17

Pasado el primer momento y después de oírse el ruido, que fue como el desgaje de una rama muy pequeña, no había motivo para seguir guardando silencio.

Tanto Henry Merrivale como Gordon West oyeron pasos que corrían sobre la grava… Corrían enloquecidos, corrían desesperadamente, con un miedo cerval.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Por el amor de Dios, socorro! —la voz se debilitaba a causa de la respiración entrecortada por la carrera. Cualquiera, aun a mayor distancia, hubiera podido oír el grito.

—¡Es la voz de Cordy! —dijo West.

—¡Calma, maldito sea! ¿Dónde está y qué dirección lleva?

Los pasos, haciendo crujir la grava, se acercaban más y más.

—Va por el sendero de en medio que conduce a la casa solariega —dijo West, que tenía los nervios a flor de piel—. Corre como el diablo hacia los portones de la entrada.

—¡Calle!

—¿Qué sucede?

—Puede atraparlo si cruza por entre los árboles. Pero si se cae, habrá fallado. Tome el sendero de grava; se desvía, pero está despejado… ¡Por el amor de Esaú, vamos!

Rara vez sir Henry Merrivale corrió tan ligero como lo hizo en esta ocasión; ni durante la carrera detrás de la maleta, ni cuando fue perseguido por una jauría de reptiles. Sus piernas combadas, con los pies para dentro, se movían como sobre ruedas. Al mirar de lado, con una expresión terrible, las órdenes parecían salir despedidas de su boca, entre una respiración y otra, mientras corría al lado de West.

—Cuando Cordy llegue a los portones delanteros, tomará la dirección de La Viuda Burlona…

Siguieron una profunda aspiración y un gorgoteo.

—Trate de alcanzarlo antes de que llegue allí. ¿Comprende?

—¡Sí!

—Si él llega allí…

—¡Siga!

—Y trepa a la piedra, tiene que alcanzarlo antes de que llegue a la cabeza. Quiero decir a los ojos.

—¿Los «qué»?

—¡Los ojos! —después de una profunda inspiración hizo un nuevo esfuerzo—. Yo ahora voy a abandonar. ¡Corra rápido!

West, que era un excelente corredor, corrió velozmente. El ruido de sus rápidos pasos ahogó por un momento el de los de Cordy y no podía saber dónde se encontraba ya éste. West se imaginaba, por el ruido, que el zapatero no había partido más allá de la puerta de la casa solariega; debió de haber arrancado por lo menos a sesenta u ochenta metros de la puerta. El…

Luego West oyó al otro corredor. Cordy lo había pasado en un tramo recto y volvió a gritar. West no había contado con la fortaleza del hombrecillo que se balanceaba sobre las tumbas y bailaba sobre las ruedas de los carros igual que un acróbata profesional.

West, como un resorte, cobró tal velocidad que sentía cómo su respiración le aserraba los pulmones. Dobló la curva del lado del muro bajo del parque a menos de seis metros detrás de Cordy, cuando éste cruzaba los portones abiertos.

—¡Pare, loco! ¡Espere!

Esto quiso gritar West, pero nunca pudo recordar si había conseguido emitir claramente las palabras o por lo menos si había conseguido hacerse oír.

La luz brillante de la luna destacaba los detalles de la escena. Cordy, como lo había predicho Henry Merrivale, cruzó corriendo en diagonal High Street y la extensión despejada en dirección a la ribera que lleva a la pradera. Pocos cientos de metros más allá, se elevaba la perversa silueta negra de La Viuda, de quince metros de altura, en medio de la pálida luz de la luna.

Cordy corría con la cabeza agachada, el pelo erizado, y se le veían claramente la chaqueta remendada y los pantalones de pana.

—¡Abandone! —gritó con voz débil.

Luego, detrás de West y de Cordy, alguien hizo dos disparos de revólver.

Sin necesidad de volver la cabeza, West sabía lo que eran y siguió corriendo, aunque se le puso la carne de gallina por la sensación de que los disparos habían errado. Cordy se arrojó hacia adelante, como si unas manos le empujaran, a un metro de la ribera, dentro de la pradera, y desapareció.

«Lo han alcanzado», pensó West, sintiendo todavía en los oídos el estampido ensordecedor de los disparos.

Pero no era así. O los disparos habían fa Hado el blanco o le habían producido heridas tan leves que no tenían ninguna importancia. Cordy se había puesto de pie y se lanzó a través de la pradera mojada por la tenue llovizna, en dirección a La Viuda Burlona…

West, tras haber disminuido su velocidad para calcular si las balas habían partido de detrás del muro curvo y bajo del parque, o desde fuera de él, se metió en la ribera… y cometió su primer error.

Trató de ahorrar tiempo saltando a la pradera sin recordar la pendiente y la profundidad. Su talón resbaló en el lodo, debajo del corto césped. Un momento después cayó dándose un golpe que le hizo sentir como si los huesos se le clavaran en el cuerpo, haciéndole perder la cabeza. Pero cuando West se proponía algo, se entregaba con vehemencia y concentración. Después de uno o dos segundos, estaba de nuevo en pie y corría velozmente.

En realidad acortó la distancia entre él y Fred Cordy porque éste no conseguía correr tan de prisa en la pradera mojada. Estaba sólo a dos metros de él cuando Cordy saltó sobre la piedra.

Entonces…

La Viuda Burlona, con su sonrisa socarrona, miraba diagonalmente High Street. Fred Cordy trepaba por la parte delantera, con cuidado, pero con la agilidad de un mono.

—¡Lo hizo! —fue el pensamiento de West cuando saltó por encima de unos cantos rodados y tanteó un lado de la figura.

Si no sucedía un accidente, o un milagro, West estaba vencido. Cordy, con su original acrobacia, alcanzaría la parte superior antes de que él pudiese hacerlo. No obstante, West, febrilmente, subió tanteando lo que desde lejos parecía la superficie lisa de la roca. Pero había muchos huecos para agarrarse, grietas profundas y salientes suaves o puntiagudas a una altura que podía alcanzar.

Le era imposible trepar por donde lo hacía Cordy, porque un puntapié asestado con la bota de clavos le mandaría otra vez abajo. Saltó a un lado de la figura y empezó a trepar.

Le pareció que había pasado una eternidad antes de llegar a la mitad de la altura. Si nunca se ha trepado por montañas, la dificultad estriba en encontrar algún sitio donde colocar el pie y que éste no resbale, pues, de no ser así, queda uno colgado con un brazo dislocado, o incluso los tobillos lastimados.

Para West era mejor agarrarse con las manos, aunque parecía tener todo en su contra, como si La Viuda Burlona temblara y se resistiera con su maldad milenaria. Los asideros se ladeaban de repente, haciéndole golpear contra el flanco. Había que tantear con prudencia porque se podía golpear la cabeza contra alguna roca poco visible.

West, con desesperación, decidió que Cordy habría llegado ya a la cúspide (o a los ojos de la imagen fea) y que habría iniciado el descenso. Se afianzó bien y empezó a orillar hacia la parte delantera. Si pudiese ver a Cordy…

Entonces se detuvo en seco.

A menos de tres metros por encima de él, asido a una anfractuosidad segura, Cordy se inclinaba de costado y miraba hacia abajo. La cara de duende de Cordy, entre la sombra y la luz de la luna, parecía pálida y con una nariz extraordinariamente afilada. West alcanzaba a oír el débil silbido de su respiración. West trató de hablarle sin alzar la voz.

—¡Fred! ¿No me reconoce? ¡Soy Gordon West!

Al abrir Cordy los labios quedaron visibles sus dientes.

—¡Ah! Míster West —dijo con tono agradable—, le reconozco. ¿Creyó que no?

—¿Entonces qué hace aquí?

La sonrisa enloquecida de Cordy expresaba claramente la idea de «¡cómo querría saberlo!».

—Si a eso vamos —dijo West—, ¿qué hacemos los dos aquí? ¿Quiere bajar conmigo? Soy amigo suyo, ¿no lo sabe?

Cordy reflexionó. La expresión de locura desapareció de sus ojos y en su lugar apareció una de astucia, más peligrosa aún.

—No tengo nada en contra suya, míster West. Por todos los santos, ¡me gusta! —la mano derecha ennegrecida de Cordy estaba libre y con ella señalaba—. Por eso le dijo: baje. Váyase. Mientras tiene la oportunidad. En, seguida.

—¿Y si no lo hago, Fred?

El duende, atisbando hacia abajo con su cara pálida, profirió un grito de rabia.

—¡Entonces le enseñaré quién es el amo!

Cordy movió hacia la izquierda la mano derecha. West adivinaba lo que iba a coger. Sería una piedra dura, no muy grande, para arrojarla con fuerza.

—¡Le enseñaré quién manda aquí!

West vio echarse hacia atrás la mano y el brazo del hombre y salir despedida la piedra directamente hacia su cara. Instintivamente, por evitarla, perdió todos los asideros menos uno y osciló, asido impotente a la grieta de la roca, con los cinco dedos ensangrentados. La piedra erró el blanco por menos de cinco centímetros y cayó en la pradera con un golpe sordo.

West tanteó, lenta y concentradamente, hasta encontrar un apoyo. Otra piedra pasó como un relámpago, pero Cordy estaba tan encolerizado que la piedra voló lejos de la meta prevista.

—Me las pagará, Fred.

—¿Lo cree?

—Podrá subir hasta arriba. Podrá llegar hasta los ojos —West dio énfasis a las dos últimas palabras—, pero tendrá que bajar. Entonces será cuando le cogeré.

No le hizo más caso. Bien adherido a la superficie de la roca, con la frente y las muñecas en carne viva, empezó a trepar dando un paso, dos, tres, cuatro, cinco. Cordy, que ascendía con una agilidad más propia de un simio que de un hombre en medio del ruido que hacían las piedras al desprenderse, debía de estar casi en la cima.

West se detuvo. Por primera vez sintió un malestar en la boca del estómago. Tenía la impresión de que la figura se había ladeado ligeramente.

En el instante que precedió al momento del peligro, a West le cruzaron por la mente los fragmentos de una conversación que había oído con anterioridad. En la penumbra del anochecer del sábado veía a sir Henry Merrivale al pie de La Viuda, atisbando hacia arriba. Había oído también que Henry Merrivale le preguntaba:

—«¿Podría trepar a esa figura?».

Y la confusión enigmática de la respuesta del vicario, que manifestó:

—«No me gustaría tener que escalarla. Parece como si fuera una sola piedra, pero podría partirse por el medio y caer sobre uno».

La Viuda Burlona tenía quince metros de altura. No es nada, ¿verdad? Empero, cuando uno trepa por ella hasta un poco más de la mitad y la mole de piedra amenazadora se encuentra encima de uno, el suelo parece muy lejos.

Otra vez la figura parecía ladearse ligeramente, observada desde el lugar donde estaba West, frente a la cara de La Viuda, por donde trepaba Corby. Si esa mole cayera, aplastaría a Cordy y probablemente también a West.

—¡Fred! —gritó.

No obtuvo respuesta.

West miró por encima de su hombro, hacia abajo. Evidentemente, la alarma había cundido. Más allá, en la pradera cubierta de neblina, desde la ribera hasta el comienzo de High Street, apenas se distinguían varias personas. Stoke Druid no tenía alumbrado en las calles, por no estar en una zona urbanizada, pero las luces (eléctricas o de petróleo) se encendían a lo largo de High Street.

—¡Fred! Esta vez corre peligro —gritó West, haciendo una conjetura inspirada—. ¡Baje! ¡Se está inclinando hacia delante! ¡Caerá sobre usted!

De arriba llegó el ruido sofocado de una tos.

—¿La Vieja Viuda? —se burló Cordy, y volvió a toser—. La Viuda siempre ha estado aquí, desde antes de los viejos druidas. Ella no…

Entonces, sin aviso ni ruido previo, La Viuda Burlona se desplomó.

Cayó hacia adelante, rompiéndose a unos ocho metros de altura, justamente en el lugar que West iba a alcanzar. Cayó en medio del retumbo y estruendo de las piedras, que, en el silencio de la noche, sonaban como un alud.

Un pequeño fragmento de piedra picó, como una avispa, a West en la frente. Una piedra más grande saltó por encima de él. Pero antes de que cayera la nube de polvo y de cascajos de piedra, West vio dos cosas que jamás olvidaría.

Fred Cordy, despedido hacia afuera, pasó volando en un remolino de brazos y piernas, con un movimiento grotesco. La enorme cabeza de La Viuda se separó por completo del cuerpo, dando vueltas en el aire, siempre con su expresión espantosa, y West pudo ver, a la luz de la luna, entre la cabeza y el cuello, un objeto negro y achatado que surgía del ojo izquierdo y que apenas pudo distinguir.

Después del retumbo y estruendo de las piedras, el polvo se fue asentando, quedando como una arenilla que obligó a West a cerrar los ojos mientras se sostenía con fuerza.

Debajo de él, las piedras se balanceaban y crujían, pero se mantenía firme. Según todas las probabilidades, el derrumbe hubiera debido aplastarlo o golpearlo debido al diluvio de piedras. Escapó simplemente como se salva un hombre cuando una bomba de alto poder explosivo cae muy cerca de él.

En medio del silencio se oyeron voces.

—¡Cordy!

—¡No lo toque ahora!

—¡Ah, miren allá!

—¿Quién está todavía ahí arriba? ¿Míster West?

Aun con los párpados cerrados, West veía el brillante resplandor de los rayos de varias antorchas y linternas que lo enfocaban. Lo que más le molestaba era el dolor y la picazón de los ojos cuando trataba de abrirlos. Además, con la fuerte impresión, sus músculos se habían aflojados y temía no conseguir mantenerse agarrado a las piedras. Quería pedir ayuda y no podía.

Después de este breve acceso de pánico empezó a descender. Fue mucho más fácil de lo que había imaginado, porque desde abajo las voces le alentaban.

—¿Le seguía, mister West?

—¡Sí!

—¿Le alcanzó, mister West?

—La Vieja Viuda ha desaparecido, o gran parte de ella —dijo tontamente una voz de mujer—. Esto quiere decir que nos podemos ir preparando; acuérdense de lo que digo.

A cierta distancia, se había estrellado contra el suelo una pequeña máquina de escribir portátil cuya tapa negra, arracada, había volado aún más lejos; sus pequeñas teclas blancas brillaban. Al pie de La Viuda, debajo de una roca de buen tamaño, yacía Fred Cordy, boca abajo, entre la delgada capa de neblina.

Polvo y rocas pesadas cubrían y aplastaban su cuerpo hasta la cintura. Los brazos estaban bien abiertos y el erizado cabello humedecido donde la cara lo apretaba contra el suelo. Vestía su vieja camisa remendada y en la espalda tenía dos perforaciones de bala.