19
Entretanto, hacía veinte minutos que el reverendo James Cadman Hunter andaba lentamente por su estudio, con el peso, visible en su arrugada frente, de muchos problemas.
Su ojo izquierdo había recobrado ya la normalidad y sólo se notaba una débil raya azulada debajo del párpado inferior. Hacía tiempo que la hinchazón y la mancha rojiza habían desaparecido de su rostro. A la triste luz de setiembre, a través de las ventanas, se veía que los muebles del estudio eran principalmente herencia de los anteriores párrocos.
Rostros de clérigos miraban desde los cuadros, libros religiosos llenaban las estanterías como en la antesala del juicio. El reverendo J arnés, alto y resuelto, andaba majestuosamente y levantaba inconscientemente un dedo.
—¡Escuche, tío William! —dijo en voz alta.
Su tío William, por otra parte obispo de Glastontor, llegaría al día siguiente por la tarde y había aceptado amablemente la invitación de asistir a la fiesta parroquial. A pesar de que desconfiaba en lo más íntimo de su ser, el reverendo James creía poder defenderse bien y fácilmente. El único cargo serio era su desobediencia a la orden del obispo. Pero había tenido razón. En verdad, pensaba vehemente, se sentía dispuesto a subirse sobre una modesta caja de jabones en Hyde Park y defenderse contra cualquiera.
En cuanto a las demás preocupaciones…
Su vista cayó sobre una hoja, garabateada con su propia escritura, desprendida de su agenda que estaba sobre el escritorio. Temía secretamente haber dejado sin hacer muchas de las cosas anotadas.
La verdad era que el reverendo James, siempre con prisas y pocas veces atento, escuchaba los mensajes, aseguraba haberlos entendido perfectamente y luego escribía abreviadamente lo que creía haber oído. Resultado: nunca era capaz de descifrar las abreviaturas referentes a las tareas que debía cumplir. Bien es verdad, se decía para sí, que Marión Tyler se había ofrecido para poner en orden este caos…
Marión Tyler… Era la peor de sus preocupaciones, porque se había enamorado de ella sin tener esperanza, y eso era malo, pensaba el reverendo.
En lo más recóndito de su alma encontró fugazmente un pensamiento que hacía meses no quería reconocer ni aun a sí mismo. Cuando llegó a Stoke Druid se sintió algo atraído por Joan Bailey, pero al saber que estaba tácitamente comprometida con otro hombre, trató exprofeso, durante varios meses, de no verla. Merrivale, el viejo malvado y ladino, había observado y comentado dicha situación. Por esta razón la lectura de la carta en la iglesia fue una pesadilla peor de lo que nadie sospechara; sin embargo, era su deber y lo había cumplido.
No obstante, mucho antes del anónimo, había reconocido que él no era para Joan ni Joan para él. Se asombraba de su propia idea.
Pero… ¡Marión! Era diferente, y él lo sabía. Siempre le había gustado mucho, aunque su reserva y frialdad (así lo creía el reverendo James) le habían alejado. Sin embargo, desde la tarde del domingo de la semana anterior, algo en ella (ojos, personalidad) había hecho que le diese vueltas la cabeza y provocado en él ese estado de «demencia».
Marión deseaba que se la tratara sencillamente como a una amiga, pero esto era imposible.
Como en el caso de muchos oradores, el reverendo James creía que al andar y pensar movía los labios sin hacer ruido. En realidad hablaba en voz alta.
—Estoy tan conmovido y perturbado por su personalidad —declaró a un búho embalsamado situado sobre un armario— que a veces no consigo hablar coherente. Me embarullo. Mi querida Marión, ¿no sería más sencillo, más razonable, en verdad más natural y de mejor política, si tranquilamente nos casáramos?
Al andar sacudía melancólicamente la cabeza. Jamás resultaría. Parecía un discurso pronunciado en el Parlamento. Y no se puede pedir a una joven que se case con uno simplemente porque es de buena política. Lo descartó. Dando otra vez la vuelta a la habitación, se dirigió inconscientemente al busto de un dignatario de la Iglesia colocado sobre un pedestal de mármol.
—¡Óigame, tío William! —dijo—. Hablemos del caso, ¿quiere? ¿Qué he hecho? ¡Dígamelo sin rodeos! Si cree…
Oyó vagamente que golpeaban la puerta y lo llamaban por su nombre.
—¿Sí? —contestó—. ¡Adelante! —y luego—: ¡Marión! ¡Entre! ¡Siéntese!
Un ligero rubor cubrió el rostro del reverendo James. Cualquier curioso habría observado que los dos estaban tan ensimismados en la presencia del otro que ninguno notó los ligeros deslices en el hablar ni la anormalidad en el comportamiento de ambos.
—Verdaderamente, no puedo quedarme —dijo Marión—. ¡No, verdaderamente! —ella permitió que le quitara el abrigo con cariño y que lo arrojara hacia la estantería de libros—. No me gusta molestarle, James…
—¿Molestarme? ¡Tonterías!
—Pero necesitamos que alguien componga el techo de la Fortaleza.
Una expresión de asentimiento apareció en la cara del vicario.
—¡Por Dios, eso es! —exclamó precipitándose al escritorio en busca de la libreta de apuntes—. No podía acordarme por qué había escrito «e-c-h-o», con dos signos de exclamación, simplemente después de haber visitado a una pobre señora inválida. ¡El techo, por supuesto!
Se dio la vuelta rápidamente, frotándose las manos, pronto para cualquier cosa.
—No es mucho, hasta donde pude ver —siguió hablando Marión—. Es a lo largo de la parhilera, de ambos lados, pero solamente en un trecho. Si pudiera conseguir a alguien…
—¡Mi querida Marión! Yo mismo me ocuparé del techo.
—Como lo crea mejor, James.
—¡Ah, ahora ya lo sé! ¿Le molesta, Marión, que ande un momento por la habitación para pensar en el problema en silencio?
—¡No, por supuesto que no!
El reverendo James, asintiendo con la cabeza, empezó a andar a pasos largos por la habitación, y pronto se absorbió en su meditación. Marión, con sus ojos de color castaño claro y sus pestañas oscuras, observó cómo lentamente daba tres vueltas por el estudio.
—¡La quiero tanto! —dijo de pronto—. Podríamos hacerlo con cinc, ¿no cree usted?
Marión se quedó petrificada.
—¿Q-qué?
—Perdóneme —dijo el reverendo despabilándose al oír la voz de ella. Luego vio la expresión de su cara—. ¡Mi querida Marión! ¿Ocurre algo malo?
—¿Sabe… sabe lo que acaba de decir?
—Si no he dicho nada —repuso el vicario, preocupado—. Pensaba simplemente en el techo. ¡Perdóneme!
Siguió en su meditación seria y profunda, acariciándose la barbilla con la mano. Esta vez dio cuatro vueltas por la habitación antes de hablar.
—Chapas de cinc anchas y largas —dijo mientras los rostros de los clérigos le miraban desde los cuadros— que puedan doblarse por la mitad… ¡así!… y calzar en hilera sobre el techo puntiagudo hasta que se hagan las reparaciones convenientes. Por supuesto que tenemos el problema de los clavos. ¿Podrán los clavos —amonestó a la alfombra— atravesar la madera y también el cinc? Pero no es sólo cuestión de ajustarlo. Es cuestión de su frialdad y reserva que al principio me intimidó. En verdad, en el transcurso de la semana pasada ha sucedido algo distinto. La quiero tanto…
En este punto fue cuando se llevó por delante a Marión que todavía petrificada, no conseguía moverse. El choque hizo que se despejara la mente del reverendo James. Le resonaba en los oídos, con la tremenda claridad de un buen altavoz, la última frase que acababa de decir.
Aterrado, se quedó inmóvil. Marión tragó saliva, tartamudeó, trató de desviar la mirada y luego levantó los ojos con la expresión que Virtue Conklin le había enseñado.
—Bueno, si es así —dijo con valentía—, ¿por qué no me lo dice a «mí» en lugar de decírselo a usted mismo?
—¿Será posible…? —empezó el vicario—. Es decir: la amistad es sin duda algo bello y muy noble, pero ¿es posible que usted…?
—¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!
Completamente sobreexcitado, el reverendo James se aproximó a Marión con todo el entusiasmo de su naturaleza exaltada; tampoco puede decirse que la respuesta de Marión fuese en alguna manera lenta o menos entusiasta.
Este fue el cuadro que mistress Honeywell, el ama de llaves, pudo contemplar unos segundos más tarde cuando trajo el carrito con el té. Pero mistress Honeywell, que conocía la naturaleza humana y también a esas dos personas, simplemente demostró gran alegría.
Y al vicario no le molestó su presencia.
—¡Mistress Honeywell! ¡Permítame ser el primero en felicitarla!
—Gracias, señor.
—Es decir —se corrigió rápidamente el reverendo—, permítame ser… no importa. ¡Aquí tiene a mi futura esposa!
—¡Bueno! ¡Imagínese! Aunque no puedo decir que esto sea algo inesperado. ¿Querrá celebrarlo?
—¡Celebrarlo! —dijo el vicario, y golpeó el puño derecho contra la palma de su mano izquierda—. ¡Por Dios, sí! Eso es, exactamente —reflexionó un momento—: Yo nunca, ni tampoco mi tío, hemos tenido reparo en tomar champaña.
—¡James! —dijo Marión, llorosa, pero de pronto alarmada—. ¡Sería maravilloso, sí! Pero la gente diría que ha habido una fiesta con champaña en la vicaría la noche anterior a la llegada del obispo.
—Considerándolo así —reconoció el reverendo—, quizá sea mejor aplazarlo a otro día. Sin embargo, encenderemos el fuego, nos instalaremos con comodidad y, sobre todo, Marión, nos olvidaremos de ese maldito techo. ¿Puedo preocuparme en este momento por un techo de cinc? Además, no llueve. ¡Mira por la ventana! Ni pensarlo: nada de techos.
—Bueno —dijo Marión.
En consecuencia, aquella noche tanto Marión como el vicario estuvieron tan abstraídos que se olvidaron del techo y también de la fiesta parroquial.
Hemos llegado a un punto en que conviene hacer una pausa para repetir proverbios útiles y predicar una lección de moral como lo hace sir Henry Merrivale. Nunca dejes para mañana… una puntada a tiempo… y demás. Pues a las tres de la madrugada empezó a caer un verdadero diluvio.
Llovía con tal fuerza que no se podía ver a través de la cortina de agua. Esto duró hasta el amanecer, momento en que empezó a amainar el temporal. El reverendo James (que entretanto había dormido profundamente) fue despertado por la tremenda noticia que le dio mistress Honeywell al servirle el té de la mañana.
Por la ventana de su dormitorio, al fondo de la vicaría, el reverendo James podía distinguir a varias personas reunidas en torno a la Fortaleza. Todas eran mujeres y algunas parecían desesperadas. Se vistió a prisa y, poniéndose el impermeable, se encontró en el fondo del jardín con Marión, quien también llevaba puesto un impermeable.
—Está bien —le tranquilizó ella—. Es decir, ha caído un diluvio por los dos lados del techo. El suelo de tierra es un espantoso mar de barro negro, en una ancha franja, a todo lo largo del salón. Pero los quioscos laterales no están embarrados, o por lo menos apenas salpicados. Si consiguieras ahora el cinc…
—Ahora mismo me voy a casa del herrero Benson —dijo el vicario—, en busca de ese sujeto con patillas que nunca da golpe.
A mediodía el ruido del martilleo del vicario podía oírse por todas partes. A aquella misma hora un desfile de autos y carros transitaba por High Street con abundantes mercaderías, mientras la policía buscaba incansable aún el revólver Webley 38 que faltaba desde la noche del domingo, cuando Gordon West dijo que lo había visto junto a su máquina de escribir. La lluvia había cesado.
En aquel mismo momento, en el dormitorio de su apartamento en lo alto del Lord Rodney, Virtue Conklin se probaba su traje, contemplándose en el espejo. Como uno de los juegos de porcelana china que había ofrecido tenía paisajes de Holanda pintados en colores, Virtue había decidido disfrazarse de muñeca holandesa.
De hecho, la cofia holandesa hacía resaltar sus ojos azul celeste y su cabello cobrizo, así como el corpiño negro ajustado y las mangas blancas abullonadas realzaban su figura.
Virtue tenía una auténtica criada, que también lo era del hotel, a quien había enseñado a llamarla «miss Virtue», como dicen las sirvientas de los libros.
—¡Miss Virtue —dijo Flossie admirándola—, parece un cuadro!
—No está nada mal, ¿eh? —preguntó Virtue con satisfacción al ladear la cabeza ante el espejo para aplicarse, con un dedo, carmín en los labios—. ¡Por Dios, Floss, todavía tiene vida la solterona!
—Pero, miss Virtue…
—¡Son un montón de gatas viejas! —dijo Virtue refiriéndose a las organizadoras de la fiesta—. Exceptuando, por supuesto, a miss Tyler y a miss Bailey. ¿Estuvo en la última reunión para oír sugestiones, donde se permitió la presencia de caballeros? No, claro que no. Un caballero (nunca diría después quién era) expuso la idea de que miss Bailey, con su cabello largo, debería ir de «Lady Godiva».
—¡Miss Virtue! —exclamó la criada, escandalizada.
—Bueno —dijo Virtue con filosofía—, la idea no pareció molestar para nada a miss Bailey ni tampoco a miss Tyler. Las dos se quedaron pensando cómo resultarían. Pero esa mistress Goldfish… —la sonrisa de Virtue se agrandó, con una expresión que presagiaba algo malo para alguien— se levantó y protestó indignada. Y Bill Hurtable, que es el terrateniente más importante después del Squire, lo arregló: «No se pueden vender caballos en una fiesta parroquial —dijo con ceremonia—, por lo menos no venderán los míos». Y tenía mucha razón, Floss; no se debe hacer. Déme un bombón.
—Sí, miss —dijo Flossie tomando un bombón de licor de la caja más cercana—. Pero… ¡miss Virtue! Este corpiño, o cuerpo, o lo que sea…
—¡Ah!, esto me recuerda… —dijo Virtue—. Se parece a los vestidos antiguos, pero usted es demasiado joven para acordarse. Tiene ballenas y cordones. Ajústeme más, Floss. Apoye el pie contra la espalda y tire. No importa si me inclino un poco hacia adelante —sintió añoranzas—. Una vez estaba en la National Gallery. Un caballero me llevó a ver a los Viejos Maestros. Y, ¡vive Dios! Las mujeres no estaban mejor que yo.
—¡Pero, miss Virtue! Es una «fiesta parroquial».
—¡Oh!, a las gatas viejas no les gustará —dijo Virtue con una sonrisa perversa—, pero a los hombres sí.
Y miss Bailey no va a ser realmente… a ser… quiero decir…
—No, Floss. No sé exactamente qué traje le eligieron.
En aquel preciso momento, mientras Virtue hablaba, Gordon West todavía no conocía el estilo del traje de Joan. A cierta distancia, en casa del coronel Bailey, Joan, de pie frente al espejo de su tocador, tenía delante, sin abrir, la caja grande con el traje que acababa de llegar. Gordon West, cómodamente sentado sobre la cama, le hablaba de un tema que había sido motivo de discusión durante algún rato.
—¡«No»! —dijo—. ¿No puedes quitarte de la cabeza, mi ángel terrenal, que no participaré en la fiesta parroquial? Iré y daré una vuelta, sí. Compraré cualquier cosa, desde alpiste hasta relojes viejos. ¡Pero no me entregaré a esas harpías!
—No me amas —dijo Joan.
—Mujer, esto no viene al caso, y lo sabes.
—Ven aquí —le pidió Joan en voz baja.
—¡No, por Dios! —dijo West sin aliento, después de unos tres minutos—. Tampoco puedes convencerme con ese argumento. Es una cuestión de principios. ¿Acaso tu tío va a meterse entre esas mujeres, disfrazado de Cronos o de algo por el estilo?
—No. No me atrevo ni a mencionárselo. Se cuadraría como buen militar que es y se estremecería.
—Bueno, eso digo yo. Y además debes comprender que apenas he trabajado en la última corrección del manuscrito. No podremos casarnos hasta que ese manuscrito llegue al editor.
—¡Oh!, sí. ¡Lo lamento muchísimo! «Debes» ir a trabajar —Joan calló y se quedó con la boca abierta—. ¡Gordon! ¿No pensabas encontrarte con sir Henry Merrivale para hablar de aquel traje?
—Pensándolo bien, debía estar yo en mi quinta desde hace quince minutos.
—Entonces vete, querido, mientras me visto. Quién sabe si sir Henry estará todavía allí.
Estaba. Cinco minutos más tarde, la presencia de Henry Merrivale en el estudio de West se comprobaba por la violenta discusión, que se oía desde la casa solariega. West (casi fuera de sus casillas) trataba de explicar.
—Ahora escuche, Bajo-la-Lluvia —dijo—. Por última vez, permítame que le diga lo que puede hacer y lo que no puede hacer. ¿Quiere callarse?
—¡Ugh! —dijo Henry Merrivale, creyéndose ya en papel.
En el gran estudio polvoriento, con paredes tapizadas de libros, estaban sentados Henry Merrivale, con los brazos cruzados, en el sofá, con una expresión obstinada en la cara, y en un rincón alejado Pam Lacey, con el cabello desgreñado y con el vestido embarrado hasta tal extremo que, una semana atrás, hubiese horrorizado a su madre; de un brazo colgaban, embarrados, un par de patines de ruedas, y apretado debajo del otro asomaba un libro titulado Las aventuras de Sherlock Holmes. Los ojos de Pam brillaban indignados a cada observación que le hacían a Henry Merrivale.
—En primer lugar —continuó West—, puede usar ese tocado indio de guerra y puede venderlo si alguien quiere comprarlo.
—No venderlo —dijo el jefe indio con resolución—. Guardarlo.
—Está bien; cómprelo. Le prevengo que no es auténtico.
West, muy exigente en cuanto a la perfección, se enfureció y miró hacia el estante de libros más alto.
—Me gustaría tener tiempo para que esto fuese auténtico. Es un insulto para los indios. Pero no importa; compruébelo en un libro; se les da a los crédulos lectores un fondo histórico auténtico y nadie lo cree. Tenemos que hacer un picadillo para las personas que van a ver películas. Después —prosiguió— puede vender la serpiente de cascabel embalsamada. Puede vender el arco y la flecha. Pero, en ningún caso trate de tirar. El arco es auténtico y se rompería. ¿Tendrá inconveniente en desnudarse hasta la cintura?
—¡Caramba, no! —dijo el jefe indio, e inmediatamente empezó a arrancarse el cuello.
—¡Ahora no, maldito sea! ¡Ahora no! La fiesta empieza por la tarde, pero no presentarán a las estrellas, incluyéndole a usted, hasta después del té, digamos a las seis, cuando haya llegado el obispo y no quede sitio sino para estar de pie. Este es el asunto: le voy a dar suficiente cantidad de pintura aceitosa para ennegrecerlo desde la punta de la cabeza hasta la cintura. También la sustancia necesaria para pintarse de guerrero si quiere. Sí, veo que quiere; no sea tan codicioso. Pero no le traje pantalones.
—Tener pantalones —dijo el jefe indio—. Lindos pantalones.
—Bien. Se pintará en el hotel. Entrará a hurtadillas detrás de la fila de quioscos (el suyo es el número siete; los números impares están a la izquierda) para que la gente no le vea hasta que aparezca detrás del mostrador. Esto es todo, con excepción de las cosas que no podrá hacer.
Henry Merrivale, cruzando los brazos con más fuerza, miró en silencio hacia la puerta.
—No llevará un hacha de guerra porque no tengo. Ningún alarido de guerra, si no es un moderado buu, buu, buu, para anunciar su aparición. Por nada del mundo salga de detrás de su mostrador para una danza guerrera. Por último, no se puede llamar Toro-Sentado, ni Avasallador, ni Rayos-y-Truenos.
El ojo de Henry Merrivale tenía un destello muy lejano, que West debió haber visto. Todo, menos lo último, pasó sin comentario.
Pero aquí Henry Merrivale se impuso.
—¿«Por qué» no puedo ser Toro-Sentado? —preguntó, perplejo, con vehemencia—. ¿Qué más da el nombre que tenga?
—Porque vende abalorios. ¡Dinero indio!
—¿Cree que no lo sé?
—Marión creyó que yo tenía muchos abalorios —continuó West—. No tengo ninguno. Por consiguiente —su rostro se retorció de repugnancia al recoger algo de detrás del sofá—, va a vender tantas piezas como pueda de esto.
Muchas señoras de la aldea habían tejido activamente. Su idea de una sarta de abalorios era un trozo de tejido más bien grande, de unos diez centímetros de largo por tres de ancho, en el que se cosen conchitas formando una línea vertical.
—Maestro —dijo seriamente West—, si va a vender treinta trozos como éste a un chelín seis peniques cada uno, no podrá asustarlas. Necesita tener sex-appeal indio. Es el viejo jefe bondadoso y astuto que tiene todo el dinero. Su nombre —West pensó— será Gran-Jefe-Mucho-Abalorio. ¿Qué tal?
—Espantoso —dijo Henry Merrivale—. ¡Que me maten si acepto!
—¿Por qué no?
—Vea, hijo. Si uno se divierte rugiendo con plumas en la cabeza, no querrá acordarse de la maldita Bolsa de Comercio.
—Pero los indios no tenían Bolsa de Comercio.
—Es lo que quiero decirle… ¡Gran-Jefe-Mucho-Abalorio! —entonó Henry Merrivale haciendo un ensayo con su profunda voz gutural—. ¡Gran-Jefe-Libra-Esterlina! ¡Gran-Jefe…!
—¡Maestro, debe hacerlo! No es que me importe ni poco ni mucho esa fiesta. Pero Joan…
Calló. Joan acababa de aparecer, en el umbral de la puerta, con su traje puesto.
Destacándose en el fondo verde del follaje, y a pesar de los zuecos que debía usar, Joan quitaba la respiración. Su cabello castaño claro, abundante y suave como un vellón, estaba partido por la mitad y caía ondeando sobre los hombros. Alrededor de la frente tenía lo que podría llamarse una red dorada. El vestido, de una tela verde suave, pero pesada, era ceñido hasta la cintura y luego se abría en abundantes pliegues hasta el suelo. Alrededor de la cintura, no muy ceñida, llevaba una trenza dorada con borlas.
—¿Le gusta? —preguntó ansiosa.
—¿Si me gusta? —suspiró medio hipnotizado West—. ¡Me recuerdas los sueños románticos que he tenido! ¡El bosque de Sherwood! ¡Sherwood en el crepúsculo! ¡Dentro de un segundo me verás convertido en un rubicundo prerrafaelista! «La bendita doncella se asomó…»[2].
En medio de esta romántica escena, entró a largas zancadas la figura mundana del coronel Bailey, con un gorro en la cabeza y una pipa en la boca, y aseguró que hacía un día espantoso.
—¿Pero quién eres, Joan? —preguntó West—. ¿A quién pretendes representar?
Joan se sintió profundamente conmovida. Deseaba que Gordon le hablara más a menudo de esa forma. No obstante, aunque conservando la cara seria, dejó aparecer un toque de alegría burlona en sus ojos.
—Soy una doncella sajona —contestó—. Por lo menos eso dice la caja del traje.
—Bueno, pareces… ¡un momento! —dijo West de pronto—. ¿No eres la encargada de los dulces, tartas y pasteles?
—Sí, querido. Mistress Doom tuvo miedo de que pareciera propaganda si lo hacía ella. Además, podría sufrir una crisis nerviosa y desmayarse.
—¿Pero por qué diablos una doncella sajona va a vender tartas y confites?
—Yo soy la doncella sajona —explicó Joan— que pescó al rey Alfredo cuando quemaba los pasteles.
—Sabe, West —dijo el coronel quitándose la pipa de la boca—, ¡diablos!, si eso no está equivocado en alguna parte hay un error. Pero estas benditas mujeres, mistress Doom y mistress Goldfish, hablan mucho. Están como embrujadas por lo que llaman «medieval». Me tendrían de flautista de Hamelín si no hubiese echado la llave a la puerta.
West, pateando el suelo en una especie de baile, se tiraba de los pelos.
—Hablábamos —dijo reprimiendo un grito— de historia, no de leyendas ni de tradiciones populares. Aun en la tradición popular, la mujer que pescó al rey Alfredo cuando quemaba los pasteles, ¿no era acaso la esposa de un vaquero?
—No tendría glamour —dijo el coronel sacudiendo la cabeza con tristeza.
—¿Glamour? ¿Qué sabe del glamour?
—No sé nada —replicó el coronel, acalorado—. Pero estas mujeres salvajes decían que un traje es hermoso si empieza en el cuello y termina en el suelo… Algo que ver con las películas —añadió.
—Sí, así lo pensé —repuso West, ceñudo—. La cuestión es, Joan, si podrás convencer a sir Henry de que su nombre indio debe ser Gran-Jefe Mucho-Abalorio.
—¿No lo hará por mí? —le instó Joan, que era muy experta en el arte de convencer.
—Bueno… —reflexionó Henry Merrivale. Cualquier niño hubiera comprendido que estaba tramando alguna diablura al observar la expresión de sus ojos—. Puesto que se han hecho tantas concesiones…
En aquel oscuro rincón, Pam Lacey cargada con un par de patines de ruedas y con Las aventuras de Sherlock Holmes, mostraba unos ojos brillantes de celos.
«Ah —pensó Pam—. ¿Haría esto por ella? ¡No me importa nada!».
Henry Merrivale había vuelto casualmente la cabeza, aunque no se había oído una sola palabra.
—Pero la decisión final la tienes tú, encanto —le gritó—. Creo que ellos tienen razón. Pero ¿qué piensas tú?
Al oír la palabra «ellos», los celos de Pam se desvanecieron, pero seguía con el mentón levantado.
—Si le parece bien a usted —contestó ella—, no me importa.
—¿Y recuerdas, por si acaso, todas las señas? —preguntó misteriosamente Henry Merrivale.
La apariencia de gran señora de Pam había desaparecido.
—¡Caramba, ya lo creo!
—Entonces está convencido —declaró Henry Merrivale, mirando a los otros con una expresión virtuosa y sosegada. Solamente West le miró con desconfianza—. ¡No, espere! —añadió Henry Merrivale—. ¿Me ha dicho, joven, que la tanda de estrellas, incluyéndome a mí, aparecería a las seis?
—Sí, así es.
—Bueno, ¿quiénes son las estrellas además de mí? —dijo Henry Merrivale enderezándose y sacando el pecho.
—¿No lo sabe? —preguntó Joan—. El doctor Schmidt.
Pam Lacey iba a articular una exclamación, pero un ademán de Henry Merrivale la mantuvo callada.
—¿Ah, si? —observó—. Es muy interesante. ¿Qué va a hacer él?
—Tocará al piano y cantará —explicó Joan—. Si toca una canción que no se puede identificar (debe ser inglesa o norteamericana, porque nos moriríamos con una alemana) se paga una multa. De otro modo se gana. Entretanto, él toca y canta.
—¡Eso es mejor de lo que me pensaba! —dijo Henry Merrivale con la vista fija en un rincón del techo—. El doctor Schmidt es un buen tipo. Creo que consigue todo lo que se merece.
—Henry Merrivale —dijo West, deteniéndose de pronto delante del mostrador—, ¿está seguro de que no oculta nada? ¿Nada de fuegos artificiales enormes y diabólicos que harían volar el techo de la Fortaleza?
—¡Oh, hijo! He prometido lo que voy a hacer y lo haré. ¡Ayúdame!
—¡Nada debe salir mal —dijo Joan—, por el vicario! ¡Y con el obispo aquí!
—A propósito —interpuso Henry Merrivale con una ligera exasperación—, ¿quién es este obispo? Todo el mundo ha hablado tanto de él, que debe tratarse de alguien importante. ¿Cómo se llama?
Los demás le miraron con sorpresa. Joan dijo:
—Es el doctor William Waterford, obispo de Glastontor.
—¡Oh, Cáspita! —suspiró Henry Merrivale después de un prolongado silencio—. ¡No puede ser! ¡No es verdad! ¿Así que es el viejo Pinkey?
—Yo… nunca he oído que le llamasen así —Joan retrocedió…
—Un hombre bajo —apremió Henry Merrivale con seriedad—, pero tan redondo como un globo; de tez sonrosada. Come sin cesar. ¡Waterford! —volvió la cabeza hacia Pam—. ¿Recuerdas, encanto? Este fue el individuo que me apostó cinco libras esterlinas a que yo no bajaría por Ludgate Hill calzado con patines de ruedas.
—¿Este… le conoce bien? —preguntó West.
—¿Al viejo Pinkey? Estuve en la escuela con él. Le vi una o dos veces en Cambridge. Sabía que había trepado a la carroza dorada, sí; pero jamás sospeché que al muy asno le harían obispo.
—¿Es «amigo» de él? —insistió West.
—¡Oh, por supuesto! —dijo Henry Merrivale, que decía la verdad hasta donde la recordaba—. ¡Palabra de honor! Y le daré otro dato. El viejo Pinkey se enfadaba y se comportaba mal… ¡Oh, qué chocante! Pero sin intención. Protegería a su sobrino si el vicario hubiese predicado sobre demonología o el culto de los árboles. Así que no se preocupe demasiado por el vicario, porque dudo que él mismo se halle preocupado.
Los suspiros de alivio de West casi le apabullaron.
—¡Magnífico! —exclamó Joan con los ojos centelleantes—. Entonces no hay nada que temer. Imitando a mistress Doom diré —sonrió— que ésta será la fiesta parroquial más alegre y divertida que haya habido jamás.