11
El reloj del piso alto dio las doce menos cuarto.
Aunque el pasillo de la planta baja estaba a oscuras, la luz de la luna sobre los paneles de cristal de la puerta de la calle permitía que el coronel Bailey y sir Henry Merrivale pudiesen verse fácilmente. Estaban sentados en dos sillones, casi tocándose los pies, del lado exterior de la puerta cerrada del dormitorio de Joan.
Pero la vigilancia no había sido inactiva y ocasionó violentas discusiones en voz baja. Después de las once (cuando Joan, lejos de sentirse con sueño, se fue a la cama) cada uno había entrado alternativamente dentro de la habitación, a intervalos de diez minutos, para ver cómo seguía Joan. Se había convenido de que, mientras uno investigaba, el otro permanecería cuidando la puerta, a la que se la había echado la llave como doble precaución, por temor a que alguien se escurriese sin ser visto. Cada vez encontraron a Joan despierta. A pesar de que la cabecera de la cama estaba sumida en la oscuridad, entre las dos ventanas profusamente iluminadas por la luna, Joan se inclinaba hacia el reflejo de la luz para contestar con un susurro impaciente. De vez en cuando, echaban un vistazo a los otros dos guardianes despiertos, en la parte exterior de las ventanas.
Estas seguían firmemente cerradas con pasador. Un registro completo de la habitación les había convencido de que nadie se ocultaba en ella. Más tarde acabó molestando a Henry Merrivale todo ese movimiento.
—¡Basta! ¿Por qué no deja dormir a la pobre niña?
—Bueno, ¿y por qué no lo hace usted tampoco?
—No lo sé. Esta habitación está herméticamente cerrada. No veo ninguna manera posible… ¡Hum! No.
Cuando sir Henry Merrivale encendió un fósforo, a las doce menos veinte, la encontró dormida. Las píldoras de nembutal habían ganado la partida. A las doce menos diez, el coronel, al encender también un fósforo, la encontró aún más profundamente dormida bajo los efectos de la droga. Además, mantuvo una violenta discusión en voz baja a través de la ventana con Gordon West; tras lo cual, el coronel Bailey de prisa llegó a la puerta, la abrió, salió, volvió a echar la llave por la parte de fuera e informó:
—Fred Cordy tiene un revólver —dijo.
Henry Merrivale, sentado en el sillón, dejó caer las manos a los lados.
—Eso es magnífico —dijo con voz hueca—. Es útil. Cuando hay un zapatero bobo que tiene la manía de sentarse sobre las tumbas lo que más necesita en ese caso es un revólver. La joven…
—Joan está bien. Profundamente dormida. Yo estaba hablando con West…
—Ajá. Los oía. Parecían un par de mangueras de incendio vacías que desembuchaban a toda presión. ¿Le dijo a West que le quitara el revólver a ese bobo?
—Sí, se lo dije. Preferiría no haberlo hecho.
—¿Por qué?
—Bueno, Cordy no querrá quedarse. O… espero que no le dispare a West. Cordy está chiflado, sabe. Realmente cree que nos está protegiendo.
—Su idea de la protección —dijo Henry Merrivale— es la de un individuo que hace fuego contra el centinela en lugar de contra el ladrón. ¡Cáspita! ¿Por qué se preocupa de esa Viuda? Recurriendo a Cordy como protección tendrá la casa llena de cadáveres esta misma noche.
—Estoy hablando en serio, Merrivale.
—Y yo también —replicó Henry Merrivale con una voz tan suave e inexpresiva que el coronel Bailey respiró satisfecho—. Esto no me gusta nada —dijo Henry Merrivale—. Cada vez me gusta menos. Porque el automóvil está ahora zumbando a cien millas por hora, y en este preciso momento, ni siquiera sé en qué dirección vamos.
—Puedo decírselo —repuso con suavidad el coronel Bailey—. ¿Tiene alguna idea de la hora?
Henry Merrivale sacó trabajosamente su gran reloj que sonaba como un martillo de enano y examinó la esfera de cerca en la semioscuridad.
—Faltan cuatro minutos para la medianoche.
—¡Bien! —dijo el coronel, con un estremecimiento de alivio que, casi sin verse, se sintió—. Ahora le diré una cosa —agregó—. Si nada ocurre entre ahora y la medianoche, sabré que esto fue un engaño y que el tipo jamás pensó en venir.
—Sí. Yo también he acariciado esa idea.
—¡No puede ser otra cosa! Hemos registrado a fondo la habitación. Las ventanas están cerradas con pasador. Los centinelas están alerta. Entrar allí ahora es impo…
—¡Calle! —dijo Henry Merrivale con inquietud—. Por el amor de Esaú, no emplee esa palabra. No conoce la historia de mi vida. Usted mismo podría salir ahora y silbar a La Viuda. Diga que es muy improbable, si quiere. Diga que apostaría cien libras esterlinas. ¡Pero nunca emplee esa otra palabra!
—Está bien. No comprendo…, no importa, está bien.
—Gracias, amigo mío. ¿Decía?
—No soy hombre preguntón —dijo el coronel, desconcertado—. Usted lo sabe. Pero hace un minuto me ha dicho que no entendía lo que está ocurriendo ahora. ¿Significa que tiene alguna teoría sobre los demás?
Henry Merrivale estaba recostado en la silla, las manos entrelazadas descansando sobre el cuerpo, haciendo girar los pulgares.
—¿Oh, eso? —dijo vagamente—. La tengo, por supuesto. Pero todavía está un poco confusa y no podría probarla.
—He sabido algo más de usted desde anoche —el coronel no quiso encontrar su mira da—. No recuerdo quién me lo ha dicho, caso curioso. No pretendo ser impertinente. De todos modos, sé que le gusta ser confuso. No me importa, más bien me divierte. Es como esas letras sueltas de las palabras cruzadas que parecen muy tontas hasta que uno descubre que el significado es lógico. Si quiere ser confuso, hombre…
—¿Yo? —exclamó Henry Merrivale, que había estado mirándolo con verdadero asombro—. ¿Yo? ¿Confuso? ¡Madre mía!
—¿No lo es? Disculpe. Oí decir que lo era. De todos modos, ¿está fuera de lugar que le pregunte cuál es su rumbo?
—Bueno… ahora —meditó Henry Merrivale—. Se lo diré bastante rápido. Conoce casi todo, salvo algo insignificante que mantengo en reserva y se lo diré. ¿Confuso? Pero ¡Cáspita!, soy el arroyuelo más puro que ha tintineado nunca sobre las rocas. ¡Escúcheme con atención!
Henry Merrivale meditaba en el tranquilo silencio del pasillo, mientras el minutero de su reloj se aproximaba lentamente a la medianoche.
—¿Sabe —empezó algo inesperadamente— que la dueña de mi hotel se llama Virtue Conklin?
—Este… si —dijo el coronel.
—Oh, Virtue es excelente —refunfuñó Henry Merrivale con amplitud de criterio—. Es un buen ejemplo de mujer si usted es como yo y no pretende algo demasiado bueno.
El coronel asintió con un movimiento de cabeza. Después de echar un vistazo al pasillo oscuro para asegurarse de que no había señoras presentes, según la costumbre de su profesión, habló con cautela.
—Le contaré algo —dijo—. Una vez conocí a una joven en Cawnpore…
—¿Se va a poner a contar historietas atrevidas —preguntó severamente Henry Merrivale— o me va a escuchar?
—Pero no estaba contando ningún maldito… ¡oh! Veo lo que quiere decir. De todos modos, no debí haberlo dicho.
—Bien. Bueno, anoche cuando salí de casa antes de que viniera el vicario.
—Le mandé que se fuera —dijo lacónicamente el coronel Bailey—. Luego telefoneé al obispo.
—De todos modos, regresé al Lord Rodney. Después de un rato —el ademán de Henry Merrivale indicaba un intervalo de tiempo— invité a subir a mi habitación a mistress Conklin. Muy chocante —añadió de prisa con aire de fervor y santidad—. Pero había que hacerlo.
—Ciertamente.
Faltaba un minuto para la medianoche.
—Estábamos bebiendo un Black Velvet, jerez con champaña. ¡Diantre, qué mezcla! ¡Y cómo habla esa mujer! Mientras conversábamos, entre otras cosas, me dio algunos informes que me dejaron patidifuso. Eso es lo que no le he contado.
»Coronel —continuó Henry Merrivale—, por lo menos durante una semana antes de que yo viniese aquí, ha corrido el rumor de que un gran detective vendría de Londres con una buena pista.
»Pero ¡no podía tratarse de mí! Por aquel entonces, nunca había oído hablar de Stoke Druid. Tampoco supe nada de los anónimos hasta el viernes cuando recibí el telegrama de Rafe Danvers y vine al día siguiente, sábado, para ver un libro raro que ahora no viene al caso.
»Pero han decidido —Henry Merrivale hizo castañetear los dedos— que yo era el gran detective con el buen indicio. Incluso su sobrina se lo ha creído. Cuando la encontré en la librería de Rafe, dijo: “Usted es el hombre que anda aclarando los misterios de las habitaciones cerradas, las desapariciones y los milagros. Habrá venido aquí para…”, y se calló. Hay otros ejemplos, pero dejémoslo. Esto fue lo que pensó la gente.
En la oscuridad se alcanzaba a ver su ceño fruncido cuando el coronel arqueó las cejas.
—Pero ¿dónde está el endemoniado indicio? Si la gente se equivoca, ¿qué diferencia hay?
—Oh, ¿todavía no me ha comprendido?
—Me parece que no.
Con un ligero zumbido de las pesas, el reloj de arriba tocó la primera campanada de las doce. El coronel Bailey apretó los bordes del sillón con los dedos.
Y nada ocurrió.
La oscuridad, y la luz de la luna, se mantenían firmes en la casa. Joan Bailey, en su dormitorio, dormía plácidamente, su cabellera extendida sobre la almohada hacia la mesita de noche a su izquierda. Las ventanas seguían cerradas como lo habían estado desde las nueve de la noche. Fuera, los centinelas seguían montando guardia.
A cierta distancia, en una pradera baja y húmeda donde la neblina festoneaba adherida al suelo, la fina figura de piedra de la estatua de La Viuda Burlona mostraba su sonrisa misteriosa. High Street estaba entregada al sueño en la tenue luz que se filtraba por las ventanas. La iglesia y' la vicaría parecían no existir, con la sola excepción de la sensación de vida que daba el reloj de la iglesia.
En el piso alto de la casa del coronel Bailey el reloj tocaba las últimas campanadas de las doce. El coronel y Henry Merrivale, inmóviles, esperaron hasta que pasara un minuto largo. Luego el coronel aflojó lentamente la presión de los dedos sobre el sillón.
—Creo que esto ha terminado —observó.
—Ajá —dijo Henry Merrivale, que se sentía aliviado y con el sudor más frío de lo que le hubiera gustado reconocer—. La hora embrujada y no ha habido bruja.
—¿Quiere un cigarrillo, viejo amigo?
—Gracias. No me desagradaría. Encendieron sendos pitillos y la llama del fósforo dejó ver una empañada palidez en los dos rostros, luego los extremos rojos de los cigarrillos brillaron aislados de todo, en la semioscuridad, como separados del cuerpo.
—Oiga —dijo el coronel después de una larga pausa—, nos quedaremos aquí hasta que amanezca. Es la vieja idea: si uno hace el tonto, hay que serlo del todo. ¡Nunca hubo peligro alguno! —habló enfadado y en voz alta—. ¡Se lo podría haber dicho! Siempre lo supe.
—Seguro, seguro.
—A propósito, ¿no estaba usted haciendo un análisis del caso? Por lo general, retengo los hechos tan correctamente como un libro que recuerdo de memoria página por página. Pero no puedo recordar lo que usted estaba diciendo.
—Habíamos llegado al punto noble y puro —dijo Henry Merrivale— en que usted no entendía nada. No obstante, nunca he tenido un reparo especial en hablar. Permítame seguir un poco y creo que lo verá muy claro. Lo podemos hacer con algunas fechas. ¿Cuándo empezaron estas cartas?
—En julio. Hasta entonces no había oído hablar de ellas.
—Para ser exactos —observó Henry Merrivale mientras inclinaba el cigarrillo hacia arriba en un ángulo peligroso y luego lo hacía girar otra vez—, fue el uno de julio. Mi Virtue (quiero decir mistress Conklin) es la única joven que ha tenido la paciencia de tener una verdadera conversación con otra mujer llamada Ellie Harris, la empleada de correos. ¿Conoce usted a Ellie Harris?
El coronel Bailey no se estremeció porque hubiese sido demasiado demostrativo, pero sus hombros lo indicaron.
—Comprendo —continuó Henry Merrivale— que la gente no pueda mantener una larga conversación con Ellie. Es completamente sorda; grita y le pone a uno nervioso, y la mayor parte de lo que dice resulta ininteligible. Pero mistress Conklin ha nacido en la East India Dock Road, donde en tiempos pasados todos gritaban a la vez y nadie entendía. Virtue perseveró. Resultado: la primera carta fue entregada el uno de julio a Stella Lacey en persona.
El coronel se enderezó.
—¿A mistress Lacey? ¡Tonterías, hombre! ¡Mistress Lacey no ha recibido ninguna carta!
—Ella mentía —dijo sencillamente Henry Merrivale—, pero eso no interesa. Ahora no se inquiete y preste atención a las fechas. ¿Cuándo se ahogó en el río Cordelia Martin?
—Eso es bien sabido. En la noche del doce de agosto. En cuanto a mistress Lacey…
Henry Merrivale ignoró a mistress Lacey.
—¡Así es! —dijo con énfasis—. El doce de agosto. ¿Y después qué ocurrió, muchacho? Las cartas dejaron de llegar durante un mes entero. Hasta donde puedo deducir por el contenido del cesto lleno de cartas y por la conversación con mistress Conklin no hubo ningún mensaje anónimo. ¿Y cómo explicamos esto? Pues, porque —continuó Henry Merrivale— el autor de los anónimos tiene miedo. El anónimo es perverso en cualquier caso, concedido. Pero el caso de esta persona ahogada, si no legalmente, sí virtualmente, es un asesinato. Ha ido demasiado lejos. Y el autor decide parar, quizá para siempre.
—Pero volvieron a aparecer.
—¡Calle! —interrumpió Henry Merrivale haciendo pases mesmerianos para que el cigarrillo creara un dibujo—. Esto es justamente lo que yo denomino el punto raro y extraordinario. Como le he dicho, durante una semana todo el mundo en Stoke Druid ha estado esperando a un «gran detective con una buena pista». Si el rumor es cierto, debe llegar al final de la semana, el trece de setiembre. Y ese mismo día, fíjese, dos anónimos, por lo menos, aterrizan de golpe en dos lugares distintos. Amigo mío, ¿cuál es el juego de La Viuda? El gran detective puede ser alguien peligroso. ¿No es el momento apropiado para quedarse callado y no empezar otra vez' a verter vitriolo? Pero sabemos que se enviaron las cartas. Le pregunto: ¿por qué?
El coronel Bailey refunfuñó:
—Es fácil —dijo—. ¡Una fanfarronada! El autor del anónimo quiere burlarse, quiere decir: «¿Qué me importa el gran detective?».
—Sí —reconoció Henry Merrivale—. Esa es la respuesta natural para cualquiera que no tenga la mente complicada. De todos modos, no concuerda con la idea de que La Viuda se asustó después de la muerte de Cordelia Martin.
—Pero mi estimado amigo, es también ésa su teoría. Si las dos caras de una teoría no concuerdan, está listo.
—¡Oh, no, no lo estoy! —repuso Henry Merrivale con porfía; dejó caer la colilla de su cigarrillo al suelo y la apagó—. Por ejemplo, nadie se ha preguntado cuál es el motivo. La primera lluvia de cartas, hasta el doce de agosto, pudo ser por el motivo que le guste; quizá por pura maldad. Pero la segunda tanda…, ¡cáspita!, huele a un motivo diferente.
Durante un momento quedó caviloso, con la barbilla apoyada sobre el pecho.
—El curso del razonamiento de este viejo puede ser —refunfuñó— puro viento de lado. Lo que rara vez ocurre —señaló hacia arriba—. Pero La Viuda prometió aparecer y no lo ha hecho. Ahí está la joven —y señaló con la cabeza hacia la puerta cerrada— durmiendo tan a salvo como la casa, rodeada de centinelas. Parece que me he equivocado. Debemos reconocer…
Henry Merrivale calló de golpe.
—¡Dios! —dijo el coronel Bailey.
Detrás de la puerta cerrada del dormitorio de Joan, muy poco ensordecido por la puerta o por las ventanas más alejadas, se oyó el estampido de tres disparos de revólver.
El ruido de los disparos de un Webley 38 llegó hasta la parte más alta de High Street, rasgó la noche y les paralizó el cuerpo tanto como la mente.
Luego, mientras se pudo haber contado hasta tres o cuatro en un latido, se oyó en la habitación un ruido tan poco humano que al principio Henry Merrivale no lo identificó como un grito femenino. Pero Joan volvió a gritar y luego por tercera vez. Después, no se oyó nada, salvo los golpes de los puños contra los cristales de las ventanas.
El coronel, sacudiéndose al pisar el cigarrillo, se movió con rapidez y serenidad. Metió la llave en la cerradura, la hizo girar y abrió la puerta de par en par.
Él y Henry Merrivale de pie, tenían en la pared de enfrente, y algo a la derecha, las dos enormes ventanas iluminadas por la luna, con la cabecera de la cama entre ellas. El dormitorio estaba bastante claro, aun para los otros dos hombres que se distinguían uno en cada ventana y que golpeaban los cristales.
El coronel, tropezando con los muebles y arrojándolos a un lado, corrió hacia la derecha hasta un lado de la cama, donde se hallaba acostada Joan con la cabeza cerca de la mesita de noche. Pang-pang, seguían golpeando los puños contra los cristales. Gordon West, clavados los ojos en el coronel Bailey, que no estaba a más de un metro de distancia, preguntó algo ininteligible. Henry Merrivale, que seguía observando desde la puerta, accionaba el conmutador sin lograr encender la luz.
—No la han matado —desvarió el coronel Bailey, mientras cogía a Joan por los hombros, al ver que sus párpados se movían—. Creo que ni siquiera está herida. Está solamente desma… No, ella nunca se desmayaría. ¡Es la maldita droga!
Henry Merrivale, en el umbral de la puerta, berreaba llamando a Poppy, la criada, que había prometido quedarse despierta por si la necesitaban. Sobre la mesilla de noche Joan había dejado un tazón con agua y un pañuelo para humedecerse la frente. Su tío, tropezando con la mesilla, se dedicó a mojar suavemente el rostro de Joan y vio que abría los ojos en el preciso momento en que el clamor y el alboroto invadían la habitación.
—Si no abre esa ventana —dijo West—, la forzaré.
—¡Merrivale! —dijo el coronel por encima del hombro—. ¿Por qué diablos no enciende la luz?
—Porque el conmutador no funciona. Y no me muevo de aquí hasta que alguien venga a vigilar la puerta. ¡Al diablo con las cerraduras caseras! ¡Pruebe la lámpara de mesa que tiene a su lado!
El coronel, al extender la mano, encontró que faltaba la perilla de la lámpara y lo comunicó sulfurado. El agua se derramó. Joan, que había abierto los ojos lentamente y reconocido a su tío, se agarró a él. Poppy, asombrosamente, rodó el último tramo de la escalera, sin hacerse el menor rasguño.
—Quédese en esta puerta —gritó Henry Merrivale a la criada—. Cruce brazos y piernas delante de la puerta. Dé un alarido si alguien intenta salir. ¿Entendido?
Poppy emitió un ruido parecido al de la sirena anunciadora de las incursiones aéreas.
—¡Allí está la maldita bombilla eléctrica! —gritó West—. Al borde de la mesilla de noche, a menos de quince centímetros de la ventana.
El coronel tanteó y la encontró. Cuando estaba poniéndola en el casquillo se oyó una voz fuerte y alegre fuera de la casa: Fred Cordy bailaba allí como un títere en una casilla iluminada por la luna.
—¡Le disparé! —gritó Cordy—. ¡Le disparé! —Y sir Henry Merrivale, a quien no le faltaba valor para hablar, sintió que se le ponían los pelos de punta.
—¡No la mató! —gruñó el coronel—. Está bien…
Bang, golpeó un puño que casi rompe el cristal. En aquel preciso momento una luz suave, pero nítida, inundó la habitación desde la lámpara con aquella pantalla blanca colocada sobre la mesa.
Nadie se movió, a excepción de sir Henry Merrivale, que fue a examinar las cerraduras de las dos ventanas. Se puede decir que, aun que una estaba ligeramente floja, ambos pestillos metálicos calzaban cómodamente dentro de la cerradura y todavía se encontraban firmemente cerrados.
Henry Merrivale podía ver, a través de la ventana, el rostro de Gordon West con los ojos desorbitados de espanto. Gordon envolvía el puño en su chaqueta para dar un puñetazo al cristal. Henry Merrivale giró la llave y levantó el largo bastidor interior de la ventana que se movió sin crujir. Y West, después de ponerse otra vez la chaqueta, pasó el antebrazo: en la mano llevaba un revólver Webley 38.
Henry Merrivale cerró la ventana, le echó el cerrojo y examinó atentamente la habitación.
—¿Está bien ella? —preguntó West—. ¿Ella está bien?
—¡Sí, sí, sí! —repuso agitado el coronel.
West dejó el revólver sobre la mesilla de noche.
—Perdóneme —dijo con un ademán demostrativo.
El coronel Bailey, que había permanecido sentado al borde de la cama, con su brazo rodeando a Joan para sostenerla, aceptó la excusa con un movimiento de cabeza y se levantó. West le sustituyó y apretó con fuerza su brazo alrededor de los hombros de Joan. Esta le miró con la vista vaga y le sonrió.
—Esos disparos… —empezó el coronel.
—Cordy los hizo —contestó West, respirando profundamente por las fosas nasales—. Lamento no haberle quitado el arma cuando usted me lo dijo. Pensé que todo iría bien. Pero he visto…
—¿Sí, hijo? —instó Henry Merrivale—. ¿Qué es lo que ha visto?
—Una maldita sombra de aspecto extraño —dijo West— que parecía trepar por la pared. Eso fue exactamente antes de que sonara el reloj de la iglesia. Es probable que sólo haya sido mi imaginación o un juego de sombras; creo que lo era. De todos modos…
—¡Continúe! —dijo el coronel.
—Le hablé en voz baja a Cordy. También debe de haber visto la maldita sombra. Sea lo que fuere, hizo tres disparos; no pude hacer lo que usted me ordenó; cuando quise quitarle el revólver se volvió contra mí y casi le rompo el brazo. ¿Dónde está Cordy ahora?
El martilleo contra la ventana había cesado.
—Se fue —dijo— el coronel.
—Se sentía triste. Se cree un héroe. Por eso gritaba: «¡Le disparé!». Pero no nos ocupemos de Cordy —la voz de West se suavizó—. No te han hecho daño, Joan. No podían hacerte nada. ¿Por qué has gritado, querida?
Con un violento esfuerzo, y sin acabar de sentirse segura, Joan levantó la cabeza apoyada en el hombro de él.
—Gordon —susurró.
—¿Sí, Joan?
—Estuvo aquí.
Nadie se movió ni habló en esa habitación victoriana, sofocante, debido a las ventanas herméticamente cerradas. West se humedeció los labios secos.
—¿Quién estuvo aquí, Joan?
—La Viuda. Yo la vi. Ella… me tocó.
Un violento temblor se apoderó del cuerpo de Joan, que West apaciguó acercándola más hacia él. Al mirar al resto de los presentes, él vio una expresión extraña en los rostros. West volvió a humedecerse los labios. El tono de su voz era natural, como si hablara de una visita que hubiese acudido para tomar el té.
—¿Dónde le viste, querida?
El ademán lento de Joan indicó el borde de la cama, en el mismo lado en el que se hallaba sentado West, pero un poco más lejos.
—Algo me despertó. Golpes. Estrépito. Detonaciones. No sé —Joan hacía pausas entre cada palabra porque todavía luchaba contra la histeria producida por los rastros del nembutal.
—¿Sí, querida?
—Y ahí estaba ella. Al pie de la cama. A la luz de la luna. ¡Qué raro! —los ojos azules parecían vagamente preocupados—. Durante un segundo… creí que era un hombre disfrazado. No sé por qué. Pero era La Viuda. Le vi los dientes. Extendió la mano. Cuando me tocó… No recuerdo nada más…, nada…
—Estabas soñando, querida. ¡Tranquilízate ahora! Todo eso lo has imaginado.
Pero Joan, aunque su mente estaba confundida, recordaba muy bien lo que había visto y haciendo acopio de todas sus energías, realizó un último esfuerzo.
—¡Estaba aquí! —Joan gritó débilmente—. ¡Estaba aquí! —de pronto echó atrás la cabeza. Al cerrársele los párpados, West pudo ver el blanco de los ojos vueltos hacia arriba. El pecho de Joan subía y bajaba, suave y uniformemente, debajo de la bata de seda gris. Después de un momento, West la recostó sobre la almohada y se irguió.
—Está desvanecida —dijo.
—No está desvanecida —dijo brevemente el coronel Bailey—. Las píldoras para dormir la han vencido.
Pero al menos durante un minuto entero nadie pronunció palabra alguna.
La luz tranquila de la lámpara brillaba en la habitación cuadrada, empapelada con repollos azules, verticales sobre un fondo amarillento. Vieron a Poppy de pie, con los brazos y las piernas extendidos, en el umbral de la puerta. Vieron en desorden las sillas tapizadas con respaldos de felpa. El único lugar en el que alguien hubiese podido esconderse era el enorme guardarropa Victoriano, y el registro de Henry Merrivale un rato antes había demostrado que no contenía nada que no fuera ropa de Joan. Poppy asintió, segura de que nadie se había escurrido hacia fuera. Sus ojos reflejaban una intensa incredulidad.
—¡Esto no puede ser! —dijo West. Tomó de repente el Webley de la mesita de noche, como para defenderse contra un enemigo, y lentamente se volvió otra vez—. Les digo sencillamente que esto no puede ser —gritó.
—Lo sé, amigo mío —asintió fríamente Henry Merrivale—, pero lo es.