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Cuando en una aldea inglesa hay un homicidio, suceso mucho más frecuente de lo que piensan quienes no se han preocupado de estudiar la historia del crimen, por lo general sus habitantes se preocupan mucho por lo que atañe al buen nombre de la aldea.

Véase, por ejemplo, el caso de Stoke Druid, en Somerset.

Esta vez otra clase de crimen (misterioso como una corriente subterránea) ultrajó el buen nombre de la localidad. Muchas personas se irritaron. Otras se aterraron. Pero transcurrieron seis semanas antes de que alguien lo mencionara o por lo menos pareciera haberlo notado. Para entonces las cosas habían ido ya muy lejos.

Stoke Druid, vieja y amodorrada aldea, está situada a un cuarto de milla de la carretera principal, entre Wells y Glastonbury. Años atrás el Baedeker la tenía marcada con asterisco por su iglesia del siglo XV, salvada de las «restauraciones» de 1840, y por el grupo de altas piedras, posiblemente druídicas, situadas en la pradera cerca del río, hacia el nordeste.

En el verano de 1938, el anterior a la guerra, la aldea descansaba olvidada en las laderas de sus profundas colinas verdes y esto satisfacía a sus habitantes.

En verdad, unas semanas antes se había producido un gran revuelo debido a la muerte del viejo vicario de la iglesia de St. Jude, a los ochenta y dos años de edad, y existía cierta intranquilidad respecto a su sucesor.

—¡Hum! —dijo con una mueca de incertidumbre el coronel Bailey, militar retirado del ejército de la India.

—Por favor, no te preocupes —contestó su sobrina Joan Bailey—. Estoy segura de que no nos enviarán a nadie demasiado anticuado que queme incienso, etc…

—¿Cómo se llama el sujeto?

—Se comenta que el reverendo J. Cadman Hunter, sobrino del obispo de Glastontor.

—¡Me huele a ceremonias! —refunfuñó el coronel.

Pero estaba equivocado.

El reverendo J. Cadman Hunter, conocido por sus amigos como Jimmy, resultó ser un joven servicial, afable y deportista, enteramente dedicado a su vocación y tan sencillo que no molestaba a nadie. Solamente el carnicero de la aldea mostró algún que otro reparo considerándolo demasiado joven, y todas las señoras estuvieron de acuerdo en que debía casarse.

Un episodio que el reverendo James siempre recordaría con desagrado hizo que buena parte de la clase media le tomara mucho aprecio, aunque él nunca lo hubiera imaginado.

Stoke Druid tenía (y tiene) sólo una calle bien empedrada, Higth Street. En un extremo, la antigua iglesia de St. Jude miraba al este, hacia el parque que rodea la mole de piedra gris de una residencia, a unos cinco minutos de camino. En doce generaciones de hacendados, allí siempre había habido un Tom Wyatt. Todos los aldeanos le llamaban Squire o «Tom». Y el actual Tom Wyatt, excelente propietario, no era ninguna excepción. Muchas de las personas de buena posición de Stoke Druid, o cuando menos los de la llamada clase media, ocupaban casas dentro de la propiedad del Squire. Detrás de la casa solariega, más allá de una huerta exuberante como el Jardín del Edén, había dos magníficas pistas de tenis que eran el orgullo de Tom Wyatt. Aunque había sido educado en Clifton, tenía en la sangre y en la médula los modales y el lenguaje de Somerset. Tirando a corpulento, rubicundo y de bigote gris cuidadosamente retorcido, Tom Wyatt acostumbraba girar sobre sus talones y utilizaba ese lenguaje excepto en ocasiones solemnes.

—¡Oye. Sam! —le diría a su mayordomo—, cuida que las pistas de tenis estén perfectas o recibirás un puntapié de cuidado.

¡Atención!

En una tarde abrasadora del mes de junio, cuando el río Lea brillaba inmerso en una verde modorra, el reverendo J. Cadman Hunter fue a jugar un doble mixto con el coronel Bailey, la joven y muy bien parecida Joan Bailey y por último una mujer risueña de pelo oscuro, miss Marión Tyler, a quien nadie se le ocurría aplicar el calificativo de «solterona».

El vicario y Joan Bailey formaban pareja contra el coronel y Marión Tyler. Ninguno, a excepción de Marión, era de esos jugadores perezosos a quienes no se puede obligar a correr. Los otros, incluyendo a Joan, iban a por todo. Los espectadores, vestidos de blanco, rodeaban la cancha bajo un sol ardiente.

«¡Bien!», se dijo el reverendo J. Cadman Hunter. Es posible que se sintiese muy atraído por la joven Joan, de ojos celestes y pelo castaño. Ella llevaba shorts y una blusa sin mangas que…; sin embargo, es posible que ni siquiera se fijara en ella, pero, como jugador de primera, cubría todo el campo igual que la rociada de insecticida y no pasó mucho tiempo sin que tuviese la oportunidad de ganar el tanto decisivo del set.

Al hacer Hunter un over-arm-smash, la pelota cruzó silbando la red y cayó justamente en el extremo de la pista. El timing era perfecto y la dirección correcta. Luego vio la polvareda que demostraba que había botado fuera.

—¡Demonios! —dijo el reverendo James, no precisamente en voz baja.

Hubo una pausa brevísima. Míster Hunter se sonrojó, abrió la boca y volvió a cerrarla. Nadie sonrió ni pareció haberle oído. Al final del partido el coronel Bailey se alejó. En sus oídos se veía un destello de placer, aunque hablaba por la comisura de los labios como un culpable.

—Me alegro de tenerle con nosotros, reverendo —dijo.

Quería decir que consideraba al reverendo James una buena persona. Era el espaldarazo.

Las crónicas del episodio trascendieron. Dicho en forma muy exagerada, el nuevo párroco se había desatado en una sarta de imprecaciones que sobrepasaban las de Fred Cordy, el zapatero, y habían escandalizado a muchas personas de High Street. Escandalizó al carnicero, al verdulero, al dueño del colmado, pero encantó al Squire Wyatt. En cuanto a las señoras, estuvieron de acuerdo en olvidar el asunto con un encogimiento de hombros, diciendo simplemente, y con misterio, que siempre habían sabido la verdad.

—Debe de estar necesitando una novia explicó mistress Goldfish, mientras enhebraba una aguja en su confortable sala sitúa da encima de la farmacia.

Míster Goldfish, el farmacéutico, hombre de una educación algo superior, vaciló antes de mirar por encima de sus lentes de montura de oro.

—Verdaderamente, vosotras las mujeres —protestó con suavidad— siempre queréis casar a todo el mundo. Ningún hombre se dejaría llevar por esa habladuría, ni tampoco uniría el nombre de unos con otros.

En este punto, míster Goldfish calló para reflexionar.

—¿Crees que míster Hunter se casaría con miss Bailey? —añadió. Mistress Goldfish articuló una sonrisa despreciativa.

—¡Miss Bailey! —dijo—. ¡No seas bobo! Miss Bailey ha ido demasiado lejos… ¡Bueno! «Yo» no voy a nombrar como tú a las personas. Pero míster West es un hombre agradable y no le censuro en absoluto.

Míster Goldfish seguía pensando, con interés y simpatía, en las posibilidades matrimoniales del vicario.

—¿Y qué me dices de mistress Lacey?

Mistress Goldfish dejó su costura y adoptó una expresión maliciosa.

—Mistress Lacey —suspiró con peligrosa mansedumbre—. ¡Es muy de hombre decir semejante cosa! ¡Por Dios, mistress Lacey! ¡Una viuda con una hija mayor, de casi quince años! ¡Ah! Y ella de cuarenta, ni uno más ni uno menos.

—Eso puede ser verdad o no —replicó el farmacéutico con dignidad—. Pero te diré lo siguiente. Cuando mistress Lacey viene a la farmacia (y nunca encontrarás una señora más agradable) no parece tener más de treinta años. ¡Por San Jorge, iré un poco más lejos! —dijo indignado—. ¡No parece tener más de veinticinco!

Y mistress Goldfish, sudando de rabia, se dispuso a sermonearlo.

Estos eran los comentarios inocuos de la chismografía que podían escucharse en Stoke Druid o en cualquier otra parte. Pero era una desgracia que tanta gente hablara de Stella Lacey, pues la primera flecha malintencionada, la primera piedra cruel, fue arrojada contra mistress Lacey en la mañana del primero de julio.

Stella Lacey, que tenía exactamente treinta y cuatro años, era una mujer dulce y delicada, de pelo rubio ceniza y grandes ojos grises. No era una gran conversadora, pero cuando hablaba lo hacía con gracia. Mistress Lacey (al igual que el coronel Bailey, Joan Bailey, Marión Tyler y el novelista Gordon West) ocupaba, con su hija Pamela, una de las cuatro casas edificadas dentro del parque del Squire.

En la mañana del primero de julio fue a la oficina de correos para comprar sellos. Entrar en esa pequeña y estrecha oficina de correos, que olía a madera vieja y a creosota, era con frecuencia una prueba para los nervios, a causa de la empleada que la atendía.

Se llamaba miss Ellie Harris, era de mediana edad y sorda como una tapia. Si se le hacía una pregunta, la leía en los labios y gritaba como un loro para dar una respuesta casi ininteligible. Ellie era, además, muy estricta en el cumplimiento de las ordenanzas. A veces, este pequeño local, con un mostrador y una reja de alambre en el lado derecho, se atestaba de gente mientras Ellie pasaba diez minutos gritando a un parroquiano que no había hecho el paquete como era debido y que tenía que rehacerlo.

Stella Lacey, con su sonrisa más insinuante, se acercó al mostrador y deslizó una media corona por debajo de la reja.

—Por favor, una hoja de sellos —pidió.

Ellie, detrás del mostrador, estaba clasificando la correspondencia de la mañana para que la distribuyera el cartero. En una circunstancia como ésta, por lo general, no hubiera hecho más caso a un parroquiano que a un mismísimo escarabajo. Pero Ellie estaba de buen humor.

—¡Una carta para usted, «miz» Lacey! —gritó.

—¿Oh? —murmuró Stella Lacey sorprendida. Todo el mundo en Stoke Druid sabía que, salvo cuando su hija estaba ausente en la escuela, no recibía carta alguna a excepción de un sobre largo que cada principio de trimestre le enviaba el apoderado de una firma de Londres.

Los ojos negros de Ellie pestañeaban de placer. Cuando se sonreía, los dientes parecían comerle la cara.

—¡Una carta para usted! —volvió a gritar, y la agitó en el aire—. ¿Quiere llevársela en vez de que se la entregue Joe?

—Oh, sí. Muchísimas gracias.

Ellie le pasó la carta por debajo de la reja. Era un sobre de papel común, con la dirección escrita a máquina, prolijamente, en tinta celeste. Mistress Lacey lo miró intrigada y casi con temor; luego lo abrió lentamente para enterarse del contenido de la única hoja doblada que contenía.

Uno o dos segundos después, Ellie Harris levantó la vista y lanzó un grito estridente.

—¡«Miz» Lacey! ¿Pasa algo malo?

El rostro de Stella Lacey empezó a ponerse rojo como ante un insulto o una indecencia. Luego se puso tan pálido que parecía envejecida. Los ojos grises, debajo del pelo rubio ceniza, parecían hundidos.

—Esa hoja no —dijo—. ¡Esa hoja no!

—¿Hoja, «miz» Lacey? ¿Una hoja de sellos?

Stella no parecía oírla. Metió de prisa el sobre en su bolso, lo cerró y salió corriendo de la oficina. La puerta grande, con sus paneles de vidrio, largos y polvorientos, golpeó tras ella mientras Ellie Harris chillaba ininteligiblemente agitando la media corona olvidada.

Este fue el primer anónimo de la serie que, en semanas sucesivas, llovieron sobre los habitantes de Stoke Druid. Aun ahora, cuando los hechos son conocidos, la policía no puede calcular exactamente qué cantidad fue enviada, pues nadie dijo nada mientras el veneno se iba propagando. No se dijo una sola palabra.

Alguna persona habría reído (quizá brevemente) y con desprecio, arrojando la carta al fuego. Otra vacilaría, rompiendo la carta en pedazos y ocultándolos. No se trataba de que un gran crimen o pecado estuviese oculto tras de las pequeñas fachadas de piedra gris y de las cortinas de encaje; en absoluto. El anónimo empleaba el arma perversa por excelencia contra los inocentes.

«Esto no es verdad» —se decían a sí mismos—, «pero ¿y si la gente creyera que sí es verdad?».

Así aterrorizaba el anónimo. Muchas personas preferían morir en una aldea, antes que reconocer que habían recibido una carta semejante.

Durante esas semanas, el reverendo J. Cadman Hunter, que deseaba hacerse amigo de todo el mundo, se encontró con caías tan cerradas como postigos. A pesar de su aspecto juvenil y de su andar elástico, el reverendo James no carecía de experiencia. Había ocupado el puesto de párroco durante tres años en una parroquia de East End de Londres. Cuando su tío, el obispo, le proporcionó ese cargo con un estipendio de trescientas libras por año, lo que debía parecer principesco al más humilde de los clérigos, esperó suscitar entusiasmo y cordialidad. Y le dijo al coronel Bailey que no comprendía la actitud de los aldeanos.

—¿Qué es lo que ocurre? —exclamó éste aquella tarde, a finales de junio. El coronel Bailey tenía dos aficiones: la pintura a La acuarela y al óleo y el estudio del arte militar desde Aníbal hasta nuestros días. En aquel momento estaba tratando de hacer un bosquejo a la acuarela, en el fondo de su jardín

—No se trata solamente de que apenas me hablen —continuó el reverendo James—. Rara vez hablan entre sí y se miran unos a otros con el rabillo del ojo. No puede uno por menos que darse cuenta. Es como si algo fuese a…, a…

—¿Estallar? —sugirió el coronel Bailey

—Bueno, sí. Se podría decir eso. ¿Pero qué será?

—No lo sé —repuso el coronel Bailey, que todavía no había recibido anónimos. Frunció sus cejas desiguales, de color castaño grisáceo y de pelo alborotado—. Podría tratar de adivinar. Pero a fe que no lo sé.

—¿Puede entonces sugerir algo?

—Es mejor que no —dijo el otro, impasible, y volvió a empuñar el pincel. Cosa bastante extraña, el reverendo James no había visto a Joan Bailey desde el día del partido de tenis. Varias veces había tropezado con Marión Tyler, esa morena risueña y rolliza que alegremente reconocía tener cuarenta y dos años de edad; pero ésta no parecía haber oído nada raro en la aldea. Cuando el vicario fue a visitar a Gordon West, se produjo un Incidente un tanto insólito.

West escribía únicamente novelas de aventuras truculentas y muy populares que encantaban al público británico. También conocía los secretos del escritor de guiones radiofónicos. Cuando escribía una serie de obras para la BBC, el jefe superior de programas se deleitaba y el inspector de radio escuchas informaba que la mitad de las Islas Británicas le escuchaba. Vivía solo en la casa más pequeña de la propiedad del Squire, un cottage de piedra gris sin pulir, de dos habitaciones, rodeado de árboles frutales.

El reverendo James, que había oído hablar de él como un hombre de maneras suaves, sonreía al llamar a la puerta del cottage. Se sintió sorprendido por la voz áspera que le respondió.

—¿Sí? ¡Adelante!

En un estudio de forma alargada, cuyas paredes estaban completamente cubiertas de libros, si se exceptuaban algunas exóticas curiosidades, West estaba sentado delante de una máquina de escribir, cerca de la ventana sombreada por los árboles, orientada hacia el norte. Se trataba de un hombre de estatura mediana, delgado, nervudo, de unos treinta y cinco años, de cabello castaño oscuro, ojos marrones y con hoyuelos debajo de los pómulos. Vestía un sweater viejo y pantalones de franela, y no se levantó.

—¿Míster West? —sonrió el vicario—. Soy Cadman Hunter —anunció a modo de disculpa, echando una mirada a la habitación—. ¿Creo que usted… este… escribe?

—Sí —admitió West y levantó la vista—. ¿Creo que usted… este… predica?

Una ligera pausa.

—¡Oh!, trato de hacerlo lo menos posible —rió el reverendo James—, salvo cuando estoy en público —hablaba con la mejor intención del mundo—. Sabe, creo que no he leído ninguna obra suya.

West hizo girar la silla para mirar de frente a su visitante, se recostó y cruzó los brazos detrás de la cabeza.

—Dígame, míster Cadman Hunter, ¿cómo contestaría a esa observación? —preguntó con interés.

—¿Dice usted?

—Bueno, me ocurre a menudo. «Creo que no he leído ninguna obra suya». Usted, por ejemplo, ¿murmuraría «lo siento», o diría «si no la ha leído, tenga entonces la educación de no decirlo»?

—¡Mi estimado amigo! Espero no haber…

—En absoluto. Perdóneme.

El reverendo James volvió a sonreír.

—Veo que ha viajado mucho míster West.

—Antes, sí. Ahora, ya no.

—¿Se puede preguntar por qué?

—Por supuesto. Porque era muy decepcionante. Las únicas descripciones interesantes —West tocó la máquina de escribir— salen de aquí.

El reverendo James rió una vez más. Ya que no se le había invitado a sentarse, se dirigió hacia la chimenea. Había observado que en el carro de la máquina estaba colocado un sobre abierto, con la dirección de West escrita con tinta azul. Pero el vicario no le prestó mayor atención.

En cambio, sobre la chimenea, reparó en un pequeño cuadro al óleo: una cabeza de Joan Bailey, pintada por un pincel mucho más experto que el de su tío. El efecto de la luz sobre el pelo castaño, enrollado alrededor de la cabeza según la moda del treinta y ocho, acentuaba el color de la piel y realzaba esa expresión de Joan, de inmensa simpatía combinada con bondad, que brillaba en los ojos azules y dibujaba una sonrisa en sus labios.

—¿Interesante? —observó West, haciendo una mueca.

Pero el reverendo James, por alguna razón, parecía no haber observado el cuadro. Apresuradamente, examinó el estante de abajo, en el cual se alineaban una reducida cabeza africana, el tocado guerrero de un indio comanche, dos dagas españolas del siglo XVI y una serpiente de cascabel embalsamada.

Si se tomaba en las manos la serpiente y se la sacudía, cierto dispositivo ingenioso le hacía emitir un maligno zumbido. El vicario lo descubrió.

—¡Caramba! —exclamó complacido—. ¡Caramba! —y se dio la vuelta.

«Dirr», zumbaba la serpiente de cascabel en ese pequeño cottage mal ventilado, situado en medio de los frutales. «Dirr, dirr». De pronto, el vicario, abriendo mucho los ojos, pareció recordar algo. El reverendo James, alto y delgado, con traje de franela gris y cuello de clérigo anglicano, volvió a colocar rápidamente la serpiente sobre la chimenea.

—Estoy en todo de acuerdo con usted —le dijo West con frialdad—. Y como tengo una mañana muy ocupada, estoy seguro de que sabrá disculparme.

El reverendo James, al alejarse a grandes zancadas del cottage, no estaba por demás extrañado en absoluto. Más de una vez había visitado a personas cuya hostilidad era debida simplemente al hecho de no frecuentar la iglesia. Pero tuvo poco tiempo para pensarlo, dado que al fin apareció una de las víctimas de los anónimos.

En el lado sur y «elegante» de High Street vivía una mujer taimada, pero no sin atractivo, miss Cordelia Martin, que era la organista de St. Jude y se ganaba modestamente la vida cosiendo. Y se dio el caso de que en la noche del 12 de agosto, miss Martin se ahogó en el río Lea.

La encontraron al amanecer, enganchada en la rama de un árbol caído. Colocaron el pobre cuerpo hinchado en un carro, lo cubrieron con sacos de arpillera y lo llevaron a pulso por las praderas del nordeste, en la par te baja de High Street.

—¡Qué desgracia! —masculló uno con voz cautelosa.

—Así es —dijo otro entre dientes. Eso fue todo.

Un sol rojizo aparecía detrás de la casa solariega, despejando la niebla. Mientras el carro iba dando tumbos por la pradera, a unos treinta metros de High Street, el fulgor del sol iluminaba el pico de aquel alto y estrecho montón de piedras (a veces parecía una sola) que estaba allí desde tiempo inmemorial. Parecía vagamente la figura de una mujer con un hombro inclinado. Un paseante, al ver la figura oscura, en la niebla rojiza, no necesitaba mucha imaginación para ver ojos y boca en esa cabeza.

A los peones que iban con el carro les resultaba tan familiar qué ni la veían, pero no faltó uno que levantara la vista.

—La estatua de la viuda —dijo.

El carro avanzaba dando tumbos y luego se deslizó suavemente sobre un lomo de piedra, de más de un metro, antes de llegar a High Street. El chirrido resonaba fuertemente en el silencio del amanecer y alguien declaró después que Fred Cordy, el zapatero ateo, había mirado por la ventana, sonriendo burlonamente.

El oficial de policía de la localidad, tembloroso él, se vio obligado a telefonear a Glastonbury. Colgó después de que le prometieran enviarle al inspector Garlick o por lo menos al sargento, pero a una hora más razonable. El Squire Wyatt no supo la noticia hasta las siete de la mañana, y echó maldiciones como uno de sus más oscuros antepasados. Pero el reverendo James no se enteró hasta la hora del té, cuando el inspector Garlick llegó a la vicaría, pues parecía que hubiese una conspiración para ocultar el drama a ese joven clérigo de rostro inocente.

El reverendo James tomaba el té en su estudio cuando mistress Honeywell, su anciana y muy respetable ama de llaves, hizo entrar al policía. Mistress Honeywell se demoró un momento en el vano de la puerta, para luego salir corriendo tan aprisa como pudo.

—¡Dios mío! —confesaría más tarde con voz que trasuntaba su respeto—. Hay veces en que se comporta como un verdadero clérigo, ¡y sin lugar a dudas!

Quería decir que no sabía que su cara pudiese volverse tan impávida y sus ojos tan implacablemente duros como la figura de piedra de Stoke Druid.

—Comprendo —observó el reverendo James cuando el inspector Garlick terminó su relato breve y circunspecto—. Conocía bien a miss Martin. Era nuestra organista. Ella… —apretó el puño que sostenía el lápiz—. ¿Puede explicar, inspector, cómo encontró la muerte miss Martin?

—Si me lo pregunta, señor, se trata de un caso muy simple de accidente.

—¿«Accidente»?

El inspector Garlick, hombre alto, con ojuelos impasibles y un lunar en la mejilla, desvió la vista.

—Bueno, señor, ¿qué insinúa?

Y el otro no pudo responder. Incluso un hombre razonablemente inteligente puede estar demasiado cerca de una cosa para verla. El inspector Garlick observó que el vicario se reconcomía interiormente de ira. Insinuar un suicidio, relacionado con la pequeña y despierta miss Martin, era inconcebible.

—¿Señor? —instó el inspector.

—Es todo. Gracias. Puede retirarse.

—Me despidió como si él fuese un lord —dijo enojado Garlick al sargento, que había permanecido afuera—. ¡No importa! No nos queda mucho que hacer aquí.

El sargento pareció perplejo.

—¿En Stoke Druid? Pero creía…

—He dicho que no nos queda mucho que hacer aquí —repitió Garlick.

Por supuesto, el inspector Garlick no se hacía muchas ilusiones. Una breve visita a la casa de la mujer difunta, un trago o dos en el Nag’s Head y en el Lord Rodney, un corto paseo al empezar el día, le había bastado para presentir los anónimos. Pero el inspector general, por no decir nada de esa deidad de fuertes garras llamada el inspector jefe, detestaba esa clase de asuntos. Los aborrecía. Ocurría con mucha frecuencia entre la gente venida a menos y la policía lo pasaba por alto, si le era posible.

«Así que no te metas con Dave Garlick —dijo para sus adentros el inspector—. Y no andes escudriñando a no ser que recibas órdenes de arriba, que no te llegarán».

El coroner de Glastonbury le ayudó. En realidad, el remitente de los anónimos debió reírse mucho en aquellos momentos.

Como el viejo doctor Spenlow estaba de vacaciones, la autopsia fue hecha por su sustituto en Stoke Druid, un teutón rechoncho y serio llamado Schmidt. Informó que miss Martin, aparte de ser virgo intacto, no padecía ninguna enfermedad crónica y había muerto únicamente por asfixia. Pero el fiscal sintió compasión. Creyendo que miss Martin se había suicidado por razón de amor no correspondido, y deseando salvar las apariencias en la indagación, instó a los jurados a que dieran un fallo de muerte por accidente y lo consiguió por unanimidad. El inspector Garlick regresó a Glastonbury silbando.

Y nadie objetó nada.

De no haberse interrumpido los anónimos durante unas semanas, la situación podría haber llegado a ser insoportable, especialmente después de la ceremonia del entierro, cuando la hermana de Cordelia Martin sollozó histéricamente ante la tumba.

La interrupción supuso una gran tranquilidad. El reverendo James, aunque todavía furioso, trató de dedicarse a su ministerio, en las cien pequeñas obligaciones que incumben al cargo de párroco de aldea. Luego fue cuando se produjo la verdadera explosión.

En la tarde del sábado 13 de setiembre, el reverendo James estaba otra vez tomando el té en la vicaría, cuyas ventanas de cristal estrecho daban al lado norte de la iglesia. Acá baba de preparar su sermón para el día siguiente, cuando mistress Honeywell trajo la bandeja del té junto con el correo de la tarde.

Había solamente dos cartas, la de arriba en un sobre común con la dirección escrita a máquina en tinta azul. Mientras se servía el té, el reverendo abrió distraídamente la primera carta. La leyó lentamente, la volvió a leer. Luego agitó la campanilla con violencia para llamar a mistress Honeywell, que vino corriendo. «¡Dios mío!», se dijo la mujer al abrir la puerta.

El reverendo James estaba de pie delante de su escritorio, pálido y respirando con fuerza. Cuando se esclarece el entendimiento de un hombre, rara vez ocurre gradualmente; se produce de golpe, en todos sus detalles.

—Mistress Honeywell —dijo sin preámbulo—, ¿qué sabe usted sobre esas cartas anónimas firmadas «La Viuda»?

—¿Señor?

—Preferiría saber la verdad, mistress Honeywell.

Mistress Honeywell cogió el dobladillo inferior de su delantal y se lo llevó a los labios.

—Señor, no sé ni una sola…

—Estoy dispuesto a esclarecer este asunto —dijo el reverendo James, golpeando la mesa con el puño—. ¡Dios mediante sabremos «toda» la verdad!

Mistress Honeywell no contestó porque le atemorizaba. Era tan inflexible como el viejo párroco de Stoneaston. Pero el reverendo James, al mirar la carta y leer únicamente las primeras palabras, se sintió molesto por el deber que le tocaba cumplir.

«¡Sí! Usted y Joan Bailey…», —empezaba.