16
Las manos de Stella, apretadas contra la cara, cayeron lentamente al alzar el rostro. A pesar de que había desaparecido todo rastro de maquillaje, ya no aparentaba cansancio. Sus facciones delicadas se serenaban, pero al mismo tiempo se había desvanecido esa fugaz expresión burlona de su boca y de sus ojos grises. Así como Pam había perdido sus aires semisofisticados, su madre también había perdido su aire artificial para convertirse en un ser humano.
—¿Cómo se enteró…? —empezó Stella, pero su voz bajó de tono al mirar hacia la puerta del piso alto.
—Yo también he estado observando esta puerta —la tranquilizó Henry Merrivale—. La cerré completamente después de que hubo usted echado al doctor Schmidt. Si hablamos en voz baja Pam no podrá oírnos.
—Pero ¿cómo se enteró usted…?
—Por Scotland Yard —Henry Merrivale calmó con un gesto el sobresalto de Stella—. No se preocupe, señora. Aquí nadie lo sabe y nadie lo sabrá jamás. Verá —la voz gruesa de Henry Merrivale continuó tan consoladora como cuando hablaba con Pam—, quise saber por qué la única correspondencia que recibía usted era una carta, cada trimestre, de una firma de procuradores de Londres. Me dio la impresión de (pero sólo porque soy muy imaginativo) que alguien le enviaba un cheque trimestral por persona interpuesta.
—Darwin… es mi marido… La familia de Darwin no me quiere —dijo Stella bajando la vista—. No les censuro. Tienen razón. Pero… Verá —dijo enderezando los hombros—, mi marido pertenece a las Fuerzas Aéreas y está… bueno, digamos en un sanatorio. ¡No está enfermo! —murmuró vehemente Stella, y la verdad se leía en sus ojos—. Es una especie de (¿cómo la llaman?) psicosis que creen que podrán curar. Los médicos de las Fuerzas Aéreas parecían, tan… tan…
—Si son psiquiatras de las Fuerzas Aéreas es que conocen su profesión de cabo a rabo. No como el amigo Schmidt, que es un farsante en más de un sentido.
—Bueno, a causa de los otros, tuve confianza en él cuando me dijo…
A sir Henry Merrivale se le subía la sangre a la cabeza debido a la furia que empezaba a apoderarse de él, como el inspector jefe Masters.
—¿Le dijo ese matasanos que la enfermedad de su marido podía ser hereditaria y aparecer en Pam?
—¡Sí! Por eso…
—Bueno, pues no es así. Es otra mentira.
Los labios de Stella temblaban de nuevo y experimentaba una sensación de alivio que la hacia estremecer. Henry Merrivale, agachándose con trabajo, recogió del suelo el ejemplar de Últimos estudios de criminología y lo colocó de nuevo en la estantería.
—Dígame —preguntó—, ¿el viejo Cagliostro dijo…?
—¿Quién?
—¡Oh!, otro impostor. ¿Predijo que Pam podría escribir anónimos? ¿Aun antes de que empezaran a aparecer?
—Bueno, sí, eso, entre otras muchas cosas terribles. Me dio el libro y me dijo que estudiara el caso de Marie de Morell. ¿Sabe lo que hizo esa desgraciada, sir Henry? No fueron solamente cartas. Esa joven Morell dijo que un hombre, se supone que ese teniente de la Ronciére, entró por la ventana de su dormitorio y trató de…
—¡S-sh! —dijo Henry Merrivale sentándose a su lado—. ¿No sabe que cuanto dijo sobre Pam son mentiras? ¿No es así?
—¡Sí! ¡Gracias a usted!
—Pero Schmidt —observó pensativo Henry Merrivale— lo predijo de antemano.
Stella Lacey parecía estar juntando fuerzas para la peor de las confesiones.
—Ve —continuó—, «yo» no sabía que los versos de Pam tenían faltas de ortografía, mala puntuación y lo demás —una ola de rubor tiñó sus pálidas mejillas—. Realmente yo soy muy ignorante. Yo… nunca fui a la escuela.
Henry Merrivale le lanzó una rápida mirada de soslayo, pero por el momento no hizo ningún comentario.
—Marie de Morell —meditaba él—. Por esto cuando Ellie Harris le entregó el primer anónimo usted le dijo «ese libro no, ese libro no». Estaba tan asustada que no sabía lo que decía y salió corriendo de la oficina de correos.
—Me imagino que Scotland Yard también lo sabe. Sí, es verdad. Me sentía tan desgraciada, pero, por supuesto, no me atrevía a decírselo a nadie.
—Ahora, encan… es decir, señora —continuó Henry Merrivale—, dé un vistazo a los cuadros, esculturas y a los libros. Excluiremos a Irving, porque es buen escritor. ¿Qué piensa de ellos?
Stella echó hacia atrás su pelo rubio ceniza que le caía sobre la cara.
—¡Me parecen horribles!
—¡S-sh-h! —recomendó Henry Merrivale, mirando hacia la puerta cerrada de arriba—. ¿Entonces, por qué los pone en la casa por todas partes?
—¡Es que yo soy muy ignorante! ¡Y… bueno! Mis amigos de Londres dicen que son chic, de buen tono y que la gente bien los tiene.
Henry Merrivale cerró los ojos como si contara lentamente hasta diez; siguió contando diez más y llegó a una conclusión.
—Chic —repitió inexpresivo—. «De buen tono». —Luego, aún con mayor esfuerzo—: «La gente bien».
—¡Oh!, sir Henry, por favor, no me critique. Este asunto de Pam casi me ha hecho perder la cabeza. Y siendo Pam tan delicada…
—¡No, no lo es! —interrumpió enérgicamente Henry Merrivale—. Ese es otro desatino que tiene que quitarse de la cabeza. Jugará al hockey y se ensuciará la ropa si es que le gusta hacerlo; se dará un buen trompazo con los patines de ruedas y tiene que disfrutar un poco de la infancia. Me voy a enfadar con ustedes de veras si no me lo promete.
—¡Sí, sí! ¡Se lo prometo!
—Ahora hablaremos de lo que llama usted «la gente bien». —Henry Merrivale se estremeció y se calmó.
—¡Sí! El padre y la madre de Darwin…
—Un momento. ¿Cómo sabe usted que la verdadera gente bien no está ahora en la puerta de su casa? ¿No aceptaría usted la opinión y el criterio de Gordon West o de Rafe Danvers, o del coronel Bailey, o del vicario… ¡caramba! no su juicio, sabe a qué me refiero… frente al de cualquiera de los ineptos que la han estado aconsejando?
Stella se moderó.
—Por favor, no mencione a Gordon West.
—¡Ah!, ¿no le agrada? —preguntó Henry Merrivale.
—Sí, me agrada. Tal vez demasiado —Stella hizo una pausa—. Ahora que sé que Pam no ha escrito los anónimos puedo decirle que únicamente una mujer pudo escribir esas cartas.
—¿Cómo es esto?
—Porque solamente una mujer pudo adivinar mis sentimientos. Los he ocultado muy bien.
—¿Entonces ha recibido más de una carta? ¿Y todas se referían a West?
Las sombras más siniestras cruzaron la habitación, rozando el desnudo indefinido con el ojo colorado y la estatua cilíndrica.
—Sí, todas —repuso Stella en voz baja—. Pero mentí. No quise darle a nadie la satisfacción de que pudiese hacerme preguntas. Y eso no es lo peor —continuó Stella, como haciéndose un reproche a sí misma—. Siempre he tenido una reputación muy extraña aquí. He gustado a los hombres, y las mujeres sólo me han tolerado o simplemente les he desagradado. Quizá no les guste una presunta viuda. Pero ¿qué puedo hacer?
La voz de Stella se alzó con pasión y Henry Merrivale se vio obligado a hacerle bajar el tono.
—¿Cuándo he contado mis preocupaciones a algún hombre, excepto ahora? Nadie sabe nada. He coqueteado un poco, sí. Por un lado, dicen que soy una especie de… de Mesalina. Por otro, dicen que no tengo bastante temperamento para ser interesante. Bueno, no soy ni lo uno ni lo otro. Soy un ser humano corriente, con sentimientos y tentaciones como cualquier otro.
—¡S-sh! ¡Calma!
—Pero después del 1 de julio, cuando empezaron esas cartas… bueno, fue culpa mía. Cuando una se siente desgraciada, o por lo menos así me ocurre a mí, se exaspera una y dice las cosas más desagradables que se pueda imaginar. La mitad de las veces brotan de los labios antes de que se sepa lo que dice. ¿Me permite decirle algo, sir Henry?
—Por supuesto.
—Si Marión Tyler me odia, no la censuro por ello. Ni tampoco a Joan Bailey. Joan no me quiso desde un principio. ¡Pero cómo me gustaría a mí ser como Joan! Una joven sana y sincera que verdaderamente no piensa en nada sino… bueno, en el amor… y no se ve dominada por los nervios.
Henry Merrivale sacudió la cabeza.
—¡Alto, mujer! —dijo—. Ella no es tan serena como supone usted. Algo ocurrió anoche; la joven se asustó tanto que apenas podía hablar, pero apretó los dientes porque esto es lo que se esperaba de ella.
—¿No es el caso de todos? —suspiró Stella, resumiendo su filosofía—. ¡Sobre Joan y Gor… no importa! Verdaderamente, en el fondo de mi corazón, jamás llegué a creer que Pam hubiese escrito esos anónimos. ¿De dónde hubiera sacado la máquina de escribir? Y, que yo sepa, ni siquiera sabe utilizarla.
—¡Ajá! El sentido común parece por fin surgir.
—Si yo deposité toda mi confianza en el doctor Schmidt es a causa de esos médicos de las Fuerzas Aéreas. Cuando dijo que Pam había escrito las cartas y que se observaba una enfermedad mental en la última línea de aquella Chansonnette sobre la guillotina; y usted tampoco lo ha negado…
—¡Al diablo con la psicosis! —dijo Henry Merrivale, aunque empleó un término bastante más fuerte—. ¡Míreme!
Stella le miró.
—¿No conoce un estilo de poesía que es, o era, muy popular? Empieza muy arrulladora y almibarada, muy pétalos de rosa y neblina sentimental, y luego termina con «váyase al demonio, mi amor».
—Por supuesto. Eso es…
—A todo el mundo le gustaba porque, además de bien hecha, agradaba lo brusco del final. Eso le encantaba a la juventud. Si pudieran le imitarían. Pam lo hizo.
—¿Es eso «verdad»?
—¡Oh! ¡Claro qué sí! Pam dijo que no le importaba mucho el aspecto sentimental. Aunque ese sujeto, Harry Goldfish, no es del todo malo; pero no se le permitía jugar con la pandilla de Tommy Wyatt porque les llamaban los diablillos de Satanás y no querían formar parte del coro —una expresión maliciosa cubrió insensiblemente el rostro de Henry Merrivale—. Le hablé entonces de mi tío, un tipo llamado George Byron Merrivale, que había querido que ingresase en el coro, y cómo ajusté las cuentas con el villano bien y pronto.
—¡Es que soy tan «ignorante»! —Stella repetía esto insistentemente—. Yo… estaba en el coro cuando Darwin y yo nos casamos.
Sir Henry Merrivale se sorprendió.
—Por supuesto que estaba —dijo él—. Ya he dicho que la había visto antes… relacionada con algo grande, hermoso y noble. Era la joven que estaba en la extremidad de la primera fila de las Veradana Gaieties en 1924.
—Pero el padre y la madre de Darwin…
—Escuche —dijo solemnemente—. ¿Sabe todo lo que tiene que tener una joven para formar parte del coro de una revista de Chalmers? —añadió con disimulado orgullo—. Mi esposa formaba parte del coro de ese mismo espectáculo en \913.
—¿Su… esposa?
—Seguro. Clemmie tiene, por supuesto, muchísimos menos años que yo —explicó con sentimiento Henry Merrivale—. Es bajita, rubia y conserva su figura. Y aun ahora, cuando está engalanada, todavía tiene éxito. Ve, Clemmie…
—¿Clemmie?
—Mi esposa. Se llama Clementine, como la querida Clementine de la canción —Henry Merrivale, superficial y satisfecho, se puso a rascar un banjo imaginario—. Pero en la actualidad no nos vemos mucho —añadió con tristeza—. Clemmie acostumbra residir en el sur de Francia.
—¡Lo siento! —los ojos grises de Stella mostraron preocupación—. ¿Fue una boda poco feliz?
—¿Poco feliz? —exclamó Henry Merrivale—. ¡Cáspita, no! Este es el inconveniente; ha sido demasiado feliz.
—Pero un matrimonio no puede ser demasiado feliz. Yo… quisiera que así fuera.
—¡Vea! —dijo Henry Merrivale con severidad—. Le contaré. Clemmie se cansa del sur de Francia. Me envía un telegrama diciendo que la espere. Bueno, vamos al Ivy, o tal vez al Claridge’s, o al Savoy Grill… —el tono de Henry Merrivale era todavía indiferente— y empezamos por tomar cuatro o cinco whiskys dobles. ¿Comprende lo que quiero decir?
—¡Oh, sí! Mi marido y yo… —añadió Stella.
—Y al sexto, cuando los dos sentimos como si hiciera poco que nos hubiéramos encontrado en Pearly Gates, al son de una banda de cobres, Clemmie se pone pensativa y me dice: «Henry, tengo una idea magnífica. ¿Qué ocurriría si colocásemos un policía embalsamado encima de cada chimenea de Scotland Yard, sin que nadie nos viese y haciéndolo a plena luz?». Y yo, lleno de whisky y de malicia, digo: «Clemmie, no está nada mal. Dame unos minutos para pensar cómo podemos hacerlo». Lo hicimos, por supuesto. Y luego fue cuando nosotros… Pero quiero decir —insistió Henry Merrivale, levantando solemnemente el dedo para dar mayor énfasis a su lección de moral— que no puede uno estar haciendo continuamente esas cosas, ¿no? Tengo, que pensar en mi dignidad.
Stella le miró con extrañeza.
—Dios santo —exclamó—. ¿No querrá decir que hay «dos» personas en usted?
—¡No sé de qué me está hablando! —dijo Henry Merrivale ofendido.
—Dos sir Henry Merrivale, uno pequeño y femenino. Yo… yo…
Era evidente que los sentimientos de Stella habían ido demasiado lejos. El viejo le había dado tantas esperanzas, tanta facilidad para manejar a los diablillos imaginarios como si fuesen de papel de seda, que debía tomar inevitablemente una u otra dirección.
—¿Sabe que cuando llegó usted le tenía miedo? —dijo Stella. Le abrazó y lloró sobre su hombro.
—¡Oh, por el amor de Esaú! —se quejó el Viejo Maestro.
Henry Merrivale, con expresión de víctima, extendió los brazos. A pesar de que en el caso de Pam la había alentado, teniendo una especial atracción por los niños, ahora consideraba que con Stella iba demasiado lejos. Además, con los brazos de Stella alrededor de su cuello, comprendía que estaba en una posición que podría parecer equívoca.
Había otra persona que pensaba exactamente lo mismo. Ya se ha advertido que nadie echa la llave a las puertas en Stoke Druid. Gordon West, al encontrar la puerta de la calle abierta, había llegado por el pasillo hasta la sala y se detuvo bruscamente.
—Este… disculpen —dijo, y se retiró de prisa.
—¡Un momento, maldito sea! —berreó Henry Merrivale. Depositando suavemente en el diván a una Stella azorada, corrió tras West.
Afuera, la noche era fresca y agradable. West, con las manos en los bolsillos, se le encaró en el umbral de la puerta de la calle.
—Dígame, viejo pícaro —preguntó West con verdadero interés—, ¿a cuántas mujeres necesita? Dentro de pocos días tendrá tan mala reputación como el vicario. ¡Y espere a que se entere de esto Virtue Conklin!
—Soy completamente «inocente» —dijo Henry Merrivale dando un tirón a su cuello—. Soy el más pobre e incomprendido… protector de la humanidad que haya intentado hacer una buena acción. He venido aquí, nada más que para consolar a una niña que está en el piso alto.
—Según mi visual —dijo West—, estaba consolando a una niña grande en el piso de abajo.
—Dígame, ¿no le dirá nada de esto a Virtue? —insinuó Henry Merrivale en voz baja.
—No, Maestro. No me importa nada que mantenga a un harén. ¿Pero ha olvidado lo que íbamos a hacer? ¿Y las urgentes instrucciones que me dio?
En realidad, Henry Merrivale lo había olvidado. Pero, sacando su reloj, echó una mirada a West e instantáneamente le interpeló.
—Pensé que había estado ahí adentro unas cuatro horas y creo que los demás también. Pero no son nada más que las diez. No importa; ¿en qué ha perdido usted el tiempo?
Las sombras se acentuaron en los pómulos de West.
—¿Perdido el tiempo? —dijo.
—Sí. ¿Dónde está ese revólver del calibre treinta y ocho?
—Desapareció —contestó categóricamente West—. Había desaparecido cuando volví a toda prisa a mi quinta. No he estado en ella en todo el día y pueden haberlo sustraído en cualquier momento.
La luna iluminaba Stoke Druid, aunque todavía no era llena.
—¿Y dónde está Fred Cordy? Le dije que lo agarrara y que no le perdiera de vista.
¡No pude hallarlo! —interrumpió West—. Esto —añadió con amargura— es lo que usted llama «perder el tiempo». No estaba en su casa, la última en el extremo norte de High Street. Tampoco en los bares, ni en ningún cafetín que yo conozca.
Los dos se dieron la vuelta. Delante, el sendero de grava torcía hacia la izquierda y pasaba a unos cien metros de la casa de Stella, antes de convertirse en un sendero de tierra. Enfrente aparecían los gruesos árboles de este lado del parque. Detrás de éstos, un camino de grava, ancho y recto, unía los portones a la puerta de la casa solariega. Detrás de otros árboles, del lado donde vivían los Bailey y el propio West, salía otro sendero como aquél.
Había, pues, tres senderos: el del centro, que conducía a la residencia como el astil de una flecha, y los otros dos como los bordes de la punta de la flecha. Pero nadie andaba ni se movía, con excepción de las sombras, entre los árboles bañados por la luna.
—Esto va de mal en peor —objetó Henry Merrivale en voz baja—, pues Cordy, a pesar de todo, debe de estar en alguna parte.
—A no ser que deliberadamente se esconda.
Los dos avanzaron a la luz de la luna, pero sus pisadas eran tan ruidosas sobre la grava que se detuvieron.
—¡Aguarde! ¿Estará… —Henry Merrivale levantó un brazo para señalar el parque—, estará de visita en casa de nuestros amigos?
—No. También pensé en ello.
—¿Cómo dice, hijo?
—Después de que usted se marchase de casa del coronel, el grupo se disgregó. El vicario se fue a su casa y lo mismo hizo Rafe Danvers. Bueno, después de buscar por todas partes en la aldea, volví allí como última esperanza. Joan y el coronel jugaban al ajedrez y Cordy, por supuesto, no estaba. Regresé a mi casa y la hallé desierta, nada de Cordy. Crucé por delante de la casa solariega —West la señaló— y vine por este lado a la quinta de Marión Tyler.
—Esto es de nuestro lado. A la derecha de donde estamos ahora intervino Henry Merrivale.
—Sí, Marión se estaba desnudando. Me vine entonces para aquí.
—¿Buscó en la casa solariega?
—¿En la casa solariega? —repitió West sacando las manos de los bolsillos—. ¿Qué diablos podía estar haciendo Cordy allí?
—Oh, hijo, no tiene usted el ingenio que posee Virtue para que le cuenten todos los chismes que circulan.
—¿Qué pasa ahora?
—El Squire Wyatt —dijo Henry Merrivale— es una de las personas que agradan a Cordy. El Squire Wyatt, por lo menos en el caso de Cordy, cierra los ojos ante la caza en terreno vedado. Pero probablemente tiene usted razón —añadió Henry Merrivale desesperado— y Cordy está escondido. Hijo, tiene un buen motivo para esconderse.
—¡Hum!, sí. Usted ha dicho que es la persona que está en peligro —West golpeó el suelo con el pie—. ¡Debemos encontrarlo! Pero, por Satanás, ¿cómo podríamos hacerlo?
—No lo sé. Tal vez… La Viuda Burlona.
—¿Cómo puede un montón de cartas tener algo que ver con…? —West calló—. ¿Se refiere a la figura de piedra de La Viuda en la pradera?
—Ajá.
—¡Pero no podría ocultarse allí!
—No, hijo. No podría ocultarse. De cualquier manera, podría…
En aquel mismo momento la mano de Henry Merrivale cayó pesadamente sobre el brazo de West.
—¡Escuche! —dijo.