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La misma tarde del sábado, cuando el reverendo James había tomado ya su decisión, un taxi que venía de Bristol se detuvo frente a la puerta de la iglesia, en el extremo oeste de High Street. De él descendió un hombre corpulento, grueso como un barril, vestido con un traje de alpaca blanca muy elegante.
High Street, con su pavimento liso en buen estado, envuelta en la modorra de la tarde del sábado, bajaba en suave declive hasta la residencia situada en el otro extremo de la aldea. A excepción de unos pocos automóviles estacionados, estaba desierta. Dentro de las casas de piedra rústica o en el piso alto de los comercios pintados de vivos colores, las esposas, mientras se afanaban preparando la mesa para el té, llamaban a sus maridos para un breve descanso.
El obeso caballero, maniobrando para extraer su cuerpo del taxi, se quedó de pie con un puño apoyado en la cadera como Victor Hugo, observando la calle con un gesto señoril y altivo. Llevaba gafas de carey en la punta de su ancha nariz. La cabeza grande y calva quedó expuesta al aire fresco del otoño hasta que el conductor del taxi sacó de dentro un jipijapa y se lo colocó en la parte posterior de la cabeza.
—Así que esto es Stoke Druit, ¿eh? —preguntó sir Henry Merrivale con desdén.
—¡Ajá! —confirmó el conductor del taxi con acento de East Bristol—. Oiga, esta maleta suya es muy bonita —le costó reprimir su júbilo rabelesiano—. ¡Es estupenda! ¡Se sale de lo corriente!
—No se preocupe, hijo —repuso severa mente el hombre corpulento—. Baje esa maleta y póngala de pie, ¡fíjese!, exactamente como se lo he dicho antes.
—¡Ajá! Usted es quien manda.
Al otro lado de la calle, formando un grupo desanimado, se encontraban seis chicos de nueve a trece años de edad, acompañados por dos perros, un Scottish Terrier y un mestizo blanco y negro de patas largas. La juventud de la aldea había salido de su casa aquel día tan limpia y reluciente como el suelo de la cocina de sus hogares, pero, varones y hembras, no se diferenciaban de los ídolos vudú. Sabían que en cualquier momento los llamarían para tomar el té y los reprenderían si estaban desaseados. Al ver el taxi, una corriente eléctrica pareció estremecerlos.
—¡Cuidado, mucho cuidado! —rogó el robusto caballero con voz de trueno—. ¡Por el amor de Esaú, despacio!
Lo que salió del taxi parecía a primera vista una maleta corriente de cuero castaño, larga, pesada y rectangular. Pero cuando el conductor la puso de pie en la calle, como un cuadrilátero vertical, los chicos observaron (incrustadas en el cuero, en los cuatro lados inferiores) cuatro sólidas ruedecitas niqueladas.
Gracias, hijo —agregó el corpulento caballero, y le entregó dinero al conductor—. Enganchando dos dedos en el asa de cuero de la parte superior de la maleta, sir Henry Merrivale cruzó majestuoso la calle caminando con las puntas de los pies para adentro. No levantaba peso alguno. Simplemente lo guiaba y la maleta rodaba a su lado silenciosa como un fantasma.
—¡Cuu! —gritó una voz—. ¡Oiga!
—¡Ejem! —dijo Henry Merrivale y tosió un poco. Consciente de las miradas que atraía, no observó los quince pares de ojos de adultos detrás de las cortinas de las ventanas. Guió la maleta despreocupadamente, con un dedo, como conduciendo al ganador del Derby.
Chicos y perros le siguieron por la calle, rodeándolo frente a la casa del barbero y estanquero.
—¡Señor! —suplicó una voz estremecida.
—¿Eh?
El interlocutor era un chico flaco, de unos trece años, que llevaba la gorra del colegio Marlborough y hablaba con acento ultrarrefinado.
—Por favor, señor —preguntó—, ¿por qué lleva esa maleta tan curiosa?
Henry Merrivale se sintió aguijoneado.
—¿Qué tiene esa maleta? —interrogó dirigiendo al ofensor una mirada tan maligna que los perros se pusieron a ladrar y retrocedieron—. Yo inventé esta maleta, ¡si, señor! No cargo ningún peso, ¿no es así? ¿Nunca se han deslomado por haber cargado una maleta grande durante setenta kilómetros?
Los chicos, al comprender, se impresiona ron profundamente y durante casi un segundo permanecieron callados.
—¡Mirad! —intervino la voz áspera de un chico rechoncho—. Mirad, tiene ruedecitas en la parte inferior; ¡ah! Pero ¿por qué también tiene ruedecitas arriba?
Era verdad, en cada esquina de la parte superior tenía una ruedecita, como señaló el chico (hijo del carnicero), haciendo girar cada rueda y dibujando con el dedo sobre el cuero.
¡Oh. hijo! —exclamó Henry Merrivale—. Esto es para que la maleta pueda rodar siempre, de cualquier lado que se la agarre. También tiene un asa de cuero en la parte inferior. Todo cuanto hay que hacer es invertirla y queda igual que ahora.
—¿Quiere decir que usted pensó en todo esto? —dijo asombrada, con entonación admirativa una chica de once años que estaba chupando un caramelo de miel.
—Bueno… ¡vamos! —dijo Henry Merrivale con un modesto movimiento de mano.
El repentino grito endemoniado, proveniente del fondo del grupo y que asustó a Henry Merrivale, no significaba que nadie hubiese perdido la cabeza. El joven Tommy, el hijo del Squire Wyatt y el más sucio del lote, había tenido una inspiración.
Se lanzó hacia delante, tirando confiadamente de la chaqueta de Henry Merrivale.
—Escuche, señor —murmuró—. ¿Supongamos que tomase esa maleta y la pusiese de lado como una maleta normal?
—Está bien —dijo Henry Merrivale, que se jactaba de ser liberal—. ¿Supongamos que lo haces?
—Bueno, entonces tendría dos ruedas delante y detrás. Es pesada y «aerodinámica». Podría ir volando por el pavimento de High Street hasta la pared de la cerca de mi papá, a cuatrocientos metros de aquí, ¡como sir Malcolm Campbell en el Pájaro Azul!
¡Bueno… bueno! —meditó Henry Merrivale—. ¿Estarías pensando en una pequeña carrera? ¿Contra los perros?
¡Diablos! —susurró el joven Wyatt, asombrado por la clarividencia del forastero—. ¡Diablos! ¡Eso es! ¡Los perros!
Fue algo explosivo. El coro ensordecedor de alaridos hizo que Henry Merrivale comprendiese su situación.
—¡Le apuesto a que mi perro puede vencer a su vieja maleta!
—¡Qué! ¿Ese Scotch gordo? ¡Yo te apuesto a que «mi» perro vence a la vieja maleta!
—Cuidado, Tommy Wyatt —avisó una chica de nueve años—. Tu papá está de guardia hoy en North Field y dijo…
—¡Urr! —gruñó el mestizo blanco y negro. Ambos perros, crispados, observaban la maleta con una mezcla de sospecha y desagrado.
—¡Le apuesto mil libras!
—¡Yo le apuesto un millón de libras!
—Yo le apuesto…
—¡Cállense! —bramó Henry Merrivale, y se produjo un silencio mortal. Los chicos se agarraron a su chaqueta blanca a modo de súplica; podría significar una demostración de confianza, pero no mejoró la blancura de la prenda ni el humor de Henry Merrivale, que se calzó bien las gafas y pronunció un ultimátum.
—Vamos a hacer esta carrera —dijo—, os lo prometo.
—Lo que es más, si tenéis otros competidores que os gusten, excluidos los galgos, sacarlos a relucir, y la Vieja Firma dará una buena ventaja. Pero no podemos hacerlo ahora, ¿comprendéis?
—¿Por qué no?
—Veréis, muchachos. Tengo que embalar de nuevo esta vieja maleta para que no se haga pedazos. Porque, ¡caramba, ahora llevo dentro una botella de whisky! No querréis que se vaya a romper una buena botella de whisky, ¿no es así?
A pesar de las quejas de las chicas, hubo un melancólico acuerdo general. El chico del Marlborough, Harry Goldfish, tuvo otra idea.
—¿Tiene cigarrillos, señor?
Henry Merrivale, escandalizado, hinchó el pecho y miró fijamente a los cuatro chicos.
—No fuméis cigarrillos, ¿me oís? —gritó.
—No, señor —dijo el chico del Marlborough, descorazonado.
—«Ninguno» debe fumar cigarrillos; ¿entendéis? —todo entusiasmo desapareció.
—Fumar cigarrillos —expresó con desdén Henry Merrivale— es cosa de mujeres. Si queréis fumar… —sacó del bolsillo interior cuatro habanos excelentes, envueltos en celofán—, fumar puros como yo. Aquí tenéis uno para cada uno de vosotros.
El ánimo de los chicos alcanzó el colmo del éxtasis. Quince pares de ojos adultos, saliéndose de las órbitas, observaban desde detrás de las cortinas.
Pero la chica de nueve años, la del caramelo de miel, alzó un hombro, molesta, a la manera del eterno femenino.
—Está bien, preciosa mía —la tranquilizó Henry Merrivale—. Aquí tienes diez chelines para que os lo repartáis la otra niña y tú. Supongo que querréis comprar caramelos, carmín y otra cosa. Supongo…
Calló, lanzando una mirada hacia el lado sur de la calle. Unos quince metros más abajo, apoyada despreocupadamente la espalda contra una casa, había otra chica de unos catorce años. Vestía admirablemente, sin una mancha, y era una belleza en miniatura. Su pelo rubio ceniza caía en rizos sobre los hombros. Sus ojos grises, con expresión de altivez e indiferencia, podrían ocultar lágrimas. Al ver que era observada, se volvió y se alejó.
—Esa es Pam Lacey, señor —comentó el chico del Marlborough, un verdadero hombre de mundo—. La hija de mistress Lacey. Hay que verla, sin embargo.
—¿Ella? —exclamó el hijo del carnicero, de mente materialista—. No tiene papá —agregó despreciativamente.
—¡Vamos, no hables así! —gritó Henry Merrivale, amenazándolo con el dedo.
¿Qué quieres decir con que no tiene papá?
—¡Bueno! —dijo la chica del caramelo sacándoselo de la boca y haciéndolo girar—. Hay unos que dicen una cosa y otros dicen otra. Pam es demasiado «intelectal»…
—Intelectual —corrigió con desprecio el chico del Marlborough.
—Así es, míster Harry Goldfish —dijo la chica—. Demasiado «intelectal» para nuestros gustos. Pero «mi» papá dice…
—¿Quién es tu padre, preciosa?
—Míster Cordy, el zapatero —dijo la chica con orgullo—. Y es tan «intelectal» que no cree en nada. Papá dice que tiene un tornillo flojo —Miss Cordy observaba todo el rato la expresión de Henry Merrivale—. ¿Acaso estaría pensando en seguirla para darle los diez chelines?
—No sé de qué hablas —mintió Henry Merrivale—. Y de todos modos —hizo unos gestos complicados— ahora me voy. ¿Puede decirme alguno dónde encontraré a un hombre llamado Rafe Danvers?
—¿El viejo librero? —gritaron a coro—. ¿Para qué lo quiere?
—¡No os importa, demonios! (Y deja de decir palabrotas). ¿Dónde está?
—Siga derecho. A mitad de camino, al mismo lado de la calle.
Y allí se dirigió Henry Merrivale a pesar de las súplicas para que se quedara. Andaba decididamente, guiando con la mano la maleta, sin imaginar los estragos que provocaría en un futuro cercano.
En verdad se sentía harto de tanta virtud. Además de resistir a la tentación, había predicado una sana lección de moral a la juventud del país. A mitad camino, su vista descubrió las letras doradas Ralph Danvers: Libros en el escaparate alargado y polvoriento de una tienda que tenía en el exterior una mesa con libros de a dos peniques. Un curioso podría haberse preguntado por qué ese escaparate estaba protegido con una pesada reja de hierro al igual que las demás ventanas de la casa.
Si el nombre de Danvers nada significaba para los habitantes de Stoke Druid, a excepción de Gordon West y del coronel Bailey, mucho significaba para gran cantidad de coleccionistas de libros raros, de Londres y de Nueva York. Para ellos el comercio de Danvers en Bond Street había sido su Meca durante veinte años. Aun ahora echaban de menos las largas charlas en la tienda de Bond Street y muy a menudo se preguntaban con fastidio por qué se había ido a enterrar Danvers en esa aldea del Somerset.
—Me gustan la paz, y la tranquilidad —repetía Danvers una y otra vez—. Mi trabajo se hace principalmente por correspondencia. Con el Catálogo se puede pedir cualquier cosa que se desee en…
—¡Tiempo perdido! —dijo fastidiado uno de sus clientes más importantes—. A ver: ¿no es acaso verdad que oculta algunas maravillas que le gusta? ¿Y conservar para sí? ¿Y no se decide a ponerlas en el catálogo? Y ni siquiera sabemos de ellas si no venimos hasta aquí a acosarle.
—¡Ta, ta! —exclamaba con evasivas el comerciante, y rápidamente cambiaba de tema.
Así pues, en aquella tarde de sol de principios de otoño en Stocke Druid, sir Henry Merrivale apoyó cuidadosamente su maleta, para que no se escapara, contra la mesa de libros situada en el exterior. Entró en el comercio sin tener idea alguna sobre el asunto criminal.
Una campanilla sonó bruscamente sobre la puerta. El local era largo y oscuro, con un agregado al fondo para hacerlo más espacioso. En las paredes laterales sobresalían estantes para libros, y en medio también había mesas con libros. La habitación exhalaba esa fragancia de libros viejos que mucho más que las rosas u otras flores es el verdadero hálito del país de los sueños.
Justamente al fondo del local, en medio de altos estantes, protegidos con rejas y que contenían tesoros, una luz eléctrica con pantalla verde colgaba del techo sobre un escritorio de tapa enrollable que estaba abierto. El dueño del comercio, sentado, con los pies sobre el escritorio, leía «Las Torres de Barchester».
¡Ejem! —dijo sir Henry Merrivale carraspeando ruidosamente—. Se caló el panamá y avanzó con lentitud hacia el fondo del local.
Míster Danvers, dejando cuidadosamente Las Torres de Barchester, puso los pies en el suelo y se volvió para mirar al recién llegado.
—Hola, Rafe —dijo con aspereza el forastero.
Buenas tardes, sir Henry —repuso el comerciante con su voz suave, pero enérgica.
Míster Danvers era un hombre regordete, de cierta edad, con escaso pelo cano que hacía pensar en la flor del cardo. Su cara parecía empolvada, pero un par de astutos ojos azul claro atisbaban por encima de los lentes que le caían sobre la nariz. Aunque su chaleco estaba manchado de ceniza, las manos eran pulcras.
—Es un placer volver a verle después de casi dos años —prosiguió Danvers con verdadero entusiasmo—. ¡Siéntese, siéntese! —le indicó un pequeño sillón desvencijado, con almohadón de cuero, en el que Henry Merrivale se dejó caer pesadamente—. ¿Y cómo está, mi estimado Henry?
—Muy mal —contestó Henry Merrivale al instante—. Tengo la tensión alta, como dicen en los hospitales para impresionarle a uno. Y espero, Rafe, que ahora no me pondré peor.
—Yo… este… no lo entiendo.
—¡Escuche! —dijo Henry Merrivale con solemnidad—. No hace mucho volví a Londres desde Cheltenham. En Cheltenham me enredaron en un caso de asesinato mientras estaba dictando mi autobiografía. ¡Créame, acabé deshecho! Hijo, no me ocuparía de otro caso criminal ni por todo el oro del mundo. De todos modos, regresé a casa esperando descansar y reflexionar durante un mes. ¿Y qué ocurre? Usted me envía un telegrama.
El librero, inquieto y mirando al suelo por encima de sus lentes, no contestó.
—Dice usted que tiene algo tan bueno que tengo que verlo en persona —continuó Henry Merrivale—. Dice que por tal motivo debo venir inmediatamente a esta desamparada aldea. Bueno, Rafe, tendrá que ser una elección acertada.
Danvers asintió con la cabeza. Miró a Henry Merrivale con sus ojos claros y luego volvió otra vez la vista al suelo.
—Creo —dijo— que está interesado por Joseph Fouché, el ministro de policía de Napoleón y buen embaucador antes de eso. Creo que hay un retrato de Fouché en su despacho del War Office.
—Ajá. ¿Y qué?
Danvers juntó lar puntas de los dedos y las contempló.
—¿Tal vez no esté enterado —prosiguió— de que Fouché escribió unas memorias secretas? Las escribió por orden del emperador. Contienen secretos y mucho de la historia oculta de la corte de Napoleón, desde 1804 a 1812.
Henry Merrivale clavó la vista en el librero.
—¡Caramba! —exclamó.
—Así es —el viejo librero parecía estremecerse de pena con sólo mencionar la rareza que había encontrado—. Se imprimieron solamente dos ejemplares encuadernados en pergamino: uno para el emperador y otro para el propio Fouché. Se sabe que el ejemplar de Fouché fue destruido. Allí arriba… —señaló uno de los armarios enrejados— tengo el otro ejemplar único, con anotaciones de puño y letra de Napoleón. ¿Quiere verlo?
—Quiero comprarlo —dijo terminantemente Henry Merrivale, y colocó su sombrero detrás de él sobre una mesa cubierta de libros—. Siempre le ha desagradado regatear, Rafe, y a mí también. ¿Qué precio tiene?
—El libro no está en venta —dijo Danvers.
Sir Henry Merrivale cerró los ojos.
—Me lo imaginaba… —dijo después de una pausa prolongada—, es verdad cuando dicen que el propósito de los libreros de lance es dificultar la venta de libros —luego estalló—. ¿Entonces para qué diablos me ha hecho venir aquí?
—No me comprende —le dijo Danvers suavemente—. Quiero regalarle este libro si se aviene a resolver el misterio de quién escribe aquí los anónimos.
Hubo otro silencio.
—Anónimos, ¿eh?
—Están firmados «La Viuda» en recuerdo de un montón alto y oscuro de piedras.
Han llenado de pavor a los aldeanos. En mi opinión han sido la causa de que una mujer respetable, aunque algo neurótica, se ahogara a menos de un kilómetro de donde estamos sentados.
»Parece —continuó Danvers acentuando ligeramente la palabra parece— que el envío de cartas ha cesado por ahora. Pero volverá a empezar, no lo dude, y con peores consecuencias. Permítame que le relate lo que ha sucedido.
El librero, combinando sagazmente deducción y chismografía, procedió a reseñar mucho (aunque no todo) de lo que ya sabemos. Habló monótonamente con voz suave y velada. Sentado debajo de la única luz de aquella habitación oscura, se podía ver, por encima de las puntas de sus dedos en pirámide, que tenía una barbilla muy acusada.
Durante el relato, Henry Merrivale permaneció inmóvil, con los brazos cruzados y la expresión alterada. Su ancho rostro se endureció. Sus pequeños ojos estaban clavados en Danvers. La juventud de Stoke Druid no le hubiese reconocido.
—Henry, por el amor de Dios, intervenga y evite la muerte de alguna otra persona —finalizó Danvers inesperadamente.
No cambió la expresión de Henry Merrivale para nada.
—Dígame, Rafe, ¿ha recibido usted alguno de esos anónimos?
—Si. Para ser exacto, dos.
—¿De qué le acusan?
—Entre otras cosas, de vender libros pornográficos y de seducir con ellos a una determinada joven aldeana. Dicho sea de paso, ninguna de las dos acusaciones es exacta. Pero comprenda —se sonrió el viejo librero de vuelta de todo— que no me importan esos cargos. El caso es que el autor de los anónimos creyó que me afectarían.
Señaló con la cabeza hacia la parte delantera de la tienda.
—Tengo una pequeña sección dedicada al crimen y a la criminología —añadió—. Pero no hay… este… literatura sobre el arte de escribir anónimos.
—¡Oh, Rafe! Existe en cantidad. Y también sobre ejemplos prácticos. ¿Pero qué más hay en esas cartas que ha recibido usted?
Danvers se volvió hacia los atestados casilleros de su escritorio y sacó una esquela doblada.
—Quiero que lea ésta muy especialmente. ¡Espere, por favor! No la coja todavía.
—¿Bueno?
—Lo poco que sé acerca de estas cosas, lo reconozco, proviene principalmente de… ejem… la prensa popular. ¿Pero puedo hacerle dos preguntas, después de que haya leído esta carta, antes de que la comente?
Henry Merrivale asintió con la cabeza. Ralph Danvers le entregó la carta. Mientras aquél la leía no se le movió un músculo de la cara y su expresión producía un efecto angustioso. Dobló la carta y la devolvió.
—Creo que podemos admitir —continuó Danvers— que muchos anónimos son escritos por personas casi analfabetas. También podemos admitir que muchos anónimos son escritos por personas educadas que cometen errores gramaticales y faltas de ortografía para ocultar su identidad.
—Exacto, Rafe. Tan verdadero como el Evangelio.
—¡Muy bien! Ahora examine estas cartas: otra que he recibido y una que me dio un amigo. La gramática, la ortografía, la puntuación de cada una de ellas es tan correcta que raya en la pedantería. Hay algunas indecencias, pero están dichas hábilmente, con una malicia inesperada como… la maldad misma de las cartas. ¿Es así?
Henry Merrivale meditó.
—Es una lectura bastante desagradable, amigo mío —convino y volvió a meditar—. Bueno, tengo una mente retorcida —comunicó con arrogancia— como casi todo el mundo, pero esto es de una bajeza humana poco común. Es…
—¿Qué?
La mirada de Henry Merrivale se endureció de nuevo.
—Hable, Rafe.
—Las cartas son obra de una persona de educación superior o por lo menos bien educada —dijo Danvers—. Por tanto, en mi opinión, podemos eliminar el noventa y nueve por ciento de los sospechosos. El hombre de pueblo, el granjero corriente o los peones en varias millas a la redonda no pueden haber escrito estas cartas, como tampoco podrían haber escrito Absalón y Achitophel. Esto sólo nos deja…
—Siga, hijo. ¿Quiénes son los sospechosos?
El librero vaciló. Estaba claro que le disgustaba y odiaba lo que tenía que decir, pero debía hacerlo.
—Primero —empezó con ironía— estoy yo —los ojos azules pestañearon por encima de los lentes—. Para no discutir, digamos que soy —inocente. Después, tenemos a miss Marion Tyler, mistress Stella Lacey, miss Joan Bailey, el coronel Bailey y míster Gordon West. Luego está el sustituto del doctor Spenlow, el doctor Schmidt: su inglés hablado es a menudo disparatado, pero su inglés escrito es correcto. Incluso podemos incluir a míster Goldfish, el farmacéutico, y a míster Benson, el director del coro.
»Calle, ¡por favor! —añadió Danvers suavemente al advertir que Henry Merrivale quería hablar—. Intentemos la tarea más agradable que consiste en eliminar a los que podamos.
—Cree que puede eliminar, ¿eh? A ver…
—Si alguna vez hubiese usted oído el inglés que habla el Squire Wyatt —sonrió el librero— lo eliminaría usted mismo. También es verdad respecto del pobre Fred Cordy que compró una vez una máquina de escribir para mandar cartas indignadas a los periódicos y luego se exasperó tanto que la arrojó al río. Comprenderá que muchos de mis llama dos «sospechosos» son muy dudosos.
Henry Merrivale sacó de su bolsillo interior una cajetilla de pésimos cigarrillos de tabaco negro. Había despreciado fumar los excelentes habanos que le habían regalado en un banquete la noche anterior y que había dado a los chicos.
Rafe —dijo—, ¿cuál es su segunda pregunta?
—¿Mi segunda pregunta?
—Exacto. Cuando empezó dijo que tenía dos preguntas que hacerme. Pero cuanto ha dicho desde entonces ha sido referente a aquella pregunta sobre la psicología de los autores de anónimos. ¿Cuál es la segunda?
El librero se levantó, dejando a un lado Las Torres de Barchester, y quedó de me de espaldas al escritorio.
—Todas las cartas que he visto son sobre temas eróticos —repuso Danvers—. Parecen insinuarlos en todas las líneas, aunque sólo sea implícitamente… ¿No es verdad que la mayor parte de los anónimos son escritos por mujeres neuróticas?
—¡Oh, no! —dijo Henry Merrivale.
Su voz grave resonaba en la habitación silenciosa. Danvers le miró asombrado.
—No sería del todo erróneo, comprende —continuó Henry Merrivale—, decir que los autores de anónimos sobre temas variados están divididos a partes iguales entre hombres y mujeres, a pesar de que las mujeres llevan una ligera ventaja. Sin embargo, se está bastante cerca de ese promedio.
—¡Pero siempre pensé…!
«Pu-Ping», sonó la campanilla de la puerta de entrada como si una mano vacilante se hubiese por fin resuelto a asir el picaporte. Y, recortándose en la débil luz del sol, entró en la tienda Joan Bailey.