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—Tengo todos los detalles —continuó Barney—. Llamé al hospital psiquiátrico y también a su hermana en Cincinnati. Mooney fue más listo que los médicos. Alguno de ellos estará ahora más que sonrojado.
—¿Quiere decir que, en realidad, nunca estuvo enfermo?
—No, no. Estaba enfermo, de eso no cabe duda. Y tan harto de su enfermedad que llegó un momento en que no pudo aguantar más el instituto psiquiátrico.
—Pero los médicos no son tan tontos, Barney —objeté—. Si creían que se estaba muriendo…
—En efecto. Se estaba muriendo. Todos los viejos se mueren. Pero no había nada especial en su estado, ¿comprende? No tenía una enfermedad incurable. Lo que hizo fue trazarse un plan y eso es todo. Cuando un hombre de su edad pierde el gusto de vivir, por lo general se muere al poco tiempo. Mooney convenció a los médicos de que había perdido el gusto de vivir. No comía, se negaba a salir de la cama, estaba todo el santo día tendido, con aspecto de quien no tiene ni fuerzas para rascarse el trasero. Como es natural empezó a perder peso y a poner cara de difunto. A los médicos íes pareció que no le quedaba ya mucho tiempo de vida y como, además, necesitaban la cama para otro paciente, en cuanto tuvieron luz verde desde Albany, escribieron a la hermana de Mooney para que lo pasara a recoger.
—Es curioso que Mooney se fuera a Cincinnati antes de intentar alguna nueva fechoría.
—Probablemente esto formó parte de su estrategia. Quizá pensó que antes debía recuperarse un poco. La que da pena es su hermana. No es ninguna jovencita, ¿sabe? Y tuvo que ir a buscarlo y soportar todo el papeleo para poder llevárselo en el tren. Estaba en una silla de ruedas y ella no podía permitirse alquilar a una persona para que lo cuidara. ¿Cómo crees que la pagó? Pues comiéndose durante dos días todo cuanto cayó en sus manos y robando a la pobre mujer los últimos trescientos dólares que le quedaban. Luego se largó a Nueva York.
—¿Dice que le dieron de baja en el hospital hace unos cuatro meses?
—En efecto.
—¿Y esa postal fue la última noticia que se tuvo de él?
—Sí. Ahora no me pregunte por qué me siento tan seguro de que continúa en Nueva York. Yo creo que Jim Mooney estará siempre donde haya estaciones de metro.
—¿Opina que sigue obsesionado por la misma cosa?
—Estoy convencido. Cuando esos chiflados se meten una idea en la cabeza ya no la abandonan más. Puede que empeoren o que mejoren, pero mientras vivan continuarán obrando igual —hizo una pausa—. Es difícil saber cuánto pueden durarle trescientos dólares. Tuvo que pagarse el billete a Nueva York y probablemente comprar algunas ropas y objetos de uso común. Si, además, contamos la comida y un lugar donde dormir, ha debido quedarse sin un céntimo hace dos meses por bien que se administrara.
—Creo que lo mejor sería pedir unos agentes más y ponerlos a trabajar en las pensiones de mala muerte —sugerí.
—Ya se está haciendo —respondió Barney—. He solicitado diez hombres a la Jefatura pero sólo me han dado seis. Hubiera podido pedir veinte… y habría conseguido los que hacen falta. Están rastreando las pensiones del Bowery sin dejarse ni una. Si no lo localizan por ahí tendrán que empezar con los barrios anexos y luego por toda la ciudad. Todavía hice otra cosa por usted, Pete. Conseguí que en Cincinnati pusieran una vigilancia de veinticuatro horas en el domicilio de la hermana. No sé cuánto tiempo la van a mantener, pero cada día que estén allí nos va a ser de mucha utilidad.
—Gracias por ocuparse de ello, Barney.
—Siempre a vuestra disposición, hijos míos —repuso él mordazmente—. Usted y Stan limítense a lo normal y tómenselo con calma. No quiero que alguno de los dos caiga muerto por exceso de trabajo. Además hace demasiado calor para que se sude más de lo necesario.
A veces es posible hacer callar a Barney Fells en mitad de una de sus diatribas; en cambio, otras no puede ser. Sin embargo, vale la pena probar.
—¿Ha podido averiguar qué le pasa exactamente a Mooney? —pregunté—. Es decir, que es lo que le impulsa a empujar a la gente cuando está llegando un tren.
—Había trabajado en una línea de metro como guardavías. Se pasó quince años recorriendo los tendidos sin que le ocurriera nada. Jamás ocasionó ningún problema ni se lo ocasionaron a él. Hasta que, de pronto, un día no se movió con suficiente destreza cuando un tren salió del túnel y estuvo a punto de ser alcanzado. No le pasó nada por un tris. Volvió al trabajo y durante seis meses todo continuó normalmente. Pero de repente, empezó a faltar al trabajo y al cabo de algún tiempo no se presentó más.
»Un mes más tarde empujó a un hombre en un andén. Estaba ya en la pendiente, ¿comprende? El médico del hospital manifestó que se trataba de un paranoico con manía persecutoria. Probablemente, llevaba así algunos años; pero, cuando el tren estuvo a punto de alcanzarle, el proceso se aceleró. Pensaba que la compañía había intentado matarle y que tenía que vengarse. Por eso empezó a empujar pasajeros en los andenes. Quería asustar a la gente para que nadie tomara el metro y la compañía se viera obligada a cerrar. Y lo bueno es que durante algún tiempo, estuvo a punto de conseguirlo.
—A lo mejor, lo consigue de nuevo —comenté—. Es decir, si es que realmente mató a Edward Macklin de ese modo.
—En efecto, y eso es lo malo, Pete. No puede ni imaginarse cómo este tipo de sucesos influyen en la gente. Es posible olvidar la bomba H y cosas por el estilo; pero cuando aparece un maníaco como Jim Mooney, las cosas se mueven de manera distinta. En los treinta provocó el pánico, sacó a la gente de sus casillas, y un policía no podía comerse un bocadillo sin que la gente se aglomerara a su alrededor amenazándole con los puños y preguntándole por qué diantre perdía el tiempo comiendo cuando individuos como Jim Mooney andaban sueltos por la ciudad. No puede imaginarse las cosas que ocurrieron por culpa de ese tipo. Un pánico como el que causó Jim Mooney es cosa que ha de vivirse para saber cómo es.
—Por mi parte prefiero no vivirlo —le contesté—. ¿Alguna otra cosa sobre Mooney?
—No que yo sepa. Tenemos que esperar y ya veremos. Quizá los que están ahora peinando el barrio de las pensiones baratas consigan algún dato interesante. No creo que sea difícil localizar a Mooney en alguna taberna, sobre todo teniendo en cuenta su edad y sus achaques —hizo una pausa—. Eso es todo. Pete; ya puede volver a su trabajo.
Salí de la cabina telefónica y me acerqué a la mesa donde estaban los listines de Nueva York para buscar el número de Hatcher Brothers, los mayoristas de alfombras y cortinajes donde Edward Macklin había trabajado después de dejar a Paul Stoddard. El número para llamadas nocturnas o de emergencia correspondía a uno de los miembros de la firma. Este me dijo que Macklin había estado allí apenas dos meses durante los cuales trabajó a su completa satisfacción; pero luego desapareció sin más explicaciones.
Pasaban unos minutos de las nueve y era ya muy tarde para seguir llamando a los demás patronos que hubieran podido emplear a Macklin, suponiendo que hubiera conseguido averiguar su nombre. A parte de esto, el único trabajo hecho por Macklin y que hubiera sido realmente importante para nuestra investigación fue el que tenía en el momento de cometerse el crimen. Pero aun así, tampoco esto hubiera podido explicar de dónde procedía el dinero para las entradas de teatro y los gastos en los bares nocturnos, y los que debió ocasionarle Marcia Kelbert.
Pensé que un cambio de impresiones con Marcia quizá me diera no sólo una pista sobre el último trabajo de Macklin, sino también una idea sobre la procedencia del dinero destinado a ella misma y a sus otras aficiones.
Marqué el número de Marcia y cuando una voz muy joven y muy amable contestó mi llamada, pregunté:
—¿Es usted miss Kelbert?
—Sí, soy yo. ¿Quién me llama?
Era una lástima tener que colgar después de haber oído una voz tan bonita, mas no tuve más remedio que hacerlo, j Todo cuanto quería saber es si ella estaba en casa. El resto de la conversación tendría que ser directo y personal. Me volví al Plymouth y continué mi ruta hasta la casa donde habitaba la joven en East 47 Street.
Por el camino estuve pensando en Jim Mooney y en cómo se había expresado Barney Fells sobre él. En cuanto a mí, cada vez creía menos que Mooney fuese el autor de la muerte de Edward Macklin. Si Mooney había estado viviendo en la ciudad cuatro meses, era un lapso de tiempo demasiado largo para haber estado utilizando el metro y no darse cuenta hasta tan tarde de que tenía una vieja cuenta pendiente con quienes habían intentado acabar con él.
Desde luego, sólo el tiempo lo diría; de lo que se trataba ahora era de que el tiempo hablara lo antes posible.