20
La señora Stoddard dejó caer los cortinajes tras de sí y entró en la habitación. Llevaba una bata muy delgada semejante a una neblina rosa y unos zapatitos de piel, con tacones muy altos. Su pelo oscuro con un amplio mechón gris, le caía sobre los hombros, y sus increíblemente largas pestañas proyectaban minúsculas sombras en la curva de sus mejillas. No llevaba maquillaje, pero sus labios estaban rojos e hinchados como si se hubiera dado un golpe, mientras que su piel ofrecía ese brillo frío y suave de la seda recién estrenada.
Durante lo que debieron ser los diez segundos siguientes, no se oyó ni un ruido ni se hizo ningún movimiento en el salón. Luego Stan y yo nos pusimos de pie y nos quedamos a la expectativa mientras Paul Stoddard dejaba su vaso en el bar, muy lentamente, como si el peso que gravitaba sobre él se hubiera hecho de pronto insoportable.
—Nina —dijo.
El nombre salió de sus labios como una pregunta, del modo en que alguien se dirigiría a una mujer a la que hubiera conocido sólo una vez, mucho tiempo antes, y no pudiera recordar con claridad. Dio un paso vacilante hacia el extremo del bar y sus labios volvieron a curvarse al pronunciar el nombre de ella, pero sin producir sonido alguno.
Ella le dirigió una mirada tan cargada de odio como jamás había visto en la cara de una mujer. Luego le dio la espalda y avanzó lentamente hacia Stan y yo. No fue un paso felino esta vez. Había estado bebiendo en demasía para poder lograrlo. Pero cuando volvió a hablar, sus palabras sonaron tan claras como la primera vez que Stan y yo habíamos charlado con ella.
—Mi esposo les ha mentido —confesó—. La tarde de anteayer no estuvo aquí. Y les mintió también cuando dijo que Eddie no lo sometía a chantaje. Porque lo hizo. Se había procurado fotocopias de la contabilidad y extorsionaba a mi marido quitándole todo el dinero. Si esta casa no estuviera a mi nombre y si yo no tuviera mi propia cuenta bancaria, estaríamos en la ruina.
Stoddard parecía incapaz de moverse o de hablar. Se mantuvo tras del bar como si estuviera atornillado allí, con el rostro pálido y cubierto de sudor.
—Es tal como les digo —continuó la señora Stoddard haciendo lentos movimientos de cabeza—. Eddie arruinó a mi marido. Era brutal e implacable y le ha desprovisto de todo. No le ha dejado nada. Ni siquiera a su mujer.
Stoddard pareció recuperar la voz.
—¡Nina! —exclamó roncamente—. Nina, ¿que pretendes con todo esto?
Su esposa volvió la cabeza y le miró largamente.
—Pagarte como es debido, Paul —dijo ásperamente—. Tú mataste al único hombre que ha significado algo para mí. Y quiero que te castiguen por ello —se volvió de nuevo hacia mí—. Se jactaba de ello, señor Selby. Se vanagloriaba de lo que le había hecho a Eddie. Se deleitaba en el daño que me estaba causando.
Stoddard colocó ambas manos sobre el mostrador del bar y descansó todo su peso sobre ellas cual si necesitara apoyo. No contestó a lo que había dicho su esposa.
—¿Lo sabía usted cuando estuvimos aquí la primera vez, señora Stoddard? —preguntó Stan Rayder.
—No. No lo sabía. Lo supe cuando usted nos lo contó y llevó a mi marido a Bellevue para que identificara el cuerpo de Eddie. Incluso entonces no sospeché lo que realmente había ocurrido. No sé por qué, pero nunca pude pensar que mi marido… —se interrumpió unos momentos—. Sin embargo, esta tarde recordé el modo en que actuó al volver a casa la noche del día en que Eddie fue asesinado. Sentíase feliz. Realmente feliz. Era la primera vez que le veía de aquel modo en año y medio, desde que descubrió lo de Eddie y yo, y comprendió que Eddie iba a extorsionarle…, que iba a arruinarle.
—¡Todo esto son inventos suyos! —protestó Stoddard—. Cuanto dice es una pura mentira.
—Esa fue la causa de que Eddie se marchara —continuó ella ignorando por completo a su esposo—. Mi marido nos sorprendió juntos una noche. Hubo una escena horrible y Eddie se marchó inmediatamente. Prometí a mi marido no volver a ver jamás a Eddie, aunque sólo pretendía aplacarlo. Al día siguiente nos volvimos a encontrar y seguimos viéndonos tan frecuentemente como nos era posible.
—¿Hasta el día en que murió? —quise saber.
—Sí, hasta ese día. Yo sabía que vivía con otra chica, pero no podía hacer nada. Seguí encontrándome con él con tanta frecuencia como nos era posible… Hubiera hecho cualquier cosa por no apartarme de él…, cualquier cosa.
—Su marido volvió a sorprenderles, ¿verdad?
Hizo una señal de asentimiento.
—Sí. Nos vio salir de uno de esos hotelitos de West Forty Seven. Se metió rápidamente en un portal, pero me di cuenta de que nos vigilaba.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Stan.
—Hace unas dos semanas. Estuve esperando a que dijera algo, y nunca lo hizo. En vez de eso, mató a Edward en la estación del metro.
—¿Lo da usted por seguro, señora Stoddard? —pregunté.
—Sí. Cuando recuerdo lo feliz que Paul se sentía al volver a casa aquella noche me di cuenta del motivo. Sentí deseos de matarle. Hay un arma en la casa. Un pequeño revólver que un amigo nos envió de Montana, y estuve a punto de cogerlo y disparar. Pero recuperé el sentido común con tiempo suficiente, y en vez de ello le hablé con dulzura, comprensivamente. Le dije cuán feliz me habría sentido si él me aseguraba que había hecho una cosa como aquella por amor hacia mí.
Miré a Stan Rayder y luego una vez más a Stoddard.
—¿Admitió, pues, su crimen ante usted?
—Sí —repuso—. Estaba tan orgulloso de lo que había hecho que no pudo evitar el declararlo. Yo no le había odiado nunca realmente hasta aquel momento; cuando se sentó ahí jactándose de ello y…
—¡Bruja! —exclamó Paul Stoddard sordamente—. ¡Bruja mentirosa! ¿Qué intentas demostrar? Eres mi mujer y no puedes declarar contra mí aun cuando digas la verdad. Te estás portando como una imbécil. Nina.
Ella volvió su cara hacia mí una vez más, y después sonrió, con una de esas sonrisas que sólo se ven una vez.
—No seré tu esposa durante mucho tiempo, Paul —declaró—. Seis semanas en Nevada o Idaho bastarán. Seis cortas semanas. Luego podré testificar. Y lo haré. Quiero que te condenen a muerte.
—Su testimonio no será realmente necesario, señora Stoddard —intervine comprendiendo que había llegado el momento de hacerlo—. Tenemos otros dos testigos del crimen. Y es todo cuanto necesitamos.
Stoddard apartó la mirada de su mujer para posarla en mí.
—Está usted mintiendo, Selby. Todos mienten. Todos son unos imbéciles.
Moví la cabeza.
—Todo cuanto teníamos que aclarar eran los motivos, Stoddard. Sabíamos lo del chantaje, pero no sabíamos lo de la relación de su mujer con Macklin. Creíamos que podríamos obligarle a hablar y su esposa nos ha librado de este trance.
—Nos bastaba con un solo motivo —dijo Stan—. En realidad, el suyo ha sido doble.
—No tienen testigos —protestó Stoddard— ni pueden tenerlos.
Me encogí de hombros.
—Tendrá oportunidad de hablar con ellos en seguida, Stoddard —le indiqué—. Escogió usted el momento peor para empujar a Eddie Macklin en el andén. Por regla general, sólo va un conductor en los trenes del metro, pero en aquel momento había dos. El normal daba instrucciones a uno nuevo que estaba en los controles junto a él. Macklin se hallaba demasiado cerca del borde del andén y el conductor normal advirtió al otro que en casos así debería siempre tocar el silbato. Los dos tenían la mirada fija en Macklin en el momento en que usted se acercó a él por detrás y le empujó. Lo vieron perfectamente. Le vieron muy bien a usted y a su largo impermeable y ambos están esperando para identificarle.
La señora Stoddard se había ido acercando a mí tan lentamente que apenas me había dado cuenta de lo que se proponía. Cuando se encontraba a un metro, aproximadamente, susurró:
—La pistola de la que le hablé está detrás del bar. Mi marido…
Sin embargo, la advertencia había llegado demasiado tarde. No sé si Paul Stoddard intuyó lo que su mujer estaba diciendo o si había oído realmente su nervioso susurro. Porque ahora se enfrentaba a nosotros con un pequeño Derringer en la mano. Tenía dos cañones, uno encima de otro, y aunque se trataba de un arma pequeña, los cañones eran de mayor calibre que los de mi «38 especial». Stoddard lo sostenía ante su pecho con tanta firmeza como si descansara sobre el mostrador del bar.
—No se lo tome a chanza, Selby —me advirtió—. Es calibre 41 y desde aquí no puedo fallar. No me obligue a demostrarlo. Es pequeño, pero muy potente…, un recuerdo de Montana y del viejo Oeste, del mismo amigo que me mandó la pintura que su compañero parece admirar tanto.
—No pierda la cabeza, Stoddard —le aconsejé.
Sonrió y, de repente, me di cuenta de que en sus ojos se pintaba una expresión demencial.
—No se preocupe —contestó suavemente—. Nunca he estado más sereno en mi vida. Pasé dieciocho meses de infierno recordando lo que Macklin me había hecho, lo que había hecho con Nina aquí, bajo mi propio techo, como huésped mío. Y luego les vi salir de aquel hotel y supe que sus relaciones no se habían interrumpido nunca. Yo había traído a Macklin a mi casa. Se portó como una víbora y me destruyó.
—El tribunal tomará todo eso en consideración —le informó Stan Rayder—. Baje ese revólver, Stoddard, porque tiene todavía una posibilidad de evitar la silla eléctrica.
Stoddard se echó a reír, mas no con la risa penetrante de un lunático maníaco, sino con la del loco verdadero, tranquilo y controlado, y por ello mucho más peligroso.
—Me salvaré de la silla —aseguró—. Nunca conseguirán meterme en una celda y mucho menos llevarme a la silla. Todos ustedes son unos tontos.
—Paul —rogó su esposa.
—Y en cuanto a ti —repuso él—, en cuanto a ti, crees saber lo que es el odio, ¿verdad? Pero no sabes nada. Yo sí que lo sé. Yo soy quien sabe lo que es odiar a alguien durante dieciocho meses. Sé lo que es irse al andén de un estación de metro y ver al hombre al que se odia de pie junto al borde. Sé lo que se siente cuando se oye llegar al tren por el túnel y se comprueba que no hay nadie más en el andén, y que tiene que hacerse entonces o no se hará nunca.
—Paul —rogó una vez más ella—. Paul, por lo que más quieras…
—¡Silencio! —exclamó él—. ¿Crees que voy a dejarte decir lo que quieras del mismo modo en que me indujiste a declarar lo que había hecho a Macklin?
—Paul…
—¡Bruja! —exclamó Stoddard—. ¿Quieres verme muerto, verdad? —movió la cabeza—. Pues eso es algo que nunca vas a presenciar.
—Escúcheme, Stoddard —intervine—. En ese revólver sólo hay dos balas. Aquí estamos tres. No puede matarnos a todos.
Mientras decía eso iba aproximando mi mano derecha al borde de la chaqueta y subiéndola poco a poco en espera de un momento adecuado para sacar mi revólver.
Stoddard sonreía con expresión bestial.
—Dos balas es todo cuanto necesito, Selby. Una para mi fiel esposa y la otra para mí.
Su esposa dio dos pasos vacilantes y lentos hacia él.
—Por favor, Paul —le rogó.
Fue en aquel momento cuando Stoddard disparó el Derringer a quemarropa.
Oí el suave rumor del metal al penetrar en la carne y en seguida la señora Stoddard cayó al suelo. Yo me lancé hacia el bar. Casi no disponía de posibilidad alguna para detener a Stoddard antes de que volviera el arma contra sí mismo. Creí que si podía descargar un fuerte golpe contra el mueble con mi hombro y derribarlo, empujaría al propio tiempo a Stoddard. De ser así, había una posibilidad de que el arma cayera de su mano.
El doloroso impacto de mi hombro contra la parte frontal del bar me dejó sin ir aliento. El mueble se desplomó hacia atrás y pude oír cómo Stoddard gritaba, así como el ruido del arma al dar contra el suelo. La parte superior del bar estaba ahora reclinada contra la pared y Stoddard se encontraba en el espacio que quedaba debajo. Me puse de pie y me dirigí al extremo del mueble en el momento en que Stoddard salía de él y se lanzaba contra la arcada de la que pendía el cortinaje. Sus manos estaban vacías.
—Ocúpate de la señora, Stan —dije echando a correr tras de Stoddard.
La arcada daba a un dormitorio. Más allá del mismo se veía un pequeño espacio con un cuarto de baño a su extremo. Llegué al vestíbulo en el momento en que Stoddard se metía en el cuarto de baño y cerraba de un portazo tras de él. Oí también cómo corría un fuerte cerrojo, y me detuve un momento para recobrar el aliento.
—¡Abra esa puerta, Stoddard! —le grité—. ¡Ábrala o la echaré abajo!
—¡Nunca me meterá en la cárcel, bastardo! —gritó a su vez Stoddard histéricamente—. ¡Nunca! ¿Me ha oído?
—¡Abra! —repetí—. Será mejor para usted, Stoddard.
No hubo respuesta. Estudié por un momento la disposición del lugar y, una vez convencido de que no había ninguna otra entrada al cuarto de baño, retrocedí unos metros y descargué todo mi peso sobre la puerta.
No cedió. Era lo mismo que intentar abatir un muro de ladrillo. Retrocedí y probé de nuevo, y luego por tercera vez. Me estaba haciendo más daño a mí mismo que a la puerta.
No existía la posibilidad de que Stoddard escapara por una ventana porque el cuarto de baño estaba en el lado de la casa adjunto a la residencia particular situada al oeste, sin que existiera espacio entre ambos edificios.
Llamé a Stoddard una vez más. Al no obtener respuesta regresé al salón. Stan Rayder acababa de colgar el teléfono.
—Una ambulancia está en camino —me notificó—. Y también viene Barney Fells.
Me arrodillé junto a la señora Stoddard y le tomé el pulso. Le funcionaba sorprendentemente bien. La bala del Derringer había abierto un boquete de varios centímetros en la parte izquierda de su cabeza por encima del oído, pero no era profundo y la herida tenía un aspecto mucho peor de lo que realmente era.
—Se encuentra bien —dijo Stan—. Volvió en sí unos segundos, pero ha vuelto a perder el conocimiento. Un centímetro a la izquierda y esta historia se hubiera acabado de un modo muy distinto.
Hice una señal de asentimiento, me puse de pie y me dirigí una vez más a la arcada.
—Échame una mano, Stan —le rogué—. Stoddard se ha encerrado en el cuarto de baño y no puedo echar abajo la puerta.
—¿Por qué no disparas contra la cerradura?
—Se trata de un cerrojo. Oí cómo lo corría.
Arrastramos una pesada cómoda que estaba en el dormitorio hasta colocarla en el vestíbulo, la encaramos hacia la puerta del baño y empujamos fuertemente.
La cómoda rebotó medio metro por lo menos. La volvimos a colocar, combinamos una vez más nuestras fuerzas y la lanzamos de nuevo contra la puerta. Esta vez los goznes se soltaron y la puerta cayó hacia adentro. Retiramos la cómoda y entramos en el cuarto de baño.
Paul Stoddard había tenido razón: nunca íbamos a meterlo en la cárcel.
Estaba muerto, tendido en el suelo junto a la bañera, con una navaja de afeitar todavía aferrada a su mano derecha y la garganta seccionada desde un oído hasta el otro.