16

Cuando llegué al apartamento de Peggy Taylor, la encontré al borde de la histeria. Vi bien claro que se había estado torturando a sí misma sin compasión pensando en lo que podía ocurrir a su carrera si sus pasadas actividades eran conocidas por el público. Le señalé que en ningún modo sería detenida por su relación con las actividades ilegales de la casa de discos; esto no contribuyó gran cosa a tranquilizarla. Podía, desde luego, haberla detenido por obstaculizar la investigación sobre un crimen, pero no vi ninguna necesidad, en especial después de que quedé razonablemente convencido de que no sabía nada de la trama para asesinar a Edward Macklin.

Se mostró dispuesta a cooperar, mas su ansiedad era tan grande que, a veces, se expresaba de manera incoherente. Me dijo que no conocía el motivo por el que George Sullivan hubiera decidido de improviso planear la muerte de Macklin, y cuando sugerí que quizá fuera porque Macklin había amenazado con poner al descubierto las actividades proselitistas de Peggy, destruyendo así la más valiosa fuente de ingresos de Sullivan, contestó que estaba segura de que el motivo no era éste. Sullivan no había mostrado estar preocupado en lo más mínimo ante la posibilidad de que la estrella de Peggy pudiera declinar hacia su ocaso con la misma rapidez con que se había elevado. A su modo de ver, lo que Macklin quería era someterles a chantaje. Pero, cuando Peggy ofreció dinero a Macklin a cambio de su silencio, éste se echó a reír, lo que acabó de convencerla de que sólo quedaría satisfecho cuando se hubiera vengado poniéndola en evidencia.

Cuando hube llevado el interrogatorio tan lejos como me fue posible, sin empujar a Peggy más allá del límite de la histeria total, le dije que se mantuviera a mi disposición para ulteriores investigaciones, tras de lo cual me marché.

El poner a George Sullivan bajo custodia no constituyó ningún problema. Era un tipo concentrado y silencioso que no expresó sorpresa alguna ni ofreció resistencia. Llegamos a la comisaría a las once de la noche y le fichamos bajo la acusación de obstaculizar las investigaciones. Más adelante se añadirían cargos más graves, una vez Stan y yo estuviéramos más seguros del terreno que pisábamos. No hice retirar la intervención de su teléfono, porque si nos veíamos obligados a dejarle en libertad habría tenido que ser instalada de nuevo.

Stan Rayder estaba en la sala de patrullas. Había comprobado la coartada de Dave Greer con Alice y sus dos clientes, y no me sorprendí al saber que era correcta.

Llevamos a Sullivan al mismo cuarto de interrogatorios en el que había hablado con Dave Greer, y le sometimos a nuestras preguntas de manera masiva durante cuatro horas sin conseguir absolutamente nada. En aquel momento, Stan y yo llevábamos ya trabajando en el caso más de cuarenta horas y estábamos realmente agotados.

Encerramos a Sullivan en una celda y volvimos al «gallinero», es decir, a la habitación equipada con algunos camastros plegables y armaritos para uso personal. Puse el despertador a las seis de la mañana y, cuando me disponía a tenderme en el camastro, observé que Stan ya estaba dormido.

Me pareció como si no hubiera hecho más que echarme cuando el despertador sonó repiqueteando estridente en mis oídos. Lo detuve, desperté a Stan y reanudamos la tarea.

Llevamos a George Sullivan al cuarto de interrogatorios y volvimos a someterle a nuestras preguntas, esta vez un poco más de dos horas, aunque sin mejor suerte que en la sesión anterior. Luego encerramos a Sullivan y a Dave Greer en una habitación especial y los dejamos allí juntos media hora. La habitación estaba equipada con una conexión microfónica y un espejo de los que permiten mirar por detrás. Stan y yo podríamos vigilarlos y escuchar lo que decían, si es que tenían algo que comunicarse. Pero ninguno de los dos pareció darse cuenta de la presencia del otro en la habitación.

Finalmente los llevamos de nuevo a sus celdas, los encerramos y subimos a desayunar.

—Bueno —dijo Stan mientras se ponía azúcar en el café—. ¿Qué opinas de todo esto?

—Ninguno de los dos está soltando prenda acerca de lo que tramaban —opiné—. Greer tiene sus motivos y supongo que Sullivan también tiene los suyos.

—De acuerdo pero, ¿cuáles son?

—Quizás Sullivan se guarde algo en reserva. No está portándose como se portaría un hombre metido en una situación así. Si hubiera atacado directamente a Macklin no se mostraría tan frío. Un ex maleante como Greer sí, pero no Sullivan. Me figuro que, probablemente, alquiló a Greer para hacer el trabajo tal como éste ha contado, aunque luego no ocurrió nada.

—¿Supones, pues, que alguien acabó con Macklin antes de que Greer pudiera intervenir?

—Sí. Es el único modo en que las cosas encajan, Stan. La coartada de Greer es demasiado buena, y Sullivan se está portando demasiado fríamente. Existe la posibilidad de que este último alquilara a alguna otra persona, cuando Greer fracasó tras haberlo intentado dos veces. Pero, ¿por qué? Greer estaba, sin duda, intentando hacerlo bien. Además, no se alquilan asesinos profesionales como se alquila a una mecanógrafa. Son muy difíciles de encontrar. Fue una casualidad lo que hizo que Sullivan y Greer colaboraran. Para un hombre sin conexiones criminales como Sullivan, el encontrar a un sustituto de Greer debió constituir un problema muy serio.

Stan sorbió su café a la vez que asentía con aire abstraído.

—Eso nos deja con Jim Mooney y Buddy Colton, claro que yo no confiaría demasiado en que fueran ninguno de los dos.

—Mooney y Colton y no sé cuántos más. Ha quedado bien claro que Macklin no era ningún excéntrico. Tendría sus buenas razones para vestir como vestía y no habría alquilado aquel cuartucho en la calle Veinticuatro sólo por un capricho. Con todo el dinero que se veía obligado a gastar, seguía trabajando en empleos con los no hubiera podido mantener adecuadamente a una chica como Marcia Kelbert.

Stan sonrió a desgana.

—Ya volvemos a lo mismo.

—Así es como yo lo veo. Tenemos a algunos en la cárcel y hemos lanzado diversos avisos de búsqueda, pero todo esto empieza a parecer como si nos moviéramos en un círculo. No vamos a ninguna parte, Stan, y así nos quedaremos hasta que logremos averiguar cómo ganaba Macklin su dinero.

Stan apartó su platillo e hizo señas al camarero para que le trajera otro café.

—¿Qué haremos con Greer y Sullivan?

—Greer no es problema. Quiere hacer un trato y quizás el fiscal del distrito acceda a ello. Entretanto, es uno más en el grupo. Es Sullivan el que me trae de cabeza. Creo que sería mejor dejarlo suelto.

—¿Dejarlo suelto? ¿Estás de broma?

—No. Mientras siga en esa celda no nos va a servir de nada, Stan. Ni siquiera para decirnos qué hora es. En cambio, si le soltamos, quizás haga algunas llamadas telefónicas o vaya de aquí para allá y hable con ciertas personas. Todo es cuestión de seguirle adecuadamente, continuar con su teléfono intervenido y ya veremos a dónde nos conduce todo eso.

—Tal vez. De todas maneras, la pregunta es: ¿qué hacemos a partir de ahora?

—Teníamos un par de pistas —le respondí—. Pero hemos seguido la equivocada.

—¿Qué hacemos, pues? ¿Empezar de nuevo?

—Me parece que sí. Podríamos practicar otra búsqueda en la habitación alquilada y en el piso de Macklin. El piso es lo más importante, por lo que necesitaremos ayuda. Puedes pedir a Jefatura un par de hombres y empezar cuanto antes. Yo me ocuparé de la habitación y trataré de ver si llega algún correo para él. No tardaré mucho en terminar. Luego iré también al piso y os echaré una mano.

—¿Y qué me dices de lo de seguir a Sullivan?

—Pide a la Jefatura que establezcan una vigilancia continua día y noche. Que manden a esos hombres aquí en seguida para que les puedas mostrar a Sullivan antes de soltarle. Al mismo tiempo, pide también ayuda para examinar el piso.

Stan alargó una mano, tomando la cuenta.

—Bueno, esperemos tener mejor suerte la segunda vez.

—Es preciso averiguar de dónde sacaba el dinero —insistí—. Esta es la clave de todo el problema.

Stan sonrió a desgana.

—Desde luego —dijo—. Sí. Eso es lo importante.

Tal como sucedieron las cosas, no tuve que investigar de nuevo en la habitación alquilada por Edward Macklin. En realidad no pasé de la mesa del vestíbulo donde se depositaba la correspondencia. Cuando pregunté a la encargada si había llegado alguna carta para él, me señaló un montoncito de sobres y de postales puestos en un ángulo de la mesa, y me dijo que era la correspondencia de antiguos inquilinos que ella no había devuelto todavía al cartero. Y sin duda debía haber algo para Edward Macklin.

En efecto, había una tarjeta postal. El nombre y las señas de Macklin habían sido escritos a máquina, pero el mensaje estaba impreso. Empezaba por «Estimado socio» y era de una Asociación Nacional de Contables Jurados cuya sede se encontraba en Chicago. Anunciaba la publicación por parte de uno de los miembros de un nuevo libro sobre la preparación de solicitudes de devolución de impuestos.

Aquello era todo, pero el breve mensaje me dejó entrever algo que yo no sabía de Edward Macklin y que me situaba en una línea de partida que hasta entonces no se me había ocurrido. Según la tarjeta, Macklin era contable jurado, no obstante lo cual había estado trabajando en empleos mal pagados cuando podía haber disfrutado de ingresos muy elevados como profesional. Y ello me llevó a pensar en un posible caso de evasión de impuestos.

De repente, la doble vida de Macklin empezaba a tomar cuerpo. Si lo que se me acababa de ocurrir era cierto, resultaba fácil comprender por qué había decidido vestir ropas baratas y tener un cuartucho alquilado. Si todo aquello era como me imaginaba, explicaría la fuente de sus ingresos, el motivo de sus gastos con los tíquets de teatro y de los bar-clubs y lo de tener una compañera tan cara como Marcia Kelbert.

Pero, más importante todavía, aportaba el motivo para la comisión del crimen.