4
Se produjo un silencio tal que si hubiesen escuchado habrían podido oír ladrar en la calle a varios perros. Pero sir Henry había olvidado por completo a los chicos que le esperaban. Fue Danvers el primero en hablar, mientras se acariciaba el rostro con su mano huesuda.
—Como bien dice, no asisto regularmente a la iglesia —dijo con voz ronca—. Sin embargo… Una investigación, sí, sin lugar a dudas. Pero este sistema…
—¿Sabe lo que ocurrirá cuando lea esta carta en la iglesia? —preguntó el vicario.
—Por supuesto —dijo brevemente Henry Merrivale—. Un alboroto infernal.
—Salvo en el sentido literal de la expresión, espero que así sea. Pero no capta usted el verdadero significado. Esta carta…
El vicario calló, frunciendo ligeramente el ceño. Apenas había notado vagamente la presencia de una persona en forma de barril, con una calva lustrosa y una expresión malévola, que estaba sentada en un sillón fumando un cigarrillo de tabaco negro. El vicario dirigió una mirada interrogativa a Danvers.
—Míster Cadman Hunter, le presento a sir Henry Merrivale —dijo Danvers.
El vicario, con un cortés movimiento de cabeza, estuvo a punto de volverse y decir un lugar común, cuando un vago recuerdo cruzó por su mente. Su semblante habría sido bien parecido de no haber sido por su nariz demasiado larga. Frunció el ceño y se pasó la mano sobre el pelo rubio. Luego, de pronto, le acudió el recuerdo a la mente. El reverendo James arqueó las cejas.
—Pero… debe de ser el viejo Merrivale…
Dijo esto tan sinceramente y con tanta tranquilidad como pudiera haber dicho: «Debe de ser sir Lancelot».
Jamás en su vida Henry Merrivale había oído pronunciadas semejantes palabras por otra persona, salvo como una expresión despectiva. Es un hecho cierto que su silla casi se tumbó para atrás, pero él se enderezó. El cigarrillo se le escapó de los dedos entumecidos y Danvers lo apagó con el pie, mientras Henry Merrivale observaba al vicario en busca de cualquier muestra disimulada de burla. Pero no la encontró.
—Muchacho —dijo Henry Merrivale, levantándose de la silla—, permítame estrecharle la mano.
—Para mí es un verdadero honor, sir Henry.
—Soy religioso como el demonio, sabe —le aseguró Henry Merrivale con seriedad—, y espero que esto me hará ir más frecuentemente a la iglesia. No me aprecian, hijo; ésta es la verdad. ¿Dónde ha oído usted hablar de mí?
—A un amigo mío, un abogado irlandés llamado Kit Farrell. Siempre que se refiere a la actuación de usted en el caso de «la lámpara de bronce» parece que hablara de un santo.
—Oh, hijo, no debe creer «todo» —dijo Henry Merrivale rechazando modestamente la santidad—. Pero el esclarecimiento de este asunto de la lámpara de bronce, sí, constituyó un éxito rotundo.
—¡Esclarecimiento! —dijo el vicario, sorprendido por la inspiración y abrazando al mismo tiempo los hombros de Henry Merrivale—. Eso es, por supuesto. No llamaré a esto providencial —rió—, pero por lo menos es el hecho más feliz que jamás le haya acontecido a un pobre párroco rural. Usted ha sido enviado aquí para ayudarme en el esclarecimiento de este misterioso asunto.
Henry Merrivale le miró alarmado.
—¡Un momento, hijo! He venido aquí porque…
—Iremos en seguida a la vicaría —decidió el reverendo James— y juntos examinaremos esa carta anónima. ¡Qué extraño! Hay un pasillo por aquí —con el fervor de un fanático empujaba hacia delante a Henry Merrivale—. Mi estimado señor, ¿no se siente entusiasmado ante este ineludible deber?
—Sinceramente, no —dijo Henry Merrivale—. ¡Vea, hijo! Tengo afuera una maleta sobre ruedas muy valiosa. Tengo que llevar esa maleta a un hotel llamado Lord Rodney porque…
—¿Su equipaje, sir Henry? No tema por eso. «Yo» me ocuparé de su equipaje.
—Sí, eso es lo que temo. Verá…
—¡Adelante! —dijo jocosamente el reverendo James, y la campanilla sonó cuando abrió la puerta—. ¡Ah, su maleta! —agregó.
La maleta estaba apoyada contra la mesa de los libros de manera que dos ruedas quedaron en el aire y se mantenía firme. Pero él creía que se trataba de una maleta corriente y trató de asirla haciendo un pequeño esfuerzo. Dando la vuelta a la maleta con sus dos brazos la golpeó estrepitosamente contra el suelo como si fuera una maleta común. Al buscar un asa (que no existía) para levantarla, su rodilla derecha chocó descuidadamente contra la maleta como si fuera un ariete, y de pronto sucedió lo imprevisto.
—¡Ahí está! —dijo el vicario… y se detuvo aterrado.
La buena maleta, impulsada por su espíritu aventurero, se deslizó como Sea Breeze por el pavimento liso y en declive. Este sería el punto de partida de una carrera desenfrenada. Al otro lado de la calle se elevó un alarido de protesta de veinte gargantas infantiles confundiéndose con el ladrido de once perros de todas las razas, desde Manchester Terrier hasta ovejeros, que corrían por la calle como una alfombra movible de variados colores.
Hasta el día de hoy Henry Merrivale jura y perjura que el incidente no se originó por culpa suya. Pero cometió un serio error que no quiere reconocer.
En cuanto la rodilla del vicario chocó contra la maleta, sir Henry Merrivale cruzó la calle disparado, haciendo señas con los brazos para avisar a la pandilla de Tommy Wyatt que esta vez no se trataba de una carrera. Entonces, en medio de la calle, se encontró con la marea de los perros, que no lo trató con suavidad. Le hizo girar dos veces en redondo mientras se sujetaba el panamá y luego le sentó de plano con un golpe sonoro que casi rompió el asfalto. Tres padres se abalanzaron sobre él, todavía con las colillas de los habanos entre los dedos, y le exigieron que dijese qué ventaja les daba.
—¡No juega limpio! —gritó un chico excitado, atacado al parecer del baile de San Vito.
—¡No es juego limpio! —chilló otro—. ¡El vicario está dando puntapiés a los perros!
Expresándose con rigor, esto no era verdadero ni justo. El reverendo James, al ver lo que había ocurrido, decidió que la única solución posible era la de alcanzar la maleta. En el colegio de St. John’s, Oxford, había sido un excelente corredor. Los perros, por supuesto, no habían pensado en una carrera, únicamente querían tirar al suelo el objeto para morderlo. Si algunos se cruzaron en el camino del vicario fue simplemente por mera desgracia.
Y Danvers, al salir deprisa a la calle en ayuda de Henry Merrivale, vio el peligro de una nueva catástrofe.
—¡Sir Henry! —suplicó.
Henry Merrivale, con su panamá hundido hasta las orejas, levantó los puños al cielo. De sus labios brotó tal torrente de insultos, tal pintoresca serie de palabrotas, que las ventanas altas, a lo largo de la calle, se abrieron de golpe, produciendo un efecto teatral, como en una revista musical.
—¡Se lo ruego! —gimió Danvers.
—¡…!
—El coronel Bailey está allá en la pradera. Van todos hacia él. Si cualquier cosa le ocurre al coronel…
—¿Y qué quiere que le haga? —interrogó sir Henry Merrivale, levantando de un tirón el sombrero que le cubría los ojos.
Normalmente, se hubiera quedado sentado veinte minutos en el suelo explicando el daño irreparable causado a su coxis. Pero la figura en forma de barril se levantó y corrió por el centro de High Street, con las piernas combadas y el sombrero panamá, a tal velocidad que resultaba difícil seguirla con la vista.
—¡Hola! —vociferó Henry Merrivale por encima del montón de cabezas—. ¡Párenla! Párenla, ¿me oyen?
Cualquier aficionado a las carreras de caballos hubiese podido observar la escena sin prismáticos; los perros enloquecidos, el vicario disparado… y la maleta triunfante corriendo por delante a más de cuatro largos. Se alzó entonces la voz penetrante del joven Tommy Wyatt.
—¡Goggles! —gritó el joven Wyatt—. ¡Goggles! ¡Agárrala!
La respuesta fue instantánea.
Del centro del tumulto, casi tres largos por delante, salió como una flecha el perro mestizo blanco y negro mencionado antes.
La carrera se acercaba a la curva suave de la calle. En ella había un caballero alto, erguido, de porte militar, con un pincel listo para dar algún delicado toque al lienzo que tenía delante. A su lado dos señoras, una de las cuales era Joan Bailey, miraban la carrera, aterradas, porque no podían hacer nada.
—¡Goggles! —se oyó el último grito de guerra.
De un brinco, las patas largas de Goggles rozaban la parte superior de la maleta mientras iba corriendo a su lado. Allí se quedó perplejo. Pero la maleta, torcida por ese salto de la izquierda, desvió su dirección hacia la curva y se abrió de golpe.
Un perro moteado voló en una dirección. Una botella de whisky escocés en otra. La maleta, desplegando al parecer unas alas de cuero enormes y diabólicas, golpeó (en medio del oleaje de la ropa de Henry Merrivale) por detrás la cabeza del coronel Bailey, empujando su cara contra el lienzo mojado, con lo cual la maleta, el coronel y el caballete cayeron al suelo.
Por lo menos durante los tres segundos siguientes todo ser viviente en los alrededores (perros, chicos, espectadores, padres) pareció convertirse en piedra como la estatua de La Viuda Burlona, situada a poca distancia. Pero no fue el estado lamentable del coronel Bailey la causa de ello, sino que, a unos treinta metros más lejos, se hallaba el propio Squire Tom Wyatt hablando con dos hombres con instrumentos de agrimensura. Llevaba un pesado bastón de madera de ciruelo y se dio la vuelta con lentitud. Aun a esa distancia se podían ver sus ojos saltar de las órbitas y su barriga hundirse al respirar aire para lanzar un grito de guerra.
—¡Aah! —dijo el Squire Wyatt.
Según la opinión de Joan Bailey, nunca ha ocurrido nada desde la derrota de la Vieja Guardia en Waterloo. En un instante, el apiñamiento de perros, chicos, chicas y aun los padres, giraron rápidamente y volvieron a subir por High Street en tropel. La carga completa atacó directamente a sir Henry Merrivale, que resistió en su puesto valerosamente, pero se vio imposibilitado de avanzar.
Del grupo que había corrido la carrera, sólo tres figuras pequeñas permanecieron paralizadas en la parte alta de la pradera.
—¡Oh, homicidio! —murmuró el joven Tommy Wyatt.
—¡Tío Tom! —murmuró una niña de nueve años, que sollozaba.
El perro moteado se quedó inmóvil. Con sus ardientes ojos fijos en la lejanía, trataba de parecer tan inocente como el mismo Henry Merrivale.
¡Os arrancaré el pellejo! —gritó de pronto el Squire levantando su bastón—. ¡Al diablo con todo, os arrancaré el pellejo a los tres!
Como impulsados por el estampido de un disparo de fusil, los tres partieron en seguida en dirección a los grandes portones del parque.
En la pradera oscurecida donde se habían cometido tantos estragos, el reverendo James, jadeante, trataba de desenredar al coronel Bailey de las correas de la maleta, del caballete y de las pinturas.
Sir Henri Merrivale, cabizbajo y alicaído, seguía sentado en medio de la calle como alguien que hubiese sucumbido ante la maldad de las cosas.
La dama que acompañaba a Joan Bailey era mistress Stella Lacey. Miró a su amiga y le reprochó suavemente:
—¡Joan, por favor! No veo en absoluto nada gracioso en este accidente que le ha ocurrido a su tío George.
—P-p-p… —empezó Joan y no pudo continuar. Dándose la vuelta, esa censurable joven cubrió su cara con las manos y comenzó a balancearse de atrás hacia adelante. Stella Lacey parecía un tanto escandalizada.
—El humor fino, Joan, «nunca» es una farsa vulgar —le dijo severamente.
En ese momento el coronel Bailey se puso en pie en medio de los escombros. Su rostro flaco era un estudio de colores: en él se observaban chorretones verdes, negros, grisáceos de la figura de piedra y azules del cielo. Estaba recto y erguido, con su chaqueta de lana y plus fours. Le rodeaba el cuello, a modo de blasón de antiguo caballero, un par de calzoncillos largos de lana roja de Henry Merrivale.
—¡Joan! —dijo Stella Lacey.
—Pe-pero si no es más que acuarela. Se limpiará con una toalla. Se l-l-l-l…
El coronel Bailey no prestó atención.
—¿Qué es esa endiablada novedad? —preguntó, controlándose, y tocó la maleta con el pie—. ¿Y quién es —señaló con su pesada mano pecosa y descarnada— ese señor que viene por la calle?
—Sir Henri Merrivale —susurró el reverendo James—. Posee un título de barón de los más antiguos de Inglaterra —añadió.
El arrogante aristócrata de marras se aproximaba majestuosamente. Al llegar a la piedra resbaladiza donde empezaba la pradera, estuvo nuevamente a punto de caerse sentado, pero la cólera, así como la sensación de un atropello por parte del destino, le mantuvieron en equilibrio mientras avanzaba pesadamente hacia el coronel Bailey.
—¡Escuchen! —empezó mientras levantaba fervientemente la mano derecha en actitud de prestar juramento—. Juro ante todos ustedes que por una vez en mi vida soy completamente ajeno a este embrollo. No se me puede acusar de nada. No estoy más complicado que un reloj suizo de cuero. Y ahora lo probaré.
Y así lo probó. Henry Merrivale, en sus mejores momentos, era un orador potente, muy rico en ademanes, como el difunto sir Henry Irving. Describió gráficamente, con amplios ademanes, el desgraciado episodio. El reverendo James tenía dificultades para permanecer serio, pero Henry Merrivale, expresamente, lo ignoró.
—Y así sucedió, ¡que el diablo nos asista!
Por un momento el coronel Bailey permaneció inmóvil. Luego hizo exactamente lo que era de esperar por parte de un tipo de militar de antiguo cuño. Echó hacia atrás la cabeza y lanzó una estruendosa carcajada.
—¡Es una buenísima idea! —dijo, volviendo a golpear la maleta de ruedas con el pie—. Venga esta noche a cenar con nosotros —añadió un poco intimidado.
Henry Merrivale saludó, cruzando una mano sobre el pecho.
—Amigo mío —repuso—, muchas gracias. Es una invitación que acepto con orgullo.
—¡Me alegro mucho! ¡Joan! ¿Tienes algo especial para la cena?
—¡Oh! —refunfuñó Joan, consciente de haberse retrasado. Abrió su boca rosada—. Tío George, yo…
—Curry, ¿eh? —insinuó el alegre coronel.
Joan asintió y suspiró aliviada. Podía alimentar a su tío con Curry trescientas noches por año y generalmente no hacía otra observación que el declarar que era una cena excelente.
—No puede equivocarse de casa —le dijo a Henry Merrivale—. Entre por los portones de la residencia, doble a la izquierda por un sendero de grava y la primera casa que encuentre, ésa es. ¿Entiende? ¡Bien!
El coronel Bailey, sin ningún sentido de falsa dignidad, había olvidado por completo el aspecto fantasmagórico de su cara. Recogió el caballete, el lienzo manchado, los pinceles y la caja de acuarelas, poniendo todo debajo del brazo. Tenía el pelo castaño entrecano muy corto y los bigotes canosos muy recortados. Pero, debajo de sus cejas enredadas, pocas personas notaban la vivacidad y penetración de su mirada. Cualquiera que le hubiese llamado coronel Blimp habría cometido un craso error.
—Venga temprano, ¿eh? —dijo el coronel bruscamente—. Me gusta charlar un poco. En especial con un hombre del War Office… Oh, ya sé quién es usted, alguien algo menos fanático que otros. Hasta luego.
Y después de haber arrojado los calzoncillos de lana roja de Henry Merrivale al reverendo James, que estaba ocupado en rehacer la maleta, el coronel subió trabajosamente por la barranca de la ribera. Al poco rato el vicario cerró las cerraduras de la maleta con energía y se enderezó. Su hermoso rostro apenas expresaba su determinación. Pero su voz agradable atravesó sonoramente esa corta distancia.
—¡Coronel Bailey!
—¿Diga? —preguntó el coronel dándose la vuelta desde lo alto de la loma.
—¿Le importa si voy esta noche a su casa después de la cena? —preguntó llanamente el vicario—. Es cuestión de… este… asuntos de iglesia. Es usted el único miembro de la junta a quien pienso consultar.
—¡Caramba! —exclamó el coronel Bailey sin disimular su impaciencia—, ¿no puede esperar ese asunto?
—Me temo que no —dijo el reverendo James con la misma voz sonora—. Es referente a esos anónimos. Acabo de recibir uno.
El coronel vaciló.
—Muy bien —contestó, y se alejó hacia los portones del parque, dando grandes zancadas.
Las impresiones y el espíritu del grupo habían cambiado. Sentían la humedad que se levantaba de la ribera, a la puesta del sol, mirando a aquella figura alta, entre gris y negra, de La Viuda Burlona, con un hombro encorvado y ligeramente inclinado, que se veía a cierta distancia.
Joan estaba inmóvil, con una expresión preocupada en sus ojos azules y con las manos enlazadas. Stella Lacey, aparentando no haber oído nada, mantenía la cabeza erguida y parecía ajena a todo. Sir Henri Merrivale, observando el grupo, vio por el rabillo del ojo que se aproximaba un nuevo personaje que había descendido por la barranca del lado este de la pradera.
Dado el mal genio de Henry Merrivale, fue tanto mejor que no hubiera visto antes a este hombre, testigo de la carrera de la maleta y que había estado de rodillas agarrado a un tronco de árbol contra el cual ocultó la cara para sofocar la risa. Pero ya había desaparecido su regocijo.
Gordon West (de unos treinta y cinco años, de mediana estatura, delgado, pero fuerte y nervudo) llevaba un viejo sweater y unos pantalones descoloridos de franela. Sus ojos castaños brillaban, pero a primera vista su boca y su mandíbula parecían malhumoradas. Las pequeñas arrugas alrededor de los ojos expresaban diversión, pero las de la boca eran de descontento.
—Saben —observó Henry Merrivale—, creo que es la primera vez que este asunto de anónimos ha surgido entre ustedes. Como una serpiente silbando, ¿eh?
Stella Lacey intervino:
—Mi querida Joan —dijo sonriéndole a Henry Merrivale para no herirle con sus palabras—, no creo que debamos hablar mucho con este caballero. Se llama Merrivale, sir Henry Merrivale —Gordon West se detuvo un instante y luego se acercó. La voz de Stella Lacey subió de tono.
—Descubrió al asesino en aquel caso de Las cinco cajas —exclamó—, y a nadie se le ocurrió quién podía ser. ¡Es uña y carne con la policía!
—¿Pero si así fuera? —preguntó Joan apretando las manos—. Esta tarde «yo»… —hizo una pausa—. ¿Qué significa esto, más anónimos, y por qué míster Hunter tiene que ver a mi tío?
El reverendo James apretó las mandíbulas.
—Porque —repuso— se me acusa de tener —aquí casi tartamudeó— una relación ilícita con usted. Para obrar con corrección debería contar con su permiso y el de su tío para mencionarlo mañana en la iglesia.
—¿En la iglesia? —exclamó Joan.
Gordon West se acercó por detrás de Joan, por el lado izquierdo. Habló con calma, pero su voz era apagada.
—¿Piensa predicar basándose en esa carta? —preguntó West, conteniéndose todavía.
—Para expresarme con mayor exactitud, pienso leerla en voz alta.
West se pasó lentamente la mano por su mejilla y su mandíbula, que necesitaban ser afeitadas. Era una mano demasiado grande para un hombre no muy alto.
—¿Lleva encima ahora esa carta? —preguntó West—. ¿Podemos leerla Joan y yo?
Entonces ocurrió algo extraño. En la librería de Danvers, el reverendo James había buscado en su bolsillo interior y había dicho que había dejado la carta en la vicaría. Ahora, como si recordara repentinamente algo, buscó en el bolsillo lateral de su chaqueta de trabajo de lana gris y sacó una carta doblada. Ni un músculo se movió en la cara de Henry Merrivale.
—Pueden leerla —contestó el reverendo. Miró a West a la cara y vaciló—: Por simple fórmula —rió—, ¿me devolverán la carta? ¿Me lo prometen?
—Hunter —dijo West con lentitud—. Usted no me agradó cuando apenas acababa de conocerle. Y ahora me agrada menos aún. Pero jugaré limpio con usted.
Joan fue quien tomó la carta cuando el reverendo James la entregó sin decir una palabra. Luego, visiblemente agitada, se volvió hacia Henry Merrivale, como si se pudiese dar por zanjado el asunto.
—Por supuesto que todos comprendemos… —empezó el vicario en un tono de voz demasiado elevado.
Pero Henry Merrivale no escuchaba.
Hacia el oeste, más arriba de High Street, la torre cuadrada de la iglesia se destacaba en un cielo enrojecido. En la pradera había un reflejo rosa en el lugar donde resaltaba la forma negruzca de La Viuda Burlona. Henry Merrivale, con el sombrero en la nuca, estaba recostado mirando hacia arriba.
—Dígame, hijo —gruñó—, ¿podría trepar a esa figura?
—¿Trepar…?—la frente preocupada del vicario parecía arrugarse—. ¡Oh! ¡Eso! Bueno, a la gente de por aquí… no le gustaría. Será superstición quizá. A mí mismo no me gustaría subirme a ella. Parece como si fuera una sola piedra, pero podría partirse por el medio y caer sobre uno.
—Por supuesto que comprendemos… —repitió otra vez, con voz demasiado alta y con una carcajada— que las insinuaciones de los anónimos a menudo son simplemente ridículas; bueno, a propósito, ni siquiera he visto a miss Bailey desde el… desde un partido de tenis. En julio creo que fue.
Henry Merrivale se dio la vuelta.
—¿Es así? —dijo con suavidad—. ¿Entonces por qué la evita?
—¿Evitarla? No com-comprendo.
—Esto no es posible en una aldea como ésta, hijo. No pueden pasar dos meses sin que uno se tope con alguien en la calle o en el colmado, o en cualquier parte.
El reverendo miró por encima del hombro; primero a la pobre mistress Lacey, ahora desesperada, luego a Joan y a West. Las emociones bullían tanto en aquella tranquila pradera que el cronista se siente incapaz de expresar la incoherencia y el estado de ánimo de los allí presentes.
Gordon West se adelantó y entregó la misiva al vicario.
—¿Por qué quiere leer esta carta en voz alta? —preguntó West con la misma voz apagada—. ¿No ha habido suficiente crueldad?
—No quiero leerla. Detesto la crueldad. Pero debo cumplir con mi deber.
—¿Por qué es su deber?
—Porque debo persuadir a esta pobre gente de que «yo» también estoy «involucrado». Soy víctima, aunque inocente. De otra manera no me comprenderían.
—¿Qué dice usted, Joan? —preguntó West.
Por extraño que parezca, Joan no parecía afectada, salvo el ligero rubor de sus mejillas.
—¡No! —susurró—. ¡Sería horrible! Y sin embargo…
—¿Observa, míster West, que la misma miss Bailey dice «y sin embargo»?
En el grupo, los labios temblaron. Stella Lacey volvió la cara.
—Entonces, debo avisarle —dijo West— de que si lee esa carta mañana, le retorceré el pescuezo.
Ahora debemos recordar que el reverendo James había pasado tres años en una parroquia del East End, donde se había ganado el respeto tratando de desarmar hasta a los más mezquinos.
—Mi estimado señor, no debemos pelear —propuso con la sonrisa de un hombre que conoce su propia capacidad de boxeador. Además, West era por lo menos media cabeza más bajo que él.
—No, no nos pelearemos —convino West, con la sonrisa de quien se sabe maestro en el «judo»—. Cambiaré lo que he dicho. Lea esa carta mañana y no podrá predicar durante tres semanas.
Luego explotó West:
—¿Lo comprende, sinvergüenza?
Nadie más habló. Durante lo que parecieron unos segundos interminables, West permaneció mirando al vicario, desafiándole a que avanzara. La expresión del reverendo James, con la cabeza agachada, era de desdicha y compasión.
West se dio la vuelta y se encaminó hacia la barranca. Aunque al pasar miró a Henry Merrivale y a Stella Lacey, pasó por alto a Joan. Alcanzando en dos zancadas la parte alta de la barranca, se dirigió rápidamente hacia los portones del parque.
—¡Gordon! —exclamó Joan, con una voz tan entrecortada y acongojada que sus palabras resultaban incoherentes—. ¡Espera! ¡Por favor, espera! —y subió la barranca tras él.
Una tonalidad azul, con un toque de oro, había surgido en el cielo enrojecido. Ningún ruido parecía proceder de High Street. Tres personas estaban de pie inmóviles en la pradera, debajo del rostro de La Viuda Burlona.