10

Todo el mundo dijo que se trataba de una tomadura de pelo. Todos se rieron de la idea pensando que era una broma de las tantas que hacía La Viuda. Los comentarios siguieron hasta la noche y muy cerca de las diez hubo un consejo de guerra en el estudio del coronel Bailey.

En medio de una nube de humo, se produjo un sonado debate en aquella habitación de estilo Victoriano, grande y cuadrada, con los nomeolvides azules y rosas. A través del humo del tabaco se distinguía el mapa sobre la chimenea y el otro en relieve entre las ventanas, así como las viejas y confortables butacas de cuero.

De todas las personas interesadas, Joan no fue consultada. Estaba en su dormitorio cambiándose de vestido porque West había llegado.

Por esta vez sir Henry Merrivale participó poco en la discusión. Cómodamente sentado, con los ojos cerrados, fumaba una tagarnina tan desagradable como sus propios cigarrillos. Mientras la hacía girar de un lado a otro de la boca reflexionaba sobre los chistes y las bromas que conocía y que formaban legión.

La principal discusión violenta se entabló entre Gordon West y el coronel Bailey, hasta que se pusieron de acuerdo en que éste dirigiese el debate.

—¿Entendido, entonces? —preguntó inflexible el coronel.

West, extendiendo las manos, se sentó en una silla. El coronel Bailey, de pie junto a la mesa, habló con brusquedad, con la atención fija en su pipa.

—¡Cáspita! ¡Yo leo novelas policíacas! —dijo con el aire de quien hace preguntas y eruditas investigaciones sobre los orígenes de Caldea.

—¡Lo que faltaba! —murmuró sir Henry Merrivale.

El coronel, de carácter serio, le lanzó una dura mirada, pues quería verdaderamente a su sobrina y hubiera preferido morir antes de que algo malo le ocurriera, pero también se hubiese muerto antes que reconocerlo.

—Sé que son pura fantasía —dijo—. ¡Pero escuche! Estos hechos ocurren a menudo.

Y a uno le gustaría poder decirle al borrico de detective: «¡Hombre, tenga sentido común!». Ahora el jefe de la pandilla…

—Ha estado leyendo hechos sangrientos y no cuentos policíacos —interpuso West fastidiado—. Pero siga.

—La policía recibe una carta que dice… digamos, por ejemplo, que el ministro de la Guerra… (esto conviene) morirá exactamente a las nueve y media de la noche y que nadie podrá evitarlo.

—¿Y?

—Bueno, proceden correctamente. Sería raro de que no contaran con la mitad de Scotland Yard, de tres en fondo, para rodear el despacho del ministro de la Guerra. Ponen centinelas en las ventanas y también en los tejados —el coronel Bailey respiró hondo—. Pero a los muy tontos nunca se les ocurrirá situarse simplemente «en el interior» del despacho. Lo que sucedería después podría haber sido evitado. ¿Me sigue?

El coronel Bailey, sin esperar la respuesta, señaló a Henry Merrivale con su pipa.

—Merrivale se sentará en un rincón de la habitación. Yo me sentaré en el otro. Me imagino que no habrá nada de malo —dijo vacilante, mirando a West— si también está usted allí. ¡Por Dios! Cualquiera que aparezca saldrá con las orejas hinchadas.

West se inclinó para tomar su cigarrillo encendido del borde de un cenicero.

—Coronel —dijo con franqueza—, no sirve.

—¿Por qué no?

—¡Porque nadie aparecerá!

—Pero si es lo que deseamos, ¿no es así?

—Diga —continuó West, cerrando sus ojos castaños en tal forma que los huesos de las mejillas parecían más altos de lo que eran—. ¿Cómo imagina a la persona que aparecerá… si alguna vez aparece?

—No lo sé —repuso el interlocutor, inquieto—. ¡Espere! Pienso que tal vez pueda ser alguien de aspecto extraño, con peluca y vestimentas teatrales.

—Yo también —dijo West—. ¿Está de acuerdo, sir Henry?

—Ajá —dijo Henry Merrivale.

—¡Está bien! —dijo West, aspirando una bocanada de humo y apagando luego el cigarrillo—. Ahora bien; si cualquiera de ustedes conociese alguna manera teatral de un entrar y salir de una habitación cerrada con llave, sin que nadie lo sepa, salvo la víctima que está dentro (y que está obligada a saberlo), ¿se presentarían si sospecharan que otra persona podría estar allí?

—No —refunfuñó Henry Merrivale y dio una chupada a su cigarro.

El coronel Bailey no contestó ni una sola palabra, pero golpeó violentamente su pipa dentro del cenicero de cristal.

—Escuche entonces mi plan —le pidió West a Henry Merrivale—, como se lo he explicado esta tarde al coronel Bailey. Después de todo, no podemos quedarnos sentados todas las noches, hasta la Navidad, en la habitación de Joan. Además… Tenemos que hacer una tentativa de apresar a La Viuda mientras sea posible. ¡Muy bien! Pero la habitación de Joan está en la planta baja, como lo sabe la autora de los anónimos. Ese dormitorio —lo señaló— está al otro lado del pasillo, saliendo de este estudio.

En tal caso —insistió el coronel Bailey con terquedad—, Merrivale y yo nos sentaremos al lado de fuera de la puerta y no nos moveremos.

—Está bien. A pesar de que hubiese preferido… Bueno, está bastante bien —West volvió a dirigirse a Henry Merrivale—. Las dos ventanas del dormitorio de Joan son anchas, con pestillos gruesos en el marco y difíciles de abrir.

—¿Como las ventanas de aquí, hijo?

—Sí. Las dos ventanas estarán cerradas con pasador por dentro. Yo las vigilaré desde fuera con otra persona. Es decir, habrá un centinela en cada ventana.

—¿Cómo? ¿Con qué otra persona?

—Con Fred Cordy.

—¡Hum! —refunfuñó el coronel en señal de duda.

—Caramba, usted dijo que era la única persona en quien podíamos confiar.

—¿Cordy? —replicó Henry Merrivale al enderezarse en la silla y quitándose el cigarrillo de la boca—. ¡Vaya, hombre! Creo que alguien me lo indicó. ¿No es aquel muchacho moreno, con el cabello erizado, que se balanceaba encima de la tumba?

West rió sin motivo.

—Ese es. Para mucha gente es un diablillo. Pero me es completamente fiel, lo mismo que al coronel y también a Joan. Además, no abrirá la boca. ¿A quién más podemos buscar si queremos mantener esto en secreto? ¿Al vicario?

—Pasará primero sobre mi cadáver —dijo el coronel Bailey, apretando los dientes.

—Muchos hombres de la aldea nos ayudarían —siguió West—, pero la noticia se sabría mañana en todas partes. Con esta vigilancia alrededor de la habitación, ¿existe alguna probabilidad de que alguien entre?

Henry Merrivale, que con fastidio se pasaba la mano por la calva, hizo una mueca de protesta.

—Pero éste es el inconveniente, hijo. ¿Su plan no ahuyentará en mayor medida a La Viuda que el del coronel Bailey?

—¿Cómo?

—Por esto. ¿Hay alguna otra forma de entrar, con excepción de la puerta y de las dos ventanas?

—No. Ninguna.

—Entonces tendrá dos hombres custodiando la puerta interior y otros dos las ventanas exteriores. Si quiere llamar la atención hacia ese lugar, ¿por qué no dispara un cohete o hace tocar «Rule Britannia» por una banda de música?

Una vez más West se sentía intranquilo. En su rostro se acentuaron los enérgicos rasgos que expresaban su determinación.

—El plan no es tan tonto como le parece. Si La Viuda se acercase, lo haría por las ventanas. La luna —lanzó un vistazo a su reloj de pulsera— estará alta; en realidad, ya está alta. Pero Fred y yo nos esconderemos bien en la oscuridad. ¿Esto le satisface?

Henry Merrivale continuó mesándose los cabellos.

—Hijo, no digo que esté equivocado. Pero… ese tipo, Cordy… —Henry Merrivale levantó sus ojos penetrantes y lanzó una mirada oblicua a través de las gafas—. ¿No tienen a alguien más formal que ese duende travieso a quien le gusta sentarse sobre las tumbas o hacer acrobacias en la pradera? ¿Y Rafe Danvers, el de la librería? ¿O aquel médico alemán?

—Danvers —convino West— sería perfecto, pero es demasiado viejo. En cuanto al médico…

—Prefiero no traerlo a mi casa —dijo el coronel Bailey con voz inexpresiva. Su mirada se dirigió desde el estante bajo con libros hasta los superiores marcados War Office y rápidamente la desvió otra vez.

—Perdóneme —añadió para disculparse—. No tengo absolutamente nada contra ese muchacho. Pero así es.

Se produjo un largo silencio durante el cual el humo del tabaco pareció espesarse.

—¡Escuchen, esto es una verdadera tontería! —dijo de pronto el coronel Bailey como un hombre que se viera en el cuarto de los niños, sentado en el suelo jugando.

—Por supuesto —dijo West—. Pero no es por nuestra culpa. Esta situación no la hemos inventado nosotros. Ha sido La Viuda.

La tensión iba en aumento, aunque no quisieron reconocerlo. West se levantó de la silla y caminó inquieto.

—¡Esto me resulta muy desagradable! —dijo—. Desearía no tener que hacerlo. Me da miedo el efecto que producirá sobre Joan.

—¿Joan? —repitió sorprendido el coronel. Una sonrisa suavizó su cara—. No podría asustar a esa joven por nada del mundo.

—Perdóneme. Pero tal vez la conozca yo un poco mejor que usted.

—La bisabuela de Joan —dijo el coronel, golpeando la pipa contra el borde del cenicero de cristal enfáticamente— estuvo metida en pleno motín de Sepey en el cincuenta y siete. Peleó con un fusil junto a su marido. La propia madre de Joan…

—Pero en las familias las cosas no ocurren siempre así.

—En la nuestra sí. ¡Vea este papelucho! —del centro de la mesa, salpicada de granos de tabaco, el coronel Bailey tomó el último anónimo que Joan había recibido.

»“Considero que deberíamos conocernos mejor —leyó en alta voz—. Por lo tanto, me propongo visitarte en tu dormitorio el domingo, poco antes de medianoche —y el resto—. Tu aspirante a afectísima amiga. La Viuda”. ¿Dónde está la grave amenaza?

West dio un tirón a su cuello. Las dos voces se alzaron.

—No estoy seguro —replicó—. Pero le apuesto a que si cualquier mujer lee eso y sigue pensándolo, acabará poniéndose verde de miedo.

—¿Joan?

—¡Sí, Joan! Maldito sea, ¿no comprende que Joan es impresionable?

—«Impresionable», mi estimado joven —el coronel habló con mucha tranquilidad—. ¿No tendrá miedo usted también?

—Por mí no. ¡Pero interprételo así! Durante más de tres meses (a partir de julio, coronel) nuestras espaldas han sido el blanco de flechas envenenadas. El veneno no mata, con excepción del caso de Cordy Martin. Pero la herida se inflama y empeora, puede hacer pasar malos momentos a ciertas personas. Es como si va uno andando por la calle y un flechazo le hiere en el cuello. Y se da la vuelta y no hay nadie a la vista.

Las palabras breves expresaban el cuadro con una intensidad desesperante. Después de una pausa, el coronel Bailey disminuyó sus defensas al golpear otra vez la pipa contra el cenicero.

—¡Hay muchas probabilidades! —dijo.

—Exactamente. El autor de los anónimos puede ser usted o yo, aunque sé que no es así. Puede ser el propio vicario. Puede ser…

El timbre de la puerta de la calle comenzó a sonar con la fuerza de una pila nueva. Escucharon los pasos de Poppy, la criada, que iba de prisa a responder. Joan Bailey, que estaba en su dormitorio, en el fondo del pasillo, también oyó la llamada.

Joan, a quien sólo faltaba ponerse el vestido, volvió a recostar la cabeza sobre la almohada y se puso un trapo húmedo sobre la frente para aliviar el dolor de cabeza mientras las aspirinas surtían efecto. Su combinación de seda blanca brillaba a la luz de la lámpara colocada sobre una mesa a la izquierda de la bonita cama de cuatro columnas.

—¡Es tonto! —dijo Joan en voz alta, mirando al techo—. ¡Es tonto sentirse como me siento!

La habitación era grande y cuadrada, igual al estudio en el otro extremo del pasillo, empapelada con un papel de mal gusto que esbozaba unos repollos. Tenía una gruesa alfombra. Había demasiados muebles, que no tenían cabida en otra parte. Pero el único lado que nos interesa es el del oeste, donde la cabecera de la cama se apoyaba contra la pared, entre los dos ventanales.

Aunque Joan no lo notara, ya había salido la luna. Las dos ventanas estaban aseguradas y con las cortinas descorridas para tener la certeza de que se había corrido el pasador.

Lo peor, pensaba, era la tremenda sensación de soledad.

Joan habría mojado el trapo con mayor frecuencia en un tazón de agua que tenía junto a la lámpara, de no haber sido porque cada vez que daba la vuelta a la izquierda veía las agujas del pequeño reloj sobre la mesilla de noche. La hora se acercaba.

Si en aquel momento hubiese podido escribir en su diario, habría anotado algo así:

«No quiero ser la mujer que estuvo en aquel puente en llamas. Es un trabajo de hombre; que él lo haga. Pero lo haré porque esto esperan de mí. De todos modos, Gordon estará en la parte de afuera de la ventana. Si pudiera inclinarme y extender mi mano a través del cristal, casi podría tocarle».

Como Joan se hallaba acostada, la puerta que comunicaba con el pasillo quedaba en la pared frente a ella, a su derecha. El sonido del timbre de la puerta la sobresaltó, pero sólo se incorporó cuando oyó la voz suave de Stella Lacey, que se acercaba por el vestíbulo.

—… con toda urgencia —Stella decía a Poppy— «he» prometido entregar estas cartas a sir Henry Merrivale, pero aquella espantosa mujer con el pelo mal teñido me ha dicho que no estaba en el Lord Rodney.

—Sí, señora —dijo Poppy—. Por aquí, señora.

Joan se levantó de prisa. Después de ponerse el vestido y los zapatos y arreglarse rápidamente el pelo frente al espejo del tocador, abrió la puerta de su dormitorio y pudo ver, a través del humo del tabaco, a Stella de espaldas en la puerta del estudio y a tres hombres en pie.

—… sabía que era domingo por la noche —el encanto de Stella se reflejaba en las caras varoniles y su pelo rubio ceniza se arremolinaba sobre los hombros cuando movía la cabeza—, pero tuve que hacer unas compras en la farmacia. Si toco el timbre y asoma míster Goldfish y ve que soy yo, siempre baja y me hace entrar.

—¿Goldfish? —exclamó Henry Merrivale pendiente de la colilla de su cigarro—. Me parece haber oído mucho ese nombre.

—Es ese hombre pequeño, de mirada inquieta y gafas diminutas —explicó West— que estaba con Theo Bull entre la muchedumbre y que parecía no querer encontrarse allí, aunque también se encontraba bastante agitado.

—Me pidió que trajera esto —dijo Stella—. También me pidió que les dijera que estaba con ustedes, signifique lo que signifique. Parece ser que también recibió dos anónimos.

«Tac», sonó la pipa del coronel Bailey contra el cenicero, expresando desesperación.

—¿Sobre qué? —preguntó West.

—¡Gordon! —exclamó Stella con ficticio desagrado. Joan podía adivinar, aunque no lo viera, la sonrisa de reprobación que le hacía fruncir los labios—. ¿Cree que soy capaz de leer las cartas de los demás?

—¡Sí! —dijo Joan con voz inaudible.

—Me parece que engatusé a míster Goldfish —Stella empezó a reírse, pero al ver las caras de los presentes, instantáneamente se puso solemne—. Una vez…, oh, esto fue hace años, antes de venir aquí… murió la esposa de una persona importante y se habló de que míster Goldfish había preparado una receta equivocada que contenía veneno.

—¡Un momento! —intervino Gordon West—. He oído hablar de ese viejo chisme. Es casi una leyenda. La persona tan importante, ¿acaso no era el Squire Wyatt, que ha enterrado a dos esposas?

—Así es, Gordon.

—Esto tiene que acabar —dijo el coronel Bailey.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, coronel —dijo Stella, y seguidamente entregó a Henry Merrivale las dos cartas—. Realmente no me he encontrado con usted aquí, sir Henry. Pero creo que nos hemos conocido en Londres.

—Estoy completamente seguro de que así es, señora —repuso Henry Merrivale, fijos en ella sus penetrantes ojos—. ¡Cáspita! Debe tener algo que ver con mi esposa. Aunque, dígame, ¿por qué se inquietó tanto y previno a la gente en contra mía cuando la vi por vez primera en la pradera?

Stella pasó por alto esta pregunta. Vestía un modelo azul y uno de esos sombreros negros con medio velo tan de moda ese año. Sus ojos grises brillaban a través del velo cuando se volvió hacia el coronel Bailey.

—Ahora me voy volando, porque Pam debe de estar preocupada. A propósito, tiene que leer el librito de poemas de Pam. ¡Pero, coronel!, no debería ponerse esas chaquetas de franela ni hundir las manos hasta los codos en los bolsillos. Es demasiado buen mozo para ir tan desaliñado. No lo niegue ahora. ¡Lo es! ¡En cuanto a… Joan!

Esta, más cordial y rozagante que nunca, entró en el estudio como si no tuviese preocupación alguna.

—¡Querida! —dijo Stella con tono de ansiedad.

Joan se dejó besar en las mejillas, pero al mismo tiempo volvió sus ojos azul claro en otra dirección, como imaginando algún crimen inocente.

—¿Está segura de sentirse bien? —preguntó Stella con el mismo tono de ansiedad.

—Estoy perfectamente bien —rió Joan, arqueando las cejas en señal de interés—. ¿Por qué no habría de estarlo?

—Por supuesto. Yo… quería consolarla por lo del sermón de míster Hunter esta mañana. Joan, yo estaba furiosa. Creo que nunca en mi vida me enfadé tanto. Sé que no estaba usted allí. Sin embargo…

—¡Pero, Stella! —protestó Joan—. ¿Y usted? No debe haber sido agradable enterarse del contenido de estas cartas… Gordon dice que no eran más que tres, pero creo que llegan a una docena… diciendo que usted y Gordon iban por mal camino.

Se produjo un silencio mortal a pesar de que ya no era ningún secreto. West, resuelto a evitar esta situación, no podía sino aparentar ser más culpable de lo necesario.

—¿O no ha oído hablar de ello? —preguntó Joan.

—Sí, querida. Lo he oído —suspiró Stella haciéndose un poco la mártir—. ¡No me pregunte quién me lo dijo! Cuando corre un rumor absurdo como ése, nunca se puede recordar de dónde viene. Pero si Gordon y yo no hemos hecho más que tomarnos de la mano a la luz de la luna.

West hinchó con fuerza los pulmones.

—Mujer —dijo de pronto y sin cortesía alguna, señalando con el dedo a Stella—, ¡jamás hemos hecho ni siquiera eso! ¡Jamás le he dirigido una mirada lasciva! Nunca he…

—Espero que no lo haya hecho… —le dijo vivamente Joan a Stella—. Debe saber que Gordon y yo nos vamos a casar el 3 de octubre… Tío George, no te pongas de esa manera. Te lo íbamos a decir, pero han ocurrido tantas cosas…

Joan interpretó mal la expresión del coronel, que, debemos confesarlo, fue de alivio. Después de todo, no contaba con más ingresos que su media paga, y Joan no tenía nada. Sentado erguido en la silla de cuero, reaccionó lo mejor que pudo.

—¡Joan! ¡Y… mi querido West! Mis cordiales felicitaciones. Por Dios, si. ¡La tengo! Esta es una ocasión que requiere una botella de cham… —la vista del coronel Bailey cayó sobre la carta anónima, dejada sobre la mesa como una araña.

—No —añadió llanamente—. Lo siento. Todavía no.

—Buenas noches, Stella —dijo Joan en el mismo tono—. Poppy la acompañará hasta la puerta.

Y la puerta del estudio se cerró tras Stella Lacey.

Esto ya fue demasiado para la dignidad del coronel Bailey.

—¡Joan! —habló con severidad—. ¿Acaso estamos acostumbrados a tratar así a nuestras visitas? ¿A echarlas virtualmente de casa? ¡Ya mistress Lacey! Una mujer tan agradable —el coronel prosiguió a pesar de su turbación—, la mujer más agradable que jamás haya venido a Stoke Druid. Sin que te lo reproche, sé que me contaste un chisme sobre ella hoy, camino de la sacristía. Hojarasca. ¡Nadie podrá creerlo!

—El inconveniente es… —empezó Joan y calló—. Por lo menos «ella» no puede haber escrito los anónimos.

—¿Qué le hace pensar que no, encanto? —preguntó sir Henry Merrivale.

Durante esta conversación, Henry Merrivale, que había dejado la colilla del cigarro y las cartas de míster Goldfish, estudiaba las caras con la barbilla apoyada en su mano. Joan, sonrojada, se dio cuenta.

—¿Qué ha dicho?

—Pregunto —refunfuñó Henry Merrivale—, ¿qué le hace pensar que ella no los ha escrito?

—Stella no hubiese escrito un montón de cartas acusándose a sí misma.

—¡Diantre! ¡Vaya pandilla de ineptos! —suspiró Henry Merrivale, y volvió a sentarse—. Un hombre lo hace rara vez o nunca, porque tiene miedo a perder su trabajo. Es propio de la naturaleza masculina. Pero una mujer a quien no le importa nada, a menudo escribe las necedades más descabelladas e histéricas acusándose a si misma porque cree, como usted así lo ha pensado, que nadie sospechará de ella. La policía conoce perfectamente esa mentalidad.

—Santo Dios —dijo West—, ¿nunca acabarán los enredos en un caso de anónimos?

Henry Merrivale no respondió. Pero la sombra tenebrosa de nuevo había caído sobre ellos; la nube envolvente dentro de la cual podían dañarlos o herirlos hasta enloquecer sin que ellos pudieran devolver golpe por golpe.

—Me imagino que esta noche haremos la gran prueba —observó Joan riendo—, ¿la de atrapar a La… La Viuda?

West la miró.

—¿Dices que esto no te importa? —preguntó—. Contesta francamente.

—Franca y sinceramente.

—Angel mió —dijo West con calma—, estás mintiendo.

—Querido, ¡«no es cierto»!

—¡Hum! —refunfuñó el coronel Bailey, y se volvió—. ¿Querrías tomar un par de mis píldoras amarillas para dormir?

—¡Sí! ¡Muchísimas gracias…!, quiero decir que no tiene importancia, pero podré dormir mejor, ¿no es verdad?

—Píldoras amarillas —repitió medio soñoliento Henry Merrivale, y miró al coronel—. ¿Nembutal?

—Eso es. Si prefieres alguna otra cosa, probablemente el farmacéutico…

—No. Es una buenísima idea —Henry Merrivale asintió con un movimiento de cabeza y miró a Joan—. Pero si va a tomar esas píldoras, encanto, tómelas ahora. ¡Sí, ahora! Obran como el diablo, pero son de acción. Actuarán lentamente y la tumbarán a la hora y media o más, así que tómelas ahora.

—Y ésta es la noche —dijo nervioso el coronel Bailey— en que deberíamos celebrar un compromiso. Estoy contento, saben. Al diablo si no lo estoy —dijo desafiante, temeroso de que hubiese señales de demostración por parte de Joan o de West—. Pero no es correcto. En nuestro casino de oficiales, cuando anuncié mi compromiso…

—No hubo un hombre que no estuviese borracho —dijo Joan, repitiendo una declaración que había oído ad infinitum—, desde el coronel hasta el subalterno más joven —su valor falló un poco y casi estalla.

—Fue por mi culpa —intervino West—. Si pregunta a Joan, le dirá por qué fue una declaración tan repentina… —West calló de golpe—. ¡Una declaración! —repitió él.

—¡Vamos! ¡Qué diablos! ¿Qué ocurre?

—Gordon, querido, por favor, no me hagas saltar.

—¿Dónde está esa carta? —preguntó West. La vio sobre la mesa, la arrebató y febrilmente volvió a leerla.

«Por lo tanto, me propongo visitarte —leyó en voz alta—. Por lo tanto, me propongo…» —el cerebro de West trató de recordar algo que escapaba a su comprensión—. El autor de los anónimos está destinado a cometer errores usando los mismos términos. Ahora, ¿a quién he oído emplear estas mismas palabras en las últimas veinticuatro horas?