7
—Nuestro texto procede del Evangelio según San Mateo, capítulo 23, versículos 27 y 28.
Luego elevó la voz.
—«Pero ¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas…!».
Era un hermoso día de sol. El gran ventanal del este brillaba suavemente entrelazando el rojo, el azul, el amarillo y el añil. Pero el resplandor se volvía confuso al chocar con el suelo de ladrillo y las columnas de piedra gris que habían presenciado quinientos años de culto. Al oeste, y dentro del presbiterio, se veía el coro, adornado a ambos lados con confusas vestiduras blancas. Los candelabros del altar no estaban mejor lustrados que las lámparas de bronce que colgaban de las vigas del techo.
—«… porque sois semejantes a los sepulcros blanqueados, los cuales por fuera parecen hermosos a los hombres, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de todo género de podredumbre».
El Squire Tom Wyatt estaba sentado erguido, en primera fila, en el antiguo banco esculpido de la familia, al lado de su tercera mujer y de su hijo. Algo raro sucedía.
Hasta aquel momento el servicio había transcurrido tan fácil y soñolientamente como el tañido de las campanas de St. Jude. Ahora algo turbaba la tranquilidad, algo que parecía azotar hasta las paredes amadas y conocidas de la iglesia. Desde el momento en que el vicario había subido al púlpito, allá a la izquierda.
—«Así también vosotros… —el reverendo James Hunter, que hablaba con voz fuerte y vehemente, hizo una pausa casi imperceptible al mirar hacia abajo— por fuera os mostráis justos a los ojos de los hombres; mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad».
La gran biblia parecía temblar cuando la cerró. Hunter examinaba la concurrencia, con las manos apoyadas fuertemente en el púlpito, después de haberlas sacudido para recogerse las mangas de la sobrepelliz blanca.
Muchos rostros mostraban especial interés, vueltos hacia él desde sus bancos. Marión Tyler, azorada y boquiabierta, le miraba con incredulidad. Ella ya había observado que Joan Bailey y el coronel Bailey no estaban en la iglesia. Míster Theo Bull, el carnicero, se enardecía pensando en lo que podía ocurrir.
En medio de un profundo silencio, habló el reverendo James.
—Hoy deseo dirigirme a vosotros sin ceremonia —dijo con calma; su pelo rubio brillaba y su cara, habitualmente rubicunda, estaba pálida—. Deseo hablaros sin que exista un muro entre nosotros y como si jamás hubiese existido ese muro.
Quizá la tranquilidad del tono propiciara un débil murmullo de alivio por los bancos de la iglesia. Alguien dejó caer su libro de oraciones.
—Estoy entre vosotros —prosiguió el vicario— desde mayo de este año. He tratado de hacerme amigo de todos. He tratado (podéis atestiguarlo) de cumplir con mi deber hasta donde alcanzan mis pobres fuerzas. Algunos… —los ojos azul celeste se movían de un lado a otro y apretaba la mandíbula— no entenderéis lo que voy a decir, pero los más lo comprenderán demasiado bien, y a éstos les digo…
Otra vez la voz se desenfrenó:
—Habéis sido mentirosos e hipócritas, tanto como está escrito aquí, ¡y os echaré eso en cara!
Corrió por la iglesia un movimiento de excitación, como si todos se hubiesen movido ligeramente.
En el último banco, al fondo, estaba sentado Gordon West con los brazos cruzados. Fue el único que no se movió en ningún momento, con la vista fija en el vicario. El rostro de mister Theo Bull estaba colorado como raíz de remolacha, y se observaban otras expresiones de enojo. El reverendo James Cadman Hunter dejó que pasara la inquietud para hablar en el silencio.
—Digo que habéis «sido» mentirosos e hipócritas —prosiguió— y lo sabéis. Ahora permitidme añadir lo que es justo. No digo que hayáis querido serlo o que lo seáis de corazón. Pero habéis permanecido callados cuando debisteis hablar. Habéis temido que pudiese ser revelado algún secreto, quizá pequeño y sin importancia.
»Por lo que he podido saber ayer, desde el mes de julio esta aldea se ha visto inundada por anónimos. Soy aquí vuestro único consejero espiritual. ¿Por qué no habéis venido a mí? ¿Por qué alguno de vosotros no me lo ha contado? Aun si no os he agradado, y ahora mucho me temo que así sea…
Por vez primera el reverendo James vaciló.
Las lágrimas corrían por la cara de Marión Tyler. A la sombra de una columna, donde la luz formaba una aureola alrededor de su peinado debajo de un pequeñísimo sombrero a la moda, los labios de Stella Lacey se crispaban en una suerte de diversión lejana. La expresión era la de Lilith.
—Aun si así fuera, no os he hecho ningún daño —continuó con calma el vicario—. Debisteis haber tenido confianza en mí. A esta hora el autor de las cartas estaría apresado y no habría podido clavar sus colmillos en nuestras almas y en nuestros cuerpos. No aumentaré el dolor de los acongojados…
Su vista se detuvo en Annie Martin, cuyo pálido y extraño rostro tenía una expresión tal de asombro que el reverendo James debió observarlo con más atención, pero no lo hizo.
—… insistiendo sobre el hecho de que la muerte ha aparecido entre nosotros, por la razón que sea. Pero el autor de los anónimos debe ser y será descubierto. Es molesta esta persecución. No deseáis ser humillados y denigrados. Os digo que puedo descubrir al autor de estas cartas… con una condición. Si esta condición falla, entonces todo fallará. No sólo necesito la ayuda de alguno de vosotros, sino de todos.
No se había visto anteriormente en la iglesia a un hombrecito moreno, de pelo corto y grueso y de sonrisa burlona, que estaba sentado en el último banco. Era Fred Cordy, el zapatero ateo, que se retorcía de secreto placer en su ropa más cuidada.
Fred Cordy detestaba a todos, es decir, a casi todo el mundo. En Stoke Druid había solamente tres personas que verdaderamente le agradaban: Gordon West y el coronel Bailey, porque le daban dinero sin hacerle preguntas peligrosas, y el Squire Wyatt, porque, pese a sus atribuciones de juez de paz, se hacía más o menos el desentendido cuando se trataba de la caza en terreno prohibido.
Por tanto, el delgado hombrecito, con el pelo oscuro corto y erizado como un duende, se inclinó y habló en voz baja a West.
—Les está tratando mal —dijo encantado Fred Cordy—, ¿no es así?
Quizá sintió la mirada fría de los ojos azules del vicario, porque calló como si le hubiesen golpeado.
—Permítaseme explicarme —continuó la voz desde el púlpito—. Se encuentra hoy entre nosotros un hombre que no es de la policía (veo que os alarmáis con la palabra policía, aunque no tenéis por qué), pero cuya vinculación con la policía, sin embargo, puede sernos muy provechosa. Este hombre…
El reverendo James lanzó una rápida mirada hacia el primer banco, donde debía hallarse sir Henry Merrivale. Pero sir Henry Merrivale no estaba allí. Sin embargo, tal ausencia no provocó pausa ni vacilación en el sermón del reverendo James. Pero se debe dejar constancia de que esta vez no fue por culpa de Henry Merrivale.
En el preciso momento en que comenzó el servicio religioso. Henry Merrivale se paseaba de punta a punta en su dormitorio del Lord Rodney, loco de impaciencia, y de cuando en cuando consultaba un enorme reloj de bolsillo. Desde la noche anterior trataba de comunicarse por teléfono con el muy honorable Ronald Bevis Binterton, secretario de Estado del Interior, en su casa de campo llamada Muchdelight, en Sussex. Pero había sido en vano.
—Debía haber sabido que hoy era sábado y mañana domingo —se quejó la noche anterior Henry Merrivale a la posadera—. Si el muy infame no está allí…
Evidentemente no estaba. Mientras, Henry Merrivale recorría la habitación, con frecuencia se daba la vuelta para mirar el teléfono situado entre las dos ventanas. El Lord Rodney, con su gran fachada estucada de amarillo, se jactaba justamente de ser moderno, con teléfono y agua caliente y fría en todas las habitaciones. Pero la despiadada mujer de la central telefónica, que había prometido llamar, seguía muda.
Y cuando Henry Merrivale había renunciado a lograr la conferencia, sonó el teléfono.
Mistress Conklin, la comprensiva y robusta posadera, subía en aquel preciso momento para compartir sus quejas. Por la puerta entreabierta, alcanzó a escuchar la conversación con el Secretario del Interior unos veinte segundos después de que Henry Merrivale hubiese empezado a hablar:
—Por cierto que la historia se ha publicado hoy en los periódicos de Londres. ¡Véalo usted mismo! Anoche telefoneé a las agencias de noticias.
Clausewitz
¿…?
—Porque tengo una debilidad por la justicia, Boko, y me desespera que la policía se equivoque. ¿Sabe lo que ocurrirá mañana?
—¡…!
—No se engañe a sí mismo. A la gente no le gusta esta clase de anónimos. Los detestan. Habrá debates en la Cámara donde le pondrán a usted como un trapo. A no ser que pueda demostrar que tiene el asunto bajo control. Conozco a un Secretario del Interior a quien hicieron dimitir por un caso como éste.
—Le diré exactamente lo que debe hacer. Telefonee al jefe inspector de aquí, quienquiera que sea, y mándele a paseo.
—¡…!
—No importa que sea un viejo mariscal —vociferó Henry Merrivale asido al teléfono—. Deje al comandante Villiers Gobey-Gobey, de los Gobey-Gobeys, de Oxfordshire, en condiciones de no poder sentarse en una semana. Dígale que le haga lo mismo con cuantos se crucen en su camino hasta llegar a un inspector llamado Garlick.
—Sí, eso es, salvo que hay una «k» al final. ¿Entendió? Mándeme al inspector Garlick aquí, a mi hotel, el lunes por la mañana a las nueve en punto. Gracias, Boko. Adiós.
Mistress Virtue Conklin, propietaria del Lord Rodney, contaba por el año 1905 con una figura exuberante de la época del rey Eduardo y una enorme mata de pelo con reflejos bronceados. Todavía conservaba ambas cosas así como también un inagotable buen humor. Profundamente impresionada, esperó con una mano oprimida contra el pecho mientras Henry Merrivale luchaba tenazmente con la central telefónica para obtener otra comunicación.
Esta llamada era para el jefe inspector Masters, que en aquel momento entretenía a sus hijos menores, jugando a las cartas, en el fondo del jardín de su nueva casa en Peckham.
—Qué tal, serpiente trepadora —dijo cariñosamente Henry Merrivale—, ¿cómo está?
—¡…! ¿…?
—Oh, estoy en el oeste, en un lugar llamado Stoke Druid. Escuche, Masters. Necesito ayuda y quiero que me haga un favor.
—¡…!
—No se altere, Masters. Sé que tiene un caso importante en la ciudad, no trato de sobornarle. Quiero que mande a un muchacho listo a hacer una diligencia.
—¿…?
—Quiero que vaya a la casa de las máquinas de escribir «Formosa». Figura en la guía telefónica. Que pregunte cuándo dejaron de fabricar la «Formosa Jowel» número 3 en la que los cretinos de fabricantes cambiaron la coma por el signo de exclamación. Que averigüe si han conservado algunas máquinas; si así es, a qué comerciante o particulares cerca de aquí se las han vendido.
—¡…!
¡Sí, sé que es poco menos que imposible! Pero hágalo. Finalmente, averigüe lo que pueda sobre un teniente de la RAF llamado Darwin Lacey y su mujer. L-a-c-e-y.
—¿…?
—¡Oh! ¿Le pica la curiosidad ahora? Lo siento. Masters, pero tengo mucha prisa. Tengo que ir pronto a la iglesia.
—¿…???!!!!!!
—Si, es lo que he dicho —repuso Henry Merrivale con seriedad—. Ajá. Adiós.
Después de colgar, frunciendo el ceño hizo girar la silla. Vio a mistress Conklin, palpitante de curiosidad, e inmediatamente la acusó con el dedo.
—¿Dónde está mi traje blanco? —preguntó mientras examinaba con disgusto su sobria ropa oscura—. ¿Me ha robado mi traje blanco?
—Vamos, querido —le calmó mistress Conklin, acercándose con una sonrisa picaresca indicadora de que todavía no habían pasado sus mejores días de juventud—. El traje estaba muy sucio debido a los perros, los niños y a las veces que se sentó. Lo he lavado y planchado yo misma… ¡No se enfade, querido! Veamos cómo está su corbata.
—¿Va a terminar de ocuparse de mí? —bramó Henry Merrivale—. Si hay algo que no puedo soportar es que las mujeres se preocupen por mí. ¿Dónde está mi sombrero? No importa, alguien me lo habrá robado.
—Anoche le conté los chismes que quería saber —dijo mistress Conklin, tratando de embaucarlo—. Me parece que podría decirme…
Pero sir Henry Merrivale ya se había marchado.
A pesar de su deseo de subir corriendo High Street, fue hasta la iglesia con paso lento y majestuoso, pero desgraciadamente pocos estaban allí para percatarse de ello. Encontró cerradas las puertas enormes y pesadas. Si temía que algún ruido desagradable como un pistoletazo traicionara su presencia, no tenía por qué preocuparse. Pues estaban muy absorbidos, concentrados en el sermón del reverendo James.
Henry Merrivale se sentía molesto. Fluía de esa pequeña iglesia oscura, fría y oliendo a piedra vieja, tal flujo de emoción que muchas personas se inclinaban hacia delante, apoyando la mano en la rodilla. Solamente Gordon West, en el último banco, permanecía impasible.
El azul frío de los ojos del vicario no vacilaba. Su voz resonaba con lentitud.
—Muchos querréis decirme —seguía diciendo—. Me diréis: «Sí, está muy bien que nos diga esto. Está muy bien que nos aconseje traer estos anónimos. Pero a “usted” no le han atacado. “Usted” no ha sufrido ningún dolor como si le hubieran arrojado en la cara agua hirviendo. “Usted” no puede comprender».
La mano derecha, con el puño cerrado contra el pecho, se abrió de pronto.
—Pero puedo comprender, porque he sido atacado también yo —continuó— con una acusación aún peor, considerando mi posición, que la dirigida a cualquiera de vosotros. No me basta decir que estoy de parte vuestra. Para conseguir vuestra ayuda, para demostraros que soy tan franco con vosotros como quiero que lo seáis conmigo, para demostrar que una mentira debe ser gritada a voz en cuello y no ocultada, debo probar que estoy de parte vuestra.
»Así pues, me propongo leeros una carta… sí, que he recibido ayer firmada por “La Viuda”. Afecta a una joven que conocéis y que con justicia respetáis. Pido humildemente perdón a la señorita por la mentira que figura en esta carta, pero no puedo excusar me de mi deber. Es la tarea más desagradable que jamás haya tenido que cumplir.
El reverendo James tragó saliva.
Hubo un silencio tan completo en la iglesia que se pudo oír aun el leve ruido que hizo al abrir la hoja de papel. Quizá una o dos personas se mirasen de manera interrogativa una a otra, pero no más.
—La carta viene dirigida a mí, a la vicaría y empieza sarcásticamente: «Reverendo señor». Dice…
Al fondo, Gordon West se levantó de un salto.
Con una inusitada presencia de ánimo, el pequeño zapatero, Fred Cordy, levantó las manos y le hizo sentar. Este hecho pasó inadvertido, salvo un ligero y rápido movimiento de cabezas en la vecindad más próxima.
«¡Sí! Usted y Joan Bailey al parecer creen que ningún ojo les ve, a excepción tal vez del ojo metafórico de la mañana. Y usted debe retirarse antes de que amanezca a pesar de que el dormitorio de ella (como lo sabe cualquiera de la aldea) está en el piso bajo, con grandes ventanas de fácil acceso. Pero perdone, no soy una moralista. Puesto que usted y miss Bailey son aficionados a…».
Las manos del reverendo James que sostenían la carta temblaban. No pudo forzarse literal y físicamente a leer lo que seguía. Lo omitió.
Pero a gritos se notaba su ausencia. Dentro de esas paredes hubiese sido una profanación, aunque muchos de los presentes no se habrían escandalizado si lo hubiesen oído en privado.
«… entonces no le descubriré todavía. Pero nuestro cómico mundo ofrece pocos espectáculos más risibles que un clérigo convertido en un Casanova, aunque la costumbre es antigua y, en su caso, señor, la costumbre es perfecta.
Su afectísima amiga.
La Viuda».
Cuando terminó la lectura, el reverendo James soltó en seguida la carta para que no fuera visible el temblor de sus manos. Antes de proseguir carraspeó ligeramente.
—Ahora os ruego que penséis, al considerar esta sarta de mentiras, en las cartas que habéis recibido. ¿Eran peores? ¿Podrían herir más? ¿Alguna persona cuerda podría creerlo? Pues, dejándome a mí de lado, cualquier acusación contra esta señorita sería pura tontería y vosotros bien lo sabéis.
»Y, para terminar, vuelvo a mi declaración de que puedo encontrar al autor de los anónimos si me ayudáis —dijo el reverendo James, inclinándose hacia delante y entrelazando los dedos—. Al finalizar este servicio iré a la sacristía y esperaré allí tanto tiempo como sea necesario. Ruego a aquellos que hayáis recibido alguna carta, o más de una, que vayáis a vuestras casas a buscarlas y me las traigáis. Si las habéis destruido, venir a decirme lo que contenían. Sólo con mucho material podremos conseguir hacer comparaciones, eliminar y hallar la solución.
»¿Consideráis imposible la tarea? Lo niego. No os molestaré con los recursos que me propongo emplear para conseguirlo, recursos que, me atrevo a creer, son buenos. Afortunadamente el caballero de quien existen he hablado, sir Henry Merrivale, me asegura que existen métodos, que la policía conoce desde hace tiempo, mediante los cuales se puede determinar el culpable sin posibilidad alguna de equivocación.
»Y cuando vengáis a verme con las cartas (si lo hacéis), os suplico que no vengáis por separado o con reservas, como avergonzados. ¿Acaso he ocultado “yo” la mía? ¿O lo he intentado? La luz de Dios no os puede herir. Vivir en ella y no temáis.
Se quedó tieso, las manos, enlazadas, y respiró hondo.
—Antes de terminar, debo deciros francamente que esta mañana el obispo de Glastontor me ha prohibido que leyera la carta que acabáis de escuchar. No sé las consecuencias que tendrá esto para mí, ni tampoco me preocupa que me castiguen.
Luego resonó por última vez la voz suplicante y humilde del reverendo James Cadman Hunter:
—Pero si no queréis escuchar el consejo espiritual, entonces, en Su nombre, escuchad al sentido común.
Durante un momento les miró en silencio y luego bajó lentamente las gradas del presbiterio.