15

Cuando llegué, Stan Rayder estaba solo en la Sección de Patrullas. Le dije que llamara a Comunicaciones y cancelara el aviso de búsqueda para Greer. Debería también llamar a Ralph Johnston, otra vez, con el fin de que le trajeran para una confrontación.

Greer no dijo nada cuando saqué el cortahielos y lo dejé en el cajón superior de mi mesa escritorio. Luego nos fuimos por el pasillo hacia el cuarto de interrogatorios; le hice sentar en una silla junto a la larga mesa de metal, me situé frente a él y abrí mi libreta de notas.

El persuadir a Greer para que hablara me llevó menos tiempo del que hubiera podido imaginar. En realidad, lo conseguí fácilmente al hacerle ver que caso de quedar convicto de un nuevo delito tendría que volver a la cárcel seguramente para el resto de sus días. Tenía ya cuarenta y siete años y la pena por un tercer proceso sería severa. Si bien, muchos criminales endurecidos no hubieran dicho más que sus nombres y direcciones, Greer sabía que su única esperanza se basaba en la cooperación. Negó enérgicamente haber matado a Edward Macklin, pero cuando le pregunté sobre los sucesivos atentados contra la vida de éste, se limitó a encogerse de hombros.

—¡Oiga! —me dijo bruscamente—. Yo no he matado a ese Macklin. Usted lo sabe muy bien. Pero sí robé el coche y esto es una cosa que no voy a negar, y tampoco negaré lo del cortahielos. De acuerdo, cualquiera de estos cargos es suficiente como para meterme entre rejas durante . tanto tiempo que tendrían que sacarme en un cesto.

—Desde luego —asentí.

—Usted no me ha acusado todavía de nada. Y eso significa que puede atenuar sus cargos… lo suficiente como para no ser considerados delitos. Por ejemplo, lo de ese Chevy del que me apropié. No tiene por qué ser un robo grave. Podría quedar en un simple hurto de uso. Y en cuanto a lo del cortahielos…, puede no haber sucedido nunca. De pronto, su memoria ha flaqueado y no se acuerda de nada. Después de todo, yo no le agredí, ¿verdad? ¿De qué le serviría acusarme?

—¿Y qué sacaría con no hacerlo?

—Mucho. Claro que habrá acusación de complicidad, pero eso no me preocupa. En realidad, me preocuparía más si no la hubiera.

—No me tenga a oscuras demasiado tiempo, Greer —le advertí—. Diga lo que sepa.

Las comisuras de sus labios se volvieron hacia arriba, aunque nunca hubiera dicho que aquello fuera una sonrisa.

—No estoy hablando de tratos, porque eso no sería adecuado, ¿no le parece? Los polis nunca hacen tratos o al menos eso es lo que suelen decir.

—Adelante con lo que sepa, Greer.

—Los polis tienen mala memoria —continuó—, igual que los fiscales, especialmente cuando tratar de aclarar un caso de asesinato.

Tenía razón. En el caso de complicidad para cometer un crimen con varios implicados, cualquiera de ellos es testigo competente contra los demás. Y cuando se actúa como testigo para el Estado, es de suponer que normalmente, tanto la Policía, como el fiscal, demostrarán alguna clemencia.

—Le estoy escuchando, Greer.

—Si no fuera por esos otros dos cargos que se me echan en cara, podría hablar de la complicidad largo y tendido. Y sin preocuparme. Yo no maté a Macklin, pero sé quién lo hizo. Y si no cometió el hecho por sí mismo, alquiló a otro para que lo hiciera.

Se produjo un largo silencio. Luego Greer suspiró y extendió las manos con expresión de desamparo.

—Bueno —dijo—. Voy a arriesgarme. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Si el otro lo sabe, puedo darme por muerto… El que me alquiló para matar a Maoklin fue George Sullivan. Un personaje importante en el ramo musical.

Hice una señal de asentimiento intentando no demostrar sorpresa.

—¿Cuál fue el motivo?

—No lo sé. Macklin y Sullivan tenían algunas diferencias, pero no me pregunte sobre ello. Ahora bien, lo que fuera tenía a Sullivan exasperado.

—¿Tiene todo esto algo que ver con el disco que Sullivan grabó para él?

—No. Eso lo sé bien. No era nada relacionado con el disco. Habían tenido problemas por dicha causa, pero no era esto lo que preocupaba a Sullivan hasta tal punto.

—¿Y a qué venía el problema?

—A que Sullivan es un canalla. Le cobró a Macklin un par de los grandes, igual que hacía con tantos otros.

—¿Quiere explicarme eso?

Greer se encogió de hombros.

—Es bastante complicado. Hace mucho tiempo que conozco a Sullivan. Yo había estado al frente de un itinerario para distribuir licores los domingos por la mañana, negocio en el que él participaba. Y a veces nos sentábamos a charlar un rato. Una mañana estaba allí con él, cuando Macklin llegó. Sullivan me hizo entrar en el lavabo mientras hablaban, pero pude oír gran parte de lo que dijeron. Esto fue mucho antes de que empezaran los problemas graves. Macklin estaba amenazando a Sullivan y le exigía a gritos que le devolviese su dinero. Sullivan se reía de él y le dijo que se fuera al infierno. No era preciso ser muy listo para darse cuenta de lo que Sullivan se traía entre manos.

»Más adelante, Sullivan y yo nos hicimos compañeros. Era un gran personaje y había ganado mucho dinero; en cambio, no tenía ni un amigo. Nos emborrachamos juntos un par de veces y yo empecé a visitarle en su piso, de vez en cuando, por las noches. En cierta ocasión se emborrachó de tal modo que empezó a contarme todos sus negocios. Yo ya tenía una buena idea, pero acabó de completarme todos los detalles.

—¿Exigía dinero por dar trabajo?

—Sí. Cuando Macklin quiso que le grabaran el disco, Sullivan le respondió que no lo haría a menos que le diera dos de los grandes. Desde luego, el contrato sería perfectamente legal, pero Sullivan le contó que los mandamás exigían aquella cantidad para seguir adelante con el proyecto. Según él, se hacía así en todas las firmas discográficas, y Macklin se lo creyó. No es que sea cierto, pero Macklin, no' lo sabía. Estaba tan ansioso por conseguir su disco que siguió adelante sin hacer preguntas. Sullivan le hizo creer que actuaba sólo como intermediario. Era una mentira. Por lo que me dijo, ganaba entre treinta y cuarenta de los grandes cada año sólo con aquellas estafas.

—Es mucho dinero para un negocio como ése —comenté—. ¿Cómo se las componía?

—Obraba con completa impunidad. Los propietarios de la compañía están metidos en negocios de trapos, trajes, vestidos, etcétera. No saben nada de discos. Además, no se preocupan con tal de que Sullivan les consiga beneficios.

—¿Quiere decir que la gente a la que Sullivan extraía ese dinero se lo dejaban sacar tranquilamente?

—¿Y qué otra cosa podían hacer? Estaban tan fuera de la ley como el propio Sullivan. Además, nada figuraba por escrito. ¿Qué hubieran podido demostrar? Sullivan les hacía el disco. Cumplía con todo cuanto se especificaba en el contrato. El disco no costaba en realidad más que unos cientos de pavos y esto era lo que reflejaban los libros de la compañía. Sullivan no gastaba nada excepto los pocos dólares del coste de la grabación en su piso y la parte que daba a sus ayudantes.

—Está usted adelantando los hechos, Greer. ¿A qué ayudantes se refiere?

—Bueno; él tenía un estudio en su piso y algunos ayudantes que le conseguían la clientela. Uno de estos «descubridores» encontraba a alguien que parecía tener una voz agradable. Le llevaba al piso de Sullivan para echar unos tragos, ¿comprende? Una cosa lleva a la otra y Sullivan le ofrecía una grabación sólo para ver qué tal resultaba. Una grabación digamos casera. Sólo por divertirse. Sullivan toca muy bien el piano y sabe cómo conseguir que la voz de alguien suene del mejor modo posible.

Me acordé de la prueba que Sullivan había hecho de la balada de Edward Macklin, que, al menos en su parte mecánica, me había parecido similar a cualquiera de los discos que yo oía normalmente.

—Lo bueno es que casi siempre daba resultado —continuó Greer—. Una vez hecha la grabación, Sullivan pone el disco, y su intérprete cree volverse loco. Sullivan afirma que el individuo posee talento natural y que es uno de los mayores artistas que se hayan producido en los últimos cincuenta años. En seguida, propone grabar un disco en plan profesional. El aspirante se va a hacer rico y famoso en poco tiempo. La única dificultad está en que los planes de grabación se hallan completos y que se necesitarán por lo menos dos de los grandes para colarlo en el programa. ¿Se va dando cuenta?

—Prosiga.

—Es como quitarle un caramelo a un niño. El aspirante piensa que dos de los grandes no son nada comparado con la fortuna que le espera. Sullivan insiste en conocer la respuesta. El conoce todos los detalles, ¿comprende? Es su trabajo. El aspirante está tan entusiasmado que no logra pensar debidamente. Si no tiene los dos grandes, los saca de donde puede, aun cuando tenga que recurrir a una casa de empeños. Porque, desde luego, tiene que ser en efectivo… Nada de cheques. Que no conste nada por escrito.

—¿Pero usted no cree que este trabajo sucio tuviera algo que ver con la actitud de Sullivan al desear la muerte de Macklin?

—No. Sullivan sabe hablar con suavidad y educación, aunque en el fondo es un tipo muy duro. No tenía miedo de Macklin como tampoco lo tenía de los demás.

Le estudié unos momentos.

—¿Conoce a una mujer llamada Peggy Taylor? —pregunté.

—Desde luego. Es la más importante propiedad de Sullivan.

—¿Se encuentra involucrada en esto?

Vaciló.

—¡Maldita sea si lo sé! Ella y Sullivan no duermen juntos, por lo menos según mis noticias. ¿Es eso lo que quiere saber?

—Sí, algo parecido. ¿No hubo triángulo?

—¡Oh, no! Claro que me hace pensar que, a lo mejor, Peggy sí puede estar en cierto modo involucrada. Se puso muy nerviosa cuando Sullivan empezó a calentarme la cabeza con lo de eliminar a Macklin.

—A pesar de que no formó parte de la confabulación.

—No. Ni sabía nada de ello. Todo lo hicimos entre Sullivan y yo. Una noche iba muy cargado y empezó a hablar de lo bien que viviría si hacíamos desaparecer a Macklin. Le pregunté cuánto estaría dispuesto a pagar y me contestó que cinco de los grandes. Pero que debería efectuarse como si se tratara de un accidente. Le dije que miraría lo que pudiera hacer.

—Y como usted es veterano en estas cosas, naturalmente…

—No me importan las preguntas intencionadas —repuso—. Yo estoy hablando de Sullivan, de Macklin y de mí. De nadie más. Y no hablaría de esto si no fuera porque no tengo otra opción. Por lo que a mí respecta, estoy a salvo por lo que se refiere al asesinato en sí mismo. Tengo una coartada que no se podría demoler ni con una tonelada de dinamita.

—¿Cuál es esa coartada? —quise saber.

—Estuve con Alicia la del cine toda la tarde y toda la noche.

—¿Y llama a eso una coartada?

—Reconozco que no lo es mucho en sí misma, pero hay algo más. Con nosotros se encontraban otros dos chicos, clientes de Alicia, ¿comprende? Hombres de negocios.

—¿Estuvieron allí toda la tarde y la noche?

—Desde luego. Vinieron juntos y se marcharon juntos. Tuvimos una especie de fiesta. Son gente que paga bien y les gusta tomarse todo el tiempo que se necesite. El tener espectadores todavía les excita más.

Me incliné sobre mi libreta de notas.

—Deme los nombres.

Me los dio y me contó que ambos caballeros trabajaban para la misma compañía de seguros.

—Son clientes regulares. Vienen juntos cada semana. Puntuales como un reloj.

—Lo comprobaré. Ahora volvamos a Sullivan. Dice que utilizaba «ganchos» para llevar incautos a su piso. ¿No podía Peggy Taylor haber sido uno de esos «ganchos»?

—Solía serlo. Pero lo dejó desde que empezó a triunfar a lo grande con sus discos.

—De todos modos, fue la que llevó allí a Edward Macklin, ¿verdad?

—Sí; pero de esto hace ya mucho tiempo. Lo hizo porque no tenía más remedio.

—¿Qué quiere decir con eso de que no tenía más remedio?

—Pues que, como estuvo rodando de un lado para otro durante mucho tiempo antes de triunfar, tenía que hacer algo para ganarse algunos pavos extra y lo de atraer incautos para Sullivan fue la mejor solución. Debió sudar tinta pensando en lo que pasaría cuando todo quedara al descubierto. Porque en cuanto los ingenuos averiguaran que ella también estaba envuelta en el lío, su carrera habría terminado.

A mí me pareció que Dave Greer tenía ya suficientes problemas por sí mismo para que tuviera que ocuparse de los de los demás, mas no le dije nada y continué hablando con él otros diez minutos. No conseguí gran cosa, y al poco rato Stan Rayder llegó con Ralph Johnston.

Johnston miró furibundo a Greer, firmó otra declaración y se marchó. Yo informé a Stan de mi charla con Greer y luego formulé una acusación «abierta» contra éste.

Una vez Greer estuvo a buen recaudo, Stan y yo nos separamos de nuevo. El fue a comprobar la coartada de Greer y yo a visitar a Peggy Taylor y a contactar con George Sullivan.