8
En la pared de la sacristía, un gran reloj de forma achatada marcaba suavemente los segundos.
Era cerca de la una, y el servicio había terminado hacía cuarenta y cinco minutos, pero todavía ningún visitante había traspuesto la puerta que conducía al cementerio.
El reverendo James, que había guardado la sobrepelliz y la estola en el armario, se encontraba sentado en una silla dura frente a la puerta, la cabeza un poco inclinada hacia delante y las manos enlazadas ocultándole la cara. La sacristía de piedra tenía ventanas pequeñas cuyos cristales multicolores estaban tan tapados por los zarcillos de la hiedra que casi no penetraba la luz.
Henry Merrivale, con su traje oscuro, sentado en un rincón alejado, pasaba casi inadvertido. Un resplandor amarillo rojizo caía sobre la cabeza del vicario que permanecía inmóvil.
—Dígame, amigo mío —observó Henry Merrivale medio soñoliento—, ¿algo le ha molestado en este sermón?
—Me gustaría no haberlos fustigado tanto desde el principio —hablaba con voz apagada y con las manos todavía sobre la cara—. Hace pocos días que he escrito sobre la caridad. Sentí que debía hacer esto. Sin embargo, me gustaría no haberlo hecho.
—Bueno —dijo Henry Merrivale con tono desaprobador—. No hará ningún daño. Les despertará igual que una buena dosis de azufre y triaca —aunque no se le podía ver, el movimiento de la sombra indicaba que había vuelto la cabeza—. Pero una cosa me molestó. Pensé que iba a leer la carta dejando en blanco el nombre de la joven.
—¿Entonces qué bien hubiera hecho? —preguntó el reverendo James—. Hubiesen sospechado que se trataba de un engaño. Si he de hacer algún bien, debo ser completamente franco con ellos.
—Le planteé el asunto al coronel de esta forma —dijo Henry Merrivale—. Leer la carta, pero no el nombre de la joven. Si después trascendía, sería entre otros muchos nombres y no importaría. Cáspita —tropezó y se sonrojó ante una palabra tan simple como…
—¡Sir Henry!
—Está bien. Pero, ve, no pude convencer al coronel. Telefoneó al obispo —Henry Merrivale suspiró—. Sabe, muchacho, esto va a alborotar al mismísimo diablo.
El reverendo James se enderezó y se palmeó las rodillas.
—Si hubiese tenido éxito en mi petición, ¿cree que habría sido diferente para mí? —preguntó con las mandíbulas tensas—. Pero no he tenido éxito. He fracasado. Ni una sola persona ha venido a verme.
En ese momento se abrió la puerta.
En el umbral aparecieron las dos personas a quienes, posiblemente, menos deseaba ver: Joan Bailey y su tío.
Joan, vestida de verde pálido, con medias de color tostado y zapatos de tacón bajo, tenía en sus manos un bolso verde. Detrás, demasiado enfadado para hablar, estaba el coronel, que llevaba traje tropical y sombrero de ala ancha.
Joan no parecía enfadada. Había poca expresión en su cara, pero en sus ojos se notaba una tranquila antipatía. El reverendo James se puso de pie con cierta torpeza, pero su mirada era tan resuelta como la de ella.
—Miss Bailey —dijo—, yo… este… no la he visto esta mañana en la iglesia.
—¿Puede extrañarle en las actuales circunstancias? —Joan arqueó las cejas—. De todos modos muy pronto nos llegó la noticia de su importante «petición».
A la altura del codo del vicario había una mesa larga con un cesto de mimbre en el centro.
—¿Supongo que este cesto es para las cartas que no han sido quemadas? —dijo Joan.
—En realidad no lo sé. No había pensado con exactitud dónde…
Joan se acercó al cesto andando con su acostumbrada soltura. El coronel Bailey avanzó dos pasos en el interior de la sacristía.
—Joven —empezó, e hizo una pausa—. No quiero hacer pomposamente el tonto —agregó aparentando cualquier cosa menos eso—. ¿Pero usted sabe lo que se le hubiera hecho en la India hace treinta o cuarenta años?
—No lo sé.
—Le habrían dejado solo con un revólver cargado y le habrían dado treinta minutos para hacer uso de él.
—No estoy en el ejército.
—No, ¡a Dios gracias! Pero debería aprender a no mencionar nombres de mujeres.
—No se trataba de «mencionar nombres de mujeres» —exclamó el vicario, azorado—. Era una cuestión de deber y de principios.
El coronel se encaminó hacia la puerta, vaciló y se volvió de nuevo.
—¡Un momento! —dijo—. Tal vez he hablado demasiado duramente. Tal vez sólo sea usted joven e inexperto. Pero prefiero que en el futuro se mantenga alejado de mi casa.
—Como desee —el reverendo James se sentía desilusionado después de esta arremetida tan emotiva.
Joan, junto al cesto que estaba sobre la mesa, había abierto el bolso. La mirada fría de sus ojos azules se dirigió hacia él.
—Aquí están las cartas que he recibido. Siete… discúlpeme, pero aquí hay sólo seis —a la tenue luz de color amarillo rojizo, sus dedos se movieron rápidamente, pero una vista perspicaz hubiese notado que retenía una—. Algunas tienen sobre, otras no. Los sellos de la oficina de correos son diferentes —las arrojó al cesto—. Aquí hay una carta dirigida a mi tío —la agregó al cesto—. En cuanto a míster West…
—¿Sí, miss Bailey?
—Ha destruido sus cartas. Pero ha tomado nota de las cosas detestables que ha podido recordar. Así como se me acusó de un… unas relaciones escabrosas con usted, míster Hunter, en las líneas que aquí tengo se le acusó a Gordon de lo mismo con mistress Lacey…
Joan, como tocando una araña, sacó del bolso un par de hojas dobladas que pertenecían a un bloc y las metió en el cesto. Su voz continuó indiferente, pero el color se le subió a la cara.
—Gracias —dijo el reverendo James—. Me agradó ver por primera vez esta mañana a míster West en la iglesia. Este… ¿no ha venido con usted?
—No. Creo que en este momento se pasea de punta a punta detrás de la fortaleza. Quiere hablar con usted cuando los demás se hayan ido.
—Me alegrará verle, miss Bailey. De cualquier manera.
—Ya que estamos metidos en este asunto y comparando las cartas, ¿puedo hacerle una pregunta? Seguramente habrá venido a verle mistress Lacey. ¿Cuántas cartas ha recibido ella y qué dicen?
Alguien, en el umbral de la puerta, cobró aliento como para hablar, pero reprimió las palabras. Allí estaba Marión Tyler. Al encontrarse de repente en medio de lo que parecía un grupo grande, Marión vaciló, pero evidentemente no encontró forma elegante alguna para retirarse.
—¡Joan! —dijo después de una ligera pausa—. Preguntaba por Stella Lacey, ¿no? ¿Y quería saber cuántas cartas ha recibido?
—¡Sí! —dijo Joan—. ¡Sí, sí, sí!
—Bueno —contestó pensativa Marión—, no ha recibido ninguna. Ni una. Ella misma me lo dijo cuando salíamos de la iglesia. Rió y comentó que se alegraba de no tener que esperar mucho.
—¿Mistress Lacey no recibió ninguna? —preguntó Joan suavemente, pero con énfasis.
—No, Joan —contestó Marión, aún pensativa.
—Así que no —exclamó Joan, y se dirigió rápidamente hacia la puerta para indicar el camino a su tío gruñón, como si él hubiese tenido quince años. Al salir, cerró la puerta con todo cuidado.
Probablemente Marión se olvidó en seguida de Joan y del coronel y tampoco había visto a sir Henry Merrivale instalado en su rincón oscuro. Robusta, de cabello alisado, miraba al reverendo James con las manos fuertemente enlazadas. Él, después de un saludo formal, se sentó y volvió ligeramente la cabeza.
—¡James, estuvo magnífico! —dijo Marión con voz agitada. Luego cambió completamente de tono—. ¡Pero se ha portado mal! ¡Verdaderamente, como un chico malcriado!
Henry Merrivale, que estaba invisible en su sillón, se estremeció como si le hubiese sacudido una descarga eléctrica.
La hermosa voz de contralto de Marión parecía representar el sentido común, así como la voz vivaz de Joan era vehemente y el susurro de Stella provocativo. Pero en el tono de Marión había una nota tan anhelante, tan maternal, que no podía ser interpretada erróneamente.
Al reverendo James parecía agradarle, a pesar de que se le enrojecían las orejas, mas para sir Henry Merrivale resultaba repulsiva esa actitud, que él llamaba remilgada. A Gordon West le eran igualmente repulsivos los remilgos, tal como se lo decía a la dócil Joan cuando él, en sus momentos de enfado, pateaba los muebles. Pero el reverendo James…
—He intentado simplemente hacer lo que debía —contestó con dignidad.
—¡Oh, lo sé! ¡Por supuesto! —Marión se acercó, mezclando ahora una solicitud maternal a su tono de reproche—. Pero ayer, James, de hecho prometió no hacerlo.
—Perdón, Marión, no prometí nada de eso.
El vicario, consciente de la presencia de una tercera persona, tuvo de repente la terrible sensación de que ella iba a acariciarle la cabeza. Se puso en pie apresuradamente y recobró el juicio.
—Pero ¿qué diablos hace aquí? —preguntó con toda franqueza—. No me va a decir que, como los demás, usted ha…
—¿Haya recibido anónimos? —dijo Marión sonriéndose—. Por supuesto que sí. James, pise en la tierra.
—¡Esto es infame! —dijo el reverendo James, golpeando de tal modo el puño contra la mesa que hizo saltar el cesto de las cartas—. No hace ni diez minutos miss Bailey dejó aquí seis cartas acusándola, como he sido acusado yo, de tener relaciones conmigo.
—¿De veras? —dijo Marión, estupefacta, con los ojos castaños bien abiertos—. Entonces Joan también… ¡interesante!
—También parece ser que míster West está complicado con mistress Lacey —le dijo con enconado sarcasmo—. ¡Bueno! Analicemos el veneno. ¿Qué crimen ha cometido, Marión, ante los ojos del autor de estas cartas?
—¿No lo adivina?
—No. ¿Cómo podría hacerlo?
Del brazo de Marión pendía un bolso grande de cuero en lugar del bolso de mano. Su aire de rectitud y de sentido común pareció empañado cuando sacudió su oscuro pelo corto para despejar su inteligencia. Después de buscar en el bolso, extrajo un montón de las conocidas cartas, dobladas en dos, algunas con sobre.
—Lo siento, James —dijo—. Debí de habérselo dicho hace mucho tiempo. Pero no me decidía a cortar nuestra amistad…
Ella arrojó las hojas dobladas dentro del cesto.
—Ahí están —añadió Marión—. Quince cartas. Nos acusan a usted y a mí de… bueno, ¿necesito decírselo?
El lento tictac del reloj se oía en el silencio. De pronto el reverendo James se sentó, se dio la vuelta y apoyó los codos sobre la mesa.
Era increíble. Jamás había pensado en Marión Tyler sino como en una buena amiga que le ayudaba en sus tareas y cuya manera de ser (un poco maternal y alegre) apreciaba.
Con el sonido del reloj volvían a su memoria algunas palabras de la época de su formación para el ministerio anglicano; recordaba a un viejo y sabio canónigo, sentado con la espalda apoyada contra una pared cubierta de hiedra y con una pipa en la boca, que decía estas palabras: «Siempre habrá mujeres tontas que confundirán su interés por el vicario con su interés por la iglesia. A veces ni siquiera se notará. Pero si uno se ve obligado a notarlo, debe ser más diplomático que Talleyrand y mejor persona de lo que uno se considera».
Pero Marión no era así en lo más mínimo. Marión no era sino una auxiliar a quien (por supuesto que siempre en el camino de la amistad) le estaba tomando cariño. Mientras esto cruzaba por su mente, entre el tictac del reloj, Marión le observaba con interés.
—Quince cartas —dijo él—. Todas contra usted.
—Y usted —continuó Marión, sin dejar de observarlo—. No me importó.
—Siento como si me hubiese metido en un matorral sin poder salir de ahí. —Volvió a ponerse en pie de un salto y trató de sonreír, sin conseguirlo—. ¡Venceremos! ¡No tenga miedo! —Y señaló el reloj—. ¡Pero, mire aquí!
—¿S-sí, James? ¿Qué ocurre?
—Hace un rato me sentía desalentado porque nadie parecía responder a mi llamada. ¡Idiota! Debí comprender que primero tenían que ir a sus casas a buscar las cartas. Y es natural que hubiese un poco… un poco de vacilación. Como usted misma, Marión. Caramba, qué hermoso, dentro de unos minutos llegarán como un rebaño —el vicario se frotó las manos—. Tome al Squire Wyatt, por ejemplo. Siempre ha sido amigo mío. El Squire Wyatt vendrá aquí para defender a una sola persona…
—James —dijo Marión, nerviosa.
—¿Sí, Marión?
—Creo que no lo hará.
—¿El Squire Wyatt?
—No, James. Antes de retirarse se puso a la cabeza del mitin de protesta en High Street.
—¿Qué mitin de protesta?
—¡Oh, Cáspita! —se quejó Henry Merrivale con voz grave de espectro desde el oscuro rincón.
Marión, intimidada, divisó confusamente el contorno de una cabeza calva y luego un rostro desagradable cuando sir Henry Merrivale estiró la mandíbula. El rostro de Marión adoptó una fugaz expresión que se hubiese podido interpretar fácilmente así: «¿He dicho o hecho algo que no debía? ¡No, gracias a Dios!». Pero no se sentía muy cordial cuando el preocupado vicario hizo las presentaciones.
—¡El «Squire» Wyatt! —repetía el vicario—. ¡Es imposible! ¿Qué dijo?
—Bueno… se comportaba espantosamente, sentado en su automóvil y a su lado su esposa llorando.
—Siga, por favor.
—Dijo unas cuatro veces que era el Squire y que aquí era el dueño de todo, que con influencias del obispo o no… —Marión quería decir que podía elegir al vicario para la parroquia y que en realidad lo había hecho, y que nadie le iba a llamar hipócrita—. El Squire Wyatt dijo que había enterrado a dos esposas y muchas personas dijeron en aquel momento que las había envenenado, y que ahora estas cartas endiabladas (perdóneme, James) decían lo mismo.
Marión era una magnífica imitadora. Aun desesperada, o tal vez a causa de ello, cambió su cara copiando la expresión del Squire Wyatt.
—«No me importa por mí, ¡demonios! Pero que se vayan al diablo si llegan a trastornar a mi Lucy… Digo que es diferente. ¡Ah, y mírenla! La única que me ha dado un hijo».
Marión abandonó toda mímica y pareció arrepentida de haberlo hecho.
—Oh, James, ¡no piense más! Era tan… vulgar, diría Stella Lacey. Pensar que un hombre de una familia de rancio abolengo, que debería ser un caballero, sea tan tonto y tan mal educado.
El vicario parecía perplejo.
—Pero no es…
—¿Qué ocurrió entonces, señora? —preguntó con su voz gruesa sir Henry Merrivale, como si la empujara con la mano al igual que el Squire Wyatt.
Marión vaciló.
—Nada más. Se alejó en el automóvil haciendo rechinar los engranajes. El mitin de protesta se trasladó a la farmacia, a casa de míster Goldfish —Marión lanzó una mirada preocupada al vicario—. ¡James!
—¿Eh?
—Cuando volví hablaban más y más fuerte. Míster Hull pronunciaba un discurso. ¿No cree que vendrán aquí a hacer un escándalo?
El vicario podría estar exhausto, pero por primera vez un fulgor de esperanza, quizá anticristiano, aunque muy natural, animó con placer su rostro.
—¿Lo cree? —preguntó con ansia, encorvando los hombros—. ¿Realmente lo cree?
—¡No, por supuesto que no! ¡Ellos no se atreverían! Pero creo que conseguirá poca ayuda de los aldeanos. Conseguirá ayuda solamente de… de…
De pronto se abrió la puerta de par en par y en seguida volvió a cerrarse, fuera o no en busca de un efecto dramático, y apareció la figura erguida, rechoncha y pequeña en estatura del doctor Johann Schiller Schmidt.
El doctor Schmidt tenía lo que, traducido a sus propias palabras, se diría un «semblante que irradiaba alegría». Siempre le brotaba la risa, reía a carcajadas, salvo durante sus visitas médicas, pues entonces se ponía tan solemne que asustaba al enfermo. Vestía ahora una levita mal cortada, pantalones rayados que acentuaban sus redondeces, y sombrero de copa (el único que se veía en Stoke Druid); así miraba al mundo a través de unas gafas muy grandes de gruesa montura de oro.
Este «semblante que irradiaba alegría» enfocaba al vicario con sus proyectores de oro.
—¿Creo tener el placer de hablar con el pastor Hunter? —dijo con voz gruesa de barítono, inclinándose. Con la cara aún risueña, hizo una pausa—. ¡Dispénseme! Vengo con una misión muy seria, aunque en cierto sentido es una «boroma».
—Una… ¡oh, sí! ¿Cómo está, doctor?
Una ligera pelusa, que no tardaría en desaparecer, cubría el cráneo del doctor Schmidt. Ladeó la cabeza.
—Pastor Hunter —dijo—, muchas veces he deseado felicitarle por sus sermones. Son «egcelentes». Debió ser actor.
—Para decir verdad, de niño quise serlo.
—¿Ah, sí? —exclamó encantado el doctor Schmidt—. ¿Y me permite que le diga cómo lo sé?
—Verdaderamente, yo…
—Está «mal akustado» —dijo el doctor Schmidt.
—¿Cómo dice?
—Está «mal akustado». Inadaptado —repitió el doctor Schmidt, haciendo un pequeño gesto como si estuviera ajustando la parte superior del timbre de la bicicleta. Luego volvió a reír a carcajadas.
Esta alegría constante atacaba los nervios, ya tensos, de todos. Sir Henry Merrivale dejó oír un sordo refunfuño como si hubiese visto algo que le desagradaba. No cabía duda de que la sagacidad del doctor Schmidt le hizo sospechar.
—Comoquiera que sea —continuó—, vamos al asunto. En la iglesia pidió las cartas, ¿no es así? —llevó la mano a su bolsillo interior y sacó cuatro, mostrándolas en abanico—. Estas son las que he recibido. Me acusan, por «vavor», de ser nazi.
El reverendo se unió a su júbilo, aunque sin desearlo y sin convencimiento. El doctor Schmidt mostraba desdén.
—Soy un hombre de ciencia —dijo haciendo ademanes nerviosos—. ¿Qué tengo que ver con la política? «Pah», tal vez pronto estaremos al servicio de una nueva ciencia.
Comoquiera que sea, se lo tengo que decir.
Se acercó a la mesa y al cesto.
—¡El niño! ¡El estudiante! ¡El actor! —agregó el doctor Schmidt, sacudiendo la cabeza—. Sin embargo —dijo pensativo—, tal vez sea mejor que no diga nada. Las pongo en el cesto. Así.
Después de lo cual se volvió rápidamente, pero con un ligero disgusto.
—Y ahora, si me «egscusa», me retiraré. Pero… ¡Pastor Hunter! Por su bien debo prevenirle.
—¿Prevenirme de qué?
—¡Bueno! —el doctor Schmidt se encogió de hombros pronunciando admirablemente la letra «b». Con la cabeza señaló la puerta cerrada—. Ahí fuera, en el pequeño sendero al borde del cementerio, están reunidos muchos hombres vestidos de negro. He contado unos treinta y no creo que le quieran bien. No entrarán. Están esperando que salga.
—¡Caramba, están ahí! —dijo el vicario con la mirada ardiente.
Marión casi se puso a gritar; estaba tan nerviosa que por una fracción de segundo perdió el control.
—«¿Quién está haciendo esto?» —gritó—. «¿Quién está escribiendo estas cartas?».
—¡Ach! —refunfuñó el doctor Schmidt lanzándole una mirada penetrante a través de sus gafas con montura de oro—. Me temo que a veces pueda ser necesario que consulte a un médico. ¿Está de acuerdo, pastor Hunter?
Pero el reverendo James no escuchaba. Se dirigía a la puerta.
—¿Me disculpa unos minutos, Marión? —le dijo el vicario, sonriéndole por encima del hombro.
Abrió la puerta y la cerró detrás de él.