13
—Siéntese, inspector Garlick.
—Gracias, señor —refunfuñó éste.
El inspector Garlick era un hombre alto y pesado, con ojos pequeños y un lunar en la mejilla; se sentó con cuidado y miró a su interlocutor por encima de la mesa, que ahora estaba despejada.
El personaje de Londres tenía las manos entrelazadas, su cabeza era calva y fumaba un cigarro. La mirada de Henry Merrivale, cuando quería, era tan fría y mortífera como la de una serpiente. El inspector Garlick debió darse cuenta de que este viejo era un personaje importante.
Al propio tiempo sabía que muchos funcionarios (entre ellos su jefe) no eran muy prácticos. Y meditaba cuánto sabría este viejo acerca de las tareas policiales.
—¿Supongo —dijo Henry Merrivale quitándose el cigarro de la boca y colocándolo en un cenicero— que habrá tenido mucho ajetreo con este asunto? Sí, veo que así ha sido. Entonces lo olvidaremos todo y empezaremos desde el punto de partida.
Al inspector Garlick se le quitó un peso de encima.
—Quiero saber —dijo Henry Merrivale— hasta dónde conoce las tareas policiales… ¿Qué pasa, hijo?
—Nada, señor. Este… absolutamente nada.
—Mucha gente cree, y las personas instruidas como Rafe Danvers, que el noventa por ciento de los anónimos son escritos por mujeres neuróticas. ¿Es o no verdad?
Garlick, consciente de aquella mirada fría, puso deliberadamente el sombrero sobre la mesa.
—Señor —contestó—, antes de adelantar un «sí» o un «no», quisiera poder explicarme.
—Está bien. Es justo.
—En general —dijo Garlick resuelto a comportarse lo mejor posible—, hay cuatro categorías distintas de autores de anónimos.
Aunque a veces se confunden una con otra.
—Ajá. Continúe.
—Primero —prosiguió Garlick— está el tipo que podría llamarse «delator». Escribe directamente a la policía o a alguien con autoridad. Denuncia a la víctima por cualquier cosa, desde un crimen hasta crueldad con los niños. Es el más común y generalmente aparece después de que la víctima haya quedado absuelta en el juicio. Siempre es malicioso y rara vez o nunca veraz.
Henry Merrivale asintió con un movimiento de cabeza.
—¿No olvida algo del delator? —dijo.
—Sí, señor. Está bastante dividido entre hombres y mujeres. Pero no sirve en el caso de Stoke Druid.
—Bien, hijo. ¿Y el siguiente?
—El segundo tipo —continuó Garlick— podría llamarse «vengador». Escribe cartas de chantaje y exige dinero con amenazas. Por lo común es un sirviente o un empleado despedido, alguien que siente un fuerte odio personal contra la víctima. A veces ataca. En este tipo… predominan los hombres.
Henry Merrivale volvió a asentir con un movimiento de cabeza.
—El vengador —refunfuñó— no encaja aquí. Podemos excluirlo, porque el dinero no tiene nada que ver con este caso. Adelante.
—El tercero —empezó Garlick y se calló—. ¡Bueno, señor! A este tipo se le podría llamar «loco entrometido». Si alguien sobresale ante la opinión pública, aunque sea por poco tiempo (por ejemplo un aviador o un juez de un caso importante), el autor del anónimo no puede soportarlo y trata de ensuciar su reputación. Motivo: la envidia. Es como el amor de Hitler por lo que no puede conseguir. En estos casos predominan los hombres. Pero éste tampoco encaja aquí —volvió sus ojos claros—. ¿No lo cree usted así, señor?
Henry Merrivale permaneció impávido.
—Hijo —refunfuñó—, le he dicho «sí» y «no» con demasiada frecuencia. Aunque está en lo cierto en cuanto a las categorías y estoy de acuerdo en que… ¡no importa! ¿El cuarto y último?
—El cuarto —dijo el inspector con alma— es exactamente el que tenemos aquí.
—¿Y es?
Los ojos pequeños del inspector Garlick se achicaron aún más. Golpeó la mesa con un dedo.
—Hasta ahora, lo reconozco, hemos tenido una buena cantidad de hombres —Garlick volvió a golpear la mesa—. Pero ahora llegamos al cuarto tipo y éste hace descender la proporción a mitad y mitad, y aún más, a favor de las mujeres.
—¿El tipo es?
—La mujer neurótica con… ¡oh, bueno!… un cierto complejo sexual. Por esto no podía darle una respuesta exacta hace un momento. O no quería hacerlo. Discúlpeme, señor, ¿le molesta si camino un poco mientras hablo?
Las cejas casi invisibles de Henry Merrivale se arquearon,
—¡Cáspita, en absoluto!, no está en la cárcel, amigo mío.
—Reconozcamos —continuó con tenacidad el inspector Garlick mientras andaba— que la gente tiene un montón de ideas equivocadas respecto a esas mujeres neuróticas. La gente cree que son de edad madura o viejas y sin atractivo, sin maridos y sin un céntimo. Usted sabe como yo que a menudo son jóvenes, bonitas, casadas y… con fortuna. ¿Está de acuerdo, señor?
—Seguro. En una ratificación de los hechos.
—¿He abarcado todas las categorías?
—Lo ha hecho, pero no he dicho sí o no. Le estoy poniendo a prueba… A propósito, ¿ha leído alguna de esas cartas?
—No, señor. Cuando estuve aquí antes…
—Le dije que no hablaríamos más de eso.
—Gracias. Hablé con miss Annie Martin, la hermana de Cordelia Martin, pero naturalmente no hizo mención de ninguna clase de cartas; creía en la muerte por accidente. A pesar de eso me di una vuelta por la aldea para hacer averiguaciones. Se traslucía claramente que había anónimos —Garlick castañeteó los dedos—. ¿Qué otra podía ser sino una mujer, quizá por una mujer bonita y atractiva, en una aldea pequeña como ésta?
—¿Ha conocido alguna vez un caso semejante?
—¡Si habré conocido, señor! —repuso en seguida el inspector—. Aunque debo decir que no he dirigido ninguno. Hubo uno en Cornwall, cuando era auxiliar, justamente antes de la guerra del catorce. Otro en Glastonbury, cuando era sargento. Ahora éste.
Henry Merrivale, que jugueteaba con los dedos sobre su panza, lanzó una mirada hacia un armario cerrado, pero con la llave en la cerradura.
—Ahí dentro —dijo— encontrará un cesto de mimbre lleno de cartas. El vicario tuvo que pronunciar un sermón excepcionalmente duro para conseguirlas, pero lo toleré porque no había otro remedio. Tome esas cartas. Estúdielas el tiempo que sea. Vea si no hay algún indicio importante que salte a la vista.
El inspector Garlick así lo hizo. Colocó el cesto sobre la mesa. Después de pedir permiso para fumar, encendió su pipa, se puso las gafas y tomando un lápiz recorrió las cartas renglón por renglón, así como las anotaciones de West. De vez en cuando hacía una marca. No se dio prisa ni tampoco le incitó a ello Henry Merrivale. Este sacó un ejemplar de Edwin Drood de su maleta y se puso a leerlo tranquilamente mientras se fumaba dos cigarrillos.
La luz del prolongado atardecer se desvanecía en la calle. Cesaron las bocinas y el barullo. Henry Merrivale despidió con una mirada feroz a una criada que se asomó a ofrecerles té. Más tarde el inspector Garlick guardó las gafas, la libreta y el lápiz.
—¿Bueno, hijo? —instó Henry Merrivale, dejando el ejemplar de Edwin Drood.
—Es una mujer, por supuesto —dijo categóricamente Garlick.
Henry Merrivale ni asintió ni disintió. Garlick se levantó para caminar.
—Está muy bien —dijo Garlick—. Ningún hombre diría «Yo creo» o «Por Dios, querida», salvo el tipo de hombre que no tenemos aquí. Le apuesto a que es una mujer, quizá joven y bonita. Al mismo tiempo…
—Escuche, hijo —Henry Merrivale interrumpió de nuevo la frase de su interlocutor—. Tiene una cantidad de palabras importantes embotelladas y teme que crea que alardea si las usa. ¡Lárguelas!
Garlick hizo un ademán vago.
—Hay… discrepancias —dijo con esfuerzo—. Muy a menudo no tienen sentido estas cartas de mujeres neuróticas (aunque no todas). Algunas son… bueno, incoherentes, con excepción de las palabras insultantes. Y aquí tampoco hay muchas obscenidades, pero son tan claras como el cristal —frunció el ceño—. Es sobre todo la forma en que están escritas. Es el… el…
—¿El estilo? —preguntó Henry Merrivale con una avidez de vampiro. Era como si estuviese empujando a Garlick más cerca de algo.
—¡El estilo! ¡Eso es! De persona bien educada, por supuesto. Muy pulido. Y sin embargo, señor, le diré que tengo la impresión de haber oído o leído algo en ese estilo todos los días de mi vida. O tal vez haya sido en… ¡a fe mía, no sé qué me recuerda!
—¡Piense! —le apremió el viejo, golpeando las manos contra la mesa.
Henry Merrivale tomó del cesto una carta al azar. Venía dirigida al doctor Johann Schiller Schmidt. A punto de leerla en voz alta, cambió de parecer y, distraídamente, se la metió en el bolsillo.
—Si da con eso —le dijo a Garlick— tiene la clave de todo el asunto. ¡Vamos, hombre, use su inteligencia!
Garlick le miró de soslayo.
—Dispénseme, señor. Podría darme un poco de tiempo para pensar.
—Está bien. Es lo justo. Entretanto —la voz se hizo tan cortante que Garlick instintivamente prestó atención— le daré instrucciones. ¿Con cuántos hombres cuenta?
—Con un sargento y dos agentes de paisano.
—¡Ah! Bueno. Hace un momento he recibido algunos datos de Scotland Yard —este nombre actuó sobre Garlick como estimulante—. ¿Conoce a un vendedor de máquinas de escribir, en Glastonbury, llamado Joseph Palmer?
—¿El viejo Joseph Palmer? Ha vivido allí desde que tengo uso de razón.
—Entonces puede ser que tenga archivos. Los fabricantes de las máquinas de escribir «Formosa» le vendieron en 1925 cuatro «Formosa Jewel» número tres, portátiles, que es la que buscamos —Henry Merrivale abrió la libreta y leyó los números y las características—. Como le dije a Rafe Danvers, se trata de una máquina pequeña, que se puede levantar con un dedo.
—Si Joe tiene un archivo… —al comprender, el inspector Garlick calló.
—¡Oh, hijo! —exclamó Henry Merrivale con tristeza—. ¿Cree que la máquina estará todavía en manos de quien la haya comprado? Sin embargo, es una indicación. Quiero que haya un registro visible, de casa en casa, en busca de esa máquina de escribir, y escudriñe todos los lugares que se le ocurran. Sea concienzudo. Por si alguien se opone, será mejor que disponga de un buen fajo de órdenes de registro, con nombres en blanco, que autoricen su actuación.
—Las tengo, señor —replicó Garlick palmeándose el bolsillo superior.
—Bueno, siento mucho causarle esta molestia, hijo, porque no creo que encuentre la máquina de escribir…
—¿Qué?
—Y me parece que tengo una idea muy acertada de dónde debe estar. Pero hemos de dar todos los pasos y el viejo no debe equivocarse. Ve, estoy muy asustado. Como le he dicho a otros, temo que esto termine en un homicidio…
—¿Homicidio?
—No entiende la segunda parte del motivo —dijo Henry Merrivale con desaliento—. Pero espero que habrá observado que las cartas con sobres tienen matasellos de aquí, o de Glastonbury o de Wells.
—Sí, señor —dijo secamente el inspector Garlick—, lo he observado.
—Esto estrecha bastante el círculo. Si no podemos actuar de forma legal, hijo, simplemente tendremos que atrapar a La Viuda con la treta más vieja del mundo: los sellos marcados.
—¡Sellos marcados!
—Eso es.
—Pero no podemos hacerlo, señor —declaró Garlick—. Para emplear sellos marcados… hay que tener a alguien en la oficina de correos que se los dé deliberadamente a una persona sospechosa… Debemos tener a alguien muy seguro.
—Oh, conozco al principal sospechoso —dijo Henry Merrivale de pasada, y luego clavó su mirada en el inspector—. ¡Manos a la obra! Haga lo que le he dicho.
El inspector Garlick agachó la cabeza. De nuevo caviloso, tomó su sombrero de la mesa y, aunque al despedirse de Henry Merrivale y llegar a la puerta conservara la cara inexpresiva, el problema le aguijoneaba y le preocupaba más de lo que su espíritu impasible hubiese creído.
Pensaba en la figura y la forma de algo que esos anónimos traían a su memoria y que sin embargo no lograba captar. Al leer en su libreta las notas taquigráficas que había tomado de diversos pasajes, veía en su imaginación algo malicioso y falso en lo que se le decía a Joan Bailey:
—«¡Bueno, bueno! Siguiendo las averiguaciones que he hecho sobre usted, Joan, he descubierto que míster West no ha sido su primer amante. Cierto joven que no nombraremos y cuyo reinado fue más breve que el del vicario (¡sic transit gloria amoris!) debe ser por cierto mencionado antes de pasar a hablar del propio mister Hunter».
El inspector Garlick casi dio un portazo al salir.
Henry Merrivale permaneció bastante tiempo inmóvil con las yemas de los dedos juntas. La media luz coloreaba las ventanas abiertas y de abajo llegaba el ruido de los bares que abrían sus puertas; Henry Merrivale seguía reflexionando. Luego, cuando apenas quedaba luz, se levantó. Observó que Virtue había dejado fuera un sombrero hongo que hacía juego con su traje. No se trataba, entiéndase bien, de que Henry Merrivale tuviese algo en contra de los sombreros hongos, era simplemente porque se podría decir algo o aun insinuar que los usaba.
Empezó por tirar el sombrero al suelo y pisotearlo. Luego, con mucha puntería, dio un puñetazo a lo que quedaba y, finalmente, lo arrojó dentro de la papelera, sacudiéndose las manos como para quitarles el polvo. Seguidamente, bajó la escalera con toda serenidad.
Esta escalera le condujo al vestíbulo principal del Lord Rodney, en el que había mucho movimiento. En la pared, frente a la escalera, se destacaba un busto de aquel famoso almirante y dos modelos de los barcos de Rodney. Frente a esta pared estaba el mostrador detrás del cual Virtue Conklin se pintaba las uñas de rojo vivo.
La puerta se abrió en aquel momento. Sir Henry Merrivale, que iba a pasar por delante de Virtue, se detuvo y se quedó con la boca abierta.
—¡Oh! —dijo en voz baja.
El recién llegado, aunque no mayor de treinta años y de facciones agradables, completaba su expresión siniestra simplemente por el hecho de usar patillas negras. A pesar de que no eran patillas a la moda victoriana, de esas que se abren como un abanico, se trataba ciertamente de unas patillas tupidas. Cuando pasó al salón y pidió una limonada, parecía ser enteramente John Jasper, el siniestro maestro de coro de Edwin Drood.
Henry Merrivale, que se acercaba de prisa a Virtue, dejó de lado su alusión al sombrero.
—¿Quién es el sujeto que acaba de entrar? —preguntó—. Si las novelas forman parte de la vida, quiero saberlo. ¿Se llama Jasper?
¡Querido! —dijo Virtue intrigada—. ¡No sea tonto! Es míster Benson, el director del coro.
—¿Qué clase de persona es?
—¡Bu-ueno! —el movimiento de hombros de Virtue no indicaba agrado ni desagrado—. No fuma ni bebe. Pocas veces ríe. «Mu-y» serio. Sin embargo, tiene una voz magnífica. Cuando canta, pichón, es como el coro celestial que cantaba O solé mío en el viejo Tívoli.
—¡Hum! —dijo Henry Merrivale echando una mirada al hombre de las patillas—. Una cosa más, mujer. ¿Cuándo se fue Marión Tyler de aquí?
—Hace sólo una hora —Virtue se rió con sorna—. Estaba un poco ebria, pero por culpa mía.
—¿Ha estado… ejem… metiéndole ideas en la cabeza?
Virtue lanzó a Henry Merrivale una extraña sonrisa por encima del frasquito de esmalte de uñas.
—Llámelo técnica —corrigió al examinarse las uñas—. Hay una técnica que se emplea cuando una tiene treinta años, querido. Nunca falla. Puede publicarla y pasársela a cualquiera. Por supuesto que ella tiene más, pero ninguna experiencia. ¡Pichón! ¿Tiene algo que objetar?
—¿Yo? ¡Cáspita, no! Estoy completamente… Ahora voy a salir —añadió Henry Merrivale dirigiéndose con prontitud a la puerta de la calle.
—Pichón, la cena está lista para usted, en el comedor.
—He dicho que voy a salir.
Virtue alzó la voz.
—Pichón, ¿dónde va?
—A ver a una chica —le mintió instantáneamente.
Henry Merrivale salió al frío y a la oscuridad de High Street dejando detrás suyo a una diosa rubia enfurecida. El Nag’s Head, en la acera de enfrente, bullía de luz y de animación. A no ser por éste habría poca luz, porque los dueños de la casa preferían tener a oscuras las salas delanteras y estar en las traseras.
Henry Merrivale no había dado dos pasos cuando se topó con Ralp Danvers, dueño del comercio del otro lado de la calle. El librero rechoncho y de maneras suaves seguía llevando los lentes caídos y se cubría la cabeza con un sombrero de anchas alas.
—Desearía… —Empezó.
—Rafe —dijo Henry Merrivale, haciendo instantáneamente caso omiso de lo que Danvers iba a decir—, le he tratado vergonzosamente. Y usted es el hombre que puede ayudarme. Venga.
—¿Adónde?
—A casa del coronel Bailey.
—No he sido invitado —dijo Danvers con sequedad.
—¡Oh, amigo mío! Joan y el coronel están en casa de Marión Tyler. No hay nadie allí, salvo la criada. Y Poppy me agrada. Si la necesita con urgencia, cae por las escaleras y presta rápido servicio.
—Le advierto, Henry, que si está tramando alguna broma…
A la luz de la luna, que estaba casi llena, Henry Merrivale le miró con extrañeza.
—Hijo, jamás en mi vida he hablado tan en serio —dijo con calma—. Tengo que descubrir cómo entró y salió La Viuda de esa habitación cerrada a cal y canto.