9
El sol, que ya declinaba hacia el oeste, era muy cálido para septiembre; su luz achatada daba sobre el césped descuidado del cementerio, las viejas lápidas, el mármol brillante de las nuevas y las hierbas dispersas cuyo verde se marchitaba en los lados.
A unos veinte metros, al lado de un pequeño sendero de grava que tomaba rumbo sudoeste desde la puerta de la sacristía, salía otro sendero de tierra que doblaba más al oeste hasta un punto detrás de la fortaleza. El reverendo James ahora comprendía por qué se había dicho que eran «hombres vestidos de negro» de aquel grupo reunido en semicírculo en el sendero de tierra.
Vestían sus mejores atuendos y el tono del más claro era el castaño oscuro. Llevaban sombrero hongo y algún que otro chambergo castaño o gris oscuro. Destacaban contra una fila de álamos y algunos inclinaban un hombro. Como si fueran un solo hombre, tenían clavada en el vicario una mirada cuya intensidad pudo apreciar al acercarse.
No había odio. El odio es algo muy profundo y silencioso. Era una ola de incomprensible aversión, lista para hincar sus garras.
Corría una ligera brisa en el tranquilo ambiente dominguero. El reverendo James, con las manos en los bolsillos, se dirigió hacia ellos.
—¿Bueno, señores? —preguntó con el mismo tono de voz que había empleado en la iglesia—. Tengo entendido que no quieren acercarse a mí. Por eso vengo yo aquí. ¿De qué se quejan?
Aunque hablaba amablemente, su propia aversión salió al encuentro de la de ellos.
Evidentemente, había dos oradores al frente del grupo. Uno era míster Goldfish, el pequeño y moderado farmacéutico, pálido ahora de rabia. El otro, con el semblante enardecido, era míster Bull, el carnicero, fuerte y corpulento, tan grueso que el pescuezo formaba arrugas por encima del cuello.
—¿Y? —les incitó el reverendo.
Se produjo un leve rumor y los ojos se volvieron en busca de un orador. Míster Goldfish era el más inteligente y educado; míster Bull el más grande y robusto. Y como lo han hecho los hombres desde que el mundo existe, las miradas eligieron a míster Bull.
—¡Están bien! —dijo el carnicero, adoptando una posición pugilística como quien acepta una incitación justa—. Ante todo, en mi nombre y en el de mis compañeros, le diré lo siguiente: queremos ser justos.
Un murmullo de aprobación partió del grupo.
—Hace usted algunas cosas —continuó míster Bull con su voz ronca— que puede ser que estén muy bien. Pero hace otras que ningún hombre decente va a aguantar.
Míster Bull apretó los puños y dio un paso hacia delante.
—¿Cómo? —preguntó el reverendo James, que hubiese podido ponerlo fuera de combate en un round.
De hecho, cuando el vicario observó el gentío, se sintió mucho más intranquilo al notar la presencia de dos granjeros de Somerset, muy fornidos, fuertes entre los más fuertes. Esto era grave.
Con el rabillo del ojo también vio a Fred Cordy. El pequeña y delgado Cordy, de cabello negro y corto, erizado como cerda, y haciendo muecas de oreja a oreja, estaba a cuatro patas sobre una tumba. Aunque en realidad Corby no brincaba como un mono, hacía el efecto de que sí lo fuera.
—Estuvo admirable —gruñó míster Bull— cuando se paró allí y nos llamó hipócritas.
—¿Y acaso no lo son? ¿Me han traído alguna carta?
—¡No, y no las vamos a traer! Las hemos quemado casi todas, y nuestras esposas han escondido las demás. ¿Hipócritas, señor Arrogante? Cuando usted es el peor hipócrita que haya puesto jamás los pies en esta aldea. ¡Y se lo digo cara a cara!
Un ligero malestar de sorpresa, que aumentó su enfado, sacudió al reverendo James.
—¿Por qué soy un hipócrita? ¡Díganmelo!
Detrás de la muchedumbre se oyó una voz despreciativa.
—¡Como si no lo supiera!
—¡Pero no lo sé! ¡Díganmelo! ¿Cuando he tenido el valor de decir en el sermón aquello sobre…?
—¡Callen la boca allá atrás! —gritó míster Bull. Fred Cordy se balanceaba sobre la tumba, como un muñeco mecánico travieso. Míster Bull, sudando de rabia, se volvió hacia el vicario.
—¡Caramba, lo va a negar! —dijo y le amenazó con el dedo—. Le diré lo que es, ¡señor Orgulloso! Si no fuera un clérigo, con esa ropa y todo…
—¿Es esto lo que le molesta? —preguntó el reverendo James.
—¿Eh?
—¿El hecho de que haya recibido las órdenes sacerdotales y use estas ropas?
—¿Y qué «otra cosa» podría molestarme?
—Entonces, por favor, vengan conmigo —dijo el vicario tratando de controlar la voz.
Dio la vuelta hacia la derecha, por el pequeño sendero en dirección al oeste, pasando el cementerio, detrás de la iglesia. A unos cien metros más allá de la iglesia, y paralelo a ella, aparecía el edificio alargado de la Fortaleza.
Este nombre da una idea errónea, porque estaba construido de piedra muy gruesa, larga y bastante ancha, con un agregado más alto en el extremo sur, como un tambor de piedra o la cabeza de una llave cuadrada. En este tambor de piedra, de paredes y techo de dos metros y medio de espesor, se almacenaba la pólvora para tres viejas piezas de artillería que antiguamente apuntaban hacia atrás, a través de sus troneras.
Pues en el aciago año de 1688 el oeste del país había sido «invadido» por las escasas fuerzas del llamado «Rey» Monmouth. Stoke Druid, con otras pocas plazas fuertes, apoyó al rey James. En aquellos tiempos el único camino para llegar a Stoke Druid quedaba al oeste, serpenteando en medio de tupidos bosques, detrás de la iglesia. Y por tal motivo se había construido la Fortaleza (para defender la aldea contra las fuerzas de Monmouth desplegadas a lo largo de la carretera principal).
No fue necesario utilizarla. Monmouth nunca llegó. Hacía tiempo que los cañones habían sido enviados al museo de B…; las troneras para los cañones fueron convertidas en ventanas modernas, y la Fortaleza se usaba para actos de la parroquia cuando la lluvia podía interrumpirlos, como, por ejemplo, la feria del próximo sábado.
Pero los componentes del grupo, entusiasmados porque creían adivinar la intención del vicario, le siguieron, soportando en los ojos el sol de frente. Al llegar al viejo y ennegrecido tambor de piedra de la torre de la Fortaleza, el reverendo James dobló a la izquierda, hacia una pradera de césped corto, enorme y llana.
Se dirigió instintivamente hacia el centro y puso la espalda contra la pared. El grupo vestido de oscuro se apiñó otra vez en semicírculo, con míster Bull y el farmacéutico a la cabeza, a una distancia de tres metros del vicario.
—¡Bien! —dijo el carnicero—. ¡Muy hábil! ¿Cuál es el juego?
—Me habéis acusado de ser hipócrita…
—¡Ah, y le seguimos acusando!
—Muy bien. Os pido que probéis esa acusación ahora mismo o dejarme que demuestre lo contrarío. Después, si no quedan satisfechos…
»¡Os adelantaréis a pelear! —gritó el reverendo James.
Unas vacas pastaban tranquilamente, inmóviles, a lo lejos, cerca de los viejos robles verde oscuro. En primer plano, Fred Cordy hacía alegres acrobacias. Del grupo salió el silbido de una persona que tomaba aliento y míster Bull estiró su pescuezo.
—¿Lo dice en serio? —preguntó.
—¡Un minuto, muchachos! —interrumpió bruscamente una nueva voz.
Y Gordon West, cegado por la ira, se acercó desde el extremo norte del edificio. Su traje, aunque cortado por el mejor sastre de Londres, parecía no haber sido planchado desde seis meses atrás, y la corbata se le salía del cuello. La preocupación y el insomnio acentuaban sus ojeras.
—Los que habéis estado hoy en la iglesia —dijo— reconoceréis que tengo el derecho de vérmelas con el primero.
Hubo un silencio. Vieron que West era más bajo y más delgado que el pastor, pero observaron el tamaño de sus hombros y, además le habían visto ejercitarse en el judo. Una sonrisa iluminó el rostro de míster Bull.
—Considero que míster West lo tiene —convino lenta y muy suavemente—. ¡Escuche! No es porque alguien vaya a creer esos disparates sobre su novia y éste —se oyó un coro de aprobación—. Sin embargo…
West, enfurecido, se quitó la chaqueta, la arrojo al césped y miró al reverendo James.
—Como usted mismo dijo —le exigió sin gritar—, adelántese.
El vicario también le miró.
—Míster West —dijo—, pelearé con usted o con cualquier otro en este terreno. Pero juro que no levantaré la mano hasta no oír por qué se me llama hipócrita.
La nueva negativa del vicario, o lo que podía llamarse su extrañeza, les enloqueció.
—¡Como si usted no lo supiera! —repitió aquella voz chillona y desafiadora detrás de la muchedumbre.
Luego habló míster Goldfish, el pequeño farmacéutico, de maneras suaves.
—Esta mañana —declaró con voz vacilante, pero tranquila—, levantó la mano con mucha unción y dijo: «No heriré a los acongojados, insistiendo sobre el hecho de que la muerte ha aparecido entre nosotros, por el motivo que sea».
El grito ominoso y profundo de treinta gargantas se hizo más fuerte.
—Y cuando dijo esto, míster Hunter —prosiguió el farmacéutico—, tuvo usted la osadía de mirar a Annie Martin. ¿Observó su cara, míster Hunter?
—¿Annie Martin? —el vicario le miró sorprendido—. ¡Oh!, la hermana de miss Cordelia Martin. ¿Qué ocurre con ella?
—¿Qué ocurre con ella? —dijo mister Bull tan exasperado y sofocado que se arrancó su ajado cuello—. ¿No sabía que mataron a Cordy Martin? ¡Oh, no!
—¿«Mataron»? —repitió el vicario levantando una mano para quitar la luz de sus ojos—. ¿Quién la mató?
—Usted —dijo míster Bull.
El reverendo James apoyó la espalda contra el muro gris oscuro de la Fortaleza, quedando con la larga fila de ventanas modernas encima de la cabeza. El sol parecía brillar en sus ojos. Aunque aún no comprendía, sintió un extraño entumecimiento que le subía por las piernas, en dirección al corazón.
—¿No sabía —siguió insistiendo una voz— que Cordy Martin estaba completamente loca por usted? ¡Tan enamorada como cualquier jovencita de dieciséis años! ¡Que le seguía como si usted fuese… no sé quién! Y nunca la alentó, ¿no es cierto? ¡Oh, no! Nunca lo haría, ¿eh?
El reverendo James trató de decir «basta», pero las palabras se le atragantaron.
Vio la cara del carnicero como si fuera un borrón. La extrema debilidad de sus piernas iba en aumento. Ciertas palabras volvían a su memoria:
«Siempre habrá mujeres que confundan su interés por el vicario con su interés por la iglesia. A veces ni siquiera se notará…».
Pero la voz verdadera nunca dejó de resonarle en el oído.
—No sé lo que ha hecho —dijo jadeante míster Bull—. Cordy Martin no decía gran cosa, ¿no? Pero se lo contaría a unas cuantas amigas, ¿no?, y donde fuego se hace humo sale y la pluma envenenada la persiguió. Cordy no pudo soportarlo y aquella noche se arrojó al río. ¿Cree que no lo sabíamos cuando dijimos que fue un accidente?
Los labios del reverendo se movieron, pero no articularon palabra alguna.
—Eso fue muy cómodo para usted, ¿no? Se vio libre de Cordy y podía empezar con… no, ¡caramba! No diré el nombre de la dama, salvo que no es miss Bailey.
—Y dice —opinó con calma el farmacéutico que no es hipócrita.
El carnicero tomó aliento durante una pausa y luego se dio la vuelta.
—Está bien, míster West —dijo—. Muéstrele algunas de esas llaves especiales que aprendió en el extranjero. Haga aquella en que pega con el canto de la mano en la nuca como si fuera una cuchilla de carnicero y el contrincante queda fuera de combate.
Durante esta conversación, West, que se había quitado de un tirón la corbata aflojando el nudo, paseaba la vista, implacable, del vicario a la muchedumbre y viceversa. La ira había desaparecido de su rostro, pero seguía apretando fuertemente las mandíbulas. Después de un hondo suspiro se acercó al reverendo James.
Este, aunque en sus ojos se veía un simple estupor, levantó instintiva y lentamente las manos a la defensiva, apretando los dientes. Pero West no atacó. En cambio dio la espalda al vicario y se enfrentó a la multitud.
—Muchachos —exclamó con toda la claridad que permitía su voz ronca—, no voy a tocar a este hombre. Y tampoco lo haréis vosotros.
Produjo el mismo efecto como si un bólido hubiese caído dentro de una laguna. Hasta míster Bull retrocedió, sobresaltado. Fred Cordy, que había dejado de hacer sus acrobacias, se agachó como un duende y esperó.
—¡Oiga! —el carnicero por fin recuperó el habla—. ¿Está usted loco?
—No. ¡Escucharme! Jamás supe nada de este asunto acerca de Cordelia Martin…
—¡Ah! —se oyó una voz—, pero es que ningún rico lo hubiera sabido.
—¡Miradlo! —gritó West, y se hizo a un lado—. ¡Mirad su cara!
Hubo un corto silencio.
—Si Cordelia Martin se enamoró de él —dijo West—, juraría que «él» jamás lo supo. No tiene expresión de culpable. Si lo fuera sabría defenderse. Maldita sea nuestra estupidez. ¿No veis que ni siquiera comprende?
Y hay otro motivo para que yo, o vosotros, u otro cualquiera deba dejarte en paz.
Míster Bull, con un puño levantado para dar un grito con énfasis, lentamente bajó la mano.
—¿Y cuál sería ese motivo?
—Que está completamente extenuado. Casi no ve. Vosotros lo sabéis… Y… y…
West, perplejo, contempló el césped. Hubiera preferido salir corriendo antes que decir las palabras trilladas y tontas que debía pronunciar. Pero creía tan firmemente en ellas, como si fueran un artículo de fe, que se esforzó en decirlas.
—No pueden golpear a un hombre caído —dijo West.
Se precisaron quizá diez segundos para que las palabras penetraran dentro de las mentes y veinte más para que quedaran grabadas. Las gruesas chaquetas negras abrigaron más, los sombreros domingueros oprimieron más las cabezas. Y al oír la más poderosa de las leyes no escritas, los hombres olvidaron su cólera y se avergonzaron de sí mismos más de lo debido. Se observaba en ellos una propensión a mover los pies con inquietud, a mirar al suelo o al cielo, a expresar algo inexplicable.
—Da vergüenza pelear —se oyó decir en medio de la multitud.
—Ah, y sobre todo en domingo —refunfuñó otro. Nadie rió.
—Mi esposa dice…
—La mía dice lo mismo. Sin embargo, puede no haber sabido el caso de Cordelia, ¿no?
—Puede no haberlo sabido.
—Y hay otra cosa más —dijo West—. Prometo que el vicario se enfrentará con cualquiera de vosotros, con o sin guantes, dentro de veinticuatro horas. Prometo…
—Ah, está bien —se oyó una voz quejumbrosa.
—¡Tal vez, pero es una promesa! Por lo demás… ¿no sería mejor que nos fuésemos a casa?
Era una insinuación que esperaban ansiosamente, pero nadie quería dar la idea. De uno en uno, de dos en dos o de tres en tres se alejaron hablando en voz alta sobre temas indiferentes. Casi el último en irse fue míster Bull, que llevaba en la mano su cuello arrugado.
—Muchacho —dijo apoyando amistosamente una mano sobre el hombro de West—, con la última parte de lo que dijo… bueno, estoy completamente de acuerdo. Pero con la primera parte, todavía sigo pensando lo mismo. Muchacho, ¡tenga cuidado!
Míster Bull se alejó hacia el sendero del lado sur, con sus zapatos que crujían y sacudiendo la cabeza en señal de duda.
En la pradera llana, iluminada por el sol, sólo quedaron West y el reverendo James. Aquél recogió la chaqueta, sacudiéndola contra el suelo, abstraído en la idea de quitarle el polvo, y metió la corbata en el bolsillo. Luego, al darse la vuelta, se encontró con la mirada triste del reverendo James.
—¿Por qué hizo esto? —murmuró el vicario.
Nuevamente una creciente turbación confundió a West.
—No me lo pregunte —repuso—, porque no lo sé. De todos modos, puede protegerse. Pero… le pido disculpas por si alguna vez pensé que no era honesto.
Los ojos del vicario parecieron sorprendidos con la palabra «honesto».
—¿Qué he hecho a la gente de aquí? Dios de Misericordia, ¿qué he hecho? —dijo de pronto, como una plegaria.
—¡Nada! —contestó West—. Al contrario. Alguien quiere arrinconarle y triturarlo; por supuesto, no son los amigos de Theo Bull. Oiga, si yo fuera usted me iría a la vicaría y me acostaría durante una hora. Entonces podrá pensar con mayor claridad.
—Sí. Gracias, míster West —contestó después de un instante—. Y tampoco me olvidaré de cumplir la promesa que ha hecho en mi nombre.
No dijo nada más, aunque pareció que iba a hablar. Con paso tambaleante, exactamente como el de un hombre que hubiese caído desmayado después de recibir un puñetazo, atravesó el prado y desapareció detrás de la esquina norte del edificio.
West se puso maquinalmente la chaqueta. Mientras reflexionaba, contempló el prado con una mirada vaga y luego se sentó apoyándose contra el muro de la Fortaleza. Con las rodillas en alto y la barbilla descansando en las manos, West siguió su meditación, hasta que se le cruzó una sombra.
Cuando vio a Joan, vestida de verde, frente a él, le latió el corazón, como siempre le ocurría.
—Me alegra que hayas actuado así —dijo Joan en voz baja, casi sin aliento—. ¡Sí, querido, lo vi! Según las costumbres, quizá hubiera debido preferir una pelea terrible. Pero no ha sido así. Oh, me alegro de que hayas actuado así.
—Gracias, muñeca. Siéntate aquí. ¿Todavía me quieres?
Joan se sentó a su lado, y cada vez era más evidente que le seguía queriendo.
—Gordon —murmuró luego—, ¿en qué estabas pensando? Quiero decir cuando llegué hace unos minutos.
—Escucha —dijo West con firme y ardiente sinceridad—. Permíteme que te advierta ahora mismo. Si después de que nos casemos sigues queriendo saber en qué estoy pensando, te estrangulo. ¡Lo digo de veras! Así.
—Tú no me quieres.
—¡Al diablo que no! Simplemente indicaba…
—Continúa —dijo Joan—. ¡Prosigue y estrangúlame! Verás si me importa.
Puesto que era una medida demasiado drástica, él la besó tal como ella esperaba.
—Pero, Gordon. ¿En qué estabas pensando?
West cerró los ojos, contó lentamente hasta diez y luego cedió.
—Oh, no lo sé. Sobre todo en Hunter. Pensaba el por qué' me habría desagradado hasta hoy —West caviló, aunque ya tenía su respuesta—. ¿Sería por su aspecto involuntario de superioridad? No, puedo competir con eso; lo odio, pero puedo competir. ¿Sería por su actitud «infantil» con la gente, en especial con las mujeres? ¡Sí! ¡Eso es!
—A mí tampoco me agrada mucho.
—Bueno —continuó West—, hoy ha pronunciado un sermón muy tonto, a pesar de que admiré bastante su valor de hacerlo. Más tarde su confianza en sí mismo dio un vuelco tan grande que vaciló. Después de esto el hombre no puede desagradarle a uno. En cuanto a este asunto de Cordelia Martin… ¿Supongo que tú, no habrías oído nada?
Joan titubeó.
—S-sí, querido. Lo había oído.
—¿Siempre lo supiste?
—Pero sólo en cierto modo, querido. Era voz corriente en la aldea.
—De todos modos —dijo West levantando los hombros—, resulta ser una situación graciosa. El autor de los anónimos ha enredado a Hunter, al parecer, con más mujeres que las de un harén de Turquía. _
—No me hace gracia eso, Gordon.
—Tampoco a mí. Y especialmente desde que tú nombre…
En ese momento cruzó ante ellos una sombra ancha y muy oscura.
—¡Oh! —se oyó una voz en un tono tan perverso que se apartaron instantáneamente—. ¡Oh! ¡Ustedes dos!
Hubiese sido interesante que una cámara fotográfica tomara la escena en ese instante: West, sobresaltado, con la boca abierta y mirando hacia arriba; Joan, lamentablemente, con su falda verde más arriba de las rodillas; y sir Henry Merrivale mirando a ambos y llevando en la mano un cesto de mimbre con cartas, como si fuese Satanás recogiendo almas.
Al inspector jefe Masters le hubiera llamado la atención que Henry Merrivale no hiciera referencia (por lo menos en el momento) a los coqueteos, tema sobre el cual era capaz de hablar largo y tendido.
—Sabrán —dijo— que desde anoche quería tener una pequeña charla con los dos. Y ahora cada vez resulta más necesaria… Usted es el joven West, ¿no?
—Así es —dijo sonriente West, mientras ayudaba a Joan a ponerse de pie—. Y por supuesto usted es el Viejo Maestro —dejó de sonreír—. ¿Siempre resuelve los problemas de las habitaciones cerradas con llave?
—Así lo espero —repuso Henry Merrivale con rudeza.
A pesar de que la observación pudo haber parecido misteriosa, era evidente que tanto West como Joan tenían una idea algo más superficial de lo que él quería decir. Joan, con los dientes apretados, había resuelto que «no» demostraría el menor atisbo de terror de la noche anterior. En su mente debía conservar siempre el recuerdo de su madre, la leyenda de su bisabuela y de la tía de su padre, casadas con militares, que habían hecho frente al peligro sin acobardarse jamás. Joan creía que había ahuyentado el temor simplemente olvidándolo.
—Durante esta pacífica tarde de domingo —continuó sir Henry Merrivale revolviendo el contenido del cesto de mimbre— he leído y comparado las cartas, con resultados muy raros y extraordinarios en algunos casos.
—Perdone la pregunta —rogó Joan—. ¿Pero ha recibido alguna otra después de que me fui?
—¿Para esto? Muchas —Henry Merrivale titubeó mientras resoplaba—. Hay una buena cantidad enviadas a una joven llamada Marión Tyler, de quien se dice que sostiene relaciones con el vicario.
—¿«Otra» más? —preguntó West, y calló para meditar—. ¡Espere un momento! Marión debe de ser la «dama» cuyo nombre no quiso mencionar Theo Bull.
—Ya pensaba yo que esto ocurriría —dijo secamente Joan—, te lo dije anoche, Gordon. Por supuesto que es un absurdo acusar a Marión.
—Y después —continuó Henry Merrivale observando a los dos— había cuatro arengas presuntuosas dirigidas al doctor Johann Schiller Schmidt. Por último, mientras el ataque seguía aquí, llegó Rafe Danvers con dos cartas suyas.
—¿Ese buen hombre? —exclamó Joan—. ¿Qué se supone que haya hecho?
El rostro de Henry Merrivale permaneció imperturbable.
—Oh, vi una de sus cartas ayer tarde —dijo—. Fue lo que me impulsó a buscar la máquina que las ha escrito.
Joan y West se miraron.
—Rafe tiene muy mala vista —continuó Henry Merrivale con el mismo tono imperturbable—, se sabe en cuanto se le mira. Usa lentes para su trabajo. Pero a Rafe le encanta ser pintoresco. Usa un par de lentes colocados en la mitad de la nariz y en veinte años se ha acostumbrado a no mirar nunca a través de ellos. Por esto no observó el signo de exclamación borrado en lugar de la coma… ¡Ahora, ha llegado su turno, mujer!
El tono de voz de Henry Merrivale se puso de repente desagradable.
—Ayer —dijo— usted recibió una carta por el mismo correo que la del vicario. Después de eso vino volando a la librería de Ra fe en busca de un libro sobre la estatua de La Viuda Burlona. Usted lleva ahora consigo la carta, porque es la que retuvo cuando echó las otras en este cesto. Quiero verla.
Joan se puso rígida. Nunca, nunca, «nunca» mostraría signo alguno de temor. Sin embargo, sus ojos se dirigieron hacia los robles lejanos, iluminados por el sol, como pensando cuánto tiempo más duraría la luz del día.
—Es mejor que se las des, cariño —insinuó West con aspereza.
Con dedos firmes, Joan abrió el bolso verde y entregó la hoja doblada a Henry Merrivale. Él la leyó en silencio.
—Oh, oh —dijo—. ¿Y qué iba a hacer con esta carta?
—Iba a ser un secreto entre Gordon y yo —repuso Joan levantando la barbilla—. Gordon puede cuidar de mí. ¿Cree que mostraré que tengo miedo?
Henry Merrivale leyó lo siguiente:
«Mi querida Joan:
Considero que deberíamos conocemos mejor. Por lo tanto, me propongo visitarte en tu dormitorio el domingo, poco antes de medianoche. No importa, por supuesto, que estés custodiada.
Tú aspirante a afectísima amiga,
La Viuda».