6

Marión Tyler, al alejarse rápidamente de la quinta de West, después de aquel fugaz vistazo a su interior, miró la luna brillante, casi llena, que iluminaba los árboles con luz pálida.

Todo en Marión era actividad. Esto no significaba que fuera de esas mujeres inaguantables, de voz chillona y con modales antipáticos que todo aquel que las oye asesinaría con gusto. ¡Por el contrario! Digámoslo así: si algunos hombres contaran una historia picaresca, callarían instantáneamente en presencia de Stella Lacey o de Joan Bailey, pero no les importaría que Marión Tyler la escuchara.

Marión llevaba el pelo corto ondulado a la moda, sin una sola cana, y al reír, a menudo mostraba sus dientes brillantes. Tenía una figura esbelta y vestía con elegancia. También poseía un don especial para tratar a niños, perros y caballos. Reconocía que en su vida no había mucho tiempo para tratar a los hombres, aunque se entendía admirable mente bien con ellos.

Al alejarse por el sendero de tierra flanqueado de árboles, vio a la luz de la luna, que dos personas venían del lado de la casa del coronel Bailey, situada más al oeste.

—¿Qué tal? —dijo Marión en voz baja.

Una de ellas era Stella Lacey, cubriéndose con un ligero chal sobre su vestido color tórtola; la otra, su hija Pamela, de catorce años. Sir Henry Merrivale, que esa tarde había visto a Pam en la calle, la hubiera contemplado nuevamente.

No seria del todo cierto decir que Pam era su madre en miniatura, aunque las dos eran delgadas, de pelo rubio ceniza que les caía hasta los hombros e iban espléndidamente vestidas. Pero Pam todavía era algo juguetona y desgarbada, a pesar de su intento de hacer gala de buenos modales. Su cara redonda y sus ojos grises, serios, inteligentes y expresivos daban a entender mucho más de lo que decía.

—Qué tal —repitió Marión en alta voz, cuando se encontraron en el sendero a la luz de la luna, y rápidamente miró hacia atrás porque había decidido detener a Stella—. Fui allí para pedirle un ejemplar de La espada de piedra, que considera magnífica, pero no estaba en su casa.

—¿A casa de Gordon? —repitió Stella, arqueando las cejas como si nunca hubiese oído hablar de ese lugar—. Mí querida Marión, no. Hemos salido a dar un paseo. Conoce, por supuesto, a Pam. ¿No es así? Aunque durante las vacaciones rara vez está en casa.

Marión le sonrió.

—Sí. Conozco a Pam. ¿Cómo estamos esta noche, Pam?

La jovencita miró con formalidad.

—Sí —agregó Marión bruscamente—. Sé que es una observación tonta la que he hecho. ¿Pero de qué otro modo esperas que te hablemos?

Un destello de comprensión brilló en los ojos de Pam.

—Buenas noches, miss Tyler —dijo.

Stella, por algún motivo, se sentía un poco intranquila e inusitadamente locuaz.

—Sin embargo —observó—, no encuentro ninguna tontería en la observación. A veces Pam no se comporta correctamente. ¿No es así, Pam? Quiere participar en juegos vulgares como el hockey y ensuciarse. Me parece que en la escuela la estimulan a ello; ¿y qué decir de sus lecturas? ¿Puede usted imaginarse a una joven de su edad a quien no le agrade Dostoievsky o Tolstoy?

—Oh —murmuró Marión sin interés.

Pam levantó de nuevo la vista.

—Mamá —protestó con voz baja y moderada—, casi no sabes pronunciar correcta mente los nombres. De todos modos, ¿a quién le interesa lo que le sucede a gente llamada Sonya Beerwhichkov Parapourdipoff y Feodor Ireffoneskeky Varaverakinsoleovitch? Suenan como tapas de horno y eso es lo que son.

Stella rió con esa risa peculiar que uno de sus admiradores comparó cierta vez con el tañido de unas campanitas de plata.

—Pam, querida —su madre le regañó—, ¿cuántas veces te lo habré dicho? No debes ser tan estrecha de miras.

—No veo por qué —dijo la franca Marión, pero Stella no oyó.

—La pobre niña no está del todo bien.

—¡Mamá!

—Podrá parecer sana —Stella se dirigió a Marión sacudiendo la cabeza con un gesto de tristeza—. Tengo plena confianza en el doctor Schmidt. Y, sin embargo, en cierto modo… —vaciló—. ¿Sabe que el doctor Schmidt, además de su diploma de médico de Edimburgo…? —de pronto Stella calló como si despertara de un sueño. A la luz de la luna el rubor de sus mejillas se veía de color sepia—. Santo cielo, ¿de qué diablos estoy hablando? Por favor, discúlpeme.

Esto era lo que quería Marión.

—Vengan —insistió con alegría al hacerlas dar la vuelta hábilmente en dirección opuesta, y tomó el brazo de cada una—. Si van a dar un paseo, vengan conmigo.

—¿Dónde va?

—No pasaré de la iglesia. Para ser más exacta, voy hasta la vicaría.

—Nosotras… este… Creo que tendremos tiempo de acompañarla antes de que Pam vaya a acostarse.

—¡Mamá! —intervino de pronto Pam—. ¿Podríamos entrar a ver la Fortaleza?

—Tal vez, querida. Tal vez.

Stella ni siquiera oyó la pregunta. Al comprender que Marión no había notado nada, se tranquilizó. Mientras andaban por el sendero de tierra, apartando de cuando en cuando alguna hoja seca, parecían tan felices como tres personas que van en busca del Mago de Oz.

—¿A la vicaría? —murmuró Stella—. Usted ha ayudado mucho a míster Hunter en las obras de la iglesia, ¿no?

—¡Meses y meses! —asintió Marión mirando la luna—. Tiene mucho trabajo, sabe.

Y además está organizando la fiesta de caridad para dentro de una semana; necesitará mucha ayuda. James —al oír el nombre de pila del vicario Stella desvió la mirada— es muy concienzudo y se preocupa mucho de sus sermones.

—Míster Hunter siempre me pareció… tan joven —dijo Stella.

—¿Conoce su verdadera edad? —rió su acompañante.

Bueno, no… nunca la he pensado —murmuró Stella, creyendo que pensar en la edad del vicario podría ser algo pecaminoso.

—Tiene treinta y ocho años —dijo Marión—. Casi treinta y nueve.

—¡Marión! ¿Está segura? —exclamó la otra.

—Oh, es una vieja historia. James es el tercer hijo de una buena familia, ¿comprende?

Stella, sintiéndose en terreno que le agradaba, asintió rápidamente con un movimiento de cabeza.

—¿No supieron qué hacer con él?

—Exacto —dijo vivamente Marión—. No le enviaron a Oxford hasta bien pasados los veinte años. Estudió tres años en la universidad y un año y medio en el colegio de Teología. Luego fue sacerdote durante tres años. Estos hombres altos y rubios… —Marión se arregló ligeramente su oscuro pelo ondulado— por lo general parecen más jóvenes, ¿no?

Permítasenos recordar que Marión no llegaba a los cuarenta y dos años.

—Hablando de sermones… —empezó Stella, y cambió de parecer—. ¿Presenció esta tarde el desagradable incidente de North Meadow?

Marión parecía encantada.

—No estuve allí. Pero mistress Doom me lo contó en la confitería —los ojos de color castaño claro de Marión, profundamente sombreados por espesas pestañas, brillaban al echar hacia atrás la cabeza—.— Hubiera dado cinco años de mi vi… quiero decir que habría dado cualquier cosa por haberlo presenciado.

—Por supuesto, por supuesto. Sin embargo…

Una ligera sonrisa de pétalo de rosa coloreó los labios de Stella.

—Pero debo reconocer —continuó— que encontré por lo menos un toque de alta comedia en la continuación. Temo que haya gente (naturalmente sólo gente ignorante y tonta) que crea que míster Hunter fue el culpable.

—¿Oh? —dijo Marión en un tono ligeramente distinto—. ¿Por qué? —le preguntó.

—¡Bueno! Quizá no recuerde aquel día, hace unos meses, cuando se dijo que míster Hunter había soltado palabrotas durante cinco minutos después de mandar la pelota de tenis fuera de la pista.

—Estaba allí —Marión habló con frialdad—. James simplemente dijo «demonios», como lo hubiera dicho cualquier hombre irritado.

—Por supuesto lo sé —afirmó Stella con suavidad—. Pero muchas personas de mente estrecha quedaron sorprendidas. Tengo entendido que hoy empeoraron las cosas. Muchos dicen que míster Hunter golpeó deliberadamente la maleta, en el punto de partida, antes de que sir Henry Merrivale pudiese decir «¡Vamos!», y míster Hunter corrió detrás de ella dando puntapiés a todo perro que estuviese a punto de alcanzarla.

Marión Tyler temblaba de indignación.

—¡Eso es completamente falso!

—No puedo estar más de acuerdo. Sir Henry Merrivale, que… este… procede de una buena y muy vieja familia, por ironía fue el héroe en esta ocasión, y en especial con los chicos.

—Bueno, ¿qué diablos se podía esperar?

—¿Esperar?

—Da puros a los niños y carmín a las niñas —lo último no era rigurosamente cierto, pero no importa—. Dice que es la Vieja Firma que les dará ventaja en cualquier cosa que quieran apostar. Mí querida Stella, probablemente los niños pensarán que es el único adulto cuerdo y comprensivo que han conocido —y añadió Marión con una mueca—: no estoy segura de que anden muy equivocados. Lo que no veo —terminó con dignidades cómo usted puede encontrar algo gracioso en este asunto por lo que a James se refiere.

—¡Marion! ¡No he dicho nada de eso!

—¿Entonces, qué es lo que ha dicho?

Los ojos grises de Stella tomaron una expresión de inocencia. Hasta su vestido color tórtola parecía estremecerse debajo del chal que cubría sus hombros.

—Que había sólo un toque de alta comedia, tal vez hasta la tragedia, en el resultado. Hechos pequeños, ridículos, de repente se convierten en cosas muy importantes y completamente serias. Como… como…

Marión la miró.

—¿Como anónimos? —le preguntó.

Las dos mujeres se detuvieron de pronto como si hubiesen visto una serpiente en el sendero.

Se habían olvidado de Pam Lacey, quien, pensativa, iba tranquila entre ellas, con un brazo enlazado al de cada una, y la arrojaron hacia adelante cómo una muñeca. Pero la pregunta de Marión no fue lo que las había detenido violentamente sobresaltadas, sino el sonido claro de una voz de hombre en el silencio de la noche.

Estaban cerca de la casa del coronel Bailey. El sendero, que ahora era de grava, pasaba por delante de la puerta principal de la casa cuadrada, construida con bloques de piedra pulida, con anchas ventanas salientes en la parte delantera y estrechas a los lados.

Únicamente se veía luz en una sola habitación, la que mira al este. Las cortinas, gruesas y oscuras, estaban corridas. Pero las dos largas ventanas laterales (a menos de diez metros en diagonal desde donde se encontraban Marión y Stella) estaban abiertas de par en par y tenían tan sólo cortinas transparentes de encaje. A través de estas cortinas vieron a un señor robusto y calvo con gafas caídas sobre la nariz. Estaba de pie, con los puños levantados, y discurría con alguien cuya cabeza sólo se esbozaba.

En el silencio, desde el jardín, se alcanzaba a oír una voz gruesa:

«… la verdad, así que ayúdeme en este asunto de los crueles anónimos».

Marión se dio la vuelta rápidamente como temerosa de que hubiese otros oyentes. Pero Stella estuvo hábil y afable.

—Pam, querida —susurró.

—¿Sí, mamá?

—Me parece que esta noche no vamos a poder dar nuestro paseo. Vete a casa y acuéstate dentro de media hora como una buena chica.

—¡Pero mamá! Me prometiste…

Aunque Pam se opusiera, Stella, con voz suave, la dominaba.

—Reconozco, querida, que tengo yo la culpa. ¡Lo reconozco! Es justo. Te aseguro que lo repararé. Ahora vete —agregó amenazándola suavemente— o traeré otra vez al doctor Schmidt para que te vea.

Pam la miró. No era, de ningún modo, una mirada de odio a su madre, sino más bien un grito sordo, de azoramiento, como el que insisten en expresar nuestros poetas jóvenes, de «¿por qué nuestro mundo es así?».

La casa de Stella Lacey estaba situada al otro lado del parque, simétricamente a la del coronel Bailey, así como la quinta de Marión era más o menos simétrica a la de West. La mole alargada y baja de la casa solariega quedaba en medio. Pam, apretando los puños, salió corriendo por el sendero de grava.

Marión, nerviosa, indicó con un movimiento de cabeza las anchas ventanas iluminadas, que las dos sabían eran las del estudio del coronel Bailey.

—¿Realmente cree que debemos hacerlo?

—Creo que es nuestro «deber» —dijo Stella con decisión.

Siguieron andando hasta la ventana más cercana, que llegaba casi hasta el suelo, y escucharon.

—… por ese motivo —anunciaba sir Henry Merrivale— le he dicho lo que ocurrió después que usted se fuese. El párroco leerá esa carta que le acusa de enredos con su sobrina Joan. Va a venir más tarde a decírselo. Me he visto obligado a prevenirle por temor de que usted se sulfurase de mala manera.

El coronel asintió, sentado en una silla de cuero, de espaldas a la ventana; había una mesa con whisky y soda entre él y Henry Merrivale, que estaba de pie mirándole fijamente.

—El problema es; ¿cómo procederá con él? —insistió Henry Merrivale.

—Procederé como conviene —dijo el coronel, breve y significativamente.

—Un momento, ¡caramba! No puede usted bajarlo del púlpito de una oreja. ¿Sería capaz?

Fuera, junto a la ventana, las dos mujeres oyeron un repiqueteo monótono. El coronel Bailey, extenuado, golpeaba los nudillos contra la mesa.

—¡Hum!, no —reconoció—. No puedo hacerlo. Sería indecoroso.

—Por supuesto. Siendo hombre de procederes chesterfieldianos, se me debió de haber ocurrido antes —dijo Henry Merrivale sacando el pecho—. ¿Y no se podría hacer algo cerca de los miembros de la J unta?

—Podemos protestar, pero no es suficiente.

—Además —continuó Henry Merrivale, que estaba mucho más preocupado de lo que hubiera reconocido el Viejo Maestro— este sujeto, West, afirma que es capaz de matar a Hunter si éste lee esa carta. ¿West será capaz de hacerlo?

—Puede y lo hará —dijo lacónicamente el coronel Bailey—. Pero entonces el mal ya estará hecho. ¡Espere un momento! —el tamborileo acompasado empezó de nuevo—. ¿Cree que West cambiará unas breves palabras con Hunter antes del servicio…?

—¡Oh. Cáspita!

—¿Qué ocurre? —interrogó el coronel.

—No puede permitir que West provoque al vicario entre las tumbas del cementerio justamente cuando llegan los feligreses. Aunque usted hable con energía esta noche, se sabrá y se producirá un escándalo peor que antes.

Al mencionar la palabra «escándalo», hasta el pelo canoso y corto de la nuca del coronel Bailey parecía erizarse.

—Me gustaría que nunca se hubiese inventado la palabra «chisme» —exclamó, y luego expuso una filosofía que todos conocían—. ¡Desearía que me dejaran en paz!

—Pero no podemos, amigo mío. Por ejemplo: ¿Ha recibido Joan algún anónimo que la relacione con el vicario?

—¡Válgame Dios! ¿Cómo había de saberlo?

—¿Quizá muchos?

—¡Tonterías! Esto son sandeces —dijo el coronel— que nadie tomará en cuenta. Nadie en realidad creerá en esa carta dirigida al vicario. ¡Pero si la lee en la iglesia…!

—Coronel —dijo Henry Merrivale con calma—, hay algo que se cree de cualquier mujer.

—¡Le digo que son tonterías! El vicario no es mal muchacho. Me agradó hasta que este asunto le trastornó. Pero su tío…

El coronel calló de pronto y se puso de pie de un salto.

—Su tío es también su obispo —añadió—. No vive lejos de aquí. Caramba, le telefonearé esta noche; ¡y pararemos esta locura inmediatamente! —suspiró hondo—. Ahí está. Ya sé.

Fuera, junto a la ventana, las dos mujeres no se miraban porque sabían cuán cierto era lo que había dicho Henry Merrivale; tampoco retrocedieron cuando el coronel Bailey se acercó, porque adivinaron su intención.

En el estudio, colocada entre las ventanas y sobrepasándolas, había una mesa que sostenía un gran mapa en relieve, con cerros, valles y carreteras de un color castaño verdoso que representaba más o menos un campo de batalla moderno. Unos tanques, tan pequeños que diez de ellos hubieran cabido en una caja de fósforos, se hallaban diseminados por los caminos. Había aviones con profusión, de todas clases y con una cruz negra en muchas alas. Oculta detrás de los cerros estaba apostada la artillería, desde la batería más ligera hasta la más pesada.

A través de las cortinas de encaje podían ver el rostro cansado del coronel Bailey cuando tomó un puntero que estaba sobre el mapa. Luego vaciló y se volvió otra vez.

—Vea, Merrivale —protestó—. ¡Al demonio con todo! Quiero ayudarle. ¿Pero de qué sirve perder el tiempo mientras Roma arde? Mire —y golpeó el puntero contra el mapa—. ¿Quiere venir aquí un momento?

Henry Merrivale, cerrando los ojos, tomó su vaso de whisky con soda a medio terminar y se acercó.

Los soldados de infantería en el mapa en relieve eran tan pequeños que sólo se podían examinar por medio de un gran cristal de aumentó al alcance de la mano. El coronel Bailey fue a tomarlo, pero titubeó. Su rostro, con el bigote canoso y recortado, parecía aún más irritado.

—Pienso yo que incluso una criatura podría comprenderlo —dijo—. Es el sempiterno Clausewitz; los alemanes honran a Clausewitz. En el 14 no tenían estos aviones; el blindaje todavía no se había inventado; no podían trasladarse con la suficiente rapidez. Pero mire aquel mapa allá en la pared.

El puntero giró. En la pared opuesta, sobre una chimenea victoriana, pendía un gran mapa de Europa en el que se había pinchado alfileres de colores.

—En el 14 (lea cualquiera de las memorias) los alemanes discutieron sobre si invadirían Holanda, así como Bélgica. No lo hicieron. Pero la próxima vez no se equivocarán. ¡No, por Dios! Lo que es más, la famosa línea francesa (y jamás crea en defensa estática, amigo) no pasa por donde debería.

Aquí se dio la vuelta e hizo revolotear el puntero sobre el mapa en relieve.

—No puede comparar la infantería con los bombarderos en picado y los tanques. No puede hacerlo en ninguna parte, y menos allí… allí… allí. Está derrotado, a no ser que tenga aviones de combate para enfrentarlos a los bombarderos y blindaje más pesado para poner fuera de combate a los tanques. ¿No lo cree así?

—Ajá. Parece muy convincente, coronel.

—¿Entonces por qué no lo comprende el War Office?

—No sé —dijo Henry Merrivale en el mismo tono seco—. A propósito, referente a esos anónimos…

—¡Al diablo con esos anónimos! —estalló el coronel—. Permítame repetir: ¿por qué preocuparse mientras…?

—Sabe que una mujer se ahogó —dijo con calma Henry Merrivale—, y tengo dudas de que sea un homicidio.

Hubo un prolongado silencio. Luego el coronel Bailey dejó el puntero con todo cuidado.

—Disculpe —dijo—. ¿Qué quiere que le diga?

Henry Merrivale respiró hondo.

—Coronel —dijo tocando el mapa en relieve con su vaso de whisky con soda—, no se vaya a imaginar que creo que no tiene importancia. Pero tengo un plan en mente. Usted —continuó— en algunas cosas es tan inocente como un niño y en otras tan perspicaz como Boney y George Washington juntos.

—¡Bah! —refunfuñó el coronel, pero pareció contento.

—Ahora hablemos de esa mujer, Martin. Si no se cayó al agua por accidente, se mató o la mataron. No hay ninguna prueba de homicidio. Pero nadie se ha molestado en preguntarse «por qué» se suicidó. ¿Tiene usted alguna idea?

—Ninguna. ¿Por qué no se lo pregunta a la hermana? Annie Martin vive en High Street —el coronel Bailey frunció el ceño—. En cierto modo se veía poco a miss Martin. Muy consagrada a la iglesia. Muy dedicada al vicario. ¿Qué más puedo decir?

Henry Merrivale, con un mágico juego de manos, sacó un cigarrillo de tabaco negro y lo encendió. Una nube de humo atravesó las cortinas de encaje.

—Ajá. ¿Recibió anónimos?

—Sí —dijo el coronel con un gesto—. Nada más que uno.

—¿Acusándole de enredos amorosos?

—¿Amorosos? —exclamó el coronel—. ¡Santo Dios, no…! ¡Espere un momento! En cierto modo sí. El segundo párrafo dice que mi esposa me había sido infiel varios años antes de su muerte.

—¿No era verdad?

En los ojos del coronel Bailey había una profunda amargura. El cutis, junto a las sienes, parecía acanalado como un papel muy delgado.

—¡Eunice! —dijo—. Eunice educó a Joan. Joan es la hija de mi hermano. Nunca tuve mucha aptitud para educar a niños —hacía un esfuerzo con la garganta—. A Eunice le costó la vida ir conmigo a la India. No quiso volver al país. Nunca se quejó. Nunca se preocupaba si se armaba algún alboroto en los cerros. ¡Infiel…! ¡Disculpe! ¡Disculpe!

Quería decir «Disculpe por haberle impuesto un asunto personal». Henry Merrivale miró al suelo.

—Comprendo perfectamente —refunfuñó Henry Merrivale—. ¿Y en cuanto a la otra parte de la carta?

—¡Oh!, eso lo había olvidado. En el frente oeste, en 1917; mandaba una brigada. Sólo temporalmente. Cometí un error que costó la vida a cierta cantidad de hombres.

—¡Caramba, no se preocupe! Eso puede ocurrirle a cualquier soldado de profesión.

—¡Bueno! —el coronel Bailey tomó el cristal de aumento y observó el enjambre de microscópicos soldados de infantería—. ¡Poder! Así me gusta pensarlo. Pero la carta habla exagerando los hechos. Ese asunto del 17 se publicó en todos los diarios; bien expresado, por supuesto, aunque se leía entre líneas. Lo raro es que se haya sabido en una pequeña aldea tranquila como ésta. Ni siquiera le conté todos los detalles a Eunice.

—No sé —dijo Henry Merrivale—. A veces los vecinos… algunos… saben mucho más de nosotros de lo que creemos. ¿Ha guardado la carta?

—Sí. La he conservado por curiosidad, como si fuera una escopeta de dos cañones. ¿Quiere verla?

Henry Merrivale asintió con la cabeza. A lo largo de la pared de la derecha, en una habitación espantosamente empapelada con nomeolvides rosas y azules, había un estante bajo para libros. Sobre él, una hilera de ficheros de cartón que contenían la interminable y voluminosa correspondencia del coronel con el War Office y otros ficheros marcados con la palabra «personal». De uno de éstos, el coronel Bailey tomó una hoja doblada y volvió hacia Henry Merrivale, que había permanecido junto al mapa en relieve.

—Sabe —prosiguió el coronel al entregar la carta a su interlocutor— que, salvo por la falta de corazón que hay en ello, entiendo el (cómo diría yo) funcionamiento del cerebro del individuo que escribe estas cartas.

—¿Cómo?

—¡Así es! En este mundo hay muchas personas que tienen en su interior una bilis amarga. Algunos se libran de ella vertiéndola en el War Office, como yo. Otros… bueno, tiene el resultado en su mano.

Sir Henry Merrivale, que había dejado el cigarrillo y el vaso para examinar la carta con la lupa, levantó rápidamente la vista.

—Coronel —declaró de repente—, me parece que esto es lo más importante de lo que se ha dicho hasta ahora. Muy importante.

—¿Importante? ¡Pero si es tan sencillo como la nariz de su cara!

—¡Hum!, bueno —gruñó Henry Merrivale arrugando interrogativamente la nariz—. Puede ser, pero no de la manera que piensa.

Si hubiera estado presente nuestro amigo el jefe inspector Masters, hubiera reconocido instantáneamente esta forma de imitar un espantajo que Henry Merrivale empleaba con toda seriedad. El coronel Bailey, que lo veía por primera vez, no hizo sino parpadear.

—¿Quiere decir que ha encontrado un indicio en la carta?

—No. Nada más que lo que esperaba encontrar: un signo de exclamación donde debería haber una coma. Vea, tome esta carta y guárdela bien. Puede ser de mucha ayuda.

—¿Y qué hay del importante indicio? ¿Dónde está?

Henry Merrivale ignoró la pregunta mientras cambiaba la carta y el cristal de aumento por el cigarrillo y el whisky.

—Coronel —dijo—, le voy a decir tres cosas que nadie sabe, excepto yo. Se lo diré pronto y rápido. Primero, he visto antes, en alguna otra parte, a esta mistress Lacey.

—¿A mistress Lacey? Bueno, puede haberla visto antes. ¿Qué supone eso?

—Puede no tener importancia. Porque tengo una ligera idea que se relaciona con algo bonito, noble y elevado —añadió Henry Merrivale tosiendo modestamente antes de sorber el whisky apresuradamente— con lo que siempre estoy mezclado.

—Si, yo… este… sí.

—¡Por el amor de Esaú, no vaya a pensar que me he vuelto loco! —bramó Henry Merrivale tan repentinamente que las dos mujeres que estaban fuera dieron un paso atrás—. La gente siempre cree que soy un viejo estúpido, y no es verdad.

—Lo siento —repuso el coronel Bailey mirándole con comprensión—. ¿Cuál es el segundo punto?

—Su sobrina está en gran peligro. O cree que lo está.

—¿Joan? ¡Tonterías!

—Se lo digo, amigo mío. A propósito, ¿dónde está Joan ahora?

El coronel no lo sabía y así lo dijo. A la hora de la cena había tenido una vaga idea de que alguien faltaba a la mesa, pero estaba tan absorbido explicando tácticas de guerra que no pudo identificar a la persona ausente.

—No vio su cara ni oyó sus palabras —dijo Henry Merrivale— cuando entró intempestivamente en la librería de Rafe Danvers para pedir algún libro con la verdadera historia de La Viuda Burlona. Amigo mío, esto es exacto: por algún motivo ella piensa en esa Viuda como si fuera una persona de carne y hueso. Y no ha visto usted cómo deslizaba su mano para tocar el bolso cada vez que entrábamos en terreno difícil. Le apuesto diez a uno que ha recibido hoy un anónimo, tal como ha ocurrido con el vicario.

»Y hablando del vicario, éste es mi tercer punto —dijo de prisa Henry Merrivale para impedir la intervención de su interlocutor—. Hace un rato estábamos hablando de los modos y maneras para evitar que predicara ese sermón y leyera la carta…

El coronel Bailey se enderezó.

—¡Válgame Dios, sí! ¡Lo había olvidado completamente! Será mejor telefonear en seguida al obispo.

—Pero el hecho es, coronel…, que preferiría que no lo hiciese usted.

—¿Preferiría que «no» telefoneara?

—Sí. Sabe que tengo una mente un poco perversa. Hace un momento no fui sincero con usted. Estaba tratando de desviarle del tema. Pero después he procedido correctamente, así que ¡ayúdeme!

—Comprendo. ¿Qué quiere que haga?

—Déjele predicar su sermón y leer la carta.

Hubo una pausa.

—¡Espere! —bramó Henry Merrivale—. Se lo ruego, no me desprecie y no me mire como si viera a un subordinado borracho. Cuando haya escuchado mis motivos le aseguro que se mostrará de acuerdo conmigo.

El coronel Bailey se retrajo, pero todavía confiaba en Henry Merrivale.

—¿Y sus motivos? —preguntó con calma.

—Después que terminó la riña de los perros y que dejé mi vieja maleta en un hotel llamado Lord Rodney, me fui a la vicaría. Y encontré…

En ese momento Henry Merrivale se inclinó por encima de la mesa del mapa en relieve y echó hacia atrás una de las cortinas de encaje para arrojar su colilla por la ventana.

Aunque bien pudo haberlas visto, no fue ésta la causa de la retirada de Marión Tyler y de Stella Lacey. Probablemente ya habían escuchado bastante. Con dignidad cruzaron el césped, tomaron el sendero de grava y luego se apresuraron hasta llegar al otro lado de la casa.

—Stella —dijo Marión en voz baja cuando ambas se detuvieron—, ¿qué es esto de unas relaciones entre Joan Bailey y… James?

Su acompañante rió suavemente.

—Mi querida, ¡la noticia es ridícula!

—Lo sé, Stella. Joan no miraba a ningún hombre que no fuera Gordon. Pero esta barbaridad de hablar de ello en la iglesia… —calló de pronto.

—¡Estimado sir Henry! —murmuró pensativa Stella—. Debemos de habernos conocido, tal como ha dicho. Tal vez en alguna fiesta. En Buckingham Palace.

Marión le lanzó una mirada dura, pero estaba preocupada; por más que luchaba, había lágrimas en sus ojos.

—Naturalmente que no habrá tal sermón —observó Marión con voz trémula—. El obispo de Glastontor se ocupará de ello. ¡Oh, y no me diga que sir Henry convencerá al coronel Bailey de que no le telefonee! Cuando el coronel ha tomado una decisión ¡es el hombre más terco que conozco!

—¿Pero por qué está tan turbada? —preguntó Stella—. A no ser… ¡Marión! —su sonrisa pasó inadvertida—. ¿No estará enamorada de míster Hunter?

—¡Q-qué tontería más grande! —repuso Marión con aire divertido—. Somos buenos compañeros, eso es todo. ¡Simplemente buenos compañeros!

—Dios mío —suspiró—, me gustaría poder serlo.

—¿Ser qué?

—Buenos compañeros. Con cualquier hombre. Por algún motivo nunca resulta.

—¡Leer cartas! —suspiró Marión—. Predicar sobre… —volvió a callar—. ¿Viene conmigo a la vicaría, Stella?

—Me parece que no. Es muy tarde.

—Bueno —exclamó Marión con un brillo en los ojos—, creo que va a sufrir un desengaño, Stella. Mañana no ocurrirá nada sensacional. Simplemente James predicará el sermón que pensaba, creo que sobre San Pablo y la caridad —su voz se elevó—. ¡Se lo prometo, Stella! ¡Se lo «prometo»!