14

El ala oeste de la casa del coronel Bailey, al parecer sin luces en el interior, se destacaba cuadrada y fría a la pálida luz de la luna. Una tenue neblina se adhería al suelo. ¡Qué distinta, a los ojos de todos, era Stoke Druid de noche! Cuando Henry Merrivale terminó su relato. Danvers desvariaba preso de una sorda angustia mental.

—Si sus suposiciones son exactas —dijo, refiriéndose a la aparición y desaparición de La Viuda—, están fuera de los límites de la razón humana y, por lo tanto, son imposibles.

—Ajá.

—Entonces los hechos no han sido expuestos correctamente.

Henry Merrivale, sin contestar, pulsó el timbre de la puerta de la calle.

En la cocina de la planta baja, Poppy, más sonrojada que de costumbre, escuchaba por la radio, muerta de miedo, una obra de terror. Se levantó aún más sobresaltada cuando oyó el timbre. Pero los fantasmas, salvo en las historias más rebuscadas, no llaman a las puertas.

Subía de prisa, cruzando el pasillo en un remolino de brazos y piernas, y al ver a Henry Merrivale seguido de Danvers lanzó un suspiro de alivio.

—¡Oh, señor! —dijo con agrado.

Henry Merrivale le explicó que tenía la intención de examinar la habitación de Joan.

—¡Me alegra que lo haga! —contestó Poppy encendiendo las luces del pasillo—. Pero es mejor que se dé prisa. Creo que miss Joan ha de volver esta noche porque dice que no quiere que la mimen; y en realidad, ¿qué le sucede? Aún el doctor Schmidt…

—¿Qué? —preguntó Henry Merrivale—. ¿Han llamado al médico? Dígame, mujer, ¿qué piensa del doctor Schmidt?

—¡Oh, tonterías! —dijo Poppy sacudiendo la cabeza—. Jamás he tenido un dolor en mi vida; pero otros sí. El doctor Schmidt no le golpea a uno en el pecho, sino que le da medicinas como un verdadero médico, y esto muy rara vez. Ha ido esta vez a casa de miss Tyler (según me ha contado Martha), se pone sus gafas grandes para examinar un poco a miss Joan y empieza a soltar una gran cantidad de palabras difíciles. Miss Joan no las entiende. El coronel —Poppy le imitó— dice: «¿Qué diablos es esto, señor?». Pero míster West, él comprende, fulmina con una mirada al médico y le dice que otra visita no será necesaria. El doctor Schmidt dice que somos tontos; ¡como si a mí me importara! Sin embargo, todavía estoy hablando. Vengan conmigo.

Danvers estuvo a punto de hacer un comentario mientras se dirigía hacia el dormitorio de Joan, cuya puerta quedaba a la izquierda, casi al extremo del pasillo, pero Henry Merrivale le impuso silencio.

—¡Encienda la luz ahora, mujer! —dijo Henry Merrivale con un gruñido significativo—. Rafe, verá esta habitación exactamente como nosotros la vimos anoche. ¿Qué hemos pasado por alto?

Otra vez brilló la luz clara de la lámpara junto a la cama. Los tres penetraron en la habitación. Poppy atisbaba por detrás de Henry Merrivale.

El librero, sin duda por costumbre, empezó por lanzar una mirada a los cuadros colgados de las paredes. Pertenecían a la escuela de los recuerdos sentimentales Victorianos, con marcos dorados o de caoba y era evidente que le disgustaban, no tenían ningún valor.

Allí, en la pared orientada al Oeste, entre las dos grandes ventanas, se veía la cama bastante alta, con sus cuatro columnas de madera oscura lustrada. A su lado se hallaba la mesilla de noche, con una puertecita en la parte inferior. Habían hecho la cama y barrido la habitación; salvo esto, no había ningún cambio. Una mesa de tocador se encontraba en la pared de enfrente y, situado en diagonal en el ángulo noroeste de la habitación, un enorme armario, de roble natural macizo.

La alfombra gruesa, demasiado grande para la habitación, estaba un poco doblada del lado este. En el ángulo sudoeste, opuesto al armario, había una cómoda bastante alta. Este conjunto, además de varias sillas tapizadas de terciopelo violeta y de algunas mesas, era todo lo que Danvers podía…

—¿Bueno, Rafe? —preguntó Henry Merrivale con un prolongado resuello provocativo—. Presume (no quiero decir, por supuesto, que se jacte) de ser un hombre inteligente. Es capaz de advertir una letra equivocada en una primera edición que por amor de esa letra deja de ser primera edición. ¿Cómo pudo entrar y salir de aquí la bruja?

Danvers miraba afanosamente a través de sus lentes.

—¡Un momento! —dijo—. Según me describió usted la habitación, hay algo que falta.

—¿Dónde?

—En la mesita de noche —Danvers la señaló—. Dijo que había un revólver sobre ella.

—¿Oh, eso? No terminé la explicación. Gordon West recogió el revólver y lo escondió, hasta donde pudo, en su bolsillo —Henry Merrivale parecía pensativo—. Ni habrá pensado en él hasta llegar a su casa… ¿Se le ocurre la solución. Rafe?

—Una pregunta —dijo el librero con voz firme—. Este personaje de La Viuda, quienquiera que sea, ¿estuvo en realidad dentro de la habitación?

Por un momento Henry Merrivale meditaba en la malignidad de las cosas en general.

—Sí, Rafe —dijo—, realmente estuvo.

—Malo, malo —refunfuñó Danvers, y empezó a rondar por el dormitorio.

Henry Merrivale examinaba entretanto la cama desde el otro lado, o sea, desde el lado a cuya cabecera estaba la mesilla de noche próxima a la ventana grande. Observó, con el ceño fruncido, la colcha de seda color canela que ahora cubría las almohadas. Con un esfuerzo enorme, y para gran asombro de todos, Henry Merrivale se tumbó en la cama como en busca de reposo.

—¿Será posible que esté reconstruyendo los hechos? —dijo Danvers con sarcasmo.

—¡No, no, no! ¡Cáspita, lo verá en seguida!

Henry Merrivale, apoyado en el codo derecho, examinaba la gran ventana a su izquierda, paseando la mirada de arriba abajo. Luego apoyó lo codos; finalmente, se deslizó por el borde de la cama y, con una mirada angustiada de mártir dirigida al cielo, terminó por caer de rodillas, como un barril de cerveza flexible, para examinar la alfombra.

—¡Ah! —dijo—. ¿Dónde está la joven? ¡Poppy!

—¿Sí, señor?

—¿Se ha movido esta cama desde ayer?

—No, señor. Lo siento mucho, señor, pero…

—No importa. Está bien. O mejor dicho, no está bien —Henry Merrivale empezó a mostrar señales de preocupación—. Rafe, sé que nunca mira a través de sus gafas, pero ¿lleva encima ese cristal de aumento que siempre utiliza?

Danvers, visiblemente contrariado, pero sereno y con resignación, sacó una lupa del bolsillo de su chaqueta vieja y gastada. Esto impresionó profundamente a Poppy, cuyo corazón le latía en la garganta con el convencimiento de que los detectives por fin ponían manos a la obra.

Y lo confirmó cuando Henry Merrivale examinó el borde de la cama y la alfombra; finalmente se enderezó para registrar la parte inferior de la mesilla de noche. Era una especie de caja de madera pintada, de unos cuarenta y cinco centímetros de lado. Al abrir Henry Merrivale la puertecita encontró algunos frascos viejos de medicinas.

Esto le preocupó aún más. Mientras examinaba con atención el suelo de la parte inferior de la mesilla de noche gritó de nuevo.

—¡Una linterna! —dijo—. ¿No hay una linterna en la casa?

Poppy contestó que sí. Fue a buscarla y regresó prontamente.

Henry Merrivale examinó otra vez con el cristal de aumento el suelo de la parte inferior de la mesilla de noche a la luz de la linterna. Al final, después de cerrar la puertecita, se levantó con dificultad.

—Rafe —exclamó con aire de desesperación—, estoy desorientado.

—¿Insinúa que alguna persona se hallaba escondida en ese pequeño espacio? —preguntó Danvers con ironía—. ¡Ni siquiera un enano podría caber!

—No diga sandeces, Rafe. Detesto las sandeces.

—¿Entonces qué quiere decir?

La disertación de Henry Merrivale se volvió incoherente.

—Los anónimos —dijo— serán fáciles de deducir y difíciles de probar si ahora La Viuda se calla. La habitación con llave será difícil de deducir y fácil de probar… lo he pensado… Lo habrán retirado, sí; pero ¡los rastros! Creí resolver el verdadero problema resolviendo el problema equivocado. Creí abrir la puerta correspondiente con la llave equivocada. Quizá lo haya hecho, a pesar de todo. Pero ¡la prueba! Todo proviene, por supuesto —añadió golpeándose tristemente la cabeza con la linterna y el cristal de aumento—, de haber sido anoche un simple títere.

—Henry —dijo con suavidad Danvers.

—¿Eh?

El librero, que tenía ahora su sombrero de ala ancha en la mano, se pasó los dedos por entre los mechones de pelo canoso.

—A menudo me he preguntado, simplemente desde el punto de vista psicológico, ¿por qué nunca da una contestación directa a una pregunta directa? ¿Le divierte desconcertar a la gente?

Henry Merrivale se concentró.

—¡Por supuesto! —replicó con una sinceridad desacostumbrada—. ¿Quién no lo hace? ¿No lo haría usted? Pero jamás lo hago cuando la persona interesada corre peligro.

—¿No hay peligro? ¿No hay peligro para Joan Bailey?

—Hijo, esa joven ya no corre peligro —le contestó con sinceridad Henry Merrivale—. Aunque se le introduzca de pronto, en medio de la habitación, una caja misteriosa llena de fantasmas y echando humo como una caldera. Eso ha terminado. Lo garantizo.

—¿Cómo puede garantizarlo? Estoy enterado de que usted —Danvers levantó la mano para evitar que le interrumpieran— es el Viejo Maestro. Usted ha recalcado este punto tan a menudo que no puedo pasarlo por alto. Pero perdóneme si no considero la respuesta del todo apropiada.

—¡Está bien! —refunfuñó Henry Merrivale.

Otra vez se había abstraído por completo. Se movía con torpeza por la habitación, tropezando con las sillas. Sobre la mesa de tocador encontró un peine de color rosa y se miró al espejo como si pensara alisarse el pelo inexistente. Se movió y enderezó un cuadro titulado Me quiere, no me quiere, examinándolo como si se tratara de una inapreciable obra de arte.

Finalmente, entregó el cristal de aumento a Danvers y la linterna a Poppy.

—¡Está bien! —repitió fastidiado—. Si cree que no hago más que contemplar las estrellas, se lo explicaré. Primero… —indicó con un movimiento de cabeza la ventana junto a la mesilla de noche— tiene que recodar (lo que yo no hice) que…

Ninguna puerta del pasillo se ajustaba perfectamente al marco de la pared. Oyeron abrir la puerta de la calle y el ruido de voces en el vestíbulo. Las pisadas se acercaron de prisa por el pasillo, la puerta se abrió de par en par y apareció Gordon West con la expresión de quien está preparado para entrar en acción.

—¡Oh! —dijo, y se aplacó—. Vimos una luz aquí dentro y pensamos que había alguien en la habitación.

—Y no encuentran ni a un solo ser viviente, ¿no?… —dijo Henry Merrivale, agregando—: ¿La joven viene con usted?

Detrás de él estaba Joan, con una chalina alrededor del cuello y una maleta de cuero en la mano. Aunque algo pálida, gracias a su salud y energía el suceso había tenido poca o ninguna consecuencia. Dejando la maleta entró en el dormitorio delante de West, no sin antes echar un rápido vistazo.

Un momento, encanto —dijo Henry Merrivale tomándole las manos con extraordinaria suavidad para un viejo de modales bruscos—. Estaba diciendo a Rafe Danvers aquí presente… ¿Conocen a Rafe?

Complacidos, lo confirmaron a coro.

—Le estaba diciendo —continuó Henry Merrivale— que ya no existe absolutamente ningún peligro para usted, si alguna vez lo hubo. La Viuda nunca volverá a visitarla. Puede seguir durmiendo en esta habitación.

Sir Henry, han hecho un alboroto enorme por nada —dijo Joan riendo y luego vaciló—. Así y todo me parece que esta noche voy a dormir arriba.

—Arriba, sin duda alguna —convino West, contrariado.

—¡Querido, has oído lo que ha dicho sir Henry! Por otra parte —Joan se dirigió alegremente a los demás—, rondará debajo de las ventanas con el pretexto de darme una serenata con la guitarra.

—Cara de ángel —dijo West—, si pienso que ese monstruo anda cerca, te daré una buena serenata con bombos y platillos. Pero estaré aquí.

—¡Gordon! —dijo Joan.

—¡Oh, Señor! —se quejó Henry Merrivale—. ¡No empiecen otra vez con sus arrumacos! Siempre que los he visto juntos —añadió desesperado— se están arrullando.

—No es verdad —protestó Joan—. La única vez que nos ha visto… bueno, de esa manera… fue el domingo por la tarde, detrás de la Fortaleza.

—Oh, no, no fue entonces —corrigió rápidamente Henry Merrivale—, fue el sábado por la noche. El primer día que llegué a Stoke Druid.

—¡El sábado por la noche! —repitió West.

—Exacto. Cené con el coronel, y ustedes estaban en la quinta de West. Después de la cena me disculpé durante unos minutos para… de todos modos fui de prisa hasta la quinta porque, como después dije, quería hablar con usted lo antes posible.

Henry Merrivale resopló mirando a uno y a otro.

—Tuvieron dos visitas mientras se arrullaban en aquel canapé, de espaldas a la puerta. Las dos visitas miraban para dentro y ustedes no las vieron. Bueno, yo llegué primero. No entré por temor a interrumpirles. Me detuve porque les oí decir algunas cosas tan tontas y rebuscadas que salí disparado hacia la casa del coronel a reflexionar. Su segunda visita fue la de Ja joven Tyler, así que no se preocupen. Ella no vio que me escondía en el sendero.

Joan y Gordon se miraron. In mente se preguntaban: «¿Dice qué hablábamos?». Joan se sonrojó desconcertada, tratando de cambiar el tema, y se acercó rápidamente a Danvers.

—¡Míster Danvers! —dijo tomándole del brazo con sincera cordialidad—. ¡Es muy agradable verle aquí! ¿No somos de su agrado? Muchas veces hemos pensado cuál sería el motivo por el que no había venido a vernos.

El librero, evidentemente sorprendido y conmovido, se pellizcó el puente de la nariz y desvió la mirada.

—Gracias, querida. No estaba… este… seguro de ser bienvenido. Son las ideas que tienen los hombres solitarios.

—Tío George —le dijo Joan— ha ido solamente hasta Higth Street para tratar de conseguir tabaco. También tenemos otra visita que fue a ver a Marión y ha venido con nosotros —Joan volvió la cabeza—. Dónde diablos…

West sonrió.

—¡Jim! —berreó por el pasillo—. ¡Jim!

En el umbral de la puerta apareció la alta silueta, algo indecisa, del reverendo Cadman Hunter vistiendo su acostumbrado traje de franela, con alzacuello. Se había lavado la cara y cepillado el pelo. Pero tenía el ojo izquierdo casi cerrado, con una hinchazón violeta alrededor de la ceja. Una aspereza rojiza manchaba la mejilla izquierda y la mandíbula también estaba un poco hinchada; en la mano vacilante tenía un bistec crudo.

—He salido de noche como Nicodemo —se sonrió—. Aunque, por supuesto, no para hacer la misma diligencia que Nicodemo. Este… este bistec es para mi ojo. Miss Tyler me lo ha dado.

—¿No le pareció que Marión, al llegar, estaba borracha como una cuba? —preguntó West pensativo.

—¡Tonterías, mi estimado amigo! —el reverendo James se enderezó instantáneamente—. Una o dos copas de oporto, ¿qué hay de malo en ello? En realidad —dijo el reverendo James aplicándose el bistec sobre el ojo tumefacto y con una expresión de regocijo en el sano—, fue bastante extraño, pero muy agradable. Nunca he apreciado tanto la… este… la personalidad de miss Tyler.

Gordon West le miró de soslayo.

—Sí —convino West—, comprendo lo que quiere decir.

—Buenas tardes, míster Hunter —dijo Danvers con formalidad. En seguida sonrió—. Debemos felicitarle por sus victorias de hoy.

El reverendo sacudió la cabeza con tristeza.

—Temo mucho haberme precipitado. Debo aprender (¡ay!, ¿cuándo?) la virtud de contenerme. Y, sin embargo —dijo el vicario—, sostengo que tenía razón y que se justificaba lo que he hecho. Por lo tanto, me he propuesto…

La expresión de Gordon West se alteró de repente.

—… Defenderme ante mi tío cuando llegue el sábado. Les aseguro que no me excitaré, pero permítanme que la verdad sea dicha ante todos.

Un coro de voces (las de Danvers y de Joan) se alzó en señal de aprobación. Tal vez se mostraron demasiado parlanchines. El berrido de Henry Merrivale les interrumpió.

—¡Cállense! —dijo—. Están silbando en un cementerio y lo saben.

Silencio mortal.

, Joan se quedó sobresaltada, humedeciéndose los labios. Por primera vez vio a Poppy.

—¡Poppy, querida! —dijo—. Podría servirnos té, whisky o alguna otra cosa.

Poppy salió de la habitación con tanta velocidad que un observador con un poco de imaginación no se hubiese sorprendido si hubiera regresado en seguida con el té hirviente. Pero no fue así. Un silencio frío y mortal a la luz blanca de la lámpara se enseñoreó de la habitación hasta que habló sir Henry Merrivale.

—La Viuda Burlona —dijo— tiene oprimida a esta aldea. ¿Qué cree que ocurrirá cuando la historia se divulgue, como va a suceder? Sí, me refiero a lo que aquí pasó anoche. Hoy he llamado a la policía…

—¿Se lo contó? —preguntó Joan.

—No. Pero oirán hablar de los disparos que hubo. Querrán saber qué ocurrió. Por la más ínfima nimiedad se llevarán a cabo averiguaciones sobre las tenencias de armas de fuego. Por eso es…

—¡Por favor! —interrumpió Joan con voz suplicante—. Sabe bien que no he acusado a nadie. Al fin y al cabo, aquí anoche no se cometió ningún crimen, ¿no es así?

—¡Oh, encanto! ¿Qué ocurrirá cuando un buen número de gente charlatana se entere de que La Viuda puede entrar por las puertas y ventanas cerradas con llave y cerrojo?

—¡Pero no puede hacerlo!… ¿No es así?

—No, encanto. Descanse tranquila. Sólo fue un momento de pánico e ilusionismo. Como se lo dije, no volverá a suceder. Pero no se trata de lo que es verdad, sino de lo que la gente crea que es verdad. El vicario puede decírselo.

—Puedo decirlo —dijo el reverendo James.

—Entonces, a trabajar. ¡Usted! —dijo Henry Merrivale, señalando a West.

West, que disimuladamente había observado al reverendo con la expresión con la que un hombre se dice a sí mismo «imposible» o «usted está loco», se sobresaltó.

—¿Qué hizo del revólver Webley treinta y ocho? —le preguntó Henry Merrivale.

—Debí explicarlo —West se pasó la mano por la cabeza—. Me lo llevé. Pero, por vida de Dios, no me di cuenta de ello hasta que me desvestí.

—¿Se lo ha devuelto a Fred Cordy?

—En las actuales circunstancias —repuso secamente West—, me pareció mejor no hacerlo.

—¿Ha visto hoy a Cordy?

—Sí. Estaba bien. Leía otra vez a Tom Paine. Y sigue poniéndose tan alegre como un grillo cuando se le permite recitar dos o tres páginas de Los Derechos del Hombre.

—¿Qué ha hecho entonces con el revólver?

—Bueno, yo… —West calló. Una expresión de alarma cruzó por sus ojos—. Lo puse sobre la mesa junto a mi máquina de escribir, eso es todo.

Henry Merrivale dejó caer la mandíbula.

—¿No lo encerró con llave en un cajón, hijo? ¿Ni siquiera ha cerrado con llave la puerta de su quinta?

—¡Vea! —dijo West—. No se puede echar la llave a esa quinta. Y, hasta donde puedo recordar, no hay ninguna clase de llave en esta aldea.

Henry Merrivale, acariciándose la mandíbula, reflexionaba en esto.

—¡Ajá! —dijo—. Ahora vaya de prisa a su casa, tan directamente como pueda, y recoja ese revólver. Luego vaya en busca de Fred Cordy, tráigalo aquí y no se separe de él hasta que yo le haya interrogado. ¿Ha comprendido?

—¡Bien! ¿Nada más?

Hacía un rato que Danvers estaba de pie, sin pensar en ser descortés, dando la espalda al grupo y frente a la cómoda alta situada en un rincón alejado de la habitación. Abstraído en sus pensamientos, tocó al azar un espejo de mano, un cepillo, unas tijeras para uñas, una lima y una polvera y luego se volvió.

—¿No se le ha ocurrido, Henry —dijo con claridad—, que nos evitaría muchas cavilaciones, si nos dijera simplemente algunas palabras?

—¿Cuáles, Rafe?

—Nos dice que una persona que pasa por las puertas y ventanas cerradas con llave puede aterrorizar a la aldea. Muy bien. Dice que sabe, a pesar de que ahora no lo puede probar, cómo se hace el engaño. Dígalo, pues, y termine de una vez con tanto misterio y tanto temor.

—Rafe —contestó Henry Merrivale asiéndose a la columna más próxima de la cama—, no voy a decir ni una palabra más. No porque quiera confundir a alguien. No porque tenga miedo de que alguno tenga una cara ingenua y pueda revelar el secreto. Sino porque no me atrevo a decírselo a todos ustedes juntos.

—¿Insinúa —exclamó el reverendo James— que alguno aquí…?

—¡No insinúo nada! Estoy tratando de decirles que alguien está, o puede estar, en grave peligro. A propósito, ¿el reloj de su iglesia no va cuatro o cinco minutos atrasado?

—Yo… sí, creo que sí. ¿Por qué lo pregunta?

Fuera, en el pasillo, sonó el teléfono.

Seguía sonando cuando Gordon West salió a hacer las diligencias que le habían sido encomendadas y Joan fue a contestar. Esta regresó inmediatamente.

—Para sir Henry —comunicó—. Es Stella Lacey.

Henry Merrivale, refunfuñando para sí, saltó pesadamente. La mesa del teléfono estaba al final del pasillo; a un lado, la puerta del dormitorio y al otro, la del estudio.

—¿Sir Henry? —la voz de la persona que hablaba parecía controlada como si alguien la vigilara; sin embargo, tenía tal urgencia al hablar cerca de la bocina que se la oía nítida—. Excúseme por molestarle, pero yo… le he buscado por todas partes.

—No me molesta. ¿Qué ocurre?

La voz era ahora tan clara que el grupo que se había reunido en el pasillo podía oír sílaba por sílaba.

—Soy Stella Lacey. Es médico, ¿no? Alguien dijo que usted era abogado y que le había visto en el tribunal. Pero ¿es médico?

—Bueno… soy ambas cosas —explicó Henry Merrivale a modo de disculpa—, pero no me ocupo mucho de ninguna.

—Por favor, ¿puede venir a mi casa? —le rogó Stella—. No dentro de unos minutos, sino ahora mismo. No se lo pediría, pero… no es por una insignificancia. Es cuestión de vida o muerte. ¡Por favor, por el amor de Dios, venga inmediatamente!