8

No obstante su continua aparición en la prensa y su popularidad entre la gente del teatro, el «Taboo» es un local pequeño y muy oscuro, sin nada que lo distinga de tantos otros locales igualmente pequeños y oscuros situados en el mismo bloque de edificios.

De pie junto a su quiosco de periódicos, enfrente mismo de la entrada, se encontraba aquel tipo popular en el vecindario conocido como Ace Wimmer, exactamente igual que lo venía haciendo cada noche desde que soy capaz de recordarlo.

Wimmer había cumplido los sesenta y era un hombre desgarbado, de facciones acusadas, con unos ojos grises muy vivos que parecían incapaces de permanecer fijos en nada ni en nadie por más de un segundo o dos. Nunca había sido periodista, pero llevaba siempre unos cuantos papeles amarillentos saliéndole del bolsillo superior de la chaqueta y no se quitaba nunca un sombrero de ala estrecha de cuya cinta sobresalía una pequeña tarjeta en la que había escrito a lápiz: «PRENSA». Tanto en invierno como en verano, Wimmer usaba unos gruesos guantes de lana a los que había cortado las puntas de los dedos de la mano derecha para poder dar y recibir monedas, y un par de viejas botas de goma con sujeciones de esmalte negro y gruesas suelas. Se comentaba que Wimmer había sido en el pasado profesor de un instituto en California, y a juzgar por su manera de expresarse, algunas veces la teoría resultaba creíble. Lo malo de ello era que la misma historia hubiera resultado verosímil en, por lo menos, la mitad de otros tipos parecidos.

—Buenos días, detective Selby —saludó Wimmer.

Hice una pausa. Todos cuantos conocen a Wimmer, aunque sólo sea superficialmente, saben que es preciso observar cierto ritual cuando se habla con él. Wimmer recoge sucesos de la misma manera que otra gente hace colección de sellos, a pesar de que, a veces, transcurrido un mes o cosa así, la memoria le falla y los hechos se confunden. Cuando sus amigos pasan por su quiosco o se detienen a comprar un periódico, suele comunicarles lo que sabe, con aire solemne y una gran dignidad. Es su manera peculiar de actuar de reportero.

—Buenos días —contesté y guardé silencio.

Wimmer miró arriba y abajo de la calle, se acercó a mí un poco más, bajó la voz y dijo:

—Tengo una gran noticia para usted, detective Selby.

Yo asumí el aire de expectación más adecuado a aquel momento.

—¿De qué se trata?

—No hable tan alto, por favor —miró por encima del hombro, bajó la voz un poco más y añadió—: la princesa Margarita está a punto de hacerlo, Pete —miró otra vez hacia la acera y luego a mí—. Esto es una exclusiva —declaró.

—¿La princesa Margarita? ¿La de Inglaterra?

—¡Shhh! No grite tanto. Al final lo va a hacer. Pete.

—¿Hacer qué?

—Casarse con el príncipe Rainiero —calló un poco, mirando a su alrededor precavidamente—. El de Monaco, claro. El compromiso será anunciado dentro de poco.

—¿Y qué me dice de Grace Kelly?

Pareció confuso unos momentos, mas luego respondió muy convencido:

—No será invitada.

Dio media vuelta con brusquedad y volvió a su quiosco mientras yo me dirigía al «Taboo».

Como ya había visto fotos de Peggy Taylor en revistas de espectáculos, pude distinguirla en seguida en uno de los compartimentos situados hacia la mitad del oscuro y humoso local. Estaba sentada frente a un hombre 324 fornido que llevaba el pelo casi al rape y gafas con montura de concha. Tanto ella como el hombre parecían enzarzados en una violenta discusión aunque sin levantar las voces.

Me acerqué al compartimento.

—¿Es usted Peggy Taylor? —pregunté.

Ella me miró irritada.

—¿Qué diablos quiere?

Coloqué mi cartera con la chapa sobre la mesa, frente a ella. La miró, hizo una mueca y me miró a su vez.

—Le repito la pregunta. ¿Qué diablos quiere?

—En primer lugar, un poco menos de ordinariez —le contesté.

El hombre sentado junto a ella en el compartimento, hizo ademán de levantarse.

—Oiga —empezó—. ¿No puede usted…?

—Siéntese —le ordené desplazando la cartera para que también pudiera verla. La miró, murmuró algo entre dientes y obedeció sonriendo aviesamente cual si quisiera asesinarme.

Por mi parte me encogí de hombros, me senté a su lado y miré a Peggy Taylor.

—¿Cuánto tiempo hace que ha visto a Edward Macklin? —le pregunté.

—¡Ah! ¿De modo que era eso? —repuso—. Sabía que iba a ocurrir en cuanto leí la noticia en los periódicos.

—¿Qué noticia?

—La de la muerte de Eddie. ¡Qué gracioso! Un tipo al que conocí hace dos siglos es empujado en el andén de un metro y esto le da derecho a venir aquí a molestar al prójimo.

—¿Cuánto tiempo hace, señorita Taylor?

—Años —respondió—. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Es que me nombra en su testamento o algo por el estilo?

No era una mujer muy atractiva físicamente hablando, y la cólera todavía le empeoraba el aspecto. Tendría unos treinta años, y era huesuda, con el pelo rubio oscuro no demasiado espeso y unos ojos azules más bien pequeños.

Pero, en cambio, su voz era prodigiosa, y la irritación la hacía sonar de un modo tan rico y musical que casi me distraía de las palabras que estaba pronunciando.

—¿Años? —me extrañé—. Serán más bien dieciocho meses.

—Bueno, como quiera. Dieciocho meses. ¿Qué diferencia hay? Fue amigo mío, pero luego le borré de mi lista. Eso es todo.

—¿Y no ha vuelto a saber de él en dieciocho meses?

—Usted mismo lo ha dicho. ¿Qué cree que…?

—Se lo estoy preguntando.

—Y yo le estoy contestando. Sí; no he sabido nada en todo ese tiempo. —Miró al del pelo gris y las gafas de concha y luego me miró a mí—. Escuche; no quiero que me metan en un lío, ¿comprende? Esta clase de publicidad puede serme catastrófica.

—Desde luego —intervino el del pelo gris—. Y si quieres seguir mi consejo, Peggy, lo mejor es que…

—¿Usted quién es? —pregunté volviéndome hacia él.

—¿Cómo ha dicho?

—Le pregunto que quién es usted.

—Me llamo Sullivan. George Sullivan.

—¿Es usted el abogado de Miss Taylor?

—No, no; nada de eso, pero…

—De acuerdo, pues entonces no vuelva a interrumpir. —Me volví otra vez hacia Peggy Taylor—. ¿Tiene alguna idea de por qué mataron a Eddie? —le pregunté.

—Claro que no. ¿Por qué había de tenerla?

—¿Qué puede contarme de él?

—Podría contarle muchas cosas; pero todas pueden resumirse en una: Eddie Macklin era un don nadie. Un cero a la izquierda.

—¿Sabe de dónde procedía?

—Supongo que vendría de Zeroville. ¿Qué más?

—No voy a pasarme aquí toda la noche, señorita Taylor.

—Pues cualquiera lo diría, viendo como pierde el tiempo. ¿Cómo quiere que sepa de dónde procedía ese hombre? Nunca me dijo nada, y puede estar seguro de que yo tampoco se lo pregunté.

—Tengo entendido que usted y él tuvieron una buena pelea al separarse.

—¿Quién le ha contado semejante cosa?

Me encogí de hombros.

—Los policías me ponen enferma. Voy a decirle una cosa: le dieron una información equivocada. Eddie y yo nunca nos peleamos. ¿Por qué habíamos de pelearnos? Nunca hubo entre nosotros nada que fuera preciso deshacer.

—¿De veras? Pues a mí me han dicho una cosa muy distinta.

—No me importa lo que le hayan dicho. Lo que yo le digo es la verdad. Salimos juntos algunas veces, y eso es todo. No era capaz de cantar un villancico y estaba loco por triunfar como figura. Pensaba que podría animarme a que le ayudara. Sabía que trabajaba para George…, es decir, para el señor Sullivan aquí presente, y concibió la estúpida idea de que si yo le empujaba, George accedería a escuchar algunas de las mamarrachadas que se sacaba de la imaginación. A su modo de ver, con sólo que George le ayudara un poco sería lanzado al estrellato como un cohete. Era un caso perdido. Los gatos maullando hacen cosas mejores. Y en cuanto a su modo de tocar la guitarra. ¡Vaya!, con decirle que para él un acorde era una cuerda para atar un paquete…

George Sullivan se echó a reír sonoramente.

—Bueno, no era tan malo, Peggy —terció—. He oído cosas peores. Mucho peores.

—Pero no grabadas en disco —protestó ella—. Tenía el oído atrofiado, como si fuera de hojalata. No era capaz de llevar el compás golpeando un barril de madera —me miró—. El tipo me hacía reír. Nunca tuvimos ninguna discusión ni rompimos ni nada. ¿Empieza usted a comprender las cosas o quiere que vuelva a empezar otra vez desde el principio?

—Me parece que no se toma esto muy en serio, señorita Taylor —comenté—. Después de todo, ese hombre ha sido asesinado y creo que…

—Lo siento —repuso—. Un caso lamentable, ¡pero hay tantas cosas lamentables!

—Eso es verdad —intervino George Sullivan—. Hay muchas cosas lamentables.

—¡Vaya que sí! —aprobó Peggy—. Incluso ni en el metro está uno seguro.

Sullivan se rio por lo bajo, y Peggy se puso una mano delante de la boca y le sonrió por encima de las puntas de los dedos.

—Es la primera vez que tengo que hablar de una cosa así desde que de niña estaba en Atlantic Avenue —manifestó.

—¿Cuánto tiempo hace, Peggy? —preguntó Sullivan.

—Me voy a sonrojar —repuso Peggy sonriendo.

Me pregunté vagamente qué sería lo que Peggy y Sullivan estaban discutiendo de una manera tan acalorada cuando me acerqué a ellos. Fuera lo que fuera, los dos parecían haberse olvidado por completo

—Un título muy bueno para una canción —comentó Sullivan—. Creo que si le dedicara un poco de tiempo, le encontraría música adecuada.

—Hazlo, George —le rogó Peggy—. Pero antes sonrójate tú también. Así comprenderás verdaderamente lo que siento. A lo mejor te sale otro «Polvo de Estrellas».

—Y a lo mejor —intervine yo— ustedes dos van a tener ocasión de saber de un modo muy real lo que es una Comisaría de Policía.

—¡Tonterías! —exclamó Peggy—. Se las da de tipo duro. Y a propósito, ¿cómo un hombre tan fuerte como usted no ha podido encontrar un trabajo más decente que éste? —me preguntó. Hizo una pausa estudiando mi cara, y lentamente su expresión se volvió un poco más grave—. ¡Caray, George! —exclamó—. Creo que va en serio.

—Y tan en serio —afirmé—. No se lo tome a la ligera. Ya tendrá ocasión de comprobarlo por sí misma.

—¡Oiga! —terció Sullivan—. Usted…

—Paciencia, señor Sullivan —le interrumpí—. Hablaré con usted en un minuto.

Peggy Taylor tomó un sorbo de su bebida y se lo paseó por la boca unos momentos antes de tragarlo.

—Bien, señorita Taylor —la animé.

—¿Qué quiere que le diga? Eddie jamás me contó nada de sí mismo. Únicamente hablaba de música, y su manía era dar vueltas por el Village escuchando a los cantantes folk. Salía con él porque gastaba el dinero fácilmente, y no usaba mucho sus manos. Y esto era mejor que nada en unos tiempos en los que yo no tenía ni para una entrada en el «Paramount». En otras palabras, estaba sin un céntimo y a Eddie los dólares le salían por las orejas. ¿Me comprende?

—¿Sabe de dónde sacaba el dinero?

—No. Ese es uno de los temas al que nunca se refirió.

—Cuantas más cosas me diga, señorita Taylor, menos posibilidades existen de que tenga que volver por aquí de nuevo para hablar con usted.

—No querrá que le cuente lo que no sé. Salí con ese tipo un par de veces y eso es todo. Nunca me propuse mejorar su existencia ni nada por el estilo.

Me volví hacia George Sullivan.

—¿Se encontró usted alguna vez con Eddie Macklin? —le pregunté.

Se quitó las gafas, les echó el aliento, las puso al trasluz y se las volvió a colocar.

—Hablé con Eddie sólo una vez y por escasos minutos. Peggy nos presentó y…

—Me vi obligada a hacerlo —le interrumpió Peggy—. Aquel fantoche me estaba sacando de quicio.

—Intenté darle algún consejo —continuó Sullivan—. Si alguien lo necesitaba, era él.

—¿Sobre qué asunto? —quise saber.

—Pues sobre temas musicales en general y las posibilidades que podían ofrecérsele.

—¿Es usted editor musical, señor Sullivan?

—No. No soy tan importante. Pero estoy relacionado con una compañía discográfica. Soy lo que, en nuestro ambiente, se llama encargado de repertorio.

—Comprendo. ¿Pudo conseguir algo para Macklin?

Sullivan sonrió suavemente.

—No podía hacerse gran cosa por él; ni yo ni nadie. Animar a una persona tan desprovista de posibilidades como Edward Macklin no hubiera sido ayudarle, sino todo lo contrario.

—Entonces ¿intentó desanimarlo?

Sullivan asintió.

—En efecto. Y fue una experiencia muy desagradable, como siempre en tales casos. La gente como Macklin considera la música como una finalidad muy concreta y hay que tener un cuidado exquisito en no… De todos modos, intenté hacerle reconocer el hecho de que el haber rechazado sus canciones no debía ser tomado en modo alguno como una cosa personal.

—¡Diantre! —exclamó Peggy Taylor—. Hay que ver cómo hablas. ¿Por qué no alquilas el Carnegie Hall?

—Quiero añadir —prosiguió Sullivan— que quizá conseguí ayudarle en lo que se refiere a que rectificara su actitud y pusiera sus ambiciones en un lado y el conjunto de su existencia en otro.

—Te lo juro, George —intervino Peggy—. A veces me dejas patitiesa. Créeme.

—Ya me había dado cuenta —respondió Sullivan.

—Bien mirado —continuó Peggy—, lo que hiciste fue decirle a Eddie que era un desastre, aunque con buenas palabras. ¿Por qué no lo confiesas claramente y acabamos de una vez?

—Porque mi carácter es distinto al tuyo —contestó Sullivan—. La música es una actividad, quizá la única, en la que yo soy tan sincero con los demás como pudiera serlo conmigo mismo. Jamás me he tomado a la ligera las esperanzas del prójimo… ni las tuyas ni las de Eddie Macklin ni las de cualquier otro. Lo que pasa, sencillamente, es que Eddie no poseía el suficiente talento musical como para resultar comercialmente aprovechable. Ese no es tu caso, desde luego, pero sí es el del noventa y nueve por ciento de los cantantes que me vienen a ver. Aunque bien mirado, ¿es que el haber nacido sin talento musical es más reprensible, por decirlo así, que el nacer con una cara fea?

El rostro no precisamente bonito de Peggy Taylor se sonrojó.

—Puedes retirar tu condenado dardo, George —gruñó—. Pero límpialo bien antes de utilizarlo de nuevo.

—Lo lamento, señor Selby. Eddie y yo hablamos sólo muy brevemente y sólo de música —dijo Sullivan—. Me temo no poder serle de gran ayuda.

—Cualquier día te pasarás de la raya —pronosticó Peggy con un tono suave y musical—. Espera y lo verás.

Sullivan le dirigió una sonrisa a la vez que alargaba la mano hacia su vaso.

—Es muy posible —reconoció—. Pero tal como dices, esperaré y veré.

Me quedé en el compartimento unos minutos más preguntándome si sacaría algo en limpio permaneciendo allí el resto de la noche. Decidí que no, así es que me puse en pie y salí del local.