6

Marcia volvió a tomar su vaso, sosteniéndolo con el fondo firmemente apretado contra la brillante media de nylon que le cubría una rodilla.

—El pobre Eddie estaba terriblemente asustado —prosiguió—. No sabía quién era su perseguidor ni tenía manera de averiguarlo.

—¡Un momento! —la interrumpí—. ¿Cómo podía saber que alguien iba tras de él?

—Porque ya habían intentado matarle, dos veces.

—¿Dio parte a la Policía?

—No.

—¿Por qué?

—No lo sé. Se lo pregunté, y me contestó que tenía sus motivos. Después saqué a relucir el tema en numerosas ocasiones pero se enfadaba y se negaba a hablar de ello.

—¿Cuándo tuvieron lugar esas tentativas de asesinato?

—La primera hace tres semanas. Alguien intentó empujarlo para que un coche le atropellara. Ocurrió a media manzana de aquí. Eddie tenía la mala costumbre de cruzar las calles sin mirar. Se encontraba entre dos coches aparcados esperando a que se aclarara un poco el tráfico cuando alguien le dio un empellón que le hizo caer a algunos metros de distancia. De no haber sido porque los coches tenían buenos frenos, hubiera muerto.

—¿Y no pudo ver al que le había empujado?

—No. Según me contó Eddie, aquel hombre debió haberle seguido y cuando vio que se metía entre los dos coches al borde de la acera se abalanzó sobre él.

—¿Hubo testigos?

—No, que él supiera. Ya sabe lo que suele pasar en casos como éste. Nadie quiere meterse en líos. Además, tenga en cuenta que Eddie se encontraba entre dos coches aparcados, por lo que nadie hubiera podido ver lo que sucedió a menos que pasara detrás del agresor en el mismo momento en que empujaba a Eddie hacia el centro de la calle.

Puse el cigarro en el cenicero y saqué la libreta de notas.

—Se hace difícil creer que no tuviera ni la más pequeña idea de quién podía desearle tanto mal —comenté.

—Estoy de acuerdo —dijo ella haciendo una señal de asentimiento.

—¿Cree que le contaba la verdad?

—Estoy segura. No había la menor duda.

—Bien. ¿Y qué pasó la segunda vez? ¿Fue como la primera?

—No. La segunda vez intentaron atropellarlo con un coche; un Chevrolet Sedán negro.

—¿Pudo distinguir al conductor?

—Sólo unos segundos. En realidad, no le dieron tiempo para gran cosa, ya que buen trabajo tuvo en quitarse de en medio. Esta vez estuvieron a punto de cazarlo. Según me dijo, el conductor iba agachado en su asiento y llevaba un sombrero encasquetado hasta las orejas. Eddie intentó verle por la ventanilla trasera, más el hombre no levantó la cabeza del volante.

—¿Estaba seguro de que era un hombre?

—¿Insinúa que pudo haber sido un jovenzuelo? Quizá pudo serlo. Yo no lo sé. No se me había ocurrido. Eddie sólo pudo verlo fugazmente.

—¿Y nunca pensó que pudo haber sido una mujer?

—¡Una mujer! ¿Habla en serio?

—Totalmente. La sorprendería saber el número de atropellos intencionados y de homicidios ocasionados por mujeres, señorita Kelbert.

Ella movió la cabeza.

—No lo creo.

—Pues así es. No la engaño.

—Bueno, usted sabe mucho más que yo de estas cosas. Pero francamente, la idea de que hubiera podido ser una mujer no se me había ocurrido nunca. Y estoy convencida de que tampoco a Eddie.

—¿Puede decirme cuál fue el momento exacto en que ocurrieron las dos tentativas? —le pregunté—. Este dato puede ser muy importante para nosotros.

La similitud entre los dos intentos frustrados y el que finalmente consiguió su objetivo, era de las que hacen pensar a un policía que su investigación empieza a ir por buen camino. Los tres casos ofrecían las mismas peculiaridades. En cada uno de ellos alguien había intentado matar a Macklin por medio de un vehículo. Yo tenía razones, más que suficientes, para creer que, si dábamos con la persona que había intentado asesinarle con un automóvil, habríamos atrapado también al que le empujó en el metro.

—No tengo la seguridad de cuándo fue la primera vez —contestó Marcia—. Eddie no me lo contó hasta tres o cuatro días después. Se limitó a decirme: «El otro día me pasó algo muy raro» y luego me narró los detalles.

—¿Y la segunda vez?

—Esta sí la conozco, detalle por detalle. Fue el jueves pasado sobre las cinco y media. Yo tenía hora con mi peluquero a las seis y me disponía a salir del piso cuando Eddie llegó. Había mirado el reloj unos momentos antes porque tenía que darme prisa. Eran las seis menos veinte y el hecho había ocurrido diez minutos antes en la esquina, cuando Eddie se disponía a atravesar la calle Cuarenta y Siete.

—¿Cree que tardó diez minutos en llegar aquí?

—Sí. Y estaba tan asustado y tembloroso por el peligro que acababa de correr que tuvo que tenderse a descansar durante un rato. Transcurrió bastante tiempo antes de que pudiera hablar con coherencia. Cancelé mi cita con el peluquero y quise llamar a un médico para que le administrara un sedante, pero no me dejó. Sin embargo, luego de haberse tomado unas copas se puso a contarme el suceso. Al parecer, iba a cruza la Cuarenta y Siete por donde siempre lo hace, es decir por la mitad del bloque, cuando se dio cuenta de que alguien le estaba esperando.

—¿Esperando?

—Sí. En un coche aparcado. Según Eddie debía tener el motor en marcha porque el coche se echó sobre él como una exhalación. Cuando intentó pegar un salto atrás y volver a la acera, el coche torció en su dirección. ¿Le he dicho que se trataba de un Chevrolet Sedán negro?

—Sí. ¿Pudo distinguir de qué año?

—No. Sólo dijo que se trataba de un coche muy viejo.

Escribí en mi libreta aquellos datos y después hice una pausa y miré a Marcia.

—¿Hay algo más que pueda contarme respecto a estas tentativas de asesinato? —le pregunté.

—No; ya le he contado todo cuanto sé.

Hice una señal de asentimiento.

—De acuerdo, por ahora basta. ¿Conoce usted a alguna persona de quien sospeche que pudiera desear su muerte? ¿Alguien que le hubiera amenazado? ¿Algún detalle por el estilo?

Ella bajó los ojos un momento, tomó nerviosamente un trago de su bebida y empezó a arreglarse la falda y a cubrirse las rodillas, a la manera usual con que las mujeres hacen estas cosas, es decir no porque hubiera necesidad de ello sino para emplear sus manos en algo.

—Bueno —repuso vacilante y sin mirarme—. Creo que sí existe alguien. A lo mejor me equivoco, pero…, el caso es que si no se lo cuento, usted lo va a averiguar del mismo modo, y entonces yo estaré en situación difícil —levantó la mirada y la fijó en mí entornando las pestañas—. ¿No es cierto?

No le contesté nada. Si quería emplear circunloquios a mí me daba igual.

—Pues se trata de… de ese amigo mío…, Buddy Col ton —declaró—. No le gustaba que estuviera aquí con Eddie.

—¿No le gustaba hasta el punto de intentar matarle?

Se mordió el labio inferior y miró al suelo con el ceño fruncido.

—No lo sé. Buddy es una persona tan poco normal, tan imprevisible y además tiene ese… bueno, lo que siente por mí. Es realmente fantástico.

—¿Cuál es el nombre de pila de Colton? —pregunté.

—Ya se lo he dicho: Buddy. Es su nombre oficial.

—¿Amenazó alguna vez a Eddie?

—Sí. Eddie se le rio en la cara, pero yo tuve miedo. Eddie no le conocía tan bien como yo.

—Por lo que veo ese Colton es un ciudadano algo intolerante.

—Pero, no como usted se figura. No en el sentido físico. Es casi tan alto como usted, pero está delgadísimo y muy depauperado. Dudo que pese más que yo. Al verle, parece como si una ráfaga de aire pudiera tirarlo al suelo.

—¿Llevaba pistola o alguna otra arma?

—Oh, no. Aunque es un tipo… bastante peculiar. Piensa mucho; está muy mimado y a veces actúa como un niño. Sí, si. Tiene casi cuarenta años pero no ha trabajado en su vida ni nunca lo hará. En realidad, no tiene por qué. Sus padres le dejaron tanto dinero que para Navidad regala coches deportivos a sus amigos. A mí me regaló un MG pero lo vendí al día siguiente. Al saberlo se echó a reír y me obsequió con un Jaguar. También lo vendí.

La miré sorprendido y ella se encogió de hombros.

—Puedo enseñarle los papeles si quiere.

—No es necesario. Siga con lo de la amenaza que hizo a Eddie.

—Pues verá, una noche Buddy se acercó a nuestra mesa cuando estábamos en un restaurante de Harlem. Se inclinó y sonrió a Eddie y le dijo que le mataría si no me dejaba en paz.

—¿Sólo eso?

—Sí, sólo eso. A Eddie le divirtió mucho. Dijo a Buddy que se largara antes de que le diera unos azotes. Eddie era muy fuerte, ¿sabe usted? Buddy se enfadó hasta el punto de no poder ni hablar. Pero acabó retirándose.

—¿Fue ésta la única amenaza?

—No. La repitió una semana después. Eddie y yo salíamos del teatro una noche, cuando Buddy se acercó y dijo a Eddie que se acordara de lo que le había advertido aquella noche en Harlem. Eso fue todo. Que se acordara. Luego entró en su coche y se marchó.

—¿Cuánto hace de eso?

—Pues cuatro o cinco semanas. Yo salía con Buddy alguna que otra vez, pero en vista de aquello decidí no hacerlo más. Era muy infantil y tenía, además, complejo de rico. Estaba convencido de que nadie haría nada por él sino por su dinero. Algunas personas iban, en efecto, tras de su dinero; otras le tenían miedo.

—¿Por qué?

—Por las cosas que podía hacerles. Era capaz de conseguir lo que quisiera. Si alguien le irritaba, lograba que fuera despedido de su trabajo. Cosas por el estilo. Me contó que le gustaba contraatacar utilizando detectives privados para que molestasen a sus enemigos tropezando con ellos en las calles, sentándose en los restaurantes y mirándolos fijamente o llamando a sus casas a media noche. Cosas así.

—El chico es un encanto.

—En efecto. La verdad es que me hará usted un favor si me lo quita de encima. Aunque llevo mucho tiempo sin salir con él, no me para de llamar y de enviarme regalos. Le tengo un poco de miedo —sus ojos se empezaron a entornar otra vez como antes—. No le creo capaz de llegar a matar, pero me gustaría equivocarme.

—Es raro que Eddie Macklin nunca sospechara de Colton —comenté.

—Pues así es. La verdad es que no sé la causa. A mí, Buddy fue la primera persona que se me ocurrió. Pero Eddie debió tener sus razones para no sospechar de él aunque no puedo saber en qué consistirían.

Volví a tomar mi cigarro. Se había apagado y lo encendí de nuevo.

—¿Puede contarme algún antecedente de Eddie?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No sé nada. Nunca me habló de sí mismo. Ni siquiera sé de dónde procedía. No hablaba de esas cosas.

—Tengo entendido que era aficionado a la música.

Ella se encogió de hombros.

—Si llama música a eso. Me harté de guitarra las dos primeras veces que vine aquí. A partir de entonces, no la tocaba más que cuando yo no estaba.

—¿Sabe si tenía alguna renta o algún ingreso aparte del que le proporcionaba su trabajo?

—No. Tenía dinero; mucho dinero. De todas maneras, a mí nunca me interesó saber su procedencia. Lo interesante era el modo en que lo gastaba. Tenía un carácter muy generoso.

—¿Conoce usted a una chica llamada Peggy Taylor?

—¿Se refiere a la cantante?

—Sí.

—No la conozco personalmente, pero sé quién es.

—¿Le habló alguna vez Eddie de ella?

—No. ¿Hay algún motivo por el que tuviera que hablarme?

—No; ninguno en especial.

De pronto, me miró fijamente.

—Oiga. Eso me recuerda algo. Una noche compré un disco de Peggy Taylor y me dispuse a escucharlo. Eddie lo arrancó literalmente del tocadiscos y lo partió en dos. Dijo que era una canción ridícula y que no deseaba escucharla. Casi nos peleamos. A mí no es que me preocupara demasiado el disco, pero sí me enfadé por el modo en que se había portado —frunció el ceño—. ¿Por qué me pregunta si conozco a Peggy Taylor?

—Porque Eddie y miss Taylor fueron amigos durante un tiempo —le contesté—. Y no sé si continuarían siéndolo cuando él fue asesinado.

Continuaba con el ceño fruncido.

—No podría contestarle. Es la primera vez que oigo eso… La verdad es que nunca se acaba de conocer del todo a la gente.

—En efecto. ¿Quiere contarme alguna otra cosa?

Ella movió la cabeza negativamente.

—Me gustaría poder hacerlo, ayudarle…, me crea o no.

Volví una página de la libreta de notas.

—Necesito una lista de los amigos y conocidos de Eddie.

—Eddie no tenía amigos.

—Sea razonable, señorita Kelbert.

—Lo soy. Eddie no tenía ni un solo amigo. En su opinión no podía confiarse en nadie, y cuanto más amigos se tuvieran más posibilidades existían de padecer disgustos —hizo una pausa—. Eso es cierto y todo el mundo lo sabe. Pero, aunque se sepa, la gente continúa teniendo amigos. Sin embargo, Eddie era distinto. Y obraba en consecuencia. Aparte de mí, conocía a unas cuantas personas, muy pocas. En el fondo era un buen chico. Hubiera podido tener buenos amigos, mas no lo deseaba.

—Aun así… —empecé.

—Lo siento. Sé que suena bastante raro, pero es la pura verdad. Salíamos siempre solos, estábamos solos y si yo salía con otra persona o abandonaba la ciudad por algún tiempo, Eddie se quedaba aquí en el piso, leyendo o tocando su guitarra. Ni más ni menos. Hay mucha gente como Eddie, y usted debe saberlo. ¿Qué podemos reprocharles? Cuando se cesa de vivir engañado; cuando se llega a la conclusión de que todo no es más que una sucia pantalla puesta ante las cosas en que uno había creído… ¡Al diablo con todo! Eddie Macklin podría ser considerado como un solitario amargado, con un resentimiento brutal hacia .el resto del mundo. Ahora ha muerto y, ¿qué importa lo que pueda decir en la esquela que le pongan?

Me guardé la libreta en el bolsillo y me puse de pie.

—Me gustaría echar una mirada al piso. ¿Tiene algún inconveniente?

—¿Por qué había de tenerlo? —respondió ella levantándose—. Creo que voy a servirme otra bebida.

El piso de Edward Macklin era muy amplio por lo que a espacio se refiere; sin embargo, estaba distribuido en sólo tres habitaciones, de modo que mi búsqueda fue fácil. El gran salón ocupaba casi las tres cuartas partes del total; el dormitorio era pequeño y estaba amueblado muy sencillamente, y la cocina contaba con un pequeño mostrador para comer que la dividía en dos.

Empleé sólo cuarenta minutos en mi registro, y hubiera empleado todavía menos de no haber sido por la colección de discos de Macklin. Estaban metidos en carpetas individuales en vez de álbumes y como sé que mucha gente guarda dinero o documentos en estas carpetas, tuve que examinarlas una por una. A pesar de ello, no encontré dinero ni papeles ni allí ni en ningún otro sitio. En realidad, el resultado de registrar el piso no fue mejor que el de haber investigado en su habitación de la calle Veinticuatro.

Cuando volví a entrar en la sala, vi que Marcia Kelbert se había tendido en el sofá. Tenía los ojos cerrados y las piernas cruzadas, y se había preparado otro vaso que estaba en el suelo, a su lado.

—¿Ha encontrado algo? —me preguntó sin abrir los ojos.

—Sólo he hecho un poco de ejercicio —le respondí—. Eso es todo.

Se sentó y alargó una mano hacia el vaso.

—¿Qué va a pasar conmigo?

—Nada. Quédese aquí durante unas cuantas horas por si la necesitamos; eso es todo. ¿Sabe en qué Banco tenía su cuenta Eddie?

—No.

—En algún sitio debía tener una caja de alquiler. ¿Sabe dónde puede ser?

—No. Nunca comentaba esas cosas conmigo.

Me fui hacia el vestíbulo y abrí puerta.

—Con eso basta por hoy, señorita Kelbert. Muy agradecido por su colaboración.

—Tengo confianza en que darán con el asesino —comentó—. Y espero que sea Buddy Colton.

—No parece tenerle mucha simpatía.

—Le odio —contestó—. Por regla general, no me gusta reaccionar contra un hombre de la manera en que lo hago contra él. Pero es que tiene algo… No sé. Una combinación de malo, de ruin y de terrible —tomó un sorbo de su bebida y se sentó, quedándose mirando el vaso y dando vueltas al líquido lentamente con un dedo—. Me equivoqué al decir que no le creía capaz de matar, señor Selby. Porque sí es capaz de hacerlo. Buddy Colton haría cualquier cosa.