por la luz de la luna. Un hombre afuera y mirando a través de la ventana no puede tener mucha visión. West alcanzaba a ver el lado de la cama, detrás de la lámpara, porque usted miraba alternativamente a él y a Joan. West tampoco podía ver mucho porque tenía la lámpara y la mesa en medio de su campo de visión.
»¿Qué había (y hay) justo enfrente de los pies de la cama? Se lo diré. Una mesa de tocador, bastante alta, como la cama, y encima un gran espejo. Una vez me miré a ese espejo y tomé un peine para examinarlo con más detenimiento.
»¿Es aficionado a la acuarela? Sí, lo es. Llevaba dentro de sus bolsillos tres o cuatro pinturas envueltas. Llevaría el pincel en el bolsillo interior de su chaqueta. Si se inclinaba cerca de la joven, en la sombra, no estaba demasiado oscuro para poder ver el perfil de su rostro gracias a la luz de la luna que iluminaba la habitación.
»¿Qué había sobre la mesilla de noche? Un tazón de agua y un trozo de franela. Pero usted no podía usarlo porque aparecería la pintura. En la parte inferior de la mesilla de noche tenía otro tazón de agua y otro trozo de franela, que había puesto allí por la tarde.
»No ha olvidado (¿no es así, coronel?) que el cabello de Joan le caía sobre la almohada hasta los hombros, como lo vimos entonces y como lo hemos visto en su disfraz de hoy. Con la acuarela hizo un trabajo hábil sobre el rostro de Joan. Ella no usa afeites, con excepción de polvos; pudo realizar el trabajo de maquillaje como un relámpago mientras hablaba con West, porque requería pocas pinceladas.
—¿Alguna otra cosa?
—¡Oh, sí! Cuando entró allí por vez primera, había empujado la mesa de tocador con el espejo grande contra los pies de la cama (pues sin hacer ruido se deslizó con las ruedecitas sobre la gruesa alfombra). Con ayuda de un pañuelo quitó la bombillita eléctrica de la lámpara y la puso sobre la mesilla de noche. La pintura fue cuestión de segundos y salió a las doce menos diez, cerrando compasivamente la puerta, mientras la joven dormía narcotizada sin notar nada.
La cara sucia de Henry Merrivale parecía tan dura como el granito. Rompió la tarjeta postal en pedazos y los arrojó al suelo.
—¿Qué ocurrió luego? Las doce. Las doce y cuatro; Fred Cordy hizo tres ruidosos disparos de revólver justamente en la parte de afuera de la ventana. ¿Qué haría ese ruido espantoso? Despertar a una joven atontada aún a causa de una droga. Ella se sentó en la cama y se miró al espejo grande casi a los pies de la cama. No vería su propia cara. Vería la cara de La Viuda Burlona, exactamente como en la terrible figura, a la luz de la luna llena.
»Sus labios se contrajeron como para gritar, lo mismo hicieron amenazantes los de la Viuda. Ella alargó la mano para alejarla. La Viuda pareció tenderle la mano…
»Debería estar orgulloso, coronel Bailey.
»Me tuvo mucho tiempo confundido que Joan dijese que la figura estaba cerca de la cama y que la había tocado. ¡No era exacto!; fue debido a la histeria, pero realmente lo creyó. ¿No ve que era lo que temía y exactamente lo que se imaginó haber visto?
»Ahora, mi estimado coronel, le hablaré de su noble proceder. Embistió bastante bien al entrar. Cuando pensé que tropezaba con el mueble de ruedecitas, en realidad empujaba la mesa de tocador para volver a colocarla en su sitio contra la pared. ¿Alguien podría haberlo oído tropezar? No, porque en ese lugar la alfombra está doblada. ¿Los artículos de tocador? No, porque mucho antes (quizá aquella misma tarde, cuando colocó el tazón de agua dentro del armarito) había metido el cepillo, el espejo de mano y lo demás en la cómoda.
»Yo los vi allí. Rafe Danvers dijo que él también. Aunque Joan misma lo notara, como posiblemente habrá ocurrido, estaba demasiado asustada para importarle tanto.
»Joan, después de gritar varias veces, volvió a sumirse en el sueño cuando la droga la venció. West, detrás del cristal de la ventana, que siempre es engañoso a la luz de la luna, no vio que el espejo había sido cambiado de posición… quizá ni siquiera lo habrá observado… con las luces y las sombras entrecruzadas. Ya no podía verlo porque estaba detrás y muy a un lado.
»¡Pero el coronel!
»¿Qué más natural que correr al lado de la cama, sentarse y pasar agua una y otra vez por la cara de Joan? Su cuerpo ocultaba la cara para que no se la pudiese ver incluso en la oscuridad. (¿Quiere despertarse, coronel? Le estoy hablando).
»En la parte inferior de la mesilla de noche buscó el trozo de franela y remojó en el tazón de agua limpia próximo a la cama. Tenía que hacer desaparecer completamente del rostro de Joan los brazos de La Viuda Burlona con una franela bien mojada. Disponía de tiempo suficiente mientras nosotros, como abejorros, dábamos vueltas en busca de la bombilla. ¡Diantre, oímos salpicar agua! El cabello no importaba. El verdadero cabello de Joan podría parecer castaño oscuro y bastante ondulado con esa tenue luz.
»¿Recuerda cómo se desarrolló esa misma escena delante de nosotros el día anterior, pero invertida? En la carrera de la maleta, cuando usted se hallaba sentado frente al caballete, mi maleta saltó sobre usted y le ensució la cara. Joan, que reía, gritó para explicar que era acuarela y que se lavaba fácilmente.
»¿Se ríe ahora, coronel Bailey? ¡Apuesto a que sí!
»Tuvo que meter en la parte inferior de la mesilla de noche la franela manchada, las pinturas, el pincel y el tazón de agua sucia y confiar en sus dioses para que nadie mirara allí antes de que usted los retirara. Bueno, mis felicitaciones. Nadie lo hizo.
El coronel Bailey, vestido de plus-fours, y con la gorra puesta, se irguió con lentitud. Su rostro no era menos amable, pero sus ojos parecían desesperadamente preocupados.
—¡No pensé hacerle daño a mi sobrina! —protestó—. Jamás lo pensé. Yo… yo…
Parecía querer demostrar, de alguna manera, que se le había hecho mucho daño a él, lo que así era, y que él, de alguna forma, había querido desquitarse con cualquier persona a su alcance. Levantó lentamente el Webley 38, pero le dio la vuelta sobre la palma de la mano con una débil sonrisa.
—Está descargado —dijo.
—¡Oh!, lo sé —repuso Henry Merrivale al azar—. Tres balas que disparó Cordy, dos para Cordy y una más que se disparó aquí. Es un arma anticuada de seis balas, no pensé que la volvería a cargar para mí.
»Pero a la mañana siguiente —continuó Henry Merrivale, tratando de sostener la mirada— comprendí la treta de la habitación cerrada. ¿Cómo? Porque estaba en mi habitación del hotel, mirándome en un espejo de cuerpo entero, vestido de indio. Y de repente se me aclaró la inteligencia, y comprendí su treta.
»La idea del homicidio hacía tiempo que me rondaba por la cabeza. Pero el lunes pude ver la intención y la verdadera víctima. Antes de esto había pensado en Joan.
»Supe entonces que quien corría peligro era Fred Cordy. Había sido cómplice en el espectáculo del domingo por la noche.
»Fue sencillo, ¿no? Justamente cuando el reloj de la iglesia dio las doce, Cordy hizo los disparos. Eso olía a señal. Es cierto que La Viuda debía aparecer unos minutos antes de medianoche. Pero Cordy no podía saberlo. No tenía reloj, como descubrí más adelante, y el reloj de la iglesia atrasaba cuatro minutos.
»Le apuesto una limusina contra seis peniques —dijo Henry Merrivale encarándose con el coronel— a que cuando habló con West en la ventana le pidió, como algo natural, que le quitara el arma a Cordy. Esperaba que West no lo tomara muy en serio. Y West no le quitó el revólver.
»Más tarde Cordy dejó escapar tres disparos al aire. West, como cualquiera que corre de prisa por entre los arbustos a la luz de la luna, con gran ansiedad por la suerte de Joan, no estaba en condiciones de ver nada. Era sincero cuando dijo “la maldita sombra de aspecto extraño”. Y si West hubiese estado complicado en alguna forma, habría podido decirle la hora a Cordy, porque lleva un reloj de pulsera. ¿No es verdad, coronel? Usted, y solamente usted, fue quien dijo a Cordy que hiciera esos disparos, con el único propósito de despertar a Joan.
»Esto resultó peor, ¡mucho peor! Si la máquina de escribir se encontraba donde yo creía, usted estaba ligado aún más fuertemente a ese pequeño acróbata al necesitar su ayuda para ocultarla en la cabeza de La Viuda. Era la máquina de Cordy. Él se había jactado hace tiempo de haberla arrojado al río, cuando sólo la había escondido en un armario. Lo que es más, Cordy podría haber contado muchos más escándalos de los aldeanos de los que usted hubiera podido oír por el teléfono. Mientras usted escribía, quizá en el sótano, avanzada la noche…
—Yo era la espada de la justicia —dijo el coronel abriendo los ojos—. ¡Por Dios, cómo pegué, pegué y pegué! Lo merecían. Alguien debía ser castigado.
—El lunes fue fácil notar que Cordy se encontraba en una situación peligrosa. Sabía demasiado. Como lo insinuó Garlick, se trataba de un caso de chantaje…
—¡Oh!, ya lo había hecho.
—¿Y le mató?
—Naturalmente, le maté —dijo el coronel con talante un tanto quejoso, dándole tan poca importancia como mucha le prestaba Henry Merrivale—. Primero fueron cinco chelines, luego diez o una libra. Después de los disparos quería veinte libras.
»No podía pagarlas, Merrivale. No las tenía, eso es todo. Yo cogí el revólver de casa de West. El revólver es mío, desde mucho antes del catorce; nunca estuvo inscrito. Me arreglé para encontrar a Cordy tan lejos de mi casa como pude. En el parque del lado oeste, cerca de la casa de Wyatt.
»Caramba, no… no me “proponía” hacerle ningún daño. ¿Alguna vez ha pensado cómo esa palabra “usted”, repetida una y otra vez por un mal bicho que jura que va a hablar, puede enloquecer a uno? Saqué el revólver y traté de agarrarle del cuello. Se soltó y salió corriendo por el camino.
»No lo seguí. Era demasiado peligroso. Corrí por entre los árboles del parque, persiguiéndolo en dirección norte. Soy muy rápido para correr; pregúntele a cualquiera que me haya visto jugar al tenis, como aquel día cuando el vicario… —la débil sonrisa del coronel desapareció.
»Le alcancé con dos balas, disparando por encima de la pared del parque, hacia el norte. Una cacería peligrosa a la luz de la luna. Casi me desmayo cuando parecía que no iba a caer. Pero cayó y también La Viuda.
El coronel Bailey se cubrió los ojos con las manos.
—Comprende, coronel —dijo Henry Merrivale, reprochándoselo con amargura—, mi gran error (y Garlick nunca dejará de decírmelo) fue el de no atrapar a Cordy tan pronto como adiviné que la máquina de escribir se hallaba en la cabeza de La Viuda y el de no encerrarle a usted también para interrogarle.
»De nada vale decir que sólo era una suposición mía; una pequeña ascensión nocturna por uno de los hombres de Garlick hubiese solucionado el problema. Y Cordy no hubiese podido negarlo; teníamos el testimonio del comerciante a quien le compró la máquina.
»Pero podríamos no haber sacado nada de usted y se hubiese descubierto todo demasiado pronto. Tal vez, en el fondo de mi corazón (si lo tengo), esperé que comprendiera usted la advertencia y cerrara el pico.
»El lunes por la noche fui al dormitorio de Joan y traté de encontrar rastros de la pintura de acuarela: las pinturas, el pincel, el tazón con el agua teñida, el trapo manchado que había usted pasado por la cara de ella. Sabía que los había retirado la noche anterior, cuando Joan subió a dormir. Pero como había hecho un trabajo rápido, con mala luz, pensé que podría haber manchas de pintura dentro del armarito de la mesilla de noche.
»No encontré ninguna. Pero esta mañana me enteré en la ciudad, por Masters, que pueden descubrir y poner de manifiesto si hay manchas con sólo revisar la mesilla. Así que tal vez de cierta manera resolví el problema correcto resolviendo el erróneo.
»Pero, coronel, “no quiso” usted pararse a tiempo. Había conseguido su propósito de atemorizar a Joan hasta llegar a ponerla fuera de sí, demostrando que usted no podía ser La Viuda. Le dije a todo el mundo que ella no había sufrido ningún daño y que no volvería a ver a La Viuda.
»En ese dormitorio, el lunes por la noche, creí volverme loco. Completamente loco. Rafe Danvers estuvo haciéndome preguntas con tirabuzón, como un verdadero tirabuzón. Me preguntó si La Viuda había estado realmente en la habitación. Bueno, la propia Joan “era” la figura de La Viuda, aunque ella no lo sabía. Dije entonces que sí, sintiéndome contento, y Rafe calló.
»Le pedí a usted que se encontrara aquí conmigo cuando yo hubiese provocado una pelea y ni un solo ser viviente de Stoke Druid pudiese observarle a usted. Quería darle… bueno, todavía puedo hacerlo. En cuanto a probar su culpabilidad por lo que respecta a los anónimos, está usted vencido. Respecto a Cordy…
El coronel Bailey juntó fuertemente sus dedos largos y nudosos y volvió a ponerse de pie.
—Le repito otra vez —gruñó, desdichado—, ¿cree que soy un cobarde? ¿Cree que me importaría ir decorosamente a la horca?…, pero ¡estas cartas! ¡El escándalo! ¿Ha comprendido alguna vez que la tortura no me molestaría tanto como el escándalo?
—Ajá. Lo he notado. ¿Ha provocado ya bastante escándalo, no es así?
—Yo… sí, lo merezco. No hay nada que decir.
—Hay algo interesante en nuestros procedimientos policiales —observó Henry Merrivale con tono persuasivo—. Si la policía acusa de un delito a un hombre y ese hombre muere, nunca sale a relucir ni una sola palabra. Ni una palabra. La prensa se pone histérica, pero no tiene importancia. La ley inglesa, esa desatinada vieja ley de la que tanto nos burlamos, piensa que de esta suerte protege a los familiares inocentes del delincuente.
—Pero yo…
—Coronel, ¿recuerda usted lo que dijo que hacían sus amigos en el ejército, hace treinta o cuarenta años, cuando sabían que un hombre había hecho algo imperdonable?
—Yo… yo pensaba en el vicario. ¡Equivocadamente! Yo…
—Dijo que los dejaban solos con un revólver y les daban diez minutos para usarlo.
Henry Merrivale buscó en el bolsillo de atrás, que era muy profundo, y sacó el Webley 38 que había pedido con la carga completa.
—Escuche, coronel —explicó a modo de disculpa—, me voy a dar un pequeño paseo. Regresaré dentro de diez minutos.
Y ahora se comprenderá el motivo por el cual el coronel Bailey parecía tan desesperado cada vez que tocaba su revólver vacío. Una especie de resplandor cruzó por la vieja cara, cansada y medio enloquecida y sus hombros se irguieron.
—Tendrá dificultades por esto, ¿sabe? —y sonrió.
—Ajá —dijo Henry Merrivale con voz inexpresiva.
El coronel Bailey cambió de tono.
—Gracias, Merrivale.
—De nada, coronel.
Henry Merrivale abrió la puerta de la torre en forma de tambor, que dejó ligeramente entreabierta. Bajo la luz de la luna, que penetraba a raudales por las ventanas del oeste, caminó lentamente por la nave central en dirección a la puerta de entrada. No había llegado aún a ella cuando oyó el estampido de un disparo de revólver. Henry Merrivale inclinó un momento la cabeza. Luego giró sobre sus talones y volvió hacía atrás.