20

Cualquiera que, a las seis menos diez de la tarde del sábado, hubiese entrado en la Fortaleza por la única entrada del lado estrecho que mira al norte, habría tenido motivo para alegrarse. Estaría de acuerdo con mistress Doom en que sería la fiesta parroquial más alegre y divertida que jamás se hubiera realizado. Pero no así Gordon West, que a la misma hora se hallaba en su quinta trabajando febrilmente en la corrección de su manuscrito.

Desde que sus visitantes se hubieron retirado, pasado el mediodía, West tuvo el presentimiento de que algo iba mal. Nada tenía que ver con las posibles indiscreciones de sir Henry Merrivale. El mal estaba en el aire, matizado por la lluvia, en las emociones de algunas personas, en algo que él no podía llegar a aquilatar.

Después del almuerzo preparado por mistress Wych, encendió la lámpara colocada en la pared, encima de la mesa de la máquina de escribir, e hizo lo propio con dos lámparas más para contrarrestar la oscuridad del día lluvioso. Volvió a la mesa; puso a un lado la máquina de escribir y se sentó armado de un lápiz ante una gran parte del original de Tambores por el Zambeze.

Trabajó lenta y cuidadosamente, levantándose de cuando en cuando para comprobar alguna cita en un libro. Conocía bien algunas partes del Zambeze tal cual es ahora, pero su relato se desarrollaba en 1886, antes de «la maldición del progreso».

Las escenas se iban reproduciendo en su imaginación. Veía la luz roja en el agua, resaltando contra la fila de remos negros que chorreaban al emerger y sumergirse sucesivamente, y oía los tambores que tronaban en la otra orilla. Sin embargo, otros pensamientos flotaban persistentemente entre sus ojos y las teclas de la máquina.

Nunca había visto, por ejemplo, un cambio semejante al ocurrido en Pam Lacey. La veía por High Street volando sobre sus patines de ruedas, delante de Harry Goldfish, de Tommy Wyatt y de los demás miembros de la pandilla, a la que se había incorporado. Veía el cambio de Stella Lacey, apreciándolo con una sonrisa y sin desagrado.

El cambio de Stella… bueno, ella era un ser humano. Sus coqueterías que en el pasado, secretamente podía confesarlo, algunas veces le habían fascinado y otras molestado, ahora habían quedado sustituidas por una naturalidad semejante a la de Joan.

El misterio en su mente se asociaba con el color blanco, siempre blanco, mientras oía su reloj de pulsera marcar los segundos. Afuera, la lluvia empezó a caer, haciendo crujir las hojas de los árboles. Por último, West dejó el lápiz y empezó a andar por la habitación.

Y así descubrió, encima del sofá donde había estado sentado sir Henry Merrivale, un sobre doblado y muy arrugado como si hubiese sido llevado en el bolsillo trasero del pantalón. Recordaba cuántas veces Henry Merrivale se había vuelto para consultar a Pam Lacey. Era fácil que el sobre se hubiera salido del bolsillo y hubiera quedado allí.

West lo recogió.

El sobre estaba sellado en Glastonbury a las once y cuarenta y cinco del día anterior, viernes, y la dirección, escrita con la letra pequeña y delgada de una pluma de punta fina, decía: «Sir Henry Merrivale, Lord Rodney Hotel, Stoke Druid».

Podía tratarse de una carta personal que a él no le interesara y que debiera respetar. Pero el sobre era demasiado conocido.

West sabía, como muchos otros (repetimos que no se pregunte dónde nacen los rumores; dejemos que Virgilio hable de chismes), que era inútil seguir la pista de los anónimos por el sello del correo. Todos los habitantes de Stoke Druid iban a Glastonbury y a Wells, a veces llegaban más lejos de Bristol, por lo menos una vez por semana, en automóvil o en autobús, por la carretera principal. Sin embargo…

Haciendo un esfuerzo, echó al agua los principios y sacó la hoja de papel doblada. Estaba escrita con las mismas finas y pequeñas letras mayúsculas del sobre.

«Mi estimado sir Henry:

Empieza a interesarme. Aunque no le considero como una amenaza, puesto que la inteligencia no puede vencerme en mi juego, le diré lo que he hecho. Esa mujer ha recibido el susto que se merecía; a otros se les ha castigado de acuerdo con sus culpas. Mi trabajo ha terminado, mi carrera ha llegado a su fin. Permítame saludarle sinceramente como

Su atentísima amiga,

La viuda».

Por un momento West permaneció inmóvil, con el corazón latiéndole violentamente ante la proximidad de esa figura que, sin embargo, seguía siendo intangible. Luego se le ocurrió una idea y corrió a la mesa de la máquina de escribir. De uno de los últimos cajones sacó una lupa de gran tamaño. Se necesitaba un examen muy detenido para descubrir la pequeña y débil cruz azul que se había hecho en la esquina superior de la izquierda del sello azul de dos peniques y medio.

Sellos marcados. Alguien estaba sobre la pista. Después de esto, West, con esa determinación que podía convertirlo en una máquina, metió la hoja doblada dentro del sobre, dejó todo en un lado de la mesa y siguió corrigiendo.

Fuera, por la puerta abierta, se oía la lluvia que goteaba y salpicaba con monotonía. West había terminado veinte páginas más, con alguna corrección ocasional o la sustitución de una palabra por otra, cuando oyó pasos pesados en el sendero de tierra.

El inspector Garlick, con el impermeable negro, mojado, que le cubría el uniforme, apareció en el umbral de la puerta. El uniforme le daba un aspecto más formal y más siniestro. El reloj de West marcaba las seis menos cuarto.

—Disculpe —articuló el inspector, pidiendo perdón por su intromisión; la visera de la gorra brillaba a la luz de la lámpara—. Pensaba que sir Henry estaría aquí.

—No. Se ha ido.

West tomó el sobre con la epístola y se lo entregó a Garlick cuando entró éste.

—¿Puede tener esto algún interés para usted? Se le debe haber caído a sir Henry.

—Gracias —la expresión dura, con el lunar en la mejilla, se puso aún más rígida—. ¿Puedo preguntar si la ha leído?

—Sí. Lo he hecho.

—No debió hacerlo. No es asunto suyo.

—Dispénseme —contestó West mirándole de frente—, sí es asunto mío, y también de los demás.

—Míster West, ¿sabe dónde se encuentra ahora sir Henry?

—Supongo que en el Lord Rodney. O tal vez en la fiesta.

—No puedo entrar en ella con este uniforme. Salvo en última instancia.

Garlick se volvió y antes de que West hablara llegó a la puerta.

—Inspector, ¿quién «es» La Viuda?

—Dispénseme —de nuevo Garlick se disculpó—. Cumplo órdenes —y partió a zancadas por el sendero embarrado, seguido de dos auxiliares uniformados.

Durante un rato West contempló la página que tenía delante, sin verla. Luego observó que su reloj marcaba las seis menos diez.

En aquel mismo momento, cualquiera que hubiera entrado en la Fortaleza estaría de acuerdo con mistress Doom si decía ésta que era la fiesta parroquial más alegre y divertida que jamás había habido. El éxito estaba asegurado, a juzgar por el murmullo de las voces, dominado por el estrépito de un piano y una voz que cantaba en alemán Die Wacht am Rhein, desde cierta distancia detrás de los quioscos.

A la entrada, por la puerta del lado estrecho, recibían el reverendo James, buen mozo y radiante luciendo su traje negro de clérigo anglicano, y Marión Tyler, que en lugar de disfraz llevaba un sencillo vestido de noche color gris. Estaban de pie dentro de una amplia glorieta cuadrada con un techo rústico, alrededor de cuyas aberturas las" señoras habían enroscado flores artificiales que parecían verdaderas. El suelo estaba seco, porque no había sido mucha el agua que había penetrado por ambos extremos del salón. En la glorieta estaban preparadas muchas mesas para servir el té y bebidas sin alcohol. Marión se alejaba a menudo para ayudar a miss Robinson, que, vestida de paje medieval aun cuando con faldas, atendía las mesas atestadas; luego volvía de prisa junto al reverendo James, que miraba con satisfacción hacia el centro del gran salón contiguo a la glorieta.

—Por lo menos debes reconocer —dijo el reverendo— que he hecho un trabajo bastante aceptable en cuanto a la reparación del techo.

Un amigo sincero se hubiese visto obligado a decir que no. El reverendo James, con sus pensamientos puestos en Marión, había clavado demasiadas chapas de cinc en sitios que no correspondían. Una vez se cayó por un agujero y fue salvado en la parhilera por el viejo sepulturero de setenta y cinco años. Fue, no obstante, un despliegue notable de esfuerzos bien intencionados.

De las vigas horizontales colocadas sobre las paredes y, arriba, del techo en punta, colgaban largas filas de cadenas que sostenían lámparas de aceite, muy relucientes, que iluminaban los doce quioscos, seis a la izquierda y seis a la derecha, instalados contra las paredes laterales. En el suelo habían sido clavados postes que sostenían mamparas de madera con flores entrelazadas para separar los quioscos entre sí. En el suelo, delante de cada quiosco, se había colocado unos tablones de madera (dos tablas unidas de treinta centímetros de ancho cada una) para que los concurrentes no se acercaran al centro. Porque allí…

En el centro, en una extensión de cinco metros de ancho, se extendía el mar de barro más negro, más viscoso y más pegajoso que nunca se haya visto fuera de la maleza tropical. No cabía esperanza alguna de que se secara. Una molesta y ligera llovizna, junto con algún copioso chorro de agua que parecía salir de un grifo abierto lo mantenía siempre fresco. Para el público que se apretujaba a lo largo de los tablones, constituía la principal diversión de la feria.

—El párroco tiene buenas ideas, ¿no? Un mal paso y… ¡plaf!

—¡Oh!, el párroco no es mala persona.

—¿Quieres que te tire dentro, Gert?

—¡No seas impertinente, Frank Billings!

Desde la entrada de la glorieta, el vicario y Marión vigilaban este paso embarrado.

—¡Por Júpiter! —murmuró el primero—. ¿Qué se vende en el quiosco número seis, el tercero a la derecha? Nunca he visto tanta gente junta; es curioso que sean todos hombres.

Marión tragó saliva.

—Es el de Virtue Conklin, James. Me temo que su traje sea… bueno, un «poco» osado por delante. Pero el obispo…

—¡Ah, el tío William! Estará aquí dentro de tres minutos.

—El no necesita ir por la derecha. Puede tomar por la izquierda.

—Mi querida Marión, me parece que va a ser imposible. Nuestra ceremonia ya está organizada.

—¿Has organizado… una ceremonia?

—Por supuesto —repuso el reverendo James arqueando las cejas como quien jamás se olvida de nada—. Dejo que te la imagines como mejor te guste, sólo te diré que incluye al director del coro y a una docena de los coristas más jóvenes. Mi tío pasará primero por el lado derecho.

Con un movimiento de cabeza señaló esa ala. Marión podía ver, al extremo, la redondez de la vieja y horrenda torre en forma de tambor cuya puerta de roble, de medio metro de espesor, tenía la llave puesta. Otra llave colgaba de un clavo cerca de la entrada. Próximo a la Fortaleza se exhibía un viejo ariete del siglo XV, pequeño, pero que se decía había pertenecido a sir John de Courtenaye en 1416.

—En la parte del fondo hay mucho espacio seco —dijo el vicario señalándolo—. La gente abrirá paso cuando se aproxime el tío William.

—Hay algo que me preocupa —dijo Marión alargando el cuello—. ¿Dónde está sir Henry Merrivale?

—¿No está en el quiosco número siete?

—Por lo menos no le veo. ¿Dónde estará?

Esta pregunta pudo haberla contestado la preocupada Virtue Conklin en el número seis. Acercándose al extremo derecho de su quiosco, apartó a un grupo de admiradores para mirar fuera y vio, detrás del poste y del tabique de flores, al doctor Schmidt que golpeaba cada acorde como si fuera un martillazo, tratando de cantar patéticamente en inglés Die Lorelei.

Frente a ella, al otro lado del mar de barro, estaba sentada mistress Goldfish, disfrazada de dama cuáquera, en medio de un magnífico despliegue de labores manuales. En diagonal hacia la derecha, el quiosco número siete parecía vacío. El mostrador, que en realidad era una mesa larga colocada sobre ladrillos para que fuera más alta, estaba cubierto por dos mantas de Navajo que colgaban hasta el suelo; sobre ellas había treinta hileras de abalorios además de un arco, una flecha y una serpiente de cascabel embalsamada.

—¡Queridito! —exclamó Virtue al amparo de la música del doctor Schmidt.

Ella sabía que el Gran-Jefe-Mucho-Abalorio, tan caprichoso como una prima donna en estas ocasiones, no se pondría su traje ni se pintaría en el hotel. Sir Henry Merrivale no debía ser visto hasta el momento señalado, en que aparecería como Venus saliendo del mar.

Así las cosas, la mesa se comportaba como en una verdadera sesión espiritista, aunque diciendo unas palabrotas que ninguna otra mesa se hubiese atrevido a soltar en estas reuniones.

—¡Queridito! Por el amor de Dios, métete un tapón dentro de la boca. ¡Vaya lenguaje!

En aquel momento un mensajero del Gran-Jefe-Mucho-Abalorio salió de debajo de las mantas. Era Pam Lacey que, agachada, corrió cruzando el barro para lograr la complicidad de Virtue.

—¡Mistress Conklin! —susurró al pasarle una misiva doblada y muy limpia, a pesar de que tenía el traje y la cara manchados de barro y pintura—. ¿Quiere entregar esta carta al despreciable y espantoso pianista que está a su lado? Es del obispo.

—¡No, bromees! —exclamó Virtue, guiñando el ojo.

—Él dice que es del obispo —dijo Pam lanzando una mirada hacia la mesa que se sacudía y luego abrió los ojos con expresión de inocencia—. Para mí es suficiente con que él lo diga.

—Bueno, preciosa —suspiró Virtue—, creo que también es suficiente para mí.

Con lo cual Virtue pasó la cabeza por fuera del poste y silbó ruidosamente.

—¡Eh, weinerschritzel! —gritó—. Va esta nota importante del obispo. ¿La coge?

El doctor Schmidt retiró las manos del teclado. Jadeante y bañado en sudor, se inclinó para coger la carta. Estuvo por anunciar indignado que hablaba el inglés tan bien como cualquier oriundo, pero el salón entero estaba en silencio, sólo se oían algunos murmullos: «¡El obispo!», «¡Su excelencia el obispo!», «¡Ahí está!».

Y el doctor William Waterford, obispo de Glastontor (con una sonrisa feliz en su cara redonda y sonrosada) se adelantó por los tablones de la derecha.

Debemos reconocer ahora que resultaba exagerada la descripción que había de él dado Henry Merrivale. Era un hombre bajo, pero no tanto como había dicho. Su hechura no se asemejaba a la de un globo, aunque podría tener algún parecido. El obispo de Glastontor creía sinceramente que debía causar buena impresión al público; usaba polainas y un sombrero de teja muy grande.

Tenía, sobre todo, una mirada autoritaria y una voz llena; todos la oyeron como si saliera de las profundidades de un barril de vino, cuando en la glorieta, le habló a su sobrino.

—¿Barro? —rió—. Mi querido James, te ruego que no te disculpes. ¡Me gusta el barro!

Y luego, deteniéndose ante el quiosco número dos:

—¡Vamos! —dijo—, ¡esto es realmente admirable!

Elogió a míster Vanee, el ferretero, por la presentación de juguetes de fabricación casera, que hubiesen podido dar fama a un fabricante de profesión. Siguiendo hacia adelante, felicitó calurosamente a la ruborizada miss Partridge por su exhibición de jaleas envasadas de fresas y de frambuesas y las apetitosas cebollas y arenques adobados. Luego, en el quiosco número seis…

Virtue, muy impresionada, hizo una reverencia tan profunda como pudo.

El obispo le echó una mirada, y un pensamiento poco episcopal cruzó por su mente. Pero era imposible adivinarlo. Levantó la vista al azar, hacia la porcelana, las fuentes y los platos que formaban círculo contra la pared.

—¡Señora, la felicito! —dijo cálidamente—. ¡Pocas veces he visto una exhibición tan hermosa y redondeada!

—¡Excelencia! —exclamó Virtue profundamente impresionada,

—La porcelana siempre ha sido una de mis debilidades —dijo el obispo—. Pero ¿acaso no tenemos aquí cerca —continuó señalando con un bastón con empuñadura de oro para distraer la atención— al artífice de la música de piano? ¡Oh, qué dulce sonido para el oído! A menudo he deseado…

Bueno, oyó un sonido.

De debajo del mostrador tapizado con las mantas de Navajo, llegó un ruido tan horrible que heló el alma y trituró los huesos de los presentes al punto de petrificarlos.

Incluía, como estaba convencido, el sonido buu. Pero este especial alarido guerrero que empezaba con una nota profunda, parecía elevarse, como una especie de chillido en espiral sin fin, hasta estallar contra el techo.

¡Herr Gott! —gritó el doctor Schmidt.

Detrás del mostrador se levantó lentamente y con verdadera majestad, un personaje tan horrible como el alarido guerrero. Aun Virtue, que se lo esperaba, se tambaleó hacia atrás. Sobre la cabeza del personaje muy en alto y abierto como un abanico, se alzaba el tocado guerrero con polvorientas plumas de diversos colores. La aparición era de color castaño, desde la cabeza, los potentes brazos, el pecho de barril y el cuerpo hasta los pantalones a cuadros escoceses. Lucía unos lentes de montura de asta en la punta de la ancha nariz. Surcaban su cara unas rayas horizontales de pintura blanca, ocre y roja, como los indios.

Afortunadamente o desafortunadamente, no había nadie de pie delante del quiosco del Gran-Jefe-Mucho-Abalorio. Solamente se estaba acercando mistress Doom, que temió sufrir otra crisis de nervios, delante de sus seis hijos en hilera por orden de estatura.

La aparición con plumas miró maléficamente a su alrededor y luego resonó su profunda voz gutural.

—¡Gran-Jefe-Wall-Street! —rugió y se palmeó el bolsillo de la cadera—. Hace mucha plata. Carapátula perdió la cabeza. ¡Ugh! ¿Usted compra?

Y puso una hilera de abalorios directamente ante la cara de mistress Doom.

Con un fuerte quejido vibrante, parecido al de esas vibraciones ocasionadas por la V-1 que hemos oído en los años siguientes, mistress Doom cerró los ojos y se desmayó en medio de sus hijos. El milagro fue que la fila entera no cayera en el barro. Pero se sostuvo mientras mistress Doom pasaba de mano en mano como un cubo de bombero.

El buen obispo estaba furioso.

—¡Señor! —gritó, señalando con el dedo al gran jefe—. ¿Cómo se atreve a perturbar nuestra fiesta inocente con estas bromas de mal gusto? ¿Está borracho, señor?

Míster Benson, que había subido a los tablones al lado del obispo y que con sus siniestras patillas negras y su hermoso rostro pálido se parecía más que nunca a John Jasper en Edwin Drood, hizo coro al enfado del obispo.

—¡Está borracho, señor! —gritó.

Algo como el aguijón del júbilo de Satanás atravesó el semblante atroz del Gran-Jefe-Wall-Street con su cara pintada como los indios en pie de guerra. Señaló con el dedo la nariz del obispo y, balanceándose lentamente de detrás hacia delante, empezó a cantar lo que debió ser una vieja canción india.

—Pequeño-Jefe-Estómago-Grande, Pequeño-Jefe-Pinkey —cantó—. Come mucho bistec; bebe mucho ron, come mucha chuleta de cerdo, yum, yum, yum.

Al oír la palabra Pinkey el obispo dejó caer la mano y se puso a observar atentamente.

—¡Henry Merrivale! —exclamó el obispo.

—Bebe mucho vino —entonó el otro con una mano levantada hacia el Gran Espíritu—, bebe mucho jerez; cara roja, cara roja, roja como una fresa, Pequeño-Jefe-Pinkey…

Y con esto el buen obispo perdió completamente el control. Ningún crítico desapasionado podrá censurarle. Ya lo había dicho Henry Merrivale: nunca vemos a nuestros viejos amigos de la escuela como a los hombres importantes y buenos en que sin duda se han convertido. Les vemos como en tiempos pasados, antes de que los honores hubiesen recaído en ellos. Los decenios y todo lo que había ocurrido en esos decenios se habían borrado de la mente del obispo y, en consecuencia, lo acontecido hubiera podido proporcionar tema a cualquier psiquiatra para un artículo erudito.

El doctor William Waterford, obispo de Glastontor, deliberadamente se agachó y agarró un abundante puñado de barro. No había tiempo (su mente se lo decía) para hacer una bola; era suficiente una tarta mal acabada. En parte por suerte, en parte por la precisión de su brazo derecho, la tarta de barro cayó exactamente en la cara de sir Henry Merrivale.

—¡Oh, viejo sinvergüenza! —dijo Virtue Conklin.

Mucho después, al cavilar sobre lo que ella equivocadamente consideraba una observación lasciva, Virtue había resuelto que aquel hombre no podía ser una verdadera Eminencia. No podía ser, por supuesto, una Gran Eminencia como un Señor Obispo.

Madame —dijo el obispo dándose la vuelta un momento—, no tengo tiempo para…

Y no lo tuvo. Había calculado mal la velocidad con que Henry Merrivale podría limpiarse los ojos y los lentes. Este, tomando el arco y la flecha que West había dicho que no debía utilizar, puso la flecha en su sitio y se produjo un suave sonido de vibración como en otros tiempos en las llanuras.

La flecha pasó rozando el sombrero de teja del obispo, para dar contra el poste entre los quioscos seis y ocho.

—¡Villano! —rugió el obispo, ocultándose debajo del sombrero y asegurándose de no haber sido herido—. Esta noche, escúchame, voy a hacer que te arrepientas…

Se agachó para modelar otra bola de barro. Su tiro salió desenfrenado, rozando un pastel de carne que hizo caer de la estantería del furioso Theo Bull en el quiosco número nueve.

—¡Señor! —suplicó el director del coro—. ¡Basta! —luego míster Benson miró hacia la izquierda y tuvo una inspiración.

Cerca de la entrada, dentro de la glorieta, formados sobre los tablones en dos filas de seis, una frente a la otra, se hallaban doce niños del coro con la hoja de música en la mano. No llevaban vestimenta especial ni signo distintivo. Debían cantar el himno favorito del obispo Diez mil veces diez mil cuando el director del coro diera la señal al pianista.

Pero Henry Merrivale había descubierto barro debajo de los tablones de su quiosco. «Paf», pegó una bola de barro contra la mejilla del obispo. Paf, devolvió luego el obispo manchando con una gran estrella negra la chaqueta blanca nueva de Theo Bull.

—¡Vamos! —gimió míster Benson, alzando el diapasón.

Los niños del coro se enderezaron para iniciar Diez mil veces diez mil. Nadie, por supuesto, podía oír un diapasón en este tumulto. Pero el pianista, atento a las miradas de reojo de los niños, vio que se inflaban las mejillas de míster Benson. El coro hizo una profunda aspiración, y el doctor Schmidt, con todo el estrépito a sus órdenes, inició Adelante, soldados de Cristo.

No se puede echar toda la culpa al coro. Cuando se tiene un canto ante los ojos y en las cuerdas vocales, no se puede cambiar inmediatamente a otro aunque se sepa la letra. Algunos sufrieron un traspié al empezar; otros trataron de ser soldados de Cristo y no pudieron recordar las palabras, y los demás simplemente gorgotearon.

—¡Callen! —dijo el obispo de Glastontor.

Su modo de ordenar fue tan tranquilo, su voz culta con una inflexión tan eclesiástica, que el silencio lentamente cayó sobre todos, incluso sobre el doctor Schmidt que estaba intrigado con la carta del obispo.

—Míster Benson —dijo con energía el obispo—, ¿qué pasa con su coro?

—Nada, Eminencia —repuso míster Benson con ánimo—. Creo que alguien le ha dado los himnos equivocados a nuestro pianista.

—¡Ah! —dijo el obispo, volviendo la vista hacia Henry Merrivale. Luego, confortándose, avanzó por la nave, con barro hasta más arriba de sus tobillos.

Era evidente que tomaba la ofensiva.

Sir Henry Merrivale, arrojando a un lado la mesa y apretándose el tocado de guerra a la cabeza, salió pesadamente para derrotar a Pinkey. Virtue, pasando las piernas y las faldas por encima de la mesa, haciendo volar y romperse la porcelana, se plantó en el barro. Theo Bull saltó fuera con un jugoso pastel de carne en la mano. Míster Benson salió formalmente, de brazos cruzados, como si andara en el aire.

El obispo, girando, dio un paso hacia adelante en dirección a la glorieta. Al ver a los niños del coro, paseó su mirada de derecha a izquierda.

—Si no saben cantar —les retó—, ¿sabrán hacer bolas de barro?

Los niños del coro, reprimidos durante mucho tiempo, soltaron un alarido y una docena de pares de botas se juntaron en medio del salón para arrojar una gran cantidad de barro.

—¡Muchachos intrépidos! —les alentó el obispo—. ¡Ahí está el enemigo! ¡Qué triunfe la virtud!

Instantáneamente Henry Merrivale giró hacia el fondo del salón. Había desaparecido toda actitud de jefe indio y se encontró por lo menos con veinte miembros de la plantilla de Tommy Wyatt, esparcidos por el fondo. El Viejo Maestro se metió dos dedos en la boca y profirió un agudo silbido.

—¡Diablillos de Satanás! —bramó—. ¡Ataquen a ese tipo!

Y así empezó la Gran Lucha del Barro que perdurará y se convertirá en leyenda en Stoke Druid en los cien años venideros.

Joan Bailey, en el quiosco número once, el de los pasteles, y Ralph Danvers, que la miraba por encima de los libros en el número doce, pudieron hablarse solamente cuando el oleaje de la lucha desparramó a los espectadores por el barro para incorporarse también a la batalla.

—Me encantaría participar —se lamentó Joan—. Pero con este vestido precioso… ¿Cree que me lo podría quitar y pelear en enaguas? —la joven estaba realmente desesperada.

—¡Le suplico, miss Bailey, que no lo haga! ¡Mire a mistress Conklin en qué estado está!

Al otro extremo del salón, debajo de una glorieta rústica de flores artificiales entrelazadas, se hallaban dos personas que tampoco habían participado en la batalla. El estado de una de ellas era lastimoso. Las venas azules sobresalían en la frente del reverendo James Cadman Hunter. Los ojos expresaban un tremendo deseo de participar: cerraba y abría las manos.

Marión, observándole con ojos atentos, estaba pronta a arrojarle los brazos al cuello y a colgarse de él si intentaba meterse en el barro.

—James, ¿has visto a los policías? Han entrado tres, dos por un lado detrás de los quioscos y uno por el otro.

—¡Policías!

—Sí, James. Y no podemos permitir que arresten a tu tío por armar este alboroto

—Marión tomó una decisión—. Querido, me parece que debes ir a buscarlo. Pero ¡prométeme, prométeme que no meterás la cabeza de nadie dentro del barro!

El vicario tragó saliva, asintió y entró. Apenas Marión se había dado la vuelta cuando vio a su lado a la figura del inspector Garlick. Como desde las seis y media había cesado la lluvia, su impermeable estaba solamente húmedo y sus ojos pequeños se abrían de par en par, observando la trifulca.

—Buenas tardes, inspector —dijo Marión temblándole la garganta—. Ha venido a inspeccionar nuestra fiesta inocente a favor de la iglesia de St. Jude.

—Fiesta inocente, ¿eh? —dijo el inspector Garlick. Los dos esquivaron el pesado juguete de metal que pasó silbando por encima de ellos y desapareció—. Pero hay allí una mujer… no puedo decirle quién es; hay demasiado barro… que está medio desnuda y que rompe platos sobre la cabeza de la gente. Y otra (miss Bailey, una joven excelente donde las haya) con el cabello suelto y vestida solamente con una de esas prendas de seda, que trepa a un mostrador con un pastel en las manos. ¿Se han vuelto todos chiflados?

El reverendo James salió acompañando a un dignatario bajo y grueso que, a primera vista, parecía un hombre de barro como los imaginados por H. G. Wells.

—Inspector Garlick —dijo el vicario—, le presento a mi tío: el obispo de Glastontor.

El inspector Garlick cerró los ojos.

—Y ahora, seguramente —dijo el hombre embarrado a su sobrino—, me presentarás una lista de mis iniquidades para darme motivo de que perdone las tuyas.

—¡No lo haré! —replicó el reverendo James—. Si a usted y a su diócesis no les agrada lo que he hecho, pueden irse al diablo. Más aún —se volvió hacia la petrificada Marión—, voy a casarme con esta joven, y, ¿cómo se propone impedírmelo?

Por debajo de la capa de barro brillaba algo como una sonrisa.

—James, es la respuesta que deseaba y por la que he rezado —dijo el obispo—. ¡Y por supuesto te has de casar con esta joven! ¿Crees que en cuanto te vi no lo supe? ¡Inspector Garlick! Y respecto a la sencilla fiesta…

—Dios mió —contestó Garlick, evitando una botella de whisky embarrada que estalló fuera—, no quiero ni intento meter a nadie en la cárcel. Quiero simplemente despejar el salón.

—¡Excelente! —exclamó el hombre embarrado. Y. al salir con Marión de un brazo y el vicario del otro, nadie hubiera podido dejar de admirar al gatillo.

Otro policía entró rápidamente.

—¡Hágalos salir poco a poco! —dijo el inspector—. Si hay alguna forma de disimular la luz sin apagarla del todo, hágalo; la oscuridad siembra el pánico. Dígales que no habrá arrestos, que sólo es para acabar con la pelea.

Luego Garlick alzó la voz.

—«¡Atención, todos!».

Rápidamente, y sin alboroto, el salón quedó desalojado con dos excepciones. Las luces estaban apagadas. Por las ventanas del oeste penetraba la luz de la luna llena. En las puertas de entrada, casi cerradas, había dos personas que llevaban impermeables ajenos.

—Fue espantoso —dijo Virtue—. Pero ¡oh Dios, qué bonito!

—No estuvo mal, ¿no es verdad? —reconoció modestamente sir Henry Merrivale, que había birlado una servilleta de una mesa de té y había descubierto las cualidades del barro para remover tanto las pinturas como el mismo barro.

—Pero, ¡queridito! Los beneficios…

—¡Oh!, no sé —dijo Henry Merrivale, disculpándose—. No me extrañaría nada que recibiese mañana el vicario un cheque que cubra todos los gastos y perjuicios y también algo más. Caramba, el viernes por la mañana me habló de esta ceremonia.

—Pero…

Virtue calló. De alguna parte de aquel viejo y oscuro caserón, donde la luz de la luna caía débilmente sobre los quioscos, provenía un ruido que, según Virtue, era ajeno a la escena. Era el sonido de un golpe sordo, como si un objeto pesado chocara contra una madera aún más pesada.

Tum, sonaba a la luz de la luna. Luego hubo una pausa de unos diez segundos, tum. Otra pausa y tum.

—Virtue —dijo Henry Merrivale, poniendo las manos sobre los hombros de su compañera—, sabe cuándo me hago el tonto y cuándo no. Váyase ahora a su casa. La veré más tarde.

—Más problemas, ¿eh? ¿Peligro?

—Oh, una pequeña molestia. Nada serio.

—¡Oh!, viejo bastardo —dijo Virtue con una obstrucción en la garganta—. Así lo diría usted, ¿no es verdad?, aunque fuera recto hacia una ametralladora.

—¡Váyase!

—Viejo bastardo —sollozó Virtue, y salió corriendo.

Henry Merrivale se movió y cerró suavemente la puerta tras él. Tanteó buscando algo en la pared y lo que halló lo echó al bolsillo de su impermeable. Tum, continuó el golpe lento y pesado. Tum.

Henry Merrivale, echándose la toalla sobre los hombros, avanzó por el centro del salón; sus zapatos grandes hacían poco ruido sobre el barro pisoteado.

Pudo ver el fulgor de una linterna, colgada detrás, pero que iluminaba varias otras sin usar.

Delante aparecía la puerta de roble, de medio metro de espesor, del polvorín de la torre, en forma de tambor. Aunque a las seis menos diez había una llave puesta en la puerta, ahora no había nada a la vista. Tum, seguía el ruido lento. El pequeño y viejo ariete de sir John Courtenaye, una pequeña viga cuadrada con la cabeza de bronce oscurecida de color de hierro, oscilaba sobre las cuerdas nuevas, en un bastidor muy bajo con ruedas. El inspector Garlick y cuatro auxiliares lo hacían funcionar.

—Tenía la idea de que yo daba las órdenes aquí —dijo Henry Merrivale.

El inspector Garlick se enderezó.

—Si le encontrábamos, señor. Pero como no le encontramos, decidí cerrar. Las paredes tienen dos metros y medio de espesor y no hay otra manera de entrar. La Viuda ha hecho un disparo, pero no ha podido pasar por la puerta. Le digo: La Viuda se ha metido en la tierra sin tener otra forma de entrar…

—¿Oh, cree que no? ¡Despejen! ¡Todos!

—Señor, protesto…

La voz sonora de Henry Merrivale no era alta, pero tenía un rencor concentrado que dio en la cara a Garlick como si fuera vitriolo.

—Obedecerá mis órdenes, hijo. O… que Dios me ayude… le separaré de las Fuerzas tan rápidamente que ni siquiera sabrá que ya no tiene uniforme.

Garlick abrió la boca, titubeó y bajó la vista.

—¿Qué desea que hagamos?

—Despejen, como les he dicho, y no vuelven hasta dentro de una hora exacta. Usted que va de paisano, déme esa linterna. ¡Vamos! Denme un revólver.

—Debería saber, señor —observó secamente Garlick—, que no nos está permitido llevar armas.

—No. Pero ese individuo de paisano tiene un revólver. Lo veo sobresalir del bolsillo de la cadera.

—Es míster Meadows, un ciudadano particular y amigo mío. Tiene licencia para llevar…

—Está bien, tiene licencia. Déme el revólver… ¡ah!, gracias; es un treinta y ocho… y retírense todos.

Henry Merrivale esperó con la linterna en alto hasta que se retiraron. Las ruedas del ariete estaban en tierra seca. Henry Merrivale le dio un potente empujón que lo envió para atrás. Luego se aproximó a la cerradura de la puerta.

—Ya voy —gritó— y tal como prometí, vengo' solo.

De un bolsillo (había escondido el revólver en el bolsillo del otro lado) sacó la segunda llave de la torre, que había estado colgando de un clavo, afuera, al lado de la entrada principal. Abrió la puerta, entró y la cerró. Con la otra mano levantó en alto la linterna.

Las paredes de piedra tosca, como había dicho el inspector Garlick, tenían dos metros y medio de espesor y ninguna abertura para dejar entrar la luz. Un borde ancho de piedra daba la vuelta en parte, contra la pared de enfrente.

Sobre el borde, con las piernas cruzadas, con el Webley treinta y ocho colgando de la mano y con los ojos clavados en el recién llegado, por debajo de la visera de su gorro de lana, se hallaba sentado el coronel Bailey.