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Para cuando volví a la Comisaría eran ya las tres de la madrugada. En el tablero de avisos había dos recados para mí, uno de Stan Rayder y otro del departamento de Propiedad Desaparecida.
Leí primero el recado de Stan. Decía que había estado en el piso de Buddy Colton en Sutton Place South, pero que Colton no se encontraba allí, y había tenido una conversación con su compañero de cuarto. Este llevaba dos días sin verle, lapso de tiempo que al parecer era totalmente anormal, y no sabía nada de él.
Sin embargo, el compañero de Colton había aportado la información de que era un entusiasta del jazz a piano y que rara era la noche en que no pasaba al menos una o dos horas en el «Embers» o en el «Elickory House» en los que actuaban los mejores intérpretes del género. Stan visitaría los dos locales, y si no le era posible encontrar a Colton en ninguno de ellos, indicaría a la sección de Comunicaciones que lanzaran un aviso de búsqueda.
El recado de la sección de Propiedad Desaparecida no era el aviso de una llamada telefónica, sino que consistía en una nota con la lista de Chevrolets robados o recuperados en la ciudad durante los últimos diez días. Había catorce en total, aunque sólo dos fueron robados y recuperados el martes anterior, es decir, el día en que se cometió el segundo atentado contra la vida de Edward Macklin.
Una vez hube eliminado todos los vehículos, dejando únicamente los que hubieran podido estar a disposición del asesino en el tiempo de cometerse el crimen, me quedaron los mismos dos Chevrolets robados y recuperados el día en que se llevó a cabo la agresión. Y de aquellos dos tuve que eliminar uno porque otros detectives habían ya dejado bien establecido que en el momento de cometerse el crimen, el ladrón que había robado el coche le había rascado la pintura y se intentaba pintarlo de nuevo.
El Chevrolet restante era un sedán de cuatro puertas, modelo 1951, pintado de azul oscuro y descrito en la lista como recuperado sin daños y en buenas condiciones mecánicas. No poseía ningún equipo especial ni marcas o características notables, ni tenía abolladuras ni rasguños. Su licencia estaba en regla y registrada a nombre de una estudiante de la Universidad de Columbia. Una nota en la lista indicaba que la propietaria quedaba exenta de cualquier complicidad en el robo y que el automóvil le había sido devuelto después de que demostró su propiedad.
El vehículo había sido no sólo robado pocas horas antes de la tentativa de agresión, sino que fue recuperado a menos de seis bloques del lugar (en el que ocurrió el suceso. Y además, la hora de la recuperación quedaba registrada como las 5,50 de la tarde; es decir, sólo veinte minutos después del momento en el que, según Marcia Kelbert, se había cometido la tentativa de asesinato.
Excepto por el color (Macklin había dicho que el coche era negro, pero el de la lista figuraba como azul oscuro) todo lo demás respecto al vehículo y a las circunstancias de su sustracción y posterior recuperación, coincidía perfectamente. En cuanto a la disparidad en el color, no era asunto de demasiada importancia. Un coche azul oscuro visto en unos breves segundos, por quien dispuso del tiempo justo para escapar a ser aplastado por él, podía fácilmente ser confundido por uno negro.
La lista había sido preparada y firmada por el detective R. J. Silverman. Llamé a la sección de Propiedad Desaparecida y pregunté por él. Se puso al teléfono casi en seguida.
—Ruby, soy Pete. Gracias por tu rápida cooperación.
—Ya nos conoces, Pete. Hacemos bien lo difícil… pero lo imposible no lo hacemos nunca. ¿Esa lista te sirve de algo?
—Hay un coche que me parece muy interesante, Ruby. El número seis.
—Un momento. Tengo que coger la copia… Sí. Número seis. Un sedán azul del año 51. ¿Crees que es ése el que buscas?
—No me gustaría que no lo fuera. ¿Has conseguido algo más?
—Todavía no tenemos al ladrón, pero sí una excelente descripción del mismo. El testigo está desde hace dos horas en la Sección de Archivos. Le hemos enseñado las fotos de todos los ladrones de coches que han actuado por aquí. Jura que no se encuentra entre ellos.
—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que has encontrado un testigo del robo del coche?
—Sí. A veces pasan cosas raras. Este testigo no es que viera en realidad cómo robaban el coche, pero sí vio cómo el ladrón lo abandonaba. Y estuvo incluso a punto de pelearse con él.
—¿Cómo ocurrió?
—Nuestro testigo iba andando por la calle Cincuenta y uno. Tenía una cita a las seis y sólo faltaba un cuarto de hora, así es que iba muy deprisa porque todavía le faltaba bastante trecho hasta la plaza Rockefeller. De pronto, el «Chevy» se arrima a la acera y un individuo salta de él y echa a andar pasando junto a nuestro hombre con tanta prisa que tropieza con él y lo derriba. Nuestro hombre es joven, lleva bastante dinero y va vestido elegantemente, pensando en su cita. Así es que cuando el otro lo derriba sobre la sucia acera se pone fuera de sí.
»El ladrón es pequeño, quizá no pase de un metro sesenta, pero no está dispuesto a que le insulten. Cuando nuestro testigo empieza a ponerle verde, el ladrón le larga un sopapo y lo vuelve a derribar. En seguida se larga. Nuestro testigo permanece sentado un momento tan furioso y sorprendido que es incapaz de tomar una decisión. Cuando, finalmente, se levanta, el ladrón se ha perdido de vista. El sargento de patrullas, que circula por las proximidades procurando que ninguno de los de tráfico abandone su puesto, ve a nuestro testigo incorporándose del suelo. Manda parar al chófer, pregunta qué diablos pasa, y el otro se lo explica. El sargento echa una mirada al «Chevy» que el pequeño acaba de aparcar, tropezando a diestro y siniestro, y comprueba su lista de coches robados haciendo en ella la señal de localizado.
Recordé que Edward Macklin había dicho que el conductor del coche asaltante había sido o bien una persona muy pequeña o iba agachado en el asiento. Recordé también que, según Macklin, aquel hombre llevaba un sombrero encasquetado hasta los ojos.
—¿Llevaba sombrero el ladrón? —pregunté.
—Sí. Uno de esos sombreros de paja de ala estrecha y copa alta. Ya sabes, como los que suelen llevar los hombres pequeños para parecer más altos. Según nuestro testigo, no sobrepasaba en estatura a su propia amiguita, y ésta mide un metro sesenta.
—¿Cómo es el resto de la descripción?
—Raza blanca, musculoso, entre cuarenta y cinco y cincuenta años, ojos azules y pelo rubio claro.
—¿Cómo pudo el testigo darse cuenta del color de su pelo?
—Porque el sombrero se le cayó durante el forcejeo.
—Supongo que el testigo tiene un nombre.
—En efecto, lo tiene, espabilado. Se llama Ralph Johnstoft. Es un hombre corpulento y sólido, de unos veinte años. Como ya dije, su chica le estaba esperando, así es que cuando el sargento de patrulla quiso llevárselo consigo para que diera una ojeada a las fotografías de malhechores, armó tal escándalo al pensar que dejaba plantada a su novia, que el sargento optó, finalmente, por pasar por Rockefeller Center y recogerla a ella también. Luego se los llevó a los dos a la Sección de Archivos y puso a Johnston al trabajo con las fotos.
—Pero no identificó a nadie, ¿verdad? ¿Ni siquiera por aproximación?
—Nada. Sólo obtuvimos una buena descripción como ya te dije.
—¿Y por qué no probasteis en los Sistemas de Operar, los S.O., Ruby? —pregunté—. No puede haber muchos ladrones de coches de esa estatura.
—También pensamos en eso —contestó Ruby—. Empezamos precisamente con los S.O. al tiempo que hacíamos examinar las fotografías de malhechores al testigo. Sin embargo, ninguno de ellos se acercaba ni por asomo a la descripción que nos había dado Johnston.
—Mala suerte… para nosotros dos.
—En efecto. Bueno, eso es todo, Pete. Si encuentras algún sospechoso de esa estatura ponle una buena pulsera en la muñeca y dile lo mucho que en Sing-Sing se alegrarán de pagarle cincuenta centavos diarios.
—Así lo haré, Ruby —repuse—. Y muchas gracias.
Después de haber colgado, me recliné en mi sillón y estuve pensando un poco en todo aquello. No creía que existiese mucha duda en que el ladrón del coche fuera el mismo que había intentado matar a Edward Macklin con el Chevrolet, siempre y cuando la descripción del automóvil y del chofer recibida de Marcia Kelbert hubiera sido correcta. Existían, además, muchas posibilidades de que aquel hombre hubiera sido el mismo que anteriormente se acercó a Macklin desde atrás y lo empujó hacia el centro de una calle de mucho tráfico.
Se necesitaba mucha fuerza para dar a Macklin la clase de empujón que había recibido, ya que según dijo, fue a caer a más de tres metros de distancia. Y aunque el ladrón de coches fuera pequeño de estatura y ya no joven, poseía aún la fuerza necesaria como para derribar a un hombre con menos de la mitad de sus años y que, según descripción de Ruby Silverman, era «un tipo robusto y sólido».
No parecía existir, en realidad, ninguna razón convincente para que la agresión en el metro no tuviera que ver con las dos fracasadas que la habían precedido. En los tres casos el procedimiento había sido demasiado parecido para ser sólo coincidente, y el hecho de que aún no hubiéramos logrado detener a Jim Mooney, el hombre que parecía un sospechoso tan seguro al principio, parecía indicar que, o bien se había ido de Nueva York inmediatamente después del crimen, o que ya no estaba en la ciudad desde tiempo antes.
En cualquier caso, era difícil evitar el convencimiento de que Mooney no se encontraba ya en la ciudad. Un hombre de sus características era muy fácil de localizar e incluso aunque hubiese encontrado un lugar donde ocultarse, su paradero no sería ningún secreto en el Bowery. En estos barrios bajos no existen secretos, y la lealtad es sólo una palabra vacía. Los desgraciados que frecuentan las tabernas y duermen en las puertas de las casas, sólo se preocupan de dos cosas: el alcohol y el modo de conseguirlo. Todo el mundo hubiera sabido el lugar donde se ocultaba Mooney si es que tenía alguno, y estaría dispuesto a revelarlo por dinero. El precio podía ser una simple botella de moscatel o una moneda de veinticinco centavos.
Llamé a Comunicaciones y dije que el aviso de búsqueda local fuese cambiado por otro difundido por teletipo y que abarcara tres estados y el distrito de Columbia. Luego salí de la comisaría y me fui en el coche hacia la parte baja, donde se halla Centre Street. Lo que pensaba hacer me iba a tomar un tiempo considerable, pero si conseguía encontrar lo que me había propuesto, Stan y yo estaríamos, sin duda, muy cerca de dar con la solución del caso.