18

Enterraron a Fred Cordy cuatro días después de su muerte, el viernes 19 de setiembre, bajo un cielo plomizo con nubes que parecían remolinos de humo.

Pocas personas asistieron al entierro, pues Cordy no tenía amigos y su muerte se consideraba, en secreto, como una suerte para todos. Pero estaban allí Gordon West y Joan Bailey con el coronel, también Ralph Danvers, el Squire Wyatt y, aunque no se la esperaba, Marión Tyler.

—Trabajó en mi jardín —dijo Marión—. No trabajaba en sus zapatos, pero aró en mi jardín.

A pesar de las ideas ateas del difunto, su esposa, mistress Cordy, rogó que el entierro se efectuara en el cementerio de la iglesia, y el reverendo James no sabía resistirse a las lágrimas de ninguna mujer. Mistress Cordy se había vestido de luto riguroso y llevaba cogida de la mano a su hija Federica, de once años, que chupaba un caramelo de miel debajo del velo negro. El Squire Wyatt prometió dar trabajo a mistress Cordy en su casa y alojar también a Federica. Durante la ceremonia cayeron algunas gotas de agua.

Stoke Druid, en conjunto, no hizo mayor caso.

Entre la noche del lunes, cuando Cordy fue asesinado, y la del jueves siguiente, mientras se realizaba la investigación policial correspondiente, la aldea pasó por varios momentos de emoción. Primero fue la alarma producida por el cierre de puertas y ventanas, luego fue la ira y, finalmente, la apatía.

Esperaban mucho de la investigación. Era del dominio público que la máquina de escribir escondida en uno de los ojos de La Viuda era la utilizada para escribir las cartas.

La investigación estaba a cargo de míster Vanee, el mismo fiscal encargado del sumario en el caso de Cordelia Martin. El fiscal tuvo una serie de conversaciones privadas con el inspector Garlick. Los periodistas llegados de Londres por aquel incidente del que tanto se había hablado sobre el fantasma que se había aparecido a Joan Bailey, dejaron de importunarla para asistir a la investigación.

La primer testigo, según la costumbre, fue mistress Mary Annie Cordy, que hizo la identificación formal del cadáver. El siguiente en ocupar el banco de los testigos fue el doctor Johann Schiller Schmidt, que entendía este oficio y había llevado a cabo la autopsia.

El difunto, explicó el doctor Schmidt, había muerto a consecuencia de una hemorragia causada por una herida de bala que le atravesó el pulmón izquierdo. Se habían hecho dos disparos en dirección oblicua, de derecha a izquierda. Ambas, al errar el espinazo, se alojaron en el cuerpo, pero sólo una afectó una parte vital.

Era extraordinario, pero no imposible ni sorprendente, que un hombre con esa herida hubiese podido cruzar la pradera corriendo y trepar a la figura de piedra antes de caer muerto. (No se podía afirmar cuándo).

El informe del experto en balística de Bristol era breve: «Las dos balas presentadas pertenecen a un revólver Webley 38, modelo 3. No puedo, ni nadie podría, decir a qué distancia se hicieron los disparos, salvo que la trayectoria no fue ni muy corta ni muy larga».

Gordon West que siguió en tanto que testigo, a la lectura de este informe (advertido de hablar poco), contó la historia que todos conocían.

—¿Podría calcular la distancia a que se hicieron los disparos?

—Bueno, solamente podría decir lo que le había ocurrido a él en ese momento; suponía que a unos diez o quince metros. Corría a la izquierda de Cordy, aunque en la misma dirección, en diagonal, y las balas no le habían tocado.

Después de lo cual el fiscal, a instancia de la policía, accedió a suspender la investigación.

Los espectadores de Stoke Druid estaban sentados con los ojos muy abiertos, pasmados de incredulidad. En los primeros momentos, después de la declaración del fiscal, se produjo solamente un silencio con entrecortadas respiraciones. Luego se levantó para hablar míster Rush, el ferretero, en cuya cara se veía un rastro de herrumbre.

—¡Ea! —gritó míster Rush—. ¿Y qué pasa con los anónimos?

—No competen a nuestra investigación. Debo recordarle que la investigación ha sido aplazada.

—¡Qué importa que competan o no! —dijo Theo Bull desde otro rincón—. ¿A quién pertenece la máquina de escribir? ¿Quién escribió las cartas? No ha dicho ni una palabra sobre la máquina de escribir, excepto que estaba escondida en la cabeza de La Viuda. ¡Sólo ha dicho lo que todos sabemos!

—Por última vez, debo recordarle…

Si el fiscal en ese momento se hubiese mostrado imprudente y ordenado a la policía que desalojara la sala, se hubiera producido una situación muy desagradable.

—Señores —dijo—, solamente puedo hacer lo que me permite la ley.

Se oyó un fuerte rumor y golpes con los pies. Pero Stoke Druid, como el resto de Inglaterra, había sido educada en tal respeto de la ley que su simple mención calmó a los más descontentos y el grupo se disolvió.

Esto, sin embargo, no evitó los mítines de protesta, que fueron más nutridos y furiosos que cualquiera de los siguientes al famoso sermón del vicario. Alguien le quitó el casco a un vigilante a las puertas de la librería de Danvers; pero Robert, que tenía órdenes precisas, le trató con tolerancia y permaneció impasible. Aquella noche, jueves, los bares del Lord Rodney y del Nag’s Head estaban abarrotados de gente.

En el Nag’s Head, junto a la barra, el Squire Wyatt hablaba con un grupo de admiradores. Su espeso pelo gris, matizado en negro, partido y cepillado cuidadosamente y con los extremos para arriba, parecía una peluca. Su espeso bigote gris también estaba recortado.

El Squire Wyatt sorbió la tercera parte de su vaso de cerveza y se inclinó antes de dejarlo sobre el mostrador.

—Haré una declaración —dijo, y se limpió el bigote.

Pudo ser o no una coincidencia que en aquel momento entrara en el bar el inspector Garlick. En vez de servirse de la botella o de la jarra, se acercó al mostrador y pidió tres botellas de cerveza para llevarse.

También merece señalarse otro extremo: el Squire Wyatt no empleó el modo de hablar de Somerset. Su lenguaje, aunque áspero y duro, era el de cualquier hacendado que se codea con sus arrendatarios.

—Corre por ahí el rumor —continuó— que Fred Cordy estuvo en la residencia antes de que le mataran el lunes por la noche. Es una mentira y se lo diré a cualquier maldito policía que quiera verme.

Buscó a Garlick con la mirada, por el espejo que había detrás del bar cuyo cristal estaba empañado por el vaho, pero el inspector sólo recogía las botellas.

—Han oído —prosiguió diciendo Tom Wyatt a un grupo complaciente— lo que dijo el joven West. Dijo que creía haber visto surgir a Cordy de los arbustos, que podrían ser árboles pequeños, junto al camino, a sesenta u ochenta metros de la casa. Bueno, eso es verdad. Yo también lo vi.

Mientras el Squire seguía bebiendo cerveza, se alzó un murmullo de voces.

—¡Escucha, Marty! ¡Escucha, Steve! Iba a acostarme y abrí la puerta delantera para ver si hacía buena noche. Cordy salió de entre los árboles (era imposible no verlo a la luz de la luna, y creo que había alguien con él) y corrió a toda velocidad, gritando desaforadamente, por mi camino. Pensé que se trataba de otra de sus tonterías poco graciosas, cerré la puerta y eché la llave.

—¿De qué lado del camino fue eso, Squire? —preguntó alguno con voz interesada.

—¡De la izquierda, Len! ¡Del lado sur! «Pero…».

El Squire Wyatt dejó el vaso.

—Hoy no me han llamado a atestiguar —esto, evidentemente, le molestaba más que nada—. Pero si mato a un hombre, Len, lo haré cara a cara y le descargaré las seis balas de mi revólver. ¡«Decírselo» a cualquier maldito policía que podáis encontrar!

Se despachaba continuamente cerveza. Como las dos cantineras desparramaban casi tanta cerveza como la que servían, hasta el humo del tabaco estaba impregnado de humedad. El inspector Garlick, después de contar atentamente el cambio, recogió la bolsa de papel que contenía las botellas y salió.

El inspector no tenía más que pasar por la cochera del viejo Nag’s Head para entrar en la librería de Danvers. Al fondo se hallaba encendida una lámpara, con pantalla verde, sobre el escritorio del librero, junto al cual se encontraban sentados Danvers y sir Henry Merrivale.

Después de servida la cerveza, entre el inspector Garlick y Henry Merrivale se entabló una conversación, y Danvers, sintiéndose incómodo, se sentó a cierta distancia.

—¿Oyó algo allí? —preguntó Henry Merrivale, señalando perezosamente con la cabeza hacia el bar.

—Nada que no supiera.

Mientras Henry Merrivale daba un refunfuño por toda respuesta, el inspector Garlick se cuadró con resolución. Se les presentaban tres problemas harto espinosos. Garlick sacó una libreta y un lápiz para demostrar que sus palabras iban a tener gran importancia.

Sir Henry —empezó—, ¿siempre supo usted que la máquina con que se escribían los anónimos pertenecía a Fred Cordy?

Danvers, que se había acercado al escritorio a buscar un libro, lo dejó caer y se enderezó.

—Está bien, Rafe —le tranquilizó Henry Merrivale—. El inspector no va a descubrir muchos secretos.

Sir Henry, repito la pregunta. ¿Siempre supo…?

—No lo sabía, hijo. Pensaba que muy bien pudiera ser.

—Y otra pregunta: ¿cómo diablos supo dónde estaba oculta la máquina de escribir?

—¡Oh, hijo! Sigo diciendo que no lo «sabía». Le he dicho que no lo sabía. Le he dicho que no estaba seguro y que usted igualmente debía hacer un registro completo.

—Desde que ocurrió esta batahola —dijo Garlick, y golpeó ligeramente con el lápiz la libreta para recalcar que hablaba del homicidio— no he tenido muchas ocasiones de sostener una larga conversación con usted. Cordy compró esa máquina de escribir al viejo Joe Palmer, el comerciante de Glastonbury, en 1931. ¿Puedo enterarme de lo demás?

Henry Merrivale apoyó los pies sobre el escritorio para reflexionar.

En realidad, la meditación duró tanto que Garlick pensó que se había quedado dormido, hasta que Henry Merrivale abrió un ojo penetrante en dirección a Danvers.

—La primera vez que entré en ese comercio —dijo— era la primera vez que ponía los pies en esta aldea. Usted hizo un bosquejo de lo que comúnmente se sabía o deducía y, con mucha generosidad, me ofreció esas Memorias de Fouché a cambio de que resolviese el misterio…

—¡Eso no es nada! —Danvers quitó importancia a su proposición.

—Es mucho, Rafe. En cualquier forma, me mostró una de las cartas. Usted es demasiado corto de vista para distinguir marca característica alguna, pero yo estaba casi seguro de que había sido escrita con una Formosa portátil. Luego, mientras hablábamos de las posibilidades, hizo una observación sobre Fred Cordy que resultó ser interesante. Permítame ver si puedo recordar lo que dijo de Cordy. Dijo que «una vez compró una máquina de escribir para mandar cartas vehementes a los periodistas y que luego se exasperó tanto que la arrojó al río». ¿Lo recuerda?

—Sí, recuerdo.

—Pensé para mis adentros: «¡Oh, no… no lo creo! Cordy no ha tirado esa máquina al río. Pero dice que lo ha hecho».

—¿Por qué pensó esto? —preguntó Garlick.

—Porque no es una acción natural, hijo. Ni siquiera por parte de un chiflado, y Cordy no estaba loco. Supongamos, por ejemplo, que intente yo mandar una pelota de golf al otro lado del río. Supongamos que intente hacerlo cuatro veces y cada vez —dijo Henry Merrivale estremeciéndose y enojándose con el recuerdo— la muy sinvergüenza cae al río y se hunde.

—¿Y?

—Bueno, hijo, me voy a volver loco de rabia. Puedo tirar al río el palo de golf. Puedo tirar al río la boina con todos los palos de golf. Hasta aquí es una acción natural. Se puede pensar que he ido demasiado lejos. De todos modos es natural… pero supongamos —sostuvo Henry Merrivale en contestación a su propio argumento— que está en su casa… atención, en su casa… con una máquina de escribir que se porta mal. Podrá arrojarla al otro extremo de la habitación, pisotearla. Lo más probable es que la meta en el armario. Pero ¿alguna vez se le ocurrirá llevarla lejos de su casa y tirarla al río? ¿Es ésta una acción natural? ¡Se lo pregunto!

Hubo un silencio prolongado.

—Debo reconocer que estoy de acuerdo con usted —admitió el inspector Garlick—. No perdería el dominio de los nervios hasta ese punto…

—¡Oh, hijo! ¡Yo tampoco! —dijo Henry Merrivale, y en seguida puso cara de santo—. Se me conoce en todas partes por mi buen carácter. Quería ponerle un ejemplo, ¿comprende?

—¡Hum!… sí.

—Entonces pensé para mis adentros: «Rafe no puede mentir sobre un incidente que cualquiera puede confirmar. Fue una broma de Cordy. Pero Cordy no puede haber escrito las cartas». Entonces pensemos un segundo en La Viuda. Me refiero a la autora de los anónimos y no a la figura de piedra.

Otra vez Henry Merrivale pareció dormitar durante un momento.

—Supongamos (para poner un ejemplo) que La Viuda escribe las cartas con la máquina de Cordy. La Viuda es tan inteligente como Satanás. Todos lo hemos comprobado. Si se utiliza una máquina de escribir se corre toda clase de riesgos, pueden saberlo desde los vecinos hasta los criados curiosos. ¿Me sigue?

—Sí. Si puedo preguntar…

—Además, hay que estar preparado —prosiguió Henry Merrivale ignorando la interrupción— para cuando la policía investigue. Tarde o temprano siempre lo hace. La Prensa desenterrará estos casos si nadie lo hace. Y los investigadores no van a preguntar cortésmente: «¿Tiene una máquina de escribir?»; y retirarse si se les dice que no. ¿No es así, inspector?

—No es probable —dijo Garlick con cierto disgusto.

—La Viuda necesitaba, pues —dijo Henry Merrivale—, tener un escondite para la máquina de escribir. Debería ser fuera de la casa o del jardín porque si llegaran a encontrarla estaría perdida. A propósito, Rafe, ¿tiene en su poder la tarjeta postal con la fotografía coloreada de la figura de piedra? ¿Aquella que nos mostró el sábado por la tarde?

Sin decir palabra, Danvers la buscó y se la entregó a Henry Merrivale. Este, después de calzarse las gafas, le dio la vuelta y leyó la descripción impresa al dorso.

—«Cada ojo —leyó en voz alta— tiene tamaño suficiente para contener una cabeza humana». Bueno, también podría contener una máquina portátil pequeña y ligera (estaba seguro de que era pequeña), como las que se utilizaban veinticinco años atrás. Pero ¿tendría alguien por costumbre el trepar hasta allá arriba? Más tarde en la pradera lo pregunté al vicario. Dijo que a él no le gustaría trepar por ella, que en la aldea existía una superstición en contra de esto y que nadie jamás la había hecho.

—¡Diantre! ¡Vaya escondite! Ahí está La Viuda Burlona observando la aldea y oculta en la cabeza el origen de los anónimos, don de nadie jamás lo verá y nadie jamás lo buscará.

—Este asunto diabólico —exclamó Garlick— me está asustando.

—Recuerde —le recalcó Henry Merrivale con fruición vampiresca— que La Viuda necesita utilizar la máquina de escribir a lo sumo cada quince días. Las cartas, en su mayor parte, han venido por grupos. La Viuda no necesita trepar si…

—Si contaba con un hombre como Fred Cordy —le facilitó el inspector Garlick— que era un acróbata por naturaleza y que gozaría con la malevolencia de los anónimos.

Henry Merrivale gruñó dejando caer la tarjeta postal sobre el escritorio.

—Bueno…, pero… —declaró—. No había visto yo a Cordy ni a muchos otros, cuando estas ideas empezaron a bullir en mi mente. Pero cuando vi a Cordy y a algunos otros y las ideas empezaron a bullir de nuevo… ¿Encuentra que se aclara, ahora?

—Cordy, por supuesto, era cómplice de La Viuda. No se puede negar.

Henry Merrivale parecía indeciso.

—Teniendo en cuenta lo que ocurrió posteriormente, mi voto sería más bien negativo —declaró—. Pero Cordy sabía quién escribía las cartas y por lo menos hasta ahí era cómplice.

Los dos hombres escuchaban el lento y rítmico golpeteo del lápiz de Garlick sobre la libreta de apuntes.

—Quizá Cordy intentó hacer un pequeño chantaje.

—Quizá lo hizo.

—Y quizá no le agradó a La Viuda —Garlick apuntó con el lápiz como si fuese un revólver imaginario y frunció dos veces el ceño.

¡Al diablo con todo! —dijo Henry Merrivale al bajar los pies del escritorio—. Ayer le dije, en privado, que el autor de los anónimos y el asesino son una misma y sola persona. Le dije quién era. Traté de indicarle pistas de…

—Pero entonces, ¿por qué no me dijo…?

El inspector Garlick, al cruzar su mirada con la de Henry Merrivale, calló de pronto. Echó un vistazo fugaz a Danvers que estaba leyendo un periódico, y luego guardó la libreta y el lápiz.

—Hay muchas cosas sobre las que tenemos que hablar —dijo con insistencia—. Pero eso puede esperar. No me agrada la actitud de esta gente de Stoke Druid. No podemos censurarla por estar un poco nerviosa, pero es que no quieren cooperar.

Tanto Henry Merrivale como Garlick se sobresaltaron al oír el estallido de risa sorda de Danvers. Después de doblar el periódico, les miró con aire zumbón.

—Inspector —dijo—, ni usted ni el buen amigo sir Henry entienden a los aldeanos, ¿no es así? Muchos se han enfadado o asustado, sí; y algunos todavía lo están. Pero, aparte de esto, se sienten apáticos y más bien conmovidos.

—¿Conmovidos por la muerte de Fred Cordy?

—¡No, no, no, no! Están conmovidos porque más de la tercera parte de la estatua de La Viuda Burlona ha caído en pedazos ante sus ojos. Ni les agradaba ni les desagradaba. Pero siempre había estado allí. Formaba parte de ellos, de su paisaje y de sus vidas. La gente experimentaría la misma sensación, así lo creo yo —añadió Danvers—, si los bombarderos aparecieran sobre nuestras ciudades.

—¡Hum!, sí —murmuró sir Henry Merrivale—. No lo había pensado, Rafe.

El inspector Garlick, a quien esta reflexión no le interesaba, trató de hacer caso omiso de ella. Pero el pestañeo de los ojos del librero le retuvo.

—¿Puedo decirle algo más, inspector?

—Sí, míster Danvers. Si tiene algún sentido.

—Hoy es jueves —dijo Danvers—. Si mañana llueve, como dice el periódico, no conseguirá que le respondan a ninguna pregunta (ni siquiera conseguirá saber una sola palabra) hasta el lunes por la mañana.

—¿Cuál es el motivo, míster Danvers? ¿Por qué?

—Porque las mujeres estarán demasiado ocupadas y manejarán a sus hombres a su antojo —repuso Danvers con tranquilidad—. ¿Ha olvidado que la fiesta parroquial está programada para el sábado?

—¿La fiesta parroquial? ¿Qué ocurre con eso?

—¡Por Dios, hombre! —dijo Danvers frunciendo ligeramente el ceño—. Esta fiesta significa más, mucho más, que una visita del Primer Ministro. Las señoras empezaron hoy a decorar el salón. Si mañana viernes llueve…

—¡Ah! —interpuso sir Henry Merrivale poniéndose de pie—. También colaboro yo en esa fiesta parroquial —hinchó el pecho y se lo palmeó—: Voy a ser un piel roja. La celebran en aquel edificio largo de piedra, ¿no? ¿Por qué le preocupa tanto la lluvia?

—¡Por el techo, mi estimado Henry!

—¿Qué le ocurre?

—Hará más o menos cien años —dijo Danvers en tono pausado— el entonces vicario reemplazó el primitivo techo de piedra, que estaba en malas condiciones, por otro con poco declive, sustentado por unas vigas. Si el vicario no descuida las reparaciones, el techo rara vez gotea. Por desgracia, además tiene el piso de tierra. Si míster Hunter ha cuidado las reparaciones…

—¿Todo este alboroto por una fiesta parroquial? —interrumpió el inspector Garlick.'

Danvers simplemente se encogió de hombros. Se dirigió a la parte delantera del comercio, levantó el borde del postigo y atisbó hacia arriba a través, del cristal y de la tela metálica.

—La noche está nublada —informó.

Del mismo modo que Danvers miró al cielo esa noche, muchas cabezas se asomaron a las ventanas a la mañana siguiente. El cielo, aunque no muy nublado, presentaba manchas negruzcas que presagiaban la inestabilidad del tiempo. Muchas señoras trabajaron febrilmente en la decoración de la fortaleza, y aunque ansiaban conocer el estado del techo, no querían molestar al pobre míster Hunter que había pasado una semana singularmente ajetreada.

Marión Tyler tampoco lo averiguó. El viernes se despertó a las diez pasadas, en su pequeña quinta, ordenada y bien amueblada, próxima a la casa solariega. Amaneció asustada por las muchas obligaciones que, como presidenta de la comisión de la feria, tenía que afrontar. También se encontraba perturbada y con la conciencia de ser menos activa que de costumbre.

Era de esperar que pudiera confiar en sus dos principales ayudantes, mistress Doom y mistress Goldfish. Marión se vistió de prisa y desayunó. Apenas había terminado cuando llegó mistress Doom, la confitera, con noticias de la primera complicación.

Mistress Doom, por su nombre, debía ser alta y solemne, pero en realidad era una mujer baja, risueña y más bien robusta, de cara rosada, con seis hijos y un marido que no perseveraba en el trabajo. No molestaba a no ser que tuviera lo que llamaba nervios y entonces aturullaba a todo el mundo. Mistress Doom entró valientemente.

—Miss Tyler —dijo—, quiero decirle que han llegado de Londres los trajes especiales.

—¿Qué trajes especiales? —preguntó Marión con una repentina sensación de desastre—. Se pensó que los trajes debían ser hechos en casa. Usted y mistress Goldfish son las encargadas de esto.

—Miss Tyler, seguramente recuerda que en la última reunión miss Robinson dijo que «podríamos» tener algunos trajes especiales.

—Este… sí. Recuerdo algo así. Pero nunca pensé…

—El precio, miss Tyler, es más elevado de lo que pensamos. Es espantoso.

—¿Cuánto?

—Diez libras y quince chelines. Hemos metido las manos en la caja antes de que hayan ingresado algo en ella.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Marión y luego dijo en voz alta—. No importa, mistress Doom. Estoy segura de que ganaremos mucho más. Y creo que le agradará al obispo —la imagen del reverendo James podría haber estado presente en la habitación.

—Y es una suerte —dijo mistress Doom con vehemencia— que podamos devolver un traje. Theo Bull simplemente no quiere ser Simón el Bobito.

Esta negativa, difícil de comprender, exige una pequeña explicación. Míster Bull, siempre servicial, estaba encargado de un quiosco en el que vendería salchichas caseras, de las que estaba muy orgulloso, además de pasteles de carne fría, grandes y pequeños.

Mistress Doom, que se enorgullecía de sus maneras elegantes, no repitió las verdaderas palabras del carnicero.

—Simón el Bobito se encontró con el pastelero —había sostenido violentamente míster Bull—. Él no podía ser el pastelero. ¿Acaso lo era?

—Y, ve —mistress Doom, con su cara sonrosada, miró a Marión—, tiene una magnífica chaqueta blanca. Miss Robinson le ha podido conseguir un gorro alto de cocinero.

—Tenemos muchas cosas por ver —dijo Marión al tomar una libreta cuyas páginas estaban cubiertas por su escritura clara y grande—. ¿Está lista, mistress Doom?

El día transcurrió en un torbellino de actividades. En la aldea todo parecía dirigirse hacia la Fortaleza; los hombres iban simplemente por curiosidad, para echar un vistazo, pero al mismo tiempo, y al instante, los apresaban para trabajar si no conseguían retirarse a tiempo.

La propia Marión, al leer en su libreta la palabra techo, fue quien investigó. Había personas que miraban hacia el último extremo del cementerio de la iglesia casi todas estaban en el edificio viejo y feo con su depósito de piedra de forma de tambor para almacenar la pólvora.

Marión se encontró con una inesperada ayuda. Míster Basset, el sepulturero de setenta y cinco años de edad, había dejado una escalera olvidada. Después de apoyarla como mejor pudo, trató de investigar el estado del techo, ligeramente puntiagudo.

A renglón seguido, como no se encontraba adecuadamente vestida, debía volver de prisa a su casa para engullir un almuerzo tardío y vestirse a tiempo para el entierro de Fred Cordy a las tres de la tarde. Al ir por High Street, le causó una fuerte impresión la ruina de La Viuda Burlona. Le suscitó pensamientos que ocultó en su mente, con tal firmeza que no pueden ser revelados aquí.

Luego pasó delante del inspector Garlick, de pie en los escalones del Lord Rodney. Lucía uniforme de gala en lugar de ropa civil y tenía puesto un impermeable negro brillante, aunque todavía no lloviese. Parecía vencido y colérico.

—Perdóneme, miss —dijo a Marión—. ¿Puede concederme un momento…?

—¡Lo siento mucho! —dijo Marión, y siguió.

Enterraron a Fred Cordy en la tarde del viernes 19 de setiembre, bajo un cielo plomizo con algunas nubes que parecían de humo. Muy pocas palabras intercambiaron las escasas personas que rodeaban la tumba. Marión, mirando volar la sotana del reverendo James a causa del viento de otoño, se sentía muy contenta de que el Squire Wyatt hubiese ofrecido un hogar a mistress Cordy y a su hija. Al finalizar la ceremonia, como se ha dicho, cayeron algunas gotas.

Marión, al contemplar el cielo, cuando el entierro hubo concluido, se separó de prisa de los demás dirigiéndose a la puerta del cementerio donde los árboles dejaban caer alguna que otra hoja amarillenta, y tomó la dirección de High Street.

Por mucho que quisiera ver al reverendo, prefería no hablarle en presencia de otros. Sabía que después de unos minutos él iría hacia la vicaría. Marión se dio prisa en entrar en casa del barbero y estanquero y, mientras hablaba con míster Chandler, pidió más cigarrillos de los que necesitaba. Luego cruzó la calle y en la farmacia habló con mistress Goldfish (mujer de aspecto austero y censora oficiosa de las costumbres de todo Stoke Druid) que permanecía de guardia porque míster Goldfish había salido.

Transcurrió más de media hora antes de que Marión se encaminara a la vicaría. Mistress Honeywell, el ama de llaves del reverendo James, abrió la puerta con una sonrisa acogedora.

—Me anunciaré yo misma, mistress Honeywell —dijo Marión—. ¿Está él en el estudio?

—Sí, miss Tyler.

—¡James! —dijo—. ¡James!