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La casa de 631 West 58 Street es decir, las señas que Edward Macklin había tachado en su carnet de identidad, era un edificio antiguo, de piedra oscura. Tenía tres pisos y se encontraba en medio de uno de esos bloques heterogéneos que en otros tiempos estuvieron ocupados por residencias particulares, pero que en la actualidad van siendo acondicionados para inmuebles de oficinas, hoteles y viviendas. Iba camino de convertirse en un bloque para gente de posibilidades económicas, y con el tiempo, los modestos bares y restaurantes de barriada quedarían sustituidos por lujosos locales para cocktails y clubs nocturnos.

Stan y yo encontramos un lugar donde aparcar el coche junto a la esquina, y retrocedimos a pie hasta el número 631. Pasaban unos pocos minutos de las ocho, y la mayoría de los bares estaban hasta los topes con la clientela habitual de las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche.

—Había olvidado decirte algo —empezó Stan cuando llegábamos al edificio y subíamos los escalones de la entrada— Barney, me comunicó tener unas palabras expresamente para ti.

—¿Ah, sí? ¿Cuáles son?

—«Ponga entusiasmo.»

Sonreí.

—Si el jefe pudiese permitírselo, estoy convencido de que se cambiaría por uno de nosotros sin pensarlo.

Stan hizo una señal de asentimiento.

—Desde luego. Cuando salí, se quedó como un niño al que obligan a permanecer en casa mientras otros se ponen en camino hacia una fiesta. Me da lástima. En sus tiempos fue un policía excelente.

—Y todavía lo es —reconocí en el momento en que apretaba el timbre.

—Cada vez que suena el teléfono se le ponen las orejas de punta —comentó Stan—. Igual que uno de esos viejos caballos de batalla.

—¿Has visto alguna vez un caballo de batalla, Stan?

Se echó a reír.

—Bueno, bórralo. Ya sabes a lo que voy. Lo que me preocupa es que a nosotros nos pueda pasar lo mismo cualquier día.

No le contesté. Yo también pensaba en ello con alguna frecuencia. La promoción a jefe de patrulla estaba todavía muy lejana; pero era una posibilidad, y yo no dejaba de tenerla en cuenta. No es que careciera de ambición o que me disgustara la responsabilidad. Lo que ocurría era que mis preferencias se inclinaban hacia un trabajo activo, contrario a las tareas sedentarias de escritorio. O dicho en otras palabras: no me gustaba quedarme en casa mientras otros se iban de fiesta.

Había vuelto a poner el dedo en el botón del timbre cuando la puerta se abrió. El hombre que acababa de aparecer ante nosotros, iluminado por la luz del vestíbulo, tendría unos cincuenta años, más o menos. Era extremadamente delgado y calvo, con los ojos oscuros y húmedos tras unas gafas sin montura. Su estrecha nariz estaba un poco torcida hacia la izquierda y carecía casi por completo de mentón. Tenía las mejillas profundamente hundidas, como si le faltaran la mitad de los dientes posteriores y la nuez le sobresalía de un modo exagerado por encima del cuello alto de un jersey de seda. A pesar del calor, iba vestido con una llamativa americana a cuadros, amplios pantalones grises de franela y zapatos caseros forrados.

Miró a Stan y luego a mí, esbozó una tenue sonrisa y preguntó:

—Caballeros, ¿en qué puedo servirles?

Yo tengo una voz muy profunda y siempre me sorprende que otros también puedan tenerla, e incluso que me aventajen. Y la de aquel hombre me aventajaba; y en mucho. Era, probablemente, la voz más profunda que haya oído jamás.

—Soy el detective Selby —me presenté— y mi compañero, el detective Rayder.

El hombre asintió.

—¿Cómo están? Me llamo Paul Stoddard.

—¿Es usted el dueño de la casa, señor Stoddard?

—Sí —la sonrisa había casi desaparecido de su rostro—. ¿Ocurre algo, caballeros?

—Sería mejor que hablásemos en el interior —propuse.

Stoddard acabó de abrir la puerta y se hizo atrás.

—Sí, sí, claro. Pasemos al salón.

Stan y yo le seguimos a través del vestíbulo y a lo largo de un pasillo con una alfombra muy gruesa hasta llegar a lo que en las casas antiguas de Nueva York se llama el salón principal. A lo largo de dos de las paredes había unos sofás por elementos que formaban una curva; en la tercera un mueble para la televisión y el aparato de alta fidelidad combinados, y un bar de cuero y metales cromados con media docena de taburetes en la cuarta pared. Sobre el bar se veía una enorme pintura descolorida en un marco dorado, representando a una chica desnuda tendida en una especie de sofá y oliendo una rosa. La chica llevaba largas medias negras con ligas de encaje encarnado, y sonreía a quienes ocuparan el salón, lo que probablemente hubiera sido una expresión seductora en 1870.

Aquella pintura pareció fascinar a Stan Rayder, quien se detuvo al cruzar el umbral para quedársela mirando fijamente. Su habitual expresión de velada sorpresa me pareció esta vez total y verdadera.

Al observar la dirección de la mirada de Stan, Stoddard volvió a sonreír como antes.

—Es excepcional, ¿verdad? —preguntó cual si quisiera conversar sobre aquel tema—. Un amigo nuestro nos la mandó desde Montana. Figuraba en la subasta del viejo mobiliario de un «Saloon». Y supongo imaginó que aportaría cierta auténtica atmósfera del Oeste a nuestro hogar.

—Es muy bonita —comentó Stan—. Podríamos poner una cosa así en la comisaría, junto al altavoz de la pared.

—Estoy seguro de que esa joven no quedaría más desplazada allí de lo que lo está aquí —comentó Stoddard. Y haciéndonos una señal para que nos sentáramos en los sofás, se acercó un sillón para él—. Y ahora, ¿quieren decirme cuál es el motivo de su visita?

Saqué mi libreta y preparé una hoja en blanco.

—¿Conoce a un hombre llamado Edward Macklin?

Stoddard hizo una señal de asentimiento.

—Sí, le conozco. Le conozco muy bien.

—¿Vive aquí, verdad?

—No. Se marchó hace ya… creo que un año y medio.

—¿Cuál era su condición?

—¿Cómo dice?

—¿Vivía como inquilino, estaba a pensión…?

—¡Oh! Más bien yo diría que era una especie de huésped permanente, ¿comprende?

—¿Un amigo íntimo?

—Sí. Hubo un tiempo en que Eddie trabajó como empleado mío. Cierto día me dijo que tenía dificultades en encontrar un alojamiento decente que no pasara de un determinado precio y le sugerí que se quedara aquí con nosotros por algún tiempo.

—¿Ha dicho nosotros?

—Me refiero a mi esposa y a mí. Nosotros… Nina y yo, simpatizamos mucho con él. Era agradable tener aquí a una persona más joven, ¿sabe? Hicimos todo lo posible para que Eddie se considerase como de la familia —hizo una pausa estudiando cuidadosamente mi cara— señor Selby, me veo en la obligación de preguntarle… quiero decir, espero que nada grave haya ocurrido… Bueno, por decirlo de una manera más directa. ¿Es que Eddie se encuentra metido en algún lío?

No contesté nada y casi inmediatamente, Stoddard añadió:

—Desde luego, comprendo que usted no tiene ninguna obligación de revelarme nada. Pero me gustaría ayudar a Eddie en lo posible. Como amigo suyo creo que…

—Estoy seguro de que él lo apreciaría mucho, señor Stoddard —intervino Stan Rayder—. Pero usted ya está haciendo todo lo que puede por él al contestar a nuestras preguntas.

Stoddard hizo una casi imperceptible señal de asentimiento.

—Comprendo —dijo y miró a Stan con una expresión de ligero reproche. Luego se esforzó en volver a sonreír y volviéndose hacia mí añadió—: Continúe, por favor.

—Nos ha dicho usted que Macklin vivió hospedado aquí hasta hace cosa de año y medio. ¿Le ha visto desde entonces?

—Sí, claro. Varias veces. Le he visto hace cosa de una semana. Me lo encontré en la calle por casualidad; entramos en un bar y echamos un par de tragos.

—¿A qué se dedica usted, señor Stoddard?

—De momento a nada. Podríamos decir que me encuentro en una especie de retiro provisional. Desde hace casi dos años, mi salud no es muy buena. Cuando Eddie trabajaba para mí, me dedicaba al negocio de artículos de cocina. Representaba numerosas fábricas. Hacía casi todo mi negocio con cadenas de hoteles y constructoras.

—¿Qué clase de trabajo realizaba Macklin para usted?

—Me llevaba la contabilidad. Y era muy bueno, se lo aseguro. El mejor contable que he tenido. Mis otros empleados solían decir que tenía un cerebro casi electrónico.

Stan se inclinó un poco hacia adelante.

—¿Sabe si tenía alguna otra fuente de ingresos? —preguntó.

Stoddard frunció el ceño con aire pensativo.

—Pues no. Tengo casi la seguridad de que no.

—Volvamos a ese día en que se encontró con él en la calle —continuó Stan—. ¿Mencionó haber ganado algún dinero últimamente?

Stoddard movió la cabeza.

—No; no dijo nada de eso.

—¿Está en casa su esposa? —le pregunté.

—Sí. ¿Quieren conocerla?

—Se lo agradeceríamos mucho.

Stoddard se levantó y salió de la habitación por una arcada con cortinas que estaba a la izquierda del bar. Stan se acercó a examinar la pintura de la chica de la sonrisa y las largas medias negras, y yo empecé a garrapatear en mi libreta algunas notas relativas a la información conseguida hasta entonces de nuestro interlocutor.

Stoddard volvió casi antes de que hubiera terminado. La mujer que le acompañaba no llegaba a los treinta años, y el contraste que su aspecto ofrecía comparándolo con el de su esposo era sorprendente. Tenía el pelo espeso y castaño en el que destacaba un amplio mechón gris. Sus pestañas eran tan largas y oscuras que sus ojos verdes parecían casi negros. Su rostro era en extremo atractivo, aunque no bello; uno de esos rostros que se recuerdan luego de que otros más bonitos quedan completamente olvidados. Llevaba una blusa amarilla de punto, un cinturón negro bastante ancho y unos pantalones verdes muy ajustados y casi transparentes, calculados, a lo que me pareció para hacer resaltar todavía más el verde de sus pupilas y poner de relieve las largas y perfectas piernas.

El modo de andar de la señora Stoddard era algo más que un desplazamiento normal; semejaba un avance casi deliberado que tenía mucho del deslizarse de un felino.

—Nina —le dijo su marido—, te presento a los detectives Selby y Rayder. Quieren hacernos algunas preguntas sobre Eddie Macklin.

Me levanté y saludé, mientras Stan se acercaba desde el bar. La señora Stoddard sonrió brevemente y se dejó caer en el sillón en el que había estado sentado su esposo minutos antes.

—Sentémonos todos —propuso. Tenía una voz profunda y un tanto difusa. No es que notara olor a alcohol pero me pareció que las mejillas de la señora Stoddard estaban un poco sonrojadas y sus pupilas brillaban quizá en demasía, señal evidente de que había bebido bastante. Cruzó las piernas de ese modo displicente pero provocativo con que lo hacen todas las mujeres de piernas bonitas, y dio unos golpecitos sobre el brazo de su sillón.

—Siéntate, querido —invitó a su esposo.

Stoddard se sentó como ella le decía y le pasó un brazo por los hombros. Observé que su actitud era un tanto posesiva e incluso quizá demasiado deliberada en tal sentido.

Se produjo un largo silencio mientras ella me hacía objeto de ese reflexivo y prolongado examen que la gente reserva, generalmente, para los caballos de carreras en su paseo preliminar. Pero no pareció demasiado impresionada, y a juzgar por su expresión cuando hubo hecho lo mismo con Stan, me dije que mi colega no había salido mejor parado que yo. Era la clase de mirada que le hace a uno preguntarse cómo debe ser la vida en una casa como aquélla, con una esposa tan provocativa como la señora Stoddard un marido que por lo menos la doblaba en edad y un joven tan guapo como Edward Macklin.

La señora Stoddard sonrió y cambió sus piernas de posición.

—Mi marido me ha dicho que no debo hacer preguntas —declaró—. ¿Les parece bonito? Después de todo, somos íntimos amigos de Eddie y es lógico que nos sintamos preocupados por él.

—Tenemos que ceñirnos a las reglas, señora —le indiqué.

Ella miró a su esposo con una expresión ligeramente triunfal, puesto que yo acababa de decir exactamente lo que esperaba de mí. Luego se acomodó todavía más en el sillón, y el movimiento le ciñó por un instante la blusa, de tal modo que sus senos quedaron claramente moldeados por el tino tejido.

—Entonces no habrá más remedio que obedecer —dijo fríamente.

—¡Vamos, Nina! —la amonestó Stoddard a la vez que nos sonreía a Stan y a mí como si nos pidiera perdón.

—¿Cuánto hace que se retiró usted, señor Stoddard? —quise saber.

—Hace cosa de un año.

—Entonces Macklin se marchó antes de que usted se retirara.

—En efecto.

—¿Por qué?

Stoddard frunció el ceño.

—No entiendo el sentido de su pregunta.

—Lo que quiero saber es el motivo por el que se marchó. ¿Se había producido alguna diferencia entre ustedes? ¿Surgió algún problema?

Había dirigido mi pregunta a Stoddard, pero mirando a su mujer. La expresión de ésta no había cambiado en absoluto. Aunque la verdad es que yo tampoco lo esperaba.

—No, nada de eso —repuso Stoddard—. Nunca hubo problemas entre nosotros. En todo el tiempo que estuvo aquí, no pasó nada. Simplemente prefirió irse a trabajar a otro sitio. Y supongo que después de aquello se sentiría algo incómodo y pensó que sería mejor para todos si se cambiaba de domicilio.

—Él era el único que opinaba así —intervino Nina Stoddard con su voz ligeramente difusa—. Desde luego, Paul y yo tratamos de disuadirlo porque nos parecía una… tontería enorme. ¿Qué diferencia podía existir entre trabajar para mi marido o para cualquier otra persona? Nos sentimos realmente disgustados, pero evitamos dárselo a entender, y no lo ha sabido nunca.

—¿No pagaba alquiler? —preguntó Stan Rayder.

—No —repuso Stoddard—. Desde luego que no. Era nuestro invitado —hizo una pausa—. Así, pues, yo no podía retenerle aquí si él no quería. Me hubiera gustado pagarle una cantidad más elevada de la que le ofrecieran en otro lugar, pero ya le daba el máximo que podía, mientras trataba de que los demás empleados no protestaran. Si le concedía un nuevo aumento habrían surgido graves problemas con los demás. En realidad, ya circulaban comentarios y murmuraciones porque vivía con Nina y conmigo.

—¿Cómo se llama la oficina a la que se fue al salir de aquí? —quise saber.

—Hatcher Brothers. Son comerciantes de alfombras y cortinajes al por mayor y están establecidos en el Loper Building.

Anoté el nombre y las señas en mi libreta.

—Volvamos a la última vez que usted le vio —proseguí—. ¿Manifestó tener algún problema?

Stoddard se quitó los lentes y los frotó con aire abstraído en una de las solapas de su chaqueta.

—No…, no dijo nada —me contestó cual si reflexionase—. De todos modos, me pareció un poco preocupado y le pregunté sobre ello; mas se encogió de hombros y no contestó nada. Comprendí que no quería hablar y, como es natural, no insistí.

—¿No le dio alguna explicación?

—Ninguna.

—¿Sabe usted si solía tener problemas mientras estuvo aquí?

Stoddard volvió a ponerse los lentes y se alisó el espeso pelo que le cubría la parte posterior de la cabeza.

—No.

—¿Mencionó haber recibido alguna amenaza? ¿Estuvo complicado en algún problema legal, digamos, como testigo en algún caso penal o civil?

—No, nada de eso.

—¿Tuvo algún incidente con maridos celosos o con amigos? —preguntó Stan.

Stoddard movió la cabeza.

—Conociendo a Eddie como yo le conocía, creo poder decir tajantemente que no los tuvo.

—Estas preguntas me parecen un poco alarmantes —intervino Nina Stoddard—. ¿Es que acaso…?

—Por favor, Nina —la amonestó Stoddard—. Estoy convencido de que si a Eddie le hubiera ocurrido algo grave, estos caballeros nos lo habrían dicho. Se limitan a hacer su trabajo del modo que creen más adecuado.

—Ya lo dije antes, señor Stoddard —indiqué—. Tenemos que ceñirnos a las reglas.

—¿Ah, sí? ¿Aun cuando esas reglas sean ridiculas?

—¡Nina! —exclamó Stoddard.

—Sigo creyendo que esto no está bien —insistió ella—. ¿Por qué quieren obligarnos a que mi marido y yo les contemos tantas cosas de Eddie cuando todavía no nos han otorgado la cortesía de comunicarnos cuál es la causa de todo esto?

—Nina, por favor —la advirtió una vez más Stoddard.

—Está bien, señor Selby —declaró ella colérica—. Continuaremos sentados aquí, tan dóciles y amables como usted desee. Por favor, continúe.

Me saqué del bolsillo la cartera de piel que contenía la foto de Marcia Kelbert y la sostuve de modo que, tanto Stoddard como su esposa, pudieran verla bien.

—¿Conocen a esta chica? —les pregunté.

Stoddard miró la fotografía y movió la cabeza.

—Su rostro me parece vagamente familiar; en cambio, no logro identificarla.

—¿La vio alguna vez con Macklin?

—No.

—¿Y usted, señora Stoddard?

—Tampoco. ¿No ha salido en la televisión?

—Sí, unas cuantas veces. Creo que ha hecho varios anuncios.

—¡Ah, sí! —exclamó Stoddard—. Ahí es donde la he visto. Ahora la reconozco.

—Es realmente muy guapa —comentó Nina Stoddard animadamente—. Veamos, ¿es que existe algún motivo por el que mi marido y yo tuviéramos que conocerla?

Moví la cabeza negativamente y me volví a guardar la cartera.

—Mire usted, señora Stoddard, lo que mi compañero y yo necesitamos con urgencia es reunir algunos antecedentes; saber algo, aunque sólo sea de modo superficial, de cómo se divertía Macklin, de la clase de amigos que tenía, de cuáles eran sus aficiones, y otros detalles por el estilo.

Stoddard cambió de postura en el brazo del sillón y exhaló el aire largamente como si reflexionara a fondo.

—Pues…, en realidad, no podemos contarles gran cosa. Nunca nos habló de la gente que frecuentaba. Ni siquiera recuerdo si…

—Tenía una guitarra —le interrumpió su esposa—. Y cantaba acompañándose con ella. Eddie poseía mucho talento. ¿Sabe usted? Nunca pude comprender por qué no se había hecho profesional.

—Eran casi siempre canciones populares —aclaró Stoddard—, lo que me extrañaba un poco porque, si bien es bastante corriente cierto interés intelectual en la música pop, sólo en muy raras ocasiones se encuentra a alguien de la clase social de Eddie que sepa tocar y cantar tan bien. Aparte de ello, leía mucho sobre el tema; sobre el origen de muchas canciones que ya se cantaban en Inglaterra hace cientos de años y… —se interrumpió bruscamente y chasqueó los dedos— ¡hombre! esto me hace recordar una cosa.

Nina Stoddard le dirigió una rápida mirada.

—A lo mejor, nos estamos acordando los dos de lo mismo. ¿No será de Peggy Taylor?

—¡Claro! —exclamó Stoddard—. Peggy Taylor. Por aquel entonces era completamente desconocida pero Eddie se sentía muy atraído por ella —hizo una pausa—. Siento no haberlo mencionado antes, Selby. No sé por qué pero se me había ido de la memoria. Tenga en cuenta que un año y medio es un tiempo considerable…

—Continúe —le animé haciendo una señal de asentimiento.

—Recuerdo que Eddie mencionó cierta vez que Peggy le estaba ayudando a grabar una balada escrita por él. De todas maneras, siempre se mostró muy reservado en estas cosas. Daba la impresión de que estaba engañándonos un poco a Nina y a mí.

—¿ Engañándolos?

Stoddard sonrió.

—Sí, algo parecido. Pensé que a la larga grabaría el disco y que luego nos llevaría a Nina y a mí a algún bar y nos daría una sorpresa poniéndolo en la máquina automática. Que el motivo por el que estaba tan misterioso sería quizá el de querer darnos una sorpresa.

—Peggy Taylor tuvo mucha suerte en llegar a donde ha llegado —comentó Nina Stoddard—. He leído no sé dónde que se han vendido más de un millón de ejemplares de sus dos últimos discos. ¿Sorprendente, verdad? Porque a mí, su voz personalmente me parece un poco… ¿cómo diríamos?… ordinaria.

Algunos de mis amigos muy aficionados al jazz habrían estado muy poco conformes con aquel comentario porque para la mayoría, Peggy Taylor era una de las mejores vocalistas que hayan existido desde Billie Holiday.

—¿Qué ocurrió con la canción que Macklin iba a grabar? —pregunté.

—No lo sé —repuso Stoddard—. Nunca volvimos a saber nada de este asunto.

—Creo que hubo algunas diferencias entre ellos —indicó la mujer.

—Probablemente se trata de un detalle sin importancia —añadió Stoddard—, pero Eddie y miss Taylor se pelearon en cierta ocasión. No fue una pelea en toda regla, claro está, pero sí una discusión muy viva sobre un tema determinado.

—Eso, para decirlo suavemente —opinó Nina Stoddard.

Su marido asintió.

—Eddie llegó a casa una noche tan enfadado que no parecía el mismo. Yo me sorprendí mucho. Era la primera vez que le veía de aquel modo. Me parecía casi un desconocido. Le pregunté si le pasaba algo, pero rehusó contestarme. Todo cuanto dijo fue: «¡Maldita Peggy!» Y luego añadió unas cuantas palabras violentas. Le preparé una bebida y le aconsejé que se calmara, pero armó un escándalo y se metió en su habitación. Poco después quise llevarle la bebida. Llamé a la puerta pero no quiso dejarme entrar. Ni siquiera me contestó.

—Estaba realmente furioso —añadió la señora Stoddard—. No creo haber visto a nadie tan enfadado, ni entonces ni nunca.

—Aquello no guardaba ninguna relación con su carácter normal —explicó Stoddard—. Me preocupó y también a Nina. Durante algunos días, Eddie no fue el mismo para nosotros.

—¿Les contó alguna vez lo sucedido? —pregunté.

—No. No volvió a hablar de Peggy Taylor durante todo el tiempo que todavía vivió con nosotros.

—¿Le mencionó algo cuando se encontró con él el otro día?

—Le pregunté si había vuelto a verla ahora que era ya tan famosa. Yo sólo intentaba entablar conversación, ¿comprende?, aunque no es que el tema me interesara demasiado. Eddie adoptó una expresión muy peculiar y pensé que valía más cambiar de conversación. Al parecer sigue tan enfadado con ella como antes.

En una situación normal lo ocurrido entre Edward Macklin y su amigo un año y medio antes hubiera carecido de importancia. Pero aquélla no era una investigación que pudiéramos llamar normal. Stan y yo no sabíamos casi nada de Macklin, y lo poco que averiguábamos estaba resultando contradictorio. El hecho de que Macklin y Peggy Taylor se enfadaran no hubiera tenido el menor interés de no haber sido porque aportaba el nombre de una persona más, a la que él conoció, y aquél era un camino que podía llevarnos a muchos lugares.

—¿Qué otra cosa puede contarnos de ese hombre? —pregunté.

Movió la cabeza lentamente.

—Muy poco. Eddie era un joven tranquilo y bien educado, que nunca confraternizó con los otros empleados. Muy reservado en cuestiones y problemas personales si es que tenía alguno —hizo un_ ademán vago—. Comprendo que todo esto no les va a aclarar gran cosa, pero…

—¿Y usted, señora Stoddard? —pregunté—. ¿Puede añadir algo a lo que nos ha dicho su marido?

Ella volvió a cruzar las piernas.

—No.

—Cuando quiso trabajar con usted, Macklin debió rellenar algún impreso de solicitud. ¿Podríamos verlo, señor Stoddard?

—Lo lamento, pero la mayoría de mis papeles quedaron destruidos por un incendio en mi oficina. Las referencias personales se encontraban en un armario de madera que fue el que primero ardió.

—Entonces tendremos que hablar con su jefe de personal o con cualquier otro empleado que sepa…

—Tampoco puedo ayudarle en eso —repuso Stoddard—. Wilkinson era quien manejaba las cuestiones del personal, y murió hace diez meses —hizo una pausa—. Pero, desde luego, podrán ustedes conseguir cuantos datos deseen en la Hatcher Brothers.

Me volví a guardar la libreta en el bolsillo.

—Haremos una comprobación —dije y dirigiéndome a Stan añadí:—: Sal un momento conmigo al vestíbulo.

Cuando estuvimos fuera del alcance del oído de los Stoddard, le comuniqué:

—Una vez más voy a tener que encargarte la parte más fea de este asunto.

—Como siempre —repuso Stan—. ¿O sea, que tendré que ser yo quien les largue la mala noticia, verdad?

—En efecto. Luego llévate a Stoddard a Bellevue para que realice la identificación.

—¿Vas a coger el Plymouth?

—Sí. Tú llamas a la comisaría y les dices que te manden un coche con chófer. Cuando hayas vuelto a traer a Stoddard a su casa puedes dejar al chófer en la comisaría y tú sigues con el coche.

—Muchas gracias, detective Selby. ¿Y qué quieres que haga una vez siga con el coche?

—Ya anotaste las señas de la casa de huéspedes de la calle Veinticuatro donde Macklin tenía una habitación, ¿verdad?

—Sí. El nueve-dos-tres.

—Bien. El nombre de la encargada es señora Judson. Intentará ponerte dificultades, por lo que te aconsejo que vayas al grano desde el primer momento. Habla con todo el mundo en la casa y especialmente con los que ocupan las habitaciones contiguas; mira si existe alguna conexión entre otros inquilinos y Macklin. En esos lugares la gente suele intimar un poco, así es que…

—Te he comprendido perfectamente —asintió Stan—. Los que habitan en sitios como ése no conservan su intimidad todo lo que ellos suponen. Conozco muy bien el ambiente por haber vivido también en pensiones.

—Lo mismo te digo. Pero ni tú ni yo pudimos permitirnos otra cosa mejor. Macklin fue diferente. Averigua si alguien tiene idea de por qué un hombre de sus gustos y con tanto dinero se hacía ver deliberadamente en un ambiente tan poco adecuado.

—Así lo haré.

—Si sacas algo en claro me llamas a la patrulla. Si no, métete en los bares del vecindario. Es posible que alguna noche anduviera bastante cargado y soltara alguna cosa.

—¿No crees que deberíamos agenciarnos alguna ayuda, Pete?

—Todavía no. No compliquemos las cosas hasta que sea necesario —volví la cabeza para mirar hacia la puerta que daba al salón—. Creo que eso es todo, Stan. Yo me voy al East Side para hablar con Marcia Kelbert.

—¿Con el sueldo que cobras?

—Si no la encuentro, buscaré a Peggy Taylor e intentaré que me cuente algo —Stan hizo una señal de asentimiento y se volvió hacia el salón.

—Compórtate como es debido.

En mi camino hacia el East Side me detuve en una tienda para llamar a la patrulla. Los detectives tenemos como norma, cuando estamos trabajando en un caso, llamar al departamento con frecuencia para ver si se ha producido alguna nueva detención o si ha habido alguna otra novedad durante nuestra ausencia.

El detective que me contestó no me dejó casi ni decirle «Hola».

—Barney quiere hablar contigo, Pete —dijo—. Me ha ordenado pasarle la comunicación en cuanto llamaras.

Se oyó un chasquido, hubo una breve pausa y en seguida Barney se puso al aparato.

—¿Es Pete?

—Sí, Barney. ¿Qué ocurre?

—¡Ese hijo de perra! —gruñó Barney con expresión colérica—. ¡Ese sinvergüenza criminal!

—¿A quién se refiere, Barney?

—A Jim Mooney. Al maníaco que encerraron hace veinte años por empujar a la gente enfrente de los trenes del metro del mismo modo en que fue empujado Edward Macklin —hizo una pausa y su voz se volvió todavía más dura al añadir—: Está otra vez a la caza de víctimas, Pete. Le dejaron salir del manicomio hace cuatro meses. Pensaron que se estaba muriendo y le permitieron trasladarse a su casa para acabar allí sus días.

En seguida comprendí lo que me esperaba. En realidad, durante todo aquel tiempo había yacido en el fondo de mi mente justo por debajo de la superficie, mientras yo trataba de soslayarlo. En los dos o tres segundos que Barney tardó en hablar de nuevo, una imagen se proyectó ante mis ojos. Tratábase de un dibujo que había visto en el archivo de ilustraciones de una revista sensacionalista, y que había sido realizado veinte años atrás, cuando Jim Mooney aterrorizaba a la ciudad de Nueva York. Mostraba a una niña con trenzas y falda corta, situada al borde de un andén del metro, sonriendo feliz mientras el tren salía a toda velocidad del túnel, dirigiéndose hacia ella. Detrás y con las manos extendidas se abalanzaba hacia la niña un hombre de edad mediana y rostro bestial, con la boca torcida en una mueca y unos ojos alucinados de maníaco. Al pie del dibujo podía leerse: «¿Quién será la siguiente víctima?»

—Soltaron a Mooney poniéndolo bajo la custodia de su hermana —explicó Barney— que está en Cincinnati. Pero no permaneció mucho tiempo allí. Dos días después robó trescientos dólares que su hermana tenía guardados en algún lugar de la casa y se fugó. Dos semanas más tarde, su hermana recibió una postal suya diciéndole que lamentaba lo ocurrido pero que no se preocupase por él —Barney hizo una pausa—. ¿Supongo que ya tendrá una idea lo suficientemente clara de dónde fue echada la postal al correo, verdad?

En efecto, yo tenía una idea muy clara. No podía haberlo sido más si yo mismo hubiera puesto la postal en el buzón.