12

Después de una larga y provechosa entrevista con el jefe de policía y el superintendente, el inspector Garlick decidió llegar discretamente a Stoke Druid y poner en juego todos sus conocimientos respondiendo a las órdenes de sus superiores de Londres. Su éxito podría implicar un ascenso. Entró en el salón del Lord Rodney a las nueve en punto del día siguiente (lunes) como se le había pedido, pero no encontró ahí a sir Henry Merrivale.

En el salón le recibió mistress Virtue Conklin, que lograría conservarse hermosa si usara menos afeites en la cara. Mistress Conklin, pasándose la mano por su pelo rubio dorado peinado alto, le informó que Henry Merrivale había regresado muy tarde y que, por lo tanto, no se le podía molestar.

El inspector Garlick se sentó entonces para esperar.

Que Henry Merrivale dormía, lo podría atestiguar no tan sólo mistress Conklin, sino cualquiera que se hallase en las proximidades del Lord Rodney. Una serie de ronquidos sonoros provenientes de las dos ventanas altas terminaban en un silbido semejante al del carrito de un afilador.

A la una y media de la tarde el inspector había ya terminado de almorzar y en el sótano del hotel se había producido una desacostumbrada agitación. Mistress Conklin decidió entonces que ya iba siendo hora de que se despertase su huésped.

Subió, apartando a los esbirros, hasta el aposento del emperador. Le despertó, hizo que se afeitara, le sumergió dentro del baño contiguo, produciéndose un chapoteo como si Henry Merrivale fuese un hipopótamo y, finalmente, se ocupó asimismo de que se pusiera un traje oscuro muy elegante.

—Todos los caballeros se los ponen —declaró ella.

Mientras esto ocurría, escuchaban el murmullo de una discusión general que provenía del bar situado exactamente debajo. En un momento determinado, mistress Conklin fue rechazada hacia atrás, dio contra la pared y cayó sentada. Es preciso aclarar que a ella no le molestaba ese trato, más bien le agradaba y no hubiera comprendido otro. Simplemente observó que sir Henry Merrivale era mucho peor que su difunto marido.

No obstante, todo fue tranquilizándose. Mistress Conklin adoptó una actitud muy digna cuando una criada atemorizada introdujo un carrito con la bandeja del desayuno. Después de indicar el lugar con el gesto de una emperatriz romana de película, esperó hasta que Henry Merrivale hubo devorado el desayuno. Fue entonces cuando se sentó en el borde de una silla y trató de sonsacarle.

—Ahora, pichón… —empezó.

Henry Merrivale la contempló por encima de las gafas.

—¿Empieza a hablar —le preguntó— cuando apenas comienza a amanecer?

—No sea desconsiderado con su pequeña Virtue. Anoche, en casa del coronel, alguien hizo tres disparos de revólver. Todo el mundo los oyó salvo el oficial —su cuerpo robusto se movió con interés—. ¿Qué fue, pichón?

Henry Merrivale dejó el cuchillo y el tenedor. Contestó tres variantes: a) que disparaban contra un ladrón; b) que estaban jugando a Guillermo Tell, y c) que al coronel Bailey se le escaparon tres disparos al limpiar su revólver. Mistress Conklin, dejando a un lado su afectado refinamiento, le llamó con todos los nombres que figuraban en su extenso vocabulario cockney.

—¿Ve aquella ventana? —preguntó Henry Merrivale señalándola con el tenedor de una manera siniestra.

—Por Dios —dijo mistress Conklin mostrando indignación, pero interiormente encantada—, no me cabe duda que es capaz de arrojarme por la ventana.

—Por supuesto. Soy Satanás.

—No, querido —repuso con mucha firmeza mistress Conklin—, puede ser muchas cosas, pero no Satanás —sacudió la cabeza y respiró hondo, pero en seguida mostró una sonrisa picaruela—. Se ha perdido unas espléndidas peleas en el gimnasio nada más que por su culpa —añadió.

—¿Qué peleas?

—Mi marido, antes de morir, hizo construir un hermoso gimnasio en el sótano —dijo Virtue frotándose convencionalmente el rabillo del ojo con un pañuelo—; con un ring espléndidamente equipado con cuerdas; guantes de todos los pesos y un precioso gong que casi se rompe por hacerlo sonar a todas horas.

—Pero ¿qué es esto de las peleas?

—Su Santidad —dijo Virtue.

—Por el amor de Esaú, ¿quiere decir de qué está hablando? Qué santi… ¡Espere! —dijo Henry Merrivale—. ¿Por una casualidad estaría usted hablando del vicario?

Los conocimientos de Virtue sobre los títulos eclesiásticos, incluso los de las iglesias, eran muy confusos. Ella se refería al vicario, pero insistió tercamente en el término empleado.

—A las doce menos diez —continuó—, él entró en mi bar y me habló. Yo dije «De acuerdo» porque iba a ser buen negocio para el bar. Entonces Su Santidad se dirigió a la carnicería de Theo Bull en el momento en que había mucha gente.

—Ajá. Adivino lo que sigue.

—«Buenos días, míster Bull —dijo Su Santidad, tan suave como la manteca—. Ya es casi hora de cerrar —dice el hombre santo—, ¿no querría venir al bar a sacudirse las pulgas conmigo?».

—¡Escuche, mujer! Esta sarta de mentiras de que Hunter hable como un vendedor de periódicos…

—Oh —se mofó Virtue sin darle importancia—, no digo que lo haya dicho. Es la idea. Y Theo se escupió en las manos y dijo que nada le gustaría más. Pero Theo mandó un mensaje a un granjero grande y fornido que se llama Jim Somers para que se pusiera en el rincón de Theo. Y Theo quiso que míster West fuese el árbitro.

—West, ¿eh? —refunfuñó Henry Merrivale—. ¿Tuvieron algún inconveniente para encontrarle?

—No, querido. Tuvieron que sacarle de la cama como a usted, y algunos dicen que parecía como muerto. Pero míster West dijo que lo haría.

»Es verdad, pichón —continuó Virtue con voz despavorida—. Se podía pensar que todo el condado se trasladaba a mi casa. Theo Bull juró que no le bastaba con una pelea de tres rounds como los aficionados. Quería de quince como un profesional, y lo que es más, pidió guantes de cuatro onzas, que son los más ligeros que se permiten.

Sir Henry Merrivale se levantó de la mesa.

—¿Cree que no lo sé? —preguntó—. ¡Escuche, mujer! En Cambridge, en 1891 o tal vez en 1892…

Pero Virtue había perdido toda mesura. Se levantó del sillón donde estaba sentada para ponerse a bailar en medio del cuarto, moviendo su cabellera dorada y balanceando otras partes del cuerpo, con el puño izquierdo extendido y el derecho colocado algo más atrás.

—Bang, tocó el gong para el primer round. Theo Bull atacó con el brazo doblado en un movimiento que un niño podría haber evitado. Su Santidad fue en busca de Theo… —hizo la demostración gráfica— y luego se enderezó con un uppercut. Theo cayó cuatro veces en el primer round y no pudo aparecer en el segundo. Pero Theo es un deportista correcto. Repetía todo el tiempo que había sido una buena pelea y que iba a «mandar a Jim Somers a pelear contra él». Todos vociferaban y lo pedían a gritos. Jim es más grande y más pesado que Su Santidad, que pesa un poco como un velero. Jim no tiene ninguna ciencia, comprenda, pero tiene una buena derecha con la muerte en ella.

Henry Merrivale, tan honda y profundamente encandilado como Virtue, la miraba fascinado.

—Dios, ¡qué pelea!, pichón. Jim castiga un poco a Su Santidad y le hace caer en el cuarto round, pero el hombre santo no deja de mandar izquierdas y derechas a la cara de Jim. Cuando llega al noveno, Jim apenas puede ver y golpea en el aire.

»Entonces míster West (que se equivocó, querido, porque Mahoma iba delante por puntos, pero dio un fallo razonable que contentó a todo el mundo) dio por terminada la pelea y dijo que era combate nulo. Todo el mundo gritó y se estrecharon las manos. Su Santidad gritó y dijo que, tan pronto como tomara un baño, invitaba a todos a una copa de ginebra en el bar.

Virtue calló, completamente sin aliento, y descansó un poco.

—Querido —añadió—, ayer odiaban a este hombre como si fuese veneno. Hoy es el caballero más popular de Stoke Druid. Es raro, ¿no le parece?

—¡Oh!, no lo sé. No tan raro.

Virtue seguía inmóvil, con los brazos caídos. Miró hacia un rincón del techo y de pronto las lágrimas fluyeron de sus ojos y al correr estropearon el maquillaje.

—¿No lo sabré yo? —dijo con voz áspera—. Kid Trelawney era de Poplar. Un peso ligero tan rápido que no podían cazarle. Y yo sólo tenía diecisiete años.

Hubo un prolongado silencio.

Sir Henry Merrivale se sentó refunfuñando en voz baja. Con mucha concentración pinchó el tenedor en un fragmento de huevo que había quedado en el plato y siguió pinchándolo sin levantar la vista.

Pero a mistress Conklin no le era posible permanecer deprimida más de dos o tres minutos seguidos. Después de componerse la cara ante el gran espejo colocado entre las dos ventanas, volvió con toda naturalidad a la actitud de gran señora que había adoptado delante de la criada. Alisándose el pelo y dejando caer los párpados, se dirigió a Henry Merrivale con una inflexión de voz tan refinada que él cerró lentamente los ojos de rabia.

—En realidad —dijo Virtue—, creo que esta exhibición por parte de un hombre santo es «muy» chocante. Una pelea vulgar, ¡puedo asegurárselo!

Henry Merrivale la amenazó con el tenedor.

—Si sigue imitando a Paula Tanqueray —dijo él— le arranco el corazón. Hay algo más. ¿Cree que la Iglesia quiere que sus pastores sean decadentes mojigatos? ¡Le apuesto a que no! Nuestro reverendo James… ejem… tal vez se entusiasme demasiado y llegue un poco lejos. Pero ¡lo ocurrido hoy, caramba, es lo mejor que podía haber ocurrido! Dígaselo a todas las visitas.

—¿Visitas? —suspiró Virtue, consternada. Había olvidado por completo que debía fingir estar enfadada con Henry—. Pichón —suspiró excusándose tiernamente—. Hay dos visitas que le están esperando.

—¿Ah? ¿No ha habido llamadas telefónicas de Londres?

—No, llamadas telefónicas no. Pero las visitas…

Virtue, a punto de perder sus modales de gran señora, se corrigió.

—Una es un simple policía —dijo con arrogancia—. Ha esperado varias horas, no le molestará esperar un poco más. Pero la otra…

Se oyó un ligero golpe en la puerta del dormitorio. Virtue se situó rápidamente cerca de una ventana mientras Henry Merrivale abría la puerta.

Marión Tyler, rebosante de alegría, entró y la cerró suavemente. Vestía pantalones negros, un sweater castaño y un abrigo echado sobre los hombros. Los sentimientos de Marión acentuaban el color tostado de su tez, en contraste con el negro de su melena lacia y la alegría de sus ojos castaño claro.

El día anterior no se había mostrado cordial con Henry Merrivale. Hoy era la cordialidad personificada. No obstante su porte denotaba vivacidad y sentido común.

—Siento entrometerme, sir Henry —dijo—. Pero ¿puedo sentarme un momento? Y… ¡oh!, mistress Conklin, por favor, no se retire. Le agradeceré mucho que se quede y me ayude.

Virtue, asombrada y complacida, sin embargo, guardó su compostura. Le cedió su silla a Marión y tomó una mecedora para sí misma.

—Tome asiento —le rogó.

Henry Merrivale miraba a Marión con una expresión enigmática. Posiblemente distaba mucho de mostrarse cordial por su mal genio o tal vez por la actitud de Marión el día anterior.

—Dicho sea de paso, aparte de visitarme, ¿por qué está aquí en Lord Rodney?

—Vine a aplaudir la pelea de míster Hunter —contestó sencillamente Marión.

—¿Si? —exclamó Virtue—. ¡No la vi!

—Estaba arriba en el salón, mistress Conklin. Los bares estaban llenos y mandaban las noticias round por round —los ojos de Marión chispeaban—. El… lo hizo bastante bien, ¿no?

—Miss Tyler —dijo Virtue inclinándose hacia delante con vehemencia—, les pegó en… quiero decir que salió victorioso.

Sin embargo, Marión pareció dejar esto de lado como si no le diese importancia.

—Vea, sir Henry —continuó con su aire ahora tan simpático—, en realidad he venido para pedirle un gran favor.

—¿Cuál?

Antes de hacerlo —Marión vaciló y apretó su bolso de mano—, tengo que decirle que ha resultado muy desagradable lo sucedido anoche en casa del coronel Bailey.

—¿Lo cree así?

—Lo sé —dijo Marión con franqueza, clavando su mirada en él—. La pobre Joan tuvo tal impresión que esta mañana el coronel la trajo a mi quinta y me preguntó si podía darle alojamiento durante uno o dos días. Dijo que quería acompañarla de continuo, pero que prefería que la cuidara una mujer. Por lo tanto, estoy bien enterada.

—Ah —dijo Henry Merrivale.

Virtue, que casi gritaba de curiosidad, sin embargo, permaneció alejada en la mecedora, alisándose el pelo.

—¡Sir Henry! ¡No puede haber ocurrido! —dijo Marión.

—Me parece haber oído esta frase antes.

—Sí, pero esta vez —insistió Marión— las ventanas estaban cerradas y vigiladas. La puerta estaba cerrada y vigilada. Nadie se ocultaba en la habitación, ni nadie salió después. Sin embargo, esa… esa…

—Diga monstruosidad —insinuó Henry Merrivale—. No se alejará mucho de la verdad.

—Esa figura, sea mujer u hombre disfrazado, tocó el hombro de Joan y estuvo allí en persona.

—Así parece.

—¿Ha encontrado alguna explicación?

—Por el momento no. Pero —dijo Henry Merrivale soñoliento— puesto que ustedes dos quieren hablar del asunto, hablemos. ¿Puedo hacer una pregunta?

Marión pareció desentenderse, pero Virtue la esperaba anhelante, a pesar de que no había hecho ningún comentario. La mecedora se balanceaba peligrosamente.

—A partir de ahora —Henry Merrivale miró a Virtue— usted hablará por boca de la aldea. Usted —miró ahora a Marión— lo hará por boca de los demás. Ha habido una excesiva reserva en este asunto. Nos hemos enterado —aquí fijó los ojos, como hipnotizados, en Marión— de que mistress Stella Lacey ha recibido por lo menos un anónimo de La Viuda, a pesar de que lo haya negado.

—Supuse que lo había recibido —dijo Marión. Tenía la vista baja y en su voz se detectaba un dejo de desagrado.

—No sabemos si habrá recibido más cartas, ni tampoco lo qué decía la primera. Sin embargo, sabemos que Gordon West recibió tres anónimos relatando cuáles eran sus relaciones con mistress Lacey. West y mistress Lacey, ¿alguna de ustedes lo hubiese creído?

Virtue habló con su voz más digna.

—¡Caramba, no! —dijo—. Imagínese si un hombre correcto como mister West iba a mirarla cuando —explicó Virtue siempre observando las cosas desde un solo ángulo— acababa de conquistar (si así puede llamarse) a una joven bien formada como miss Bailey.

—¿Y usted qué piensa? —la mirada hipnótica de Henry Merrivale se fijó en Marión.

Esta miró el suelo, luego el gran espejo y la mesa del teléfono colocada delante, entre las dos ventanas, y finalmente, su bolso.

—Al igual que mistress Conklin —repuso—, digo que no.

—¿Por qué?

—Verdaderamente, sir Henry, yo…

—¿Por qué?

—Si le doy una respuesta franca —dijo Marión sinceramente— ¿le ayudará en su investigación?

—Sí, me ayudará.

—Muy bien —Marión apretó los labios—. Porque Stella no atesora suficiente pasión. Dudo incluso de que se haya interesado por las llamadas relaciones íntimas con su propio marido.

—¡Miss Tyler! —exclamó Virtue asombrada—. ¡Quién diría que usted pudiera adivinar tal cosa! ¡Quién diría…!

—Me conoce poco, ¿verdad? —preguntó Marión volviendo la cabeza.

—Una última pregunta —interrumpió Henry Merrivale ceñudo—. Lo diré de forma hipotética si lo prefiere. Supongamos que usted se enamorase de alguien —Marión se puso tiesa—. ¿Qué haría?

Por un momento ella reflexionó; luego, deliberadamente, dejó de lado la protección interior que había usado durante años como cota de malla.

—Me entregaría en cuerpo y alma —contestó desafiante y resuelta— y me importaría un comino lo que pudiera pensar la gente.

Es probable que un momento después hubiera preferido no haber hablado. Sin embargo, se puede deducir que así era el estado de ánimo de Marión después de las peleas en el gimnasio y que habló bajo esa impresión.

Henry Merrivale no sonrió. Rara vez lo hacía, porque consideraba que no correspondía a la dignidad del Viejo Maestro. Pero una expresión de serenidad cubrió sus facciones difíciles de describir.

—A propósito, señorita, ¿dijo usted que deseaba pedirme un favor o algo así?

Marión dejó entonces el otro tema de lado y adoptó una expresión resuelta. Ahora los ojos mostraban su verdadera personalidad: la de una mujer que integra comisiones, preside juntas y trabaja realmente en vez de dejar que otras lo hagan en su lugar.

—Tengo miedo de que lo considere usted como una gran impertinencia —dijo disculpándose como si el asunto no tuviese importancia—. Pero todos los años la iglesia organiza su propia fiesta anual. Se celebrará el próximo sábado en la Fortaleza.

El clima había cambiado.

—La fiesta parroquial, ¿eh? —dijo Henry Merrivale con una miraba sagaz.

—¡Sí! Nosotros… vendemos de todo. Cosas hechas a mano, porcelanas, muñecas, artículos de punto, tartas y pasteles, hechos por los miembros de la junta parroquial. Las personas simpatizantes se hacen cargo de los quioscos, una mesa entre dos columnas y…

—¡Espere un momento, mujer! —dijo Henry Merrivale empujando su silla.

Marión calló.

—Este año —siguió a prisa— mistress Doom sugirió algo que consideramos una brillante idea. Mister West conserva un montón de viejos trajes de fantasía, pelucas, etcétera, y pensamos que sería muy atrayente si los que atienden a los quioscos se vistiesen de acuerdo con las cosas que venderán.

Sir Henry Merrivale dejó de empujar la silla. Un fulgor extraño apareció en sus ojos.

—Vestirse, ¿eh? —medió—. Un asunto de disfraces, ¿es así?

Cualquier amigo de Henry Merrivale conoce su pasión (en realidad su obsesión) por cualquier cosa que se refiera, aun remotamente, a las actividades teatrales. No necesitamos mencionar sus historias, verdaderas o no, de cómo representó a Ricardo III ante Henry Irving. Esta pasión, que desespera al inspector jefe Master, a menudo le ha desviado de su línea de conducta y ha causado estragos.

Mrs. Doom sabe también que Gordon West tiene una colección maravillosa de reliquias indias norteamericanas. Creo que tiene collares, abalorios y un arco con su flecha. Sé que tiene el tocado de guerra de un jefe, con muchas plumas, porque lo he visto sobre la chimenea, y una serpiente de cascabel disecada que parece viva. Ocurre —prosiguió— que, según tengo entendido, Gordon y Joan se van a casar pronto. Querrán vivir en una casa más grande. A Gordon no le importa en lo más mínimo darnos sus reliquias. Y con esos objetos el disfraz resultará fácil.

—¡Diantre! —exclamó Henry Merrivale enderezándose como galvanizado—. ¿Quiere que me disfrace de jefe indio?

—Si no le causa mucha molestia, sir Henry.

Sir Henry Merrivale se levantó majestuosamente, mientras reflexionaba un instante, y se acercó al espejo, empujando a un lado la mesa del teléfono para verse mejor. Al retroceder mostraba una cara tan indescriptiblemente fea que hasta Virtue se alarmó. Henry Merrivale adoptó la actitud de quien está de pie sobre una roca alta y contempla el sendero que tiene debajo.

—El Gran Jefe Toro-que-Brama —entonó con una profunda voz gutural—. El Gran Jefe Avasallador. ¡El Gran Jefe Truenos-de-Fuego!… ¡Ugh! —añadió de pronto levantando el brazo derecho.

Evidentemente muy satisfecho, volvió a su asiento y miró a Marión con atención.

—Señorita —dijo con la mayor dignidad—, me sentiré orgulloso de ayudarla, Pero dígame: ¿Tiene West algún tomahawk? Debo tener un tomahawk. El alarido de guerra, ahora… bueno, puedo ejercitarme solo.

Aun entonces Marión no tenía idea de las fuerzas que había puesto en movimiento, pero la alarma empezaba a asomar en su cara.

—¡Sir Henry! —dijo con bastante severidad—. ¿Le recordaré que se trata de una fiesta parroquial?

Henry Merrivale no escuchaba.

—Puedo saltar sobre el mostrador —le explicó a Virtue, que hizo un signo de aprobación— y darle en la cabeza. Puedo… disculpe, señorita. ¿Decía algo?

—Una fiesta parroquial —insistió con firmeza Marión—. La mayor parte de la concurrencia estará compuesta por mujeres y niños. ¿Qué piensa que ocurriría con los alaridos de guerra y persiguiendo a la gente con un tomahawk?

Henry Merrivale, que no había caído en esto, se puso a reflexionar.

—¿Cree que tal vez resulte demasiado realista?

—¡Ciertamente!

—Hum, sí. Sabe que tal vez tenga razón. Lo bajaré de tono para que un niño de pecho no se asuste. ¡De veras!

—Eso está mejor. ¡Y muchas gracias! Pero ¿promete…?

—No tenga miedo, señorita —repuso Henry Merrivale levantando la mano para vencer cualquier oposición—. Les mostraré un jefe piel roja que jamás olvidarán.

Marión habría insistido si en aquel preciso momento no hubiera sonado el teléfono.

Henry Merrivale, a pesar de su corpulencia, contestó rápidamente. Sus conocimientos sobre los pieles rojas (enteramente tomados de los libros y de las películas y poco parecidos a la realidad) quedaron descartados cuando descolgó.

—¡Hola! Si. Sí, soy yo. Está bien —ligera pausa—. ¿Masters? Bien: ¿qué ha encontrado?

La voz en el teléfono seguía mientras las dos mujeres aparentaban ignorarla.

—¡Ah! —dijo Henry Merrivale. Sacó de un bolsillo una libreta muy pequeña y luego jugueteó vivamente con un lápiz que hizo bailar sobre su punta—. Masters, eso no está del todo mal. Ha tenido bastante suerte. Sí, lo comprendo. ¿Y respecto a esa mujer, Lacey?

La voz del teléfono continuó:

—Ajá. Es más o menos lo que esperaba. Y ahora veo la asociación. Gracias, hurón… No, no, hay mucho por hacer entretanto… De nada sirve enfadarse, hijo. Vea los periódicos de hoy. Se lo diré luego. Adiós.

Cuando volvió a su asiento su rostro era inexpresivo y compuesto. Chupaba el lápiz como si fuese un cigarrillo y hacía equilibrio con la libreta en la mano. Esta vez Marión se reconcomía de curiosidad. Pero las dos mujeres seguían su conversación en tanto que Henry Merrivale contemplaba extrañamente el vacío.

—… y apreciaríamos mucho, mistress Conklin, que fuera tan amable de hacerse cargo de un quiosco.

Virtue estaba profundamente conmovida.

—Miss Tyler, ¡puede contar conmigo! Pero… antes nunca me lo habían pedido, así que ayúdeme —debajo del pelo rubio, sus grandes ojos azules parecían sorprendidos—. Tal vez fuese… De todos modos, no lo habían hecho. Pienso en por qué lo harán ahora.

Quizá la mirada de Marión se fijara brevemente en sir Henry Merrivale o tal vez no fuera así. Pero era evidente que a ella no le desagradaba en absoluto Virtue Conklin. Un año atrás, a pesar de su tolerancia, Marión no hubiese pensado de esta manera.

—Fue un descuido, mistress Conklin. No volverá a suceder —y Marión sonrió alegremente—. ¿En qué clase de quiosco estaba pensando?

Virtue, debido a la bondad de su corazón, estuvo a punto de ofrecer las botellas de licor del Lord Rodney para que la fiesta resultara alegre. Pero el instinto le previno que tal vez ésta no fuera la mejor inspiración.

—¡Porcelanas! —dijo—. Tengo dos juegos pintados, de treinta y seis piezas cada uno. ¿Pueden servir?

—¡Espléndido! Pero en verdad es demasiado. Simplemente pensábamos… ¿Parece abstraída, mistress Conklin?

—Oh, reflexionaba en por qué no me habrían invitado antes. Creo —dijo con filosofía— que habrá sido porque pensaban que era una… quiero decir —se corrigió a prisa—, que en la vida de una hay realmente demasiados hombres. Sin embargo, la siguen a una.

—¿Sí? —preguntó Marión con ligereza como si el tema tuviese un interés teórico—. ¿Y si no lo hicieran? Quiero decir por el interés del tema, ¿si suponemos que un hombre determinado no lo hiciera?

—¡Querida! —dijo Virtue lanzándole una mirada desconsolada—. No entiendo mucho de esto, ¿no? Pero bendito… quiero decir, ¡Ave María! Hay maneras de hacer que él la persiga.

La voz de Marión se había elevado un poco.

—Pero ¿cómo? —preguntó siempre en teoría—. Una no puede sencillamente… —Marión calló de pronto.

—Escuche —empezó Virtue, y se inclinaba hacia delante en señal de confidencia cuando sir Henry Merrivale golpeó el puño contra la mesa con una fuerza que hizo saltar los cacharros.

—¡Oh, Cáspita! —dijo Henry Merrivale, que seguía mirando al vacío—. ¡Pensar que nunca reparé en ello!

Miró el teléfono y después otra vez su libreta.

—Qué imbécil —se quejó—. Si esto no es ver lo evidente, ¡no sé qué es! —sacudió la libreta, la dejó sobre la mesa y se levantó—. Ustedes dos, mujeres, tienen que salir de aquí. Es verdaderamente importante. ¡En seguida!

Sir Henry —dijo Marión ofendida.

—¡Largo de aquí! —dijo Henry Merrivale mientras Virtue recibía la palmada que esperaba y que dejó asombrada a Marión.

—No importa, miss Tyler —la tranquilizó Virtue—. Son más de las tres, ¿quieres venir a tomar una copa de oporto conmigo?

—Bueno, yo… ¡sí! Es muy amable de su parte.

—Y cuando baje —le indicó Henry Merrivale a Virtue— mándeme aquí a ese policía. Al diablo con todo, ¿cree que son modales tener esperando todo el día a un inspector de policía? ¡Mándelo arriba en seguida!