15

—¿Sir Henry Merrivale? —susurró una voz de mujer en la penumbra de la puerta de entrada.

—Soy yo.

Cuando indicó una puerta a la izquierda, la mujer pareció encorvarse como una siniestra bruja marchita.

—Entre allí, por favor.

La casa de Stella Lacey, cuya situación en el lado sur del parque correspondía a la del coronel Bailey al norte, no era absolutamente victoriana. Unos cien años atrás se llamaba la Casa de la Viuda porque, al casarse, un joven squire desalojó a su madre de la residencia y ella tuvo que ir a vivir allí. El exterior era muy pintoresco, de piedra con vigas negras, mas por dentro no lo era tanto. Un ama de llaves, con aspecto de bruja, hizo pasar al exterior a Henry Merrivale y le indicó la sala de la izquierda.

Esta sala, en la que esperaban Stella Lacey y el doctor Johann Schiller Schmidt, era una habitación larga, de techo bajo, con paredes pintadas de verde pálido. De ellas colgaban tres cuadros: dos manchas coloreadas cuyos temas sólo debía conocerlos el autor, y el tercero recordaba vagamente a una mujer, con un ojo colorado, acurrucada misteriosamente en el aire.

En la pared frente a la puerta se hallaba situada la escalera. Contra la otra, una estantería de libros que se asemejaba a una escalera de peldaños desiguales. Sobre un gran piano se había extendido una tela plateada sujeta por una estatua pequeña y muy pesada: un cilindro con una oreja a un lado y un ala al otro.

Pero, si en aquel dormitorio Victoriano existía hábito sobrenatural, en cambio la atmósfera de esta sala estaba cargada de temor, dolor y de miseria humana. Los ojuelos de Henry Merrivale miraron a su alrededor.

—Vine aquí tan pronto como pude, mistress Lacey —su voz gruesa bajó de tono—. ¿Qué ocurre?

El doctor Schmidt, con los brazos cruzados y aire severo, se hallaba de pie, de espaldas a la chimenea apagada sobre la que colgaba el desnudo indefinido con el ojo colorado. Mistress Lacey, con la cabeza baja y el pelo rubio ceniza caído hacia delante, estaba sentada en un diván de forma extraña; tenía sus delgadas manos entrelazadas y la vista fija en el suelo.

Sir Henry —empezó tragando saliva—, yo…

—Un momento, por «favor» —dijo el doctor Schmidt.

Aunque era evidente que la situación no era del agrado del doctor Schmidt, éste recordaba que siempre debía reflejar alegría y buena voluntad. Su regocijo parecía terrible en medio del temor que reinaba en la habitación. Al vibrar su cuerpo rechoncho, brillaban los gruesos aros de sus gafas, cuyos cristales le agrandaban los ojos.

—Tenga en cuenta que no he pedido una consulta —dijo—. Sin embargo, uno siempre se siente feliz con sus colegas, ¿no?

—¡Por favor, doctor Schmidt! Permítame explicarlo a mi manera —observó Stella con rigidez.

El médico, impasible, hizo un ademán de asentimiento.

Stella levantó la vista, sus ojos grises estaban húmedos y enrojecidos por las lágrimas y su bonita cara demacrada. Henry Merrivale retrocedió hasta una mesa en la que vio otra estatuita fantasmagórica y una bandeja.

Sir Henry —le preguntó Stella, juntando y separando las manos—, ¿no sé si conoce a mi hija Pamela?

—La vi en la calle, mistress. Lacey. Y la he vuelto a ver un par de veces. Es una niña muy bonita. Me gusta.

—Gracias —dijo Stella—. Anoche le pregunté a usted…, no, fue al coronel… ¡es lo mismo! Pregunté si usted había visto su librito de poesías. Lo ha escrito repetidas veces hasta perfeccionarlo y ella misma lo ha encuadernado con papel especial. ¡Espere!

Stella se levantó y se dirigió al estante de libros. Pestañeando continuamente para retener las lágrimas, sólo consiguió llorar aún más. Del final de una pila de libros, tomó un ejemplar encuadernado y forrado de papel gris, con el nombre Pamela Lacey escrito en la tapa en las letras grandes.

—Aquí, sir Henry. Por favor, lea la tercera poesía… yo… yo diría la serie de versos… de este opúsculo. El doctor Schmidt la ha marcado.

—¡Ach, así es! —dijo rebosante de alegría el médico y se cruzó de brazos.

—Debería explicar previamente que existe una canción francesa que entusiasmó a Pamela —dijo Stella casi histérica—. Si se traduce la primera parte significa: «Llueve, llueve, pastora, junta tus ovejas». Se refiere a María Antonieta y a su corte cuando jugaban, en Versalles, a que eran pastoras y campesinas.

—Creo comprender, señora. Bien.

Henry Merrivale tomó el libro encuadernado y lo abrió por la tercera página. Estaba escrita con letra clara y grande pero algo infantil y poco formada. Se titulaba Chansonnette, y decía:

Llueve, llueve, pastora; junta tus ovejas;

Traviesa, linda, desmirada risueña; ¡ven, querida, no llores!

Sonríeme, niña hechicera, de vestido de porcelana rosa y blanca,

yo tan grande con mi peluca de porcelana, ¡y tú, pastora!

Llueve, llueve, pastora, junta tus ovejas

no te desesperes si todo no es hermoso; acuéstate ahora y duerme.

Cintas rosas y cintas celestes, con las nubes entremedio,

despiértate, allí y córtate el pelo… ¡es la guillotina!

Hubo un prolongado silencio después de que Henry Merrivale hubo cerrado el librito y lo hubo depositado sobre la mesa detrás de él, cogiendo otra cosa sin que le vieran.

—Ajá —dijo impasible.

Stella Lacey no pudo controlarse por más tiempo.

Sir Henry, el doctor Schmidt dice que Pam ha escrito esos anónimos —exclamó llorando.

Un silencio sepulcral hacía aún más grotescos los muebles de la habitación, impregnándolos de malignidad. Henry Merrivale no se movió ni habló.

—¿Lo «ve»? —suplicó Stella.

—¡Ach! —exclamó el doctor Schmidt con un leve ademán—. ¿Nota la morbosidad, la podredumbre como la manzana agusanada, que se descubre en la última línea de esa poesía?

—El… el libro —murmuró Stella.

Volvió titubeando hasta el estante y trajo un libro encuadernado en azul cuyas páginas se abrieron en el lugar que buscaba[1].

—¡Es cierto! —murmuró el doctor Schmidt apretando los labios. Luego hizo un ademán con una ligera sonrisa de modestia—. Es un caso semejante. Advertí a mistress Lacey de que esto podría suceder aun antes de que recibiera el anónimo. Mi estimada señora, debió conservar la serenidad y no alarmarse —los lentes con montura de oro enfocaron a Henry Merrivale—. ¿Y?

Henry Merrivale continuaba sin moverse ni hablar.

Sus amigos hubieran dicho que al adoptar esta disposición de ánimo era tan inocente e inofensivo como el costado de un buque de guerra que se alza lentamente para apuntar al blanco. Pero seguía impasible junto a la mesa.

—Un caso semejante —continuó el doctor Schmidt, que había empezado a andar de un lado para otro delante de la chimenea— es el de una joven llamada Marie de Morell, de Saumur, en Francia. (¡Qué decadencia!). Este libro de Herr Irving —sus lentes centelleaban— es el informe más completo del asunto hecho fuera de Alemania. En el caso de marras hay una joven de «excelente» familia: bonita, modesta, obediente, piadosa. Perfecta, ¿eh? Sin embargo, ha escrito anónimos obscenos y ofensivos, que, en parte, han causado la ruina de su familia, la muerte de un oficial del ejército y la perdición de otro, hasta que después de muchos años descubrieron a la autora. Aquí no se llega a tanto. Mucho me temo, desgraciadamente, que Pam tenga una mentalidad idéntica a la de Marie de Morell.

El libro se escurrió de las manos de Stella y fue a caer al suelo. Las lágrimas corrían por su rostro.

Sir Henry —suplicó por última vez—. ¿«Es» esto verdad? Por el amor de Dios, ¿no puede ayudarme de alguna manera?

El doctor Schmidt, absorbido en el caso, al andar balanceaba sus brazos rechonchos.

—La «pequeña» Pam sufre otro ataque. Bien, pues debemos curarla. ¿Estos remedios? ¡No! Debo sondear su mente. ¿Que no entiende? ¡Pah! Tiene catorce años; comprende lo suficiente para escribir palabras obscenas. Lo que no entiende debo descubrirlo y hacérselo ver. ¡Sí, sí, sí!

El doctor Schmidt calló. Dándose la vuelta se quedó con el rostro levantado y con el dedo hacia arriba, como predicando una causa santa.

—Probaré otra vez con el psicoanálisis —dijo.

Sir Henry Merrivale se movió lentamente y se detuvo frente a él.

—Si prueba otra vez con el psicoanálisis —dijo todavía con calma Henry Merrivale— recibirá una buena tunda. ¿Entendido, Jerry?

Stella Lacey, que se había echado sobre el diván, levantó la vista de repente. Se produjo una pausa durante la cual el doctor Schmidt miró azorado a Henry Merrivale.

—¡Pero soy un psicoanalista competente!

—Ajá. ¿Bueno?

—He estudiado durante tres años en Viena y he recibido mi título. Tengo un permiso para ejercer otorgado por la Sociedad Médica Británica. No compren… —el doctor Schmidt se calló. Algo parecido al terror apareció en su cara. Preguntó incrédulo.

—¿No cree en «der» análisis?

—Eso depende de quién lo practica, hijo —Henry Merrivale se volvió hacia Stella—. ¿Dónde está la criatura, señora?

¡Lo prohíbo! —estalló el doctor Schmidt—. ¡No le he llamado a consulta!

Era sorprendente la rapidez con que' Henry Merrivale podía hacer girar su cuerpo.

—¿Prefiere que llame a la policía? —preguntó.

Sin duda su vehemencia era la causa de que el doctor Schmidt sudara abundantemente.

—¡No comprendo!

—Tenga cuidado, hijo —replicó Henry Merrivale con un refunfuño suave y peligroso—. Tenga cuidado, es todo lo que le digo… Mistress Lacey, ¿dónde dijo que estaba Pam?

—Arriba, la primera puerta al subir la escalera, no puede equivocarse. Acostamos a Pam, pero la luz está encendida. ¡Sir Henry! ¿Realmente cree…?

—Está bien, señora —dijo Henry Merrivale—. Tenga confianza en este viejo.

Después de subir pausadamente la escalera alfombrada, llamó a la puerta. Oyeron la voz de Pam que, aterrada, preguntaba quién era. La contestación de Henry Merrivale no fue clara, pero la puerta se abrió y se cerró.

Luego esperaron.

Pareció transcurrir una hora, luego otra y finalmente una tercera.

El doctor Johann Schiller Schmidt bien podía negar, y así lo creía, que hubiese rastro alguno de dramatismo en su naturaleza y en la de su raza. Sin embargo, levantó los brazos, recorrió febrilmente la alfombra y murmuró un extraño juramente wagneriano.

Con respecto al ejercicio de su profesión, no era un hipócrita. El doctor Schmidt estaba muy interesado en Pam y tenía fe en sus propios métodos. Temía que aquel bruto de sir Henry fuese a asustarla aún más, y él (el doctor Schmidt) se lavaría las manos por las consecuencias.

Stella Lacey, sentada en el diván, respiraba nerviosamente. A menudo miraba hacia la escalera y rezaba en silencio.

El doctor Schmidt tenía razón. Los psicoanalistas siempre tenían razón. Lo que él decía, de Pam (también existía aquel otro asunto) podría ser desagradable y repugnante, pero los hechos eran los hechos. Stella no podía sino ampararse en su antigua fe, volverse hacia aquella iglesia gris de la colina, con la esperanza de que alguna ayuda podría…

De pronto, arriba se oyó el crujido de una puerta que se abría suavemente.

—… Déjela un poco abierta para que entre algo más de aire —aconsejó una voz ronca.

Pero Stella casi no lo oyó. En cambio sí oyó lo que jamás esperaba oír. Era un sonido sano y cordial que denotaba afecto. Era Pam Lacey riéndose a carcajadas.

Desde la planta baja podían oír claramente la conversación de Pam con Henry Merrivale.

—¡Pero no pudo hacerlo! ¿No es verdad? —declaró Pam casi en tono de desafío—. ¿Pero «de verdad» echó sales de Epsom en la sopa del ministro del Interior cuando asistía al banquete del alcalde de Londres?

—Juro que es cierto —declaró el otro con tan profunda sinceridad que aun los que estaban abajo lo creyeron. Y era verdad—. ¡Pero esto no es nada! —rió Henry Merrivale—. Espera a que te cuente cómo Pinkey Waterford apostó cinco libras a que yo no bajaría por Ludgate Hill con patines de ruedas. ¡No estuvo del todo mal!

—Doctor Merrivale —la voz de Pam parecía ligeramente resentida—. ¿No va a volverse a sentar a mi lado?

—Por supuesto, muñequita mía —Henry Merrivale hizo una pausa y habló con mucha gravedad y cortesía—. Espero que no te molestará que te llame «muñequita mía». Es sólo una manera de hablar. No lo haré si no lo quieres.

—¡Oh, no! ¡Me encanta! Es… es cuando la gente le habla a uno «con desprecio», como si uno no supiera nada y no pudiera comprender nada. Quiero decir…

—¿Si lo sabré yo? ¿No te he contado el caso de mi tío, esa comadreja? Pero el asunto es éste: no debes dejar que te llenen la cabeza con un montón de tonterías como lo están haciendo. Antes de que te explique esto, mira.

—¿Que mire qué?

—¡Mira! —repitió Henry Merrivale con ese poder de convicción suyo—. No tengo nada en las manos, ¿lo ves? Nada dentro de las manos. Levanto al aire la mano izquierda, así… Ahora, ¡caramba! —dijo Henry Merrivale como si le hubiese alcanzado un rayo—, ¿de dónde salió esa reina de corazones?, ¿o el siete de tréboles?, ¿o el nueve de diamantes? O ves, mejor mezclarlas todas.

Abajo, durante este intervalo, el doctor Johann Schiller Schmidt había permanecido tenso. Stella, en el diván, miraba hacia la puerta de arriba, sus ojos brillaban cada vez con mayor esperanza. El doctor Schmidt se movió y le habló en voz baja.

—Este ministro del Interior, ¿quién «ess»? Creo que lo sé, sí, ¿pero qué hace?

—Bueno, yo… no estoy muy segura. Sé que es un miembro importante del Gabinete. Creo que, hablando técnicamente, es jefe supremo de la policía.

—¡Herr Gott! —murmuró el doctor Schmidt.

—¿Y qué puede importar?

—Este Merrivale comete una ofensa grave y seria contra un ministro importante del gobierno británico y sin embargo, Merrivale no está preso, ¿o… o…?

—¿O qué?

—No hace al caso. Pero… ¡«Herr Gott»!

Stella casi no le oyó. Seguía mirando todavía la puerta de arriba. Pero, por alguna razón, la puerta fue cerrada deliberadamente. Esperaron en silencio durante lo que pareció ser una hora larga y dolorosa. El doctor Schmidt empezaba a enfadarse.

—Soy un científico. No tengo tiempo para juegos de cartas y chistes —dijo con desprecio—. La vida «ess» asunto serio. Con mis enfermos no gasto bromas.

—Preferiría que lo hiciera —dijo Stella, mirándolo de pronto con antipatía.

¿«Bitte»?

—¡Calle! La puerta ha vuelto a abrirse un poco.

Por algún motivo así era. Henry Merrivale estaba sentado al borde de la cama de Pam. La conversación, por lo menos para el doctor Schmidt, era electrizante.

—… ves, encanto, no hay necesidad de tenerle miedo a ese farsante comilón de salchichas que está abajo. Es pura espuma con faroles de armazón dorada. Te clava los faros en la cara y suelta un montón de tonterías. Entonces te asustas, te trastornas y te duele el estómago, y tu mamá cree que estás enferma. Pero no tienes realmente nada; ¿estamos?

—¡P-or sup-puesto!

—Muy bien. No tengas vergüenza en darme un beso. Y llora si quieres; nadie lo sabrá, nadie más que tú y yo, pero verás como te hago reír en seguida.

Se oyó una risa y un sollozo apagado.

—Como te expliqué, encanto, la mitad de las cosas que te dicen las personas mayores son pura mentira. No veo por qué han de seguir mintiéndote cuando tienes catorce años cumplidos; al diablo si lo entiendo. Pero mucha gente lo hace. Les harás comprender que no te gusta eso. Si intentan algo que tú crees que es una patraña, piénsalo bien y descubrirás que «es» una patraña. Si es una patraña mezquina y despreciable, no les hagas caso y mándalos al diablo. Pero si se trata solamente de una farsa ridícula como la del doctor Tijera de ahí abajo, puedes reírte y verás como te diviertes.

—Pero a veces uno no se puede reír —dijo Pam—. ¡No se puede!

—Lo sé, encanto —dijo Henry Merrivale con mucha suavidad—. No puedes pretender cambiar de la noche a la mañana, ¿no? Por eso estoy yo aquí.

—¿Qué' quiere decir?

—Pam, este embustero comilón de salchichas no te va a molestar más.

Se oyó el ruido de un trago.

—¿De veras?

—Lo juro. Me encargaré de ello, te lo prometo.

—Pero mamá dice…

—Tu mamá está bien, encanto. Hablaré con ella en cuanto baje. ¿No crees que el doctor Merrivale hace lo que promete?

—¡Oh, sí! ¡Sí!

—Entonces, asunto concluido. Si el doctor Schmidt entra otra vez aquí a hurtadillas, cosa que no hará, créeme… pues si lo hace me avisas al Lord Rodney. Vendré al instante y le echaré por la ventana. Pensándolo bien, ¿por qué no echarlo por todas las ventanas?

—¡Usted… usted «es» tonto! ¡No puede arrojarlo por «todas» las ventanas!

—¿Por qué no? —sostuvo Henry Merrivale con muestras de lógica—. Siempre se puede recogerlo, traerlo y tirarlo otra vez. Y, hablando de ventanas, aquí están sobre la mesa de noche estos libros de rusos desequilibrados. Sería mejor librarse de ellos.

Se oyó el aleteo de las hojas y luego tres golpes por separado al ser arrojados por la ventana, chocando contra el tronco de un roble, los libros de Dostoievsky, Tolstoy y Chejov.

—Tengo el propósito —explicó Henry Merrivale— de que leas escritores que se llaman Dumas, Mark Twain, Stevenson, Chesterton, Conan Doyle. Han muerto, es verdad; pero todavía son mejores que cualquier otro para contar un cuento. Te los traeré de la librería de Rafe. En la escuela te podrán dar más.

—Pero… —Pam calló de pronto—. ¿No va a sentarse a mi lado?

—Por supuesto, encanto. Y te apuesto a que sé en lo que estás pensando. Tu mamá siempre te quiere sacar de la escuela porque tiene miedo de que el régimen alimenticio no te sea propicio o de que te pongas en una corriente de aire o en algún mal sitio, en fin, de que cometas alguna sandez.

—Yo no pensaba en eso.

—Sé que no lo has pensado y te pido disculpas. Pero de todos modos lo arreglaremos.

La voz de Pam, amortiguada contra el pecho de Henry Merrivale, bajaba más y más.

—¡Todavía no sabe lo que están «diciendo» de mí! Dicen… —la voz se tornaba indistinguible, siendo a veces casi un susurro.

—¿Crees que no lo sabía? —preguntó suavemente Henry Merrivale—. ¡Escucha, encanto! El único motivo que tengo para dejarte ahora es que debo bajar y… —su voz también bajó de tono hasta perderse en el silencio.

—¡No lo va a hacer! —dijo Pam. No expresaba incredulidad, sino un suspiro de alivio.

—Por supuesto que sí. Si quieres oír algo interesante, escucha bien.

—Sinceramente, yo… de todos modos no puedo dormir. ¡No puedo!

—Por supuesto que no puedes —tronó Henry Merrivale como si la simple idea de alguien durmiendo le pareciera monstruosa—. ¿Por qué habrías de dormir? Echemos un vistazo por este estante. No veo nada que no acabase matando de aburrimiento a una cabra, pero… ¡un momento! Esto debe de haber venido aquí por equivocación. Se llama El claustro y el hogar.

—Yo… ya lo he visto. Pero el título parece muy triste.

—Así lo pensé hasta que leí uno o dos capítulos. ¿No te gustan los desafíos con espadas, los mastines, los ladrones en las posa das solitarias y los crímenes misteriosos?

—¡Pero si es lo que más me gusta!

—Entonces toma éste, encanto, y te doy las buenas noches. En el libro hay un gran personaje llamado Denys que grita a todo el mundo: «¡Courage! ¡Le diable est mort!». ¿Sabes, naturalmente, lo que quiere decir?

—¡Valor! —rió Pam—. ¡El diablo ha muerto!

—Es para ti, encanto —dijo Henry Merrivale—. Volveré mañana con los patines de ruedas y con los libros que encuentre.

Sobre la alfombra de arriba resonaban los pasos pesados.

—Doctor Merrivale —dijo Pam con una vocecita.

—¿Sí, encanto?

En la entonación de Pam había desaparecido todo vestigio de afectación.

—Creo que usted es… es…

—¿Eh?

—Creo que usted es como un caballero con armadura —dijo Pam, y se echó a llorar.

Esta declaración sorprendente, que jamás hubiese soñado la esposa de Henry Merrivale ni tampoco su madre cuando él era un niño, hizo que Henry Merrivale se detuviera un segundo. Si en alguno de sus círculos se contara la observación de Pam, no se atrevería a concurrir a ellos durante dos años. No obstante, el viejo pícaro se sintió tan conmovido que, cuando salió de la habitación y cerró la puerta, la expresión de su ceño se volvió diabólica. Fue igualmente sorprendente lo que dijo al dirigirse a la puerta cerrada.

—Encanto, me gustaría creerlo así —murmuró.

Henry Merrivale bajó lentamente las escaleras. Abajo, Stella Lacey, con lágrimas muy diferentes en los ojos, le tendió las manos.

—Bueno —gruñó Henry Merrivale nervioso y preocupado—. No pasa nada malo con la chica. Nunca ha escrito ni un solo anónimo. Cualquier policía de pueblo se lo podría decir.

Sir Henry, yo… yo…

—Pero creo que no va a dejar de preocuparse hasta que le muestre las pruebas que pueda ver y juzgar. Es lo justo. Permítame hablar un poco con ese Paracelso.

Los sentimientos del ofendido doctor Schmidt, de pie sobre la alfombrilla de la chimenea, no necesitan ser descritos. Por una parte tenía la cara morada, como si padeciera una peligrosa presión arterial, y, por otra, temblaba como un hombre que sufriera de malaria.

Henry Merrivale se acercó a él con calma. El médico recuperó la voz para decir:

—¡Jamás en mi vida he oído tantas «ovensas» a la ética médica! Me ha llamado… —el doctor Schmidt calló. Henry Merrivale le había llamado tantas cosas que de repente no recordó ninguna. No podía sino temblar de ira—. ¡El mundo médico se enterará de esto!

Henry Merrivale, con los ojos entornados, habló con el mismo tono que le habían oído antes.

—Tengo motivos para dudarlo —dijo.

—¡Ha insultado mi profesión!

—¡Oh, no! Sólo a usted, porque no sabe ejercerla… ¡Siéntese!

—¡Se me «jinsulta»… demasiado!

—Ha estropeado este trabajo, como ha estropeado —Henry Merrivale hizo una ligerísima pausa— otros trabajos. A propósito, ¿no le he dicho que se siente?

El doctor Schmidt le lanzó una mirada rápida y cautelosa y en seguida tomó asiento en una silla antigua.

—Dígame, doctor —contestó Henry Merrivale—. ¿Ha leído con atención los anónimos que ha recibido?

—¿Cuántas veces debo decirlo? No me interesa la política. ¡No soy nacionalsocialista!

—¡Vamos, vamos! —Henry Merrivale parecía sorprendido—. No he dicho que lo fuera. Pero aun si lo fuese, ¿cuál es la diferencia? ¿Su país y mi país no son acaso dos naciones amigas que gozan de las relaciones más amistosas que puedan existir bajo la luz del sol?

—¡Sí! —suspiró el doctor Schmidt, y el color morado casi desapareció de su rostro—. ¡Sí, sí! ¡Por supuesto!

—Bueno, entonces.

—¡Ach sí!

—Pero hay algo extraordinario —dijo Henry Merrivale buscando en el bolsillo interior—. El inspector Garlick y yo hemos examinado esta tarde el cesto de las cartas. Sucedió que me metí una en el bolsillo (distraído que es uno) y era una carta dirigida a usted. Tome y lea un par de líneas en voz alta.

A través de los gruesos lentes, el doctor Schmidt lanzó una mirada de desconfianza a Henry Merrivale, pero éste permaneció amable.

—Al hablar inglés puede cometer algún error, amigo mío. Pero me dicen que nunca se equivoca cuando lo escribe.

—Ja, ja. No, esto es demasiado. Sin embargo —el doctor Schmidt tomó la carta—, ¿por dónde quiere que empiece?

—Por el principio.

—«Estimado doctor Schmidt —empezó el médico, apoyando el codo sobre el brazo del sillón, porque la mano no estaba firme—. Según mi última carta, encuentro que las exigencias de la situación me obligan a hacer más averiguaciones sobre su carrera. Concedido…». ¡Pah! ¡Esta acusación es una tontería! ¿Qué dice usted?

Henry Merrivale se acercó a la mesa del centro. Dejó la baraja que había tomado de allí. Sobre ésta el ejemplar encuadernado en gris con los versos de Pam Lacey y lo abrió en la página tres, donde estaba la canción de la pastora.

Entonces estalló la bomba.

—Ahora, fantoche imbécil —bramó sir Henry Merrivale metiendo el librito de versos en la mano del doctor Schmidt que sostenía la carta—, ¡lea esto! Cuando lo lea recuerde que el primer deber de un médico es el de saber emplear los ojos y el sentido común.

»¿Qué quiero decir? Que en esos versos, incluyendo el título, desde lo que debió ser “Chansonnette”, hasta lo que debió ser “cintas”, hay cinco faltas de ortografía en ocho renglones. La gramática es pésima. La puntuación se pierde por todas partes. Ahora bien, Pam había trabajado y trabajado en ellos para que salieran lo mejor posible. ¿Tendrá usted la audacia inaudita de decir que esos versos y los anónimos pudieran haber sido escritos por una misma persona?.

El doctor Schmidt observó los versos. Miró la carta, finalmente se humedeció los labios y levantó la vista.

—¿Y quién es usted para hablar de gramática? —dijo con desdén.

Henry Merrivale movió amistosamente una enorme mano en dirección al cuello de su interlocutor, pero se contuvo, aplazando su deleite.

—Le diré una cosa —dijo con calma—. Siendo alemán como es, no puede saberlo. Soy de una generación que se comía parte de las palabras tan naturalmente como ahora decimos otras cosas. Pero se llevaría una buena sorpresa si supiera quiénes eran las personas de esa generación.

Henry Merrivale tomó la carta y el opúsculo de manos del doctor Schmidt y, acercándose, los puso encima de la mesa.

—Y ahora retírese de aquí —dijo—. Ya ha hecho bastante daño. ¡Retírese!

—Apelo a la única «fersona» que puede tomar decisiones. Apelo a mistress Lacey.

Stella, que había permanecido inmóvil, tembló ligeramente.

—Por favor, váyase —le dijo al médico—. Si vuelve, sir Henry tiene autorización para arrojarlo por todas las ventanas de la casa.

El doctor Schmidt, con dignidad, recogió su sombrero y su maletín de la mesa.

—¡Usted no ha acabado de oír la última palabra! —dijo para terminar en un tono algo dramático. Luego se puso el sombrero y salió.

A Stella le flaquearon las piernas y se sentó en el diván.

—Señora —dijo Henry Merrivale, mientras jugaba con los papeles que estaban sobre la mesa—, cuando vine aquí por vez primera, creo que no la juzgué del todo bien. Hay algunas cosas que todavía no sé, pero desde entonces he aprendido mucho.

Se acercó con lentitud y se detuvo frente a ella, hablándole otra vez con suavidad.

—Su marido no está realmente muerto, ¿verdad?